Himera era una ciudad pequeña. Las tropas de Gelón habían acampado en la margen derecha del río que bañaba la ciudad y Dionisio había apostado centinelas y exploradores para mantener vigilados a los cartagineses. Al otro lado del río se alzaba la pequeña meseta que albergaba la ciudad de Himera donde, hacinados, los hombres de Terón y los habitantes de la ciudad se enfrentaban a la escasez de víveres como buenamente podían. La mañana que llegaron las tropas de Gelón, un intenso griterío se alzó desde el interior de las murallas de la ciudad, un aullido de alivio que envolvió el aire cuando los sitiados vieron que el tirano de Siracusa, tal y como les había prometido Terón, había tenido los arrestos suficientes para acudir en su auxilio. Al otro lado del río, más allá de la ciudad, se encontraba el campamento cartaginés, levantado sobre una pequeña colina desde donde se mantenía en jaque a los ocupantes de la ciudad sitiada. Más al norte, otra empalizada protegía los accesos a la playa, donde atracaban sus barcos y desembarcaban los suministros de Amílcar Magón. Ambos campamentos cartagineses estaban unidos por empalizadas y ante ellas se habían cavado zanjas. Asaltar esas posiciones ya era difícil de por sí, pero ante una superioridad numérica tan abultada, era una tarea imposible. El maldito cartaginés sabía lo que hacía.
La posición de Gelón también era excelente. El río proporcionaba una defensa natural contra cualquier ataque de Amílcar. Los vados habían sido fortificados al abrigo de la noche y las corrientes hacían el resto. Los sicilianos llevaban allí veinte días con sus noches sin que ninguno de los dos ejércitos buscase el enfrentamiento definitivo. Gelón no consideraba tener fuerzas suficientes, y el cartaginés sabía que el tiempo estaba de su parte.
Antes de la llegada de Gelón, las partidas de Amílcar habían esquilmado el territorio en busca de comida y botín y, aunque muchas fueron sorprendidas por la llegada de los siracusanos y abatidas, era difícil para los griegos encontrar vituallas por la zona con las que suministrar víveres al ejército, mientras Amílcar disponía de un abastecimiento constante por mar. A esto se añadía la dificultad de hacer llegar provisiones a los sitiados. La situación estaba en un delicado equilibrio. Ni los cartagineses atacaban, esperando que Himera cayese como una fruta madura producto del hambre y la desesperación, ni Gelón se atrevía a cruzar el río en inferioridad numérica para asaltar las posiciones fortificadas de los cartagineses. El tiempo apremiaba para los griegos y Amílcar Magón lo sabía. Alimentar a cerca de treinta mil bocas todos los días en un terreno ya baldío era una tarea titánica que Dionisio desempeñaba de forma eficaz pero, independientemente de su habilidad organizativa, la situación se hacía más precaria cada día. Tan sólo tres días antes habían comenzado las deserciones en el campamento griego, algunos simplemente anhelaban sus tierras y sus familias, otros buscaban fortuna pasándose al campo enemigo.
El estado mayor se reunía prácticamente a diario para debatir posibles estrategias y, aunque la mayoría se decantaba por la retirada inmediata a Siracusa, Gelón, que en su fuero interno compartía la opinión de la mayoría, se resistía a abandonar la posición. Se había convencido de que abandonar a Terón a su suerte significaría la caída de Siracusa tarde o temprano. La situación era insostenible. Había que actuar y lo sabía.
No obstante, los griegos no habían estado quietos durante aquellos días, ni mucho menos. A la mañana siguiente de llegar, los cretenses habían organizado partidas que tendían emboscadas a las patrullas cartaginesas; además, íberos y keltoi solían salir del campamento de Amílcar en pequeños grupos para saquear la región, ávidos de botín y recelosos de la disciplina. Muchos de ellos caían bajo las certeras flechas de los cretenses, que llegaban al campamento griego con el botín arrebatado a los infelices bárbaros. La fama de los cretenses comenzó a aumentar en el ejército siracusano; y eso era algo que Agías no podía soportar.
