La batalla de Himera fue dura y sangrienta. Los griegos festejaron su victoria después de utilizar los fosos y zanjas del campamento de Amílcar para enterrar a los caídos de ambos bandos y así evitar las infecciones y el olor nauseabundo que desprenderían los cuerpos en descomposición pasados unos días. Muchos lamentaron que Himera fuese una ciudad amiga, dado que saquear una ciudad es siempre gratificante por sus tesoros, pero particularmente por sus mujeres. Los combatientes tuvieron que conformarse con las pornoi que residían entre sus muros y las que acompañaban al ejército, pero éstas no daban abasto para saciar los deseos de miles de soldados dispuestos a dilapidar su botín. Aquí y allá, corpulentos keltoi de largos cabellos, íberos morenos y fibrosos y cartagineses agotados y sucios por la batalla, eran cargados de grilletes y cadenas. Se venderían bien para trabajar en las minas sicilianas o en lejanas tierras.
El vino y los manjares expoliados en los almacenes cartagineses corrían a raudales entre las tropas de los dos tiranos de la isla que ahora esperaban tranquilos la llegada desde Panormo de embajadores cartagineses que negociasen la paz. La campaña de Sicilia había supuesto, en total, la muerte de treinta y dos de los espartanos. Un alto precio para su reducido contingente, pero Okela tenía la sensación de que había servido de algo. Pronto Gelón cumpliría su promesa y llevaría su ejército a Grecia, donde se luchaba por la supervivencia ante Jerjes.
El campamento marítimo se habilitó como zona para atender heridos, y allí Onomácrito, Telamón y otros médicos atendían con sabiduría y destreza a todos aquellos que habían sufrido heridas. Cerca del mar, decían, la brisa disipaba el mal olor de los miembros gangrenados y los alaridos de dolor y desesperación de heridos y moribundos. Muchos de ellos eran emborrachados con vino sin mezclar para atenuar el dolor de las amputaciones. El vino también servía para desinfectar lesiones. Okela se acercó para visitar a sus hombres, unos cuarenta espartanos, la mayoría con heridas leves gracias a su habilidad y sus corazas. Ninguno de ellos gemía ni se retorcía de dolor cuando los hierros incandescentes cauterizaban las heridas abiertas en brazos y piernas, marcándoles como reses. Junto a Onomácrito y Telamón, la silueta de una muchacha ayudaba en lo que podía. Okela se fijó y no pudo evitar reconocer a Casandra. Seguramente la vista le estuviese jugando una mala pasada; aún tenía muy presente lo acontecido en alta mar hacía no mucho tiempo. Nada más ver a su comandante, los espartanos comenzaron a vitorearle llamándole por el nombre de su familia «¡Korkótida!, ¡Korkótida!». Era una forma no sólo de honrarle a él, sino a toda su estirpe. Okela no pudo evitar sentir orgullo. Se interesó por el estado de todos y quedó satisfecho de los cuidados del médico. Realmente tenerle allí era una gran fortuna.
Para los sicilianos todo parecía haber acabado, pero para Okela la batalla no era más que otra etapa en su viaje. Hacía unos días había tenido un agrio encontronazo con Gelón respecto de los marineros de Adrastos. Pantites le había informado de que los marineros eran retenidos por causar altercados en la noche siracusana, pero Adrastos y los suyos defendían que no habían hecho nada. Gelón se había escudado en que no tenía tiempo para atender a los problemas de unos borrachos alborotadores cuando la suerte de Sicilia estaba en juego y Okela había cedido a los amistosos ruegos del tirano de dejar la conversación para más adelante, aun sabiendo que las mazmorras de Siracusa no debían ser un lugar agradable. De todos modos, Pantites se había quedado en Siracusa con la orden de hacer la estancia de Adrastos y los suyos lo menos dura posible, sobornando guardias y haciéndoles llegar comida. Agías no dejaba de recordar a Okela que mientras los marineros estuviesen en las mazmorras, Gelón en realidad les tenía prisioneros, pero Okela prefería obviar aquellos comentarios porque, de ser ciertos, tendría que haber matado al tirano y su misión hubiera acabado ahí. Era el momento de abordar a Gelón con la liberación de Adrastos y sus marineros. Okela hizo su camino hacia Himera, donde la mansión de Terón albergaba a Gelón y sus oficiales en una bacanal orgiástica de celebración a la que el espartano había sido invitado.
Las callejuelas de Himera estaban sucias y repletas de soldados borrachos y pendencieros que celebraban la victoria gritando y cantando. El frío manto de la noche iba cubriendo la pequeña ciudad, y se iban encendiendo las primeras antorchas a medida que Okela ascendía por las calles. Parecía ser el único hombre sereno. Los soldados se tambaleaban y abrazaban, fanfarroneando sobre sus hazañas de la jornada. Algunos, que le habían conocido aunque de lejos durante la campaña, incluso intentaban cuadrarse ante el espartano. Okela ya infundía un inmenso respeto entre los hombres de Gelón.
La música y los gritos de victoria salían de la gran mansión. Los oficiales y las hetairas más exquisitas de Siracusa asistían a la celebración. Nadie se interpuso en el camino del espartano al entrar en el gran patio. Los dos tiranos, reclinados y rodeados de mujeres, manjares y vino, reían y disfrutaban del momento. Se acercó a ellos esquivando oficiales ebrios y mujeres semidesnudas.
—El cuerpo de Amílcar no se ha encontrado —decía Gelón—, pero cuentan que murió mientras hacía sus sacrificios calcinado en la pira. Sus dioses no parecen haberle hecho mucho caso. —Ambos tiranos rieron a carcajadas.
Gelón advirtió entonces la presencia de Okela y se levantó con dificultad, más por su estado de embriaguez que por su edad. Tambaleante, con los brazos abiertos y una gran sonrisa en la boca, habló:
—Terón, permite que te presente a Okela, el espartano artífice de la artimaña que te conté de suplantar a los selenos. Bienvenido, ya creía que no vendrías —decía Gelón.
—Así que era cierto que contabas con espartanos entre tus tropas —decía Terón.
—Soy un hombre de recursos, ya me conoces —repuso el Tirano de Siracusa jocoso—. ¿No bebes, espartano?
—Tengo asuntos que atender contigo antes —contestó Okela.
—Pues habla, hoy no te puedo negar nada, querido amigo.
—Vengo a pedir mi escolta hacia occidente y la liberación de mis marinos.
—Por supuesto, tus marinos. Ni me acordaba. Ya no hace falta que estén en las mazmorras de Siracusa… ¡Dionisio! —gritó Gelón—. Que parta un emisario a la ciudad cuanto antes y que los marinos espartanos sean liberados. Ordena también que sus embarcaciones puedan zarpar hacia aquí sin impedimento alguno escoltadas por cuatro trirremes.
Las palabras de Gelón daban a entender que las sospechas de Agías habían sido más que fundadas. Pero no era el momento de discutir, era el momento de esperar al Ártemis y al Odiseo en aquella playa siciliana ya libre de cartagineses y dar por zanjada la cuestión.
—Necesitaremos los suministros que prometiste —dijo Okela.
—Por supuesto, coged lo que necesitéis de los almacenes cartagineses —dijo Gelón con desdén, desentendiéndose de todo aquello y deseoso de seguir disfrutando de su gran victoria, que le valdría la gloria y el reconocimiento de los sicilianos en todos los siglos venideros.
Okela dio media vuelta, hizo el gesto de marcharse y Gelón no se opuso. El tirano no quería insistir en que se quedara. Se sentía algo eclipsado por la presencia de un hombre como aquel, tan seguro de sí mismo, excelso guerrero, noble, terco y tan leal a una absurda causa como la de viajar a los confines del mundo para refundar una ciudad que pronto sería poco más que un montón de cenizas. Sicilia era suya de nuevo. Gelón estaba feliz y no quería que nadie le estropease el momento. Pactaría con Jerjes, los emisarios ya estaban de camino, y si fuese necesario desembarcaría él mismo en el Peloponeso para ayudar al persa. Okela se dio la vuelta bruscamente, como si los pensamientos de Gelón hubiesen sido dichos en voz alta.
—Confío en la palabra que diste Gelón; y confío que, en cuanto sea posible, envíes a tu ejército a Grecia —dijo Okela desde la distancia para que lo oyese la mayor cantidad de gente posible.
—Por supuesto, por supuesto —respondió Gelón con sonrisa forzada haciendo un gesto que mezclaba condescendencia y deseo porque aquel impertinente espartano le dejase disfrutar de su merecida victoria.
Okela volvió junto a los suyos para descansar después del agotador día. El campamento espartano era un oasis de marcialidad en un desierto de depravación y embriaguez. No se percató de la presencia de Casandra que, junto a Telamón, conversaba ante una hoguera.