36

La nube de polvo levantada al oeste por los caballos cuando apenas amanecía no pareció alertar demasiado a los cartagineses. Okela cabalgaba en cabeza y su indumentaria no dejaba lugar a dudas de que era el oficial al mando. Las puertas de madera del campamento de la playa se abrieron lentamente. El espartano se sentía como Odiseo, penetrando en las inexpugnables murallas de Troya con su mortífero regalo para los confiados cartagineses. Un oficial que hablaba griego con un fuerte acento dio la bienvenida ceremoniosamente a los que él creía que eran los refuerzos enviados por la ciudad de Selenos.

—Bienvenidos al campamento de Amílcar Magón —comentó hablando directamente a Okela—. Tus hombres estarán cansados. Hemos dispuesto allí, junto a los barcos, unas tiendas y comida aguardando vuestra llegada. Sígueme, tengo órdenes de llevarte ante él.

—Ocúpate de acomodarles y esperad instrucciones, pero manteneos alerta por si Amílcar nos necesitase. Que nadie coma en exceso y que nadie beba ni una gota de vino —dijo Okela a Agías en alto para que el oficial lo oyese.

Okela siguió al trote al oficial cartaginés, que lo guió hasta la tienda de Amílcar. Esta no era mucho más grande que el resto, al contrario de la de Gelón, y sólo la presencia de dos centinelas daba a entender que aquella era diferente a las demás por albergar al general de la expedición cartaginesa. El oficial desmontó y Okela hizo lo mismo, dejando su caballo al cuidado de uno de los centinelas de la tienda. Okela se quitó el casco corintio y lo puso, como acostumbraba, bajo su brazo izquierdo. El oficial descubrió la cortina. La tosquedad de la tienda de Amílcar sorprendió gratamente a Okela. No había una decoración ostentosa, sino más bien militarista; no vio ricos tapices, ni las jarras, ni las copas eran de plata u oro, sino de madera recia y ruda. Seis personas, que debían ser los generales del cartaginés, cada uno con su indumentaria característica, escuchaban al que debía ser Amílcar, que calló al ver entrar al oficial y a su acompañante. Amílcar desprendía un aire de sobriedad y cercanía bastante poco común para ser un general de éxito. El cartaginés sonrió.

—Señores —dijo dirigiéndose a todos los presentes—, ya tenemos caballería suficiente para perseguir al bastardo de Gelón. El viejo es listo, pero esta vez le hemos ganado la partida. Ayer no podía atacar y hoy ya no puede retirarse. Por favor, únete a nosotros, estamos comentando los acontecimientos de ayer y las órdenes para hoy —dijo Amílcar a Okela con cordialidad mostrándole un hueco entre dos bárbaros corpulentos de gesto agresivo y duro y cubiertos de pieles—. Los habitantes de Selenos no os arrepentiréis de ofrecernos vuestra ayuda. Soy generoso con los que me sirven bien.

Okela hizo un gesto de respeto.

—Bien, por dónde íbamos —dijo Amílcar dirigiéndose a todos.

—Comentábamos la actual situación de Himera, señor —dijo uno de los cartagineses.

—¡Ah!, sí —repuso Amílcar recordando lo comentado—. Después de casi un mes de asedio, es poco probable que resistan mucho más. Ya se habrán comido los caballos y pronto tendrán que comerse entre ellos. Sólo la presencia de Gelón al otro lado del río les mantiene con esperanza, pero éste no se mueve y pronto deberá optar entre plantar batalla o ver cómo la ciudad cae en mis manos sin un solo combate.

—Mis hombres están deseosos de botín y mujeres, y se muestran intranquilos —gruñó uno de los bárbaros—. Deberíamos entrar en la ciudad cuanto antes; la pasividad les vuelve pendencieros y cada vez me cuesta más mantener la disciplina.