Durante la marcha a Himera, había estado reprobando a Okela que estuviesen participando en aquella contienda, pero un día su amor propio y naturaleza competitiva le llevaron a pedir permiso a Okela para organizar partidas; «esos cretenses se están llevando demasiada gloria ellos solos», le había dicho molesto. Desde entonces, espartanos y cretenses, cada uno con su modo de lucha y poseídos por un irrefrenable ansia de superarse los unos a los otros, llegaron a hacer que los movimientos cartagineses se redujesen a la mínima expresión más allá de los campamentos. Gelón asistía divertido a aquella rivalidad surgida espontáneamente y que, por lo menos, hostigaba al ejército de Amílcar Magón, y no solo mantenía la moral alta en el campo griego, sino que llegó a propiciar apuestas entre los sicilianos sobre quiénes llegarían a la mañana siguiente contando mayor numero de enemigos abatidos.
Aquello había desembocado primero en una pelea verbal y a empujones entre Agías y el capitán cretense, Menón; y después en un profundo respeto por los logros del contrario. A medida que pasaban los días, ambos veteranos estrechaban lazos, hasta el punto de compartir comida y conversación, no exenta de insultos bienintencionados y amistosas palmadas en la espalda deseándose, entre carcajadas, lo peor para el día siguiente. Las partidas espontáneas habían supuesto para Amílcar una merma importante en sus regimientos de caballería.
Aquel día llegaron al campamento dos noticias desalentadoras. La primera provenía de Grecia: Jerjes seguía avanzando imparable. Atenas, la gloriosa Atenas, la esplendorosa Atenas, había caído, y el ejército del Gran Rey saqueaba el Ática a placer y sin oposición. Contaban también que, no contento con eso, Jerjes había ordenado arrasar la ciudad, incendiándola primero y luego desmantelando piedra a piedra todo lo que quedase en pie. Decían los mensajeros que la polis aún ardía. La noticia revolvió los ánimos de Gelón y de Okela por motivos diferentes. Gelón porque sabía que una vez cayese Grecia, persas y cartagineses se darían la mano en Sicilia aplastándole como un higo; Okela porque aún recordaba a su amigo Euricles, cuya imponente casa ahora no sería más que cenizas. El espartano cerró los ojos y elevó una silenciosa plegaria por el bienestar de su amigo, y su ruego lo llevó a Esparta y a los suyos, que pronto correrían la misma suerte. Maldijo a los oráculos que le habían llevado a arriesgar la vida lejos de ellos. Hubiera preferido luchar hasta la muerte en Grecia. Pero ahora estaba allí, y ya no diferenciaba a Jerjes de Amílcar, a persas de cartagineses.
La segunda noticia que llegó al campamento era más cercana; Selenos, una ciudad griega del sudoeste de Sicilia, había cedido a las peticiones de Amílcar aliándose con el cartaginés, y eso sólo podía significar que más ciudades le seguirían. El Estado Mayor se reunió de nuevo.
—Señor, no podemos aguantar más tiempo esta posición. Recomiendo que nos repleguemos a Siracusa esta misma noche ahora que Amílcar carece de caballería suficiente para perseguirnos —dijo Dionisio preocupado mientras todos los demás murmuraban palabras de asentimiento.
—¿Y Terón? —preguntó un Gelón exhausto y abatido—. En cuanto desaparezcamos se rendirá, y Amílcar tendrá Sicilia entera a su merced.
—Señor, nada podemos hacer por Terón a estas alturas —dijo otro de los capitanes presentes—. Repleguémonos a Siracusa y hagamos de cada casa una fortaleza inexpugnable. Se estrellarán contra nuestras murallas como el mar se estrella contra los acantilados.
—Podríamos negociar con Amílcar, señor —dijo otro capitán, pero la mirada punzante de Gelón y Dionisio heló sus palabras e hizo que bajase la cabeza, como un niño avergonzado.
—No se hablará ni de rendición ni de negociación. Aquí de lo único que se debe hablar es de victoria o de derrota, ¿está claro? —dijo Gelón firmemente.
Todos asintieron al unísono.
Agías y Menón hicieron su entrada en ese momento en la tienda donde se mantenía la reunión. Todos observaban a los intrusos con aire inquisitivo, pero nadie se atrevió a decir nada a los únicos hombres que realmente estaban haciendo algo en aquella estática campaña. Agías se acercó a Okela y le entregó una tablilla mientras le susurraba al oído.
—Bien, ve a comer y descansa; buen trabajo —dijo Okela dirigiéndose a Agías, que hizo su habitual gesto marcial y desapareció en compañía de Menón.
Okela leyó la tablilla, y aun habiéndola leído, fingió seguir leyéndola ante la curiosidad de los presentes para crear más expectación y, por qué no decirlo, para darse algo de importancia.
—¿Y bien? —dijo Gelón.
—Mis hombres han interceptado un emisario de Selenos que llevaba este mensaje a Amílcar —dijo entregándoselo al impaciente tirano.
Gelón leyó con avidez y quedó pensativo, sin comentar la misiva. Con la mirada perdida, entregó, con desdén, la tablilla a Dionisio, que leyó atentamente. Después de musitar maldiciones entre dientes, y tras unos instantes buscando las palabras apropiadas, el general se dirigió a los presentes:
—La ciudad de Selenos —dijo Dionisio disponiéndose a desvelar la información de la tablilla— confirma a Amílcar Magón que, tal y como ha solicitado, envía a su caballería para que quede a sus órdenes. Informan de que mil jinetes se encuentran a tan solo dos días de camino de Himera. —Los murmullos de alarma ahogaron las peticiones de silencio de Dionisio.
—Debemos salir cuanto antes hacia Siracusa, antes de que sea demasiado tarde, señor —pidió otro de los presentes.
La consternación en los capitanes de Gelón se hizo palpable. Su enemigo, al cabo de dos días, dispondría de suficiente caballería como para imposibilitar una retirada ordenada de los griegos. Okela callaba, pero el resto de los presentes seguían murmurando alterados. No obstante, a Gelón le había cambiado la cara. En su faz se distinguía la luz de la oportunidad.
—No tan deprisa, Dionisio —dijo alzando la mano para captar la atención de sus capitanes. Todos callaron.
—Pero, señor, si no levantamos ahora mismo el campamento la retirada será imposible. Nos darán caza como a conejos —dijo Dionisio sobresaltado.
—Mi querido Dionisio, esto es una señal inequívoca de los dioses. Podemos desesperarnos o podemos aprovechar la ocasión que se nos brinda. —Dionisio hizo el gesto de oponerse, pero Gelón le detuvo alzando la mano y, cerrando los ojos, prosiguió—: Sabemos que los jinetes de Selenos están a tan solo dos días de marcha del campamento de Amílcar y sabemos que los espera. Bueno, sabemos que los esperará en cuanto este mensaje llegue a él. Ahora los cartagineses están confiados, saben perfectamente que nuestra única opción es la retirada. Duermen tranquilos, y en cuanto sepan que llegan sus ansiados refuerzos de caballería dormirán más tranquilos aún. —Gelón hizo una breve pausa para que sus palabras calaran en sus oficiales—. Si en algún momento se nos ha presentado una oportunidad de victoria, queridos amigos, es esta.
—Pero, ¿cómo? —protestó Dionisio.
—Sencillo, haz que un mensajero cualquiera rodee nuestras posiciones y las de Amílcar y que le lleve este mensaje. Que sepa que los Selenos están de camino. La ruta más rápida desde Selenos hasta Himera pasa por esta zona —dijo apuntando al mapa y recuperando el brío y la energía de días anteriores—, que, si no recuerdo mