Onomácrito se presentó en la tienda de Okela sin avisar. El jefe espartano estaba conversando con Agías y Menón, el cretense. El anciano médico hizo el ademán de salir, mascullando entre dientes que volvería más tarde, alargando el inevitable momento en el que debería pedir la presencia de Casandra en la expedición.
—¿Ocurre algo? —preguntó Okela—. ¿Los heridos están bien?
—Sí, señor, mejoran visiblemente —respondió Onomácrito intentando salir de la tienda de nuevo.
—¿Y qué querías? —preguntó el korkótida sin dejarle pasar del umbral.
—¡Oh! Nada señor, volveré más tarde, es un asunto sin importancia.
—Aguarda un poco, Onomácrito, nosotros ya acabábamos. Dame unos instantes —dijo Okela dirigiéndose ahora a Agías y Menón—. Entonces, Menón, conoces los riesgos de la expedición. Eres libre de acompañarnos si lo deseas; es más, nos vendrán bien arqueros experimentados y valientes como vosotros, pero allá donde vamos dudo mucho que encontréis oro y riquezas.
—Partís a una tierra desconocida a fundar una nueva Esparta, una nueva ciudad, y con eso me vale. No puedo volver a Creta, allí mi cabeza tiene precio. Además, ya estoy un poco harto de la vida de mercenario. Ahora quiero luchar por y para mí, y aunque pueda parecer mentira, anhelo un pequeño trozo de tierra que pueda llamar mío, tener una buena mujer e hijos sanos y fuertes. He tenido oro y riquezas y muchas mujeres, ahora deseo otra cosa y la deseo lejos —replicó Menón.
—Bien, necesitamos hombres capaces y valientes. ¿Cuántos sois? —Inquirió Okela.
—Contándome a mí, siete. Son mis compañeros de armas más leales, nos conocemos desde niños y siempre hemos luchado juntos.
—Sólo te pongo una condición —aclaró el espartano—: En esta expedición mis órdenes siempre se cumplen. Si vais a formar parte de ella, os trataré como a un grupo de espartanos más.
—Ya cuento con ello, señor —dijo Menón dirigiéndose a Okela como un subordinado por primera vez.
—Excelente —respondió Okela sonriente mientras se estrechaban la mano.
Agías y Menón salieron contentos de la tienda de campaña para informar a los seis cretenses restantes de la decisión de Okela y continuar con la preparación de la expedición. Prácticamente todos los víveres necesarios estaban apilados y listos para ser embarcados; Adrastos no tardaría en llegar.
—¿Y bien, Onomácrito? ¿Qué te trae por aquí? —preguntó Okela sonriente.
—¡Oh! Nada de importancia señor, los heridos mejoran —comentó Onomácrito para ir rompiendo un hielo que aún no existía.
—Me alegro, pero eso no es lo que te ha traído aquí. —Okela se quedó un momento mirando al médico que le aguantaba la mirada a duras penas—. Venga, habla. ¿Qué ocurre?
—Casandra es una chica excelente, me ha estado ayudando todos estos días —soltó Onomácrito como un torrente.
—¿Casandra? ¿La chica que rescatamos de los piratas? ¿Y qué hace aquí?
—Sus padres la han repudiado, es una chica excelente y me ha ayudado mucho estos días —repitió el médico intentando fijar la mirada en algún objeto de la tienda que pudiese servirle de excusa para cambiar de tema por unos momentos.
—Eso ya lo has dicho. —Hizo una pausa para ver si Onomácrito decía algo más—. Pues si tan bien se ha portado, recompénsala por sus servicios. —Comenzó a buscar entre sus enseres una pequeña bolsa tintineante que lanzó al desprevenido médico. Éste, como si tuviera dos manos izquierdas y como si la bolsa fuera una anguila, hizo malabarismos para que no cayese al suelo.
—Bueno, en realidad no será necesario recompensarla —carraspeó el médico.
—¿Entonces? —inquirió Okela.
—Pues… la expedición será larga. Telamón es buen chico y aprende rápido pero… —decía Onomácrito dubitativo.
—Ya veo a donde quieres llegar… —Cogió aire lentamente—. Intentaré ser claro: Casandra no puede unirse a nosotros. Es una chica atractiva que puede crear problemas entre los marineros como bien se comprobó de camino a Siracusa.
—Pero estás tú, contigo delante nadie osaría hacerle daño —argumentó Onomácrito.
—Mira, el problema es que no sabemos lo que podemos tardar en llegar a occidente, y si tenemos a una mujer a bordo puede haber problemas. Si ocurriese algo con ella tendría que intervenir e impartir justicia y eso puede crear fricciones que, créeme, no deseamos.
—Señor, está desamparada, no tiene a nadie, y en estos días se ha convertido en nuestra familia, es feliz con nosotros. Los hombres la aprecian y, si la abandonamos, ¿qué hará? —argumentaba Onomácrito buscando un resquicio de compasión en su comandante.
—Bastante hicimos con protegerla hasta Siracusa. Una vez entregada a su familia ya no es asunto nuestro. Si ha querido venir a Himera y arriesgar su vida, es libre de hacerlo, pero en Siracusa acabó nuestro compromiso con ella.
—Es buena chica, me serviría bien. Podría aprender muchas cosas…
—Suficiente, Onomácrito —dijo Okela cortante—. He tomado una decisión: Casandra no se embarcará con nosotros. Y ahora, si me permites, tengo que seguir con los preparativos.
—Por supuesto, señor —repuso el médico cabizbajo, volviendo sobre sus pasos y saliendo de la tienda. Había pasado un mal trago.
Okela salió momentos después. Miraba a derecha e izquierda, preguntándose dónde estaría el hombre que Gelón le prometió que enviaría como guía. La silueta de un hombre delicado apareció entre las tiendas de los espartanos. No era viejo, aunque tampoco joven; andaba un poco encorvado, pero más bien por vergüenza o pudor que por algún defecto físico. Llevaba debajo del brazo, enrollada, una gran piel de cuero curtido. Preguntó a uno de los espartanos sobre el paradero de su comandante y éste señaló con el dedo. Okela sabía que debía dirigirse a occidente, pero no sabía de rutas; cuáles eran las mejores, dónde podía haber peligrosas corrientes que desviaran su rumbo, dónde poder hacer alguna escala para reabastecerse de víveres y agua. Pero sobre todo le preocupaban los caprichos de Poseidón, el que sacude la tierra, dios de los mares y los terremotos. Los mares eran traicioneros en aquellas épocas del año en las que flotas enteras eran engullidas por las aguas.
—¿Okela de Esparta? —preguntó el delicado siracusano.
—Soy yo, adelante —respondió invitando al enviado de Gelón a pasar a su tienda.
El hombre no dijo nada, se limitó a entrar en la tienda y, bajo la atenta mirada de Okela, desenrolló el cuero sobre la mesa del espartano. El estilo de los dibujos se parecía mucho a los que contemplara durante días en las reuniones de estado mayor. Era un mapa pero, esta vez, el triangulo que Okela había acertado a identificar con Sicilia era mucho más pequeño. Algunos nombres estaban escritos, entre ellos Siracusa y Panormo. El dibujo de Sicilia ocupaba la posición central; pero también, más a la derecha, aparecía el nombre de Esparta, de Atenas, Chipre y Egipto escrito en grandes letras. Okela estaba maravillado, observó los trazos del mapa como quien observa su pasado, con curiosidad y anhelo. Si aquel mapa era tan preciso como el que exhibía Gelón en sus reuniones de estado mayor, era una auténtica joya. Guió entonces su mirada hacia la parte izquierda, hacia su futuro. Si el triángulo donde radicaba Siracusa era Sicilia, era fácil ver qué era mar y qué era tierra. Más allá de Sicilia se encontraba una gran isla con la forma de una huella, con el nombre de Ichnusa, y un punto que indicaba la existencia de una ciudad, Caralis. Justo encima se adivinaba un estrecho que la separaba de otra isla algo más pequeña. Más al norte, la tierra de los keltoi, donde también había un enclave llamado Massalia, situado hacia occidente. La tierra de los keltoi lindaba con la de los íberos, que describía una pendiente hacia el suroeste. En esas tierras, otro enclave: Emporión, y más al sur toda una línea de costa que torcía hacia occidente, llegando a un estrecho que estaba marcado con el nombre de Heracles y que volvía hacia el norte, hasta llegar a un punto llamado Gades, rodeado de un territorio llamado Tartessos.
—Interesante trabajo —dijo Okela asombrado—, ¿es tuyo?
—Sí. Bueno, no —dijo el siracusano dubitativo—. Digamos que he colaborado en su creación, nos hemos basado en información fenicia, principalmente.
—¿Y se sabe qué hay más allá?
—Bueno, según los sabios, más allá de Iberia sólo hay agua.
—Entonces, ¿se pude decir que iberia es la tierra más occidental que existe?
—Sí, se podría concluir eso. Sí.
—Muy bien. ¿Cuál ha sido tu aportación a este trabajo?
—Pues Gelón me envía porque tengo entendido que vuestra expedición se dirige a occidente y yo he sido el encargado de corroborar ciertas mediciones fenicias y cartaginesas respecto de la costa de Iberia.
—Y en tu opinión, ¿cuál es la mejor ruta?
—Teniendo en cuenta que los cartagineses dominan Ichnusa, no me aventuraría por el sur de la isla. Para evitarlos sería quizá más conveniente bordearla por el norte y desde allí navegar en dirección a Emporión —decía el siracusano mientras trazaba la ruta con el dedo sin mirar a Okela a la cara.
—Emporión —repitió Okela pensativo.
—Sí. Emporión es una colonia focense, fundada hace unos cien años, después de que los persas invadieran Asia. Se puede decir que es el último bastión griego del mundo, el más apartado, el más occidental. Una vez se atraviesan sus murallas, todo el mundo griego queda atrás y sólo hay bárbaros. Los emporitanos se llevan bastante bien con los habitantes de la zona, los indiketes, porque comercian asiduamente e incluso algunos se unen a sus mujeres.
—Y cuéntame, ¿en tus viajes por la zona has logrado reconocer algún gran río que vierta sus aguas al mar desde occidente?
—Sí, al sur de Emporión, a unos días de navegación, existe un gran río, que recibe el nombre de Ebros por su descomunal anchura; es el más importante y caudaloso de Iberia. Proviene de occidente y desemboca en el mar formando un gran delta que…
—¿Un gran delta has dicho? —dijo Okela con sorpresa y satisfacción sobresaltando al siracusano.
—Sí, un gran delta. Algunos lo asemejan al Nilo, recorre Iberia desde el oeste, pero nadie sabe exactamente hasta donde. Las gentes de la costa comercian con nosotros, y algún que otro bárbaro del interior también, pero más allá sólo sabemos que es peligroso adentrarse.
Así que ese era el río, y existía. Okela llenó el pecho de aire y alegría. En cuanto Adrastos llegase a la playa de Himera zarparían.
—¿Cuánto tiempo se puede tardar en llegar hasta allí? —preguntó Okela con una cara de satisfacción que impregnó contagiosamente de alegría y optimismo el semblante del siracusano, sin que supiera muy bien por qué.
—Pues en primavera se puede hacer la travesía, dependiendo de los vientos, en unos doce días, quince a lo sumo.
—No puedo esperar a la primavera. Debo zarpar cuanto antes.
—Lamento decir que navegar en esta época es peligroso. Los mares son traicioneros y las tormentas repentinas y muy destructivas. Por tanto recomiendo que la expedición no salga hasta pasado el invierno.
—Entiendo —contestó Okela pensativo—. No obstante, debemos partir.
—Si lo hacéis, recomiendo que evitéis mar abierto. Se puede llegar a Emporión manteniendo la vista en tierra cruzando desde aquí hasta Ichnusa y luego virando al norte, atravesar el estrecho entre ambas islas y bordear esta isla de nuevo al norte, hasta encontrar la tierra de los keltoi. Desde ahí, tomad rumbo al oeste. Esto no evitará que se produzcan tormentas, pero un marinero hábil puede ver en qué momento se aproxima una tempestad. Durante el camino hay numerosas bahías naturales que pueden servir de refugio. Esta ruta es bastante más larga pero algo más segura. El problema radica en que si en algún momento la expedición se viese obligada a atracar durante días, cosa más que segura, los nativos de estas tierras son muy agresivos. Los cartagineses han intentado durante años someter Ichnusa y aún no está del todo pacificada.
—Muchas gracias… —Okela hizo una pausa para que el siracusano revelara su nombre.
—De nada señor, podéis quedaros el mapa.