—Tranquilo, Habis; tus hombres tendrán más oro del que puedan llevar de vuelta a Iberia cuando acabemos en Sicilia —contestó Amílcar.

—Habis tiene razón: deberíamos acribillar la ciudad con flechas incendiarias y acabar con esto de una vez —propuso el otro bárbaro con impaciencia.

—Necesito Himera intacta como punto de abastecimiento y porque, además, quiero que Sicilia me vea como un libertador y no como un conquistador. Tened paciencia. Además, os fue permitido saquear los alrededores y vuestras pequeñas expediciones resultaron desbaratadas por las emboscadas de los griegos. No es que no hayáis tenido oportunidades, más bien decid que no las habéis aprovechado. Por si fuera poco, aparte del botín que esperáis obtener, se os paga generosamente. —Los dos bárbaros gruñeron—. Bien —prosiguió—. Ahora que hemos zanjado ese asunto, y ya que tenemos a nuestros amigos selenos entre nosotros, debemos comenzar a pensar en acciones que presionen a Gelón para que abandone su posición. Esa es la clave para que Himera se rinda de una vez. En estos días recibiremos de Cartago otra fuerza de caballería, y con ella, si el viejo loco sigue donde está, rodearemos su campamento para evitar, o al menos dificultar, el abastecimiento de su ejército.

Un oficial cartaginés irrumpió de repente en la tienda de Amílcar:

—Señor, los griegos han atravesado el río y se encuentran en orden de batalla —informó el oficial ante la sorpresa de los presentes.

—¡Por Baal y Tanit! —dijo Amílcar sonriente—. Quizá no tengamos que esperar para derrotar a ese engreído. ¿Algún movimiento sospechoso en la ciudad?

—No, señor —respondió el oficial.

—Caballeros, dudo mucho que ese loco pretenda atacarnos, pero, ya que nos pone a su ejército en bandeja de plata, démosle el placer y acabemos con sus sufrimientos. —Los presentes rieron ante el buen humor de Amílcar—. Que toquen las trompetas a formar y que preparen una gran pira para sacrificios. Hoy puede ser un gran día —dijo Amílcar mientras el oficial salía de la tienda dispuesto a dar órdenes—. Bien, veamos de qué están hechos esos griegos. —Y sin más salió de la tienda seguido por todos, incluido Okela, al tiempo que las trompetas del campamento comenzaban a sonar de forma estruendosa.

Amílcar y su peculiar comitiva avanzaron a paso ligero hasta la base de una gran torre de madera, a la que subieron. Desde allí se veía con claridad la formación griega. Himera parecía totalmente tranquila, aunque sus oteadores, en lo alto de las murallas, observaban las maniobras de ambos contingentes alertados por las trompetas. En lo alto de la torre el viento era rudo y molesto. Gelón había dispuesto su ejército de tal manera que, a su derecha, la pendiente que llevaba a Himera cubriera su flanco, en el centro los hoplitas griegos formaban la falange y justo delante de ellos se habían ubicado los arqueros. El flanco izquierdo de Gelón lo protegía la caballería y algo de infantería ligera. Gelón y Dionisio eran fáciles de distinguir. El viejo siracusano ocupaba el centro de la retaguardia montado en un precioso caballo blanco, mientras que Dionisio formaba con la caballería. Algo llamó poderosamente la atención de Amílcar y de Okela. El extremo derecho de las líneas sicilianas mostraba un frente de unos trescientos hoplitas que portaban los escudos espartanos decorados con la lambda. La línea tenía unos ocho hombres de fondo. Otra sorpresa del viejo Gelón.

—Este siciliano no deja de sorprenderme. Y yo que creía que mis emisarios exageraban cuando dijeron que los espartanos habían enviado ayuda —exclamó Amílcar—. ¿Cómo ha podido convencer a los lacedemonios para que le manden más de dos mil hombres teniendo estos a Jerjes invadiendo Grecia? Habis, dispón a tus íberos. Brigindo, que tus keltoi estén preparados para la embestida inicial. Los selenos aguardad instrucciones, tenemos que ver por dónde se debilita antes de enviar la caballería. Asdrúbal, prepara a la infantería africana como segunda línea y evitad el enfrentamiento directo con los espartanos —Habis, Brigindo y Asdrúbal descendieron raudos la escalinata de madera, Okela, Amílcar y otros dos oficiales cartagineses se quedaron a observar al no haber recibido órdenes—. Es curioso —murmuró Amílcar con cara enigmática—: Ahora que estamos desorganizados es el mejor momento para atacar, y sin embargo Gelón no avanza.

—Ataquemos nosotros, señor. Los keltoi y los íberos están ansiosos por entrar en combate —señaló uno de los oficiales.

Amílcar estaba pensativo, como desconcertado. Tras unos instantes, reaccionó.

—Bien, que ataquen los keltoi —ordenó firmemente, y el oficial desapareció para dar las instrucciones oportunas.

Momentos después, las puertas del campamento de la colina se abrieron y comenzaron a aparecer miles de hombres corpulentos, altos, rubios y pelirrojos, de gruesos bigotes y vestidos únicamente con pantalones. Sus cuerpos estaban tatuados con extraños dibujos y por lo general carecían de protección pectoral y cascos, salvo aquellos que debían ser sus caudillos, que llevaban cascos cónicos y petos de cuero. Los keltoi llevaban grandes espadas y enormes escudos ovalados. La formación bárbara, por llamarla de alguna manera, no era compacta y Okela entendió enseguida por qué: aquellas espadas necesitaban mucho espacio para ser blandidas.

Cuando todos los hombres estuvieron fuera, un aullido recorrió el campo de batalla. Los keltoi, como poseídos por espíritus, comenzaron a golpear sus escudos y a gritar inundando el ambiente con sus agudos chillidos. El efecto de aquel escándalo provocó en las calladas líneas griegas una extraña sensación parecida al miedo. Los soldados de Gelón procuraban colocarse un poco mejor, asegurando sus escudos. Habían pensado que la embestida sería dura, ahora sabían que iba a ser brutal. Los arqueros sicilianos miraban hacia atrás desconcertados, deseando estar en otro lugar. Brigindo apareció de repente galopando delante de sus tropas, no decía nada, simplemente aullaba y gritaba levantando con su mano derecha una enorme espada hacia el cielo, con la cara desbocada, los ojos fuera de órbita; sus guerreros parecían más poseídos aún. Brigindo detuvo su caballo de golpe mirando hacia los griegos de Gelón y calló. Todos los que lo acompañaban callaron. Okela nunca había presenciado un despliegue tan desordenado, tan brutal, tan lleno de locura como aquel. Un momento de silencio y Brigindo aulló de nuevo animando a sus guerreros a la carga, quienes corrieron colina abajo gritando enloquecidos. Parecía como si compitiesen entre ellos en ser los primeros en ensartarse en las lanzas de la falange de Gelón. Los arqueros sicilianos comenzaron a disparar contra los enloquecidos bárbaros en cuanto estos estuvieron a tiro. Las flechas describían una parábola y caían sobre los keltoi como una mortífera lluvia que atravesaba miembros, deteniendo a algunos sobre sus pasos y derribando a otros. Pero los keltoi, lejos de hacer el amago de detenerse y protegerse con sus escudos de la lluvia de flechas, seguían gritando y corriendo hacia las líneas de Gelón. Cuando se encontraban a menos de cien pasos, los arqueros comenzaron a flaquear. A la huida de uno siguió la huida de los que tenía al lado, y así, como una cascada, la línea de arqueros comenzó a desintegrarse mientras corrían en dirección a la aparente seguridad de la falange. Algunos hoplitas se abrían un poco para que los arqueros pudiesen huir, pero la cercanía de los keltoi, que descendían la colina con la fuerza de la carga, poseídos por todos los espíritus de las profundidades de la tierra, hizo que muchos se negasen a romper la formación. Hubo arqueros que se escabulleron entre las piernas de los hoplitas, otros corrían desconcertados buscando una salida, recorriendo la compacta formación siracusana. La avalancha de keltoi se encontraba a tan solo cincuenta pasos, cuarenta, treinta, veinte… Los hoplitas se prepararon para la embestida; diez. El choque fue feroz. Los arqueros que no habían logrado escabullirse quedaron aplastados como uvas entre griegos y keltoi. Los escudos de unos y otros resonaron al estrellarse. Tan sólo ese choque sirvió para que la falange retrocediera ante el embate de los atacantes. Durante unos instantes pareció que la línea de la falange fuese a resquebrajarse, pero los keltoi no sólo luchaban contra los hoplitas, sino también para hacerse hueco entre sus compañeros y así poder blandir sus gigantescas espadas. Algunos incluso se deshacían de su escudo para asestar golpes con más fuerza. La falange cada vez retrocedía menos y parecía resistir.

Desde la posición de la torre de madera, Okela podía ver a Gelón y a sus oficiales desgañitándose con gritos de ánimo mezclados con amenazas. Los arqueros supervivientes se reorganizaron detrás de la falange y comenzaron de nuevo a disparar a los asaltantes que se encontraban en última línea, que iban cayendo bajo las flechas mientras buscaban un hueco para llegar al combate. La falange detuvo su paulatino retroceso y se mantuvo estable formando una media luna. Los keltoi eran fieros y aguerridos, pero su forma de lucha individualista contrastaba con el espíritu de equipo de la falange. Los sicilianos consiguieron avanzar unos pasos ante los ya algo cansados extranjeros, que no dejaban de aporrear los escudos de los hoplitas con sus espadas. Muchos griegos caían de rodillas ante la fuerza de las acometidas de los bárbaros, otros acertaban a hincar sus lanzas en las carnes de sus enemigos, pero cuando uno caía, otro aún más fiero ocupaba su lugar con fuerzas renovadas. Ni sus terroríficos gritos ni su brutal carga habían conseguido romper la formación de Gelón, aunque poco había faltado. La encarnizada lucha continuaba, pero a pesar de lo duro del combate, ni unos ni otros retrocedían. El clangor de las llamadas, los gritos y el polvo levantado por los que luchaban dominaban el ambiente.

Amílcar llevó su vista hacia el flanco izquierdo de los griegos.

—Dionisio se está preparando para cargar con la caballería —señaló apuntando en aquella dirección.

Efectivamente, la caballería de Dionisio comenzaba disponerse en formación de cuña, un triangulo perfecto, muy efectivo para chocar y abrirse paso entre enemigos desordenados.

—Debemos evitar su carga —continuó Amílcar—. Atácale con tus selenos para proteger ese flanco —ordenó a Okela—. Y que los íberos reemplacen a los keltoi —prosiguió dirigiéndose al otro oficial cartaginés—. Gelón no aguantará otra embestida como la anterior y los nuestros parecen ya algo cansados. Luego enviaremos a la infantería pesada para acabar de barrerlos. Nos lo ha puesto fácil el viejo zorro.

Tanto Okela como el oficial cartaginés se despidieron saludando marcialmente mientras Amílcar se quedaba solo y satisfecho en lo alto de la torre, observando el devenir de la batalla. Okela caminaba raudo en dirección a sus hombres. El fragor de la batalla se oía en todas partes, y los guardianes de Himera abarrotaban las murallas observando el desenlace. Gelón estaba loco, debían pensar, pero tenía agallas.

Allí, junto a los barcos cartagineses y las hogueras dispuestas para el avituallamiento de los selenos, estaban los espartanos, cretenses y siracusanos encomendados a Okela.

—¡Nos toca actuar! —gritó Okela caminando hacia ellos a grandes zancadas—. Los jinetes, montad y evitad que se acerquen los cartagineses. Menón, que tus arqueros comiencen a disparar flechas incendiarias en todas direcciones, comenzad por los barcos, luego las tiendas de campaña. ¡Espartanos! Formad en falange y proteged a los arqueros.

Menón y los suyos comenzaron a atar trozos de tela a sus flechas y a rociarlas de aceite, encendiéndolas con el fuego de las hogueras. Por los ruidos provenientes de la batalla, los íberos comenzaban a cargar contra las posiciones de Gelón. El campamento marítimo cartaginés estaba prácticamente despoblado. Había que darse prisa: Amílcar comenzaría a preguntarse de un momento a otro dónde estaban los selenos y por qué no cargaban.

Las flechas incendiarias comenzaron a surcar los aires en todas direcciones, las velas de la veintena de barcos atracados comenzaron a arder mientras los marinos corrían, algunos para salvar sus vidas y otros para intentar detener las insaciables llamas que se extendían con rapidez azuzadas por un viento embravecido. La confusión comenzó a apoderarse del campamento cartaginés. Amílcar, desde lo alto de la torre, volvió la mirada hacia el desconcierto y pudo observar cómo su flota ardía mientras los que él consideraba aliados selenos formaban en pequeños grupos de jinetes e infantería y sus arqueros disparaban flechas incendiarias provocando pequeños incendios por todas partes. Como si aquello hubiese sido una señal, la caballería de Dionisio cargó desde el flanco que ocupaba contra keltoi e íberos para desbaratar sus líneas. Éstos últimos ya se encontraban en el fragor del combate. La falange de Gelón, que hasta hacía unos instantes había estado perdiendo terreno, reanudó su avance lento y decidido. Íberos y keltoi, desconcertados ante la falta de caballería aliada, comenzaron a flaquear y a ceder terreno, poco a poco al principio pero, cuando se percataron de las llamas provenientes del campamento, cundió el pánico entre los bárbaros, que comenzaron a correr despavoridos a la seguridad de la colina y las empalizadas.

Una flecha impacto en la torre de madera donde se encontraba Amílcar, quien asistía incrédulo al espectáculo. Gelón se la había jugado. Sólo entonces se dio cuenta, y comenzó a descender de la torre a toda velocidad, gritando a diestro y siniestro órdenes que nadie oía.

Los griegos de Gelón persiguieron a sus enemigos. Los bárbaros, en su huida, eran derribados por la caballería de Dionisio como si de endebles estatuas de madera se tratasen. La infantería de Gelón cargó colina arriba, animada por la retirada de los invasores que, en su afán de huir, no consiguieron cerrar las puertas. Los sicilianos entraron en el campamento cartaginés como un auténtico torrente, desbordándose por entre las tiendas, rompiendo su formación de falange y dedicándose a matar a todo el que encontraban.

El incendio en el campamento marítimo se extendía rápidamente. Amílcar había conseguido reunir a un reducido número de africanos que avanzaban, decididos, hacia Okela y sus hombres. Los certeros cretenses cambiaron de objetivo y lograron derribar a algunos de ellos. Menón, con una flecha incendiaria preparada, apuntó en dirección a Amílcar en el momento en que ordenaba la carga contra la pequeña falange espartana. La flecha acalló las órdenes del cartaginés clavándose en su pecho con tal fuerza que el cartaginés cayó de espaldas. El pequeño grupo de jinetes de Okela cargó contra el flanco de los africanos mientras los espartanos se preparaban para la acometida. Amílcar, herido de muerte, logró levantarse con la flecha encendida en su pecho y, tambaleante, se apoyó en la pira que sus hombres habían dispuesto para los sacrificios de aquella mañana. La madera rompió a arder con fuerza; y Amílcar con ella.

Los espartanos bloqueaban los golpes de los africanos con sus escudos y asestaban certeras estocadas mientras, desde lo alto de sus monturas, los jinetes descargaban poderosos golpes. La confusión era mayúscula. Agías, como siempre, se batía como un león, mientras que Menón y sus cretenses abandonaban sus arcos, echaban mano a su espada y se lanzaban a la lucha cuerpo a cuerpo con saña y energía. Pronto los africanos se percataron de la desaparición de su comandante, y de inmediato su ánimo comenzó a flaquear. Muchos de ellos soltaron las armas en señal de rendición mientras otros simplemente se dieron a una ignominiosa huida.

La batalla continuaba en el campo cartaginés de la colina. Pero esta vez sin formaciones: hombre a hombre. Muchos de los soldados de Gelón dejaron de perseguir bárbaros, a los que ya consideraban derrotados, y se dedicaron a entrar en las tiendas de campaña. No había tiempo que perder, el botín es siempre para el que lo coge primero. Las tropas griegas comenzaron a dispersarse y a saquear el campamento sin haber puesto en fuga total a los bárbaros. Habis y Brigindo reagrupaban a sus supervivientes en torno a ellos en el centro del campamento y, cuando estos recuperaron el aliento, contraatacaron. Los griegos, dispersos y preocupados por el oro y la plata, empezaron a recibir mortíferas estocadas de las grandes espadas galas y de las falcatas íberas diseñadas para el combate individual. Contingentes de africanos que no se habían preparado para la batalla pensando que no les iba a tocar luchar, formaron en torno a sus oficiales y comenzaron a causar la confusión entre los griegos, que empezaban a ceder terreno. Gelón procuraba mantener cierta cohesión entre sus hombres, pero el brillo del oro les cegaba demasiado. Muchos caían al suelo de bruces, cargados de oro y joyas, atravesados por las lanzas africanas. Habían sido hombres inmensamente ricos durante unos instantes.

A duras penas, Gelón y Dionisio consiguieron formar una línea compacta cerca ya de la puerta del campamento. Gelón maldecía a Terón con todas sus fuerzas:

—¿No se da cuenta ese imbécil de que necesitamos que salga y luche?

La falange griega retrocedía de nuevo ante el empuje de los invasores. La refriega era sangrienta, los metales chocaban con furia, los escudos se abollaban ante los embates de los bárbaros. Los griegos daban ya señales de agotamiento físico, y tener la empalizada cartaginesa a la espalda no ayudaba precisamente a la maniobrabilidad de los hombres.

Como si Terón hubiese oído los insultos de Gelón, las puertas de Himera se abrieron pesadamente y, en el momento crítico, los cerca de veinte mil hombres del tirano de Acragas comenzaron a inundar el campamento enemigo a la carrera creando un segundo frente. La lucha fue encarnizada. La presión ya era demasiada para los cartagineses y sus aliados, que, a pesar de temer ser envueltos y masacrados, se mantenían firmes. Pero fue la noticia de la muerte de Amílcar, que se había extendido a gritos por las líneas cartaginesas, la que finalmente propició el comienzo de la retirada. Durante unos instantes pareció que huirían de forma ordenada, pero la irrupción de los quinientos jinetes de Okela desde el campamento marítimo en llamas ocasionó una desbandada en toda regla, en la que los soldados de Amílcar abandonaban sus armas para poder correr más deprisa, buscando únicamente salvar sus vidas mientras huían en todas direcciones, sometidos al hostigamiento de la caballería de Dionisio.

Amílcar había sido derrotado.

Muchos entonces se dieron al pillaje y al saqueo del campamento cartaginés, esta vez con la venia de Gelón que, aclamado por sus tropas y por las de Terón, paseaba orgulloso por el campamento recién conquistado contra todo pronóstico. Terón galopó hasta Gelón y ambos se fundieron en un fraternal abrazo.

¡Qué dulce es el sabor de la victoria cuando es arrancada de las fauces de la derrota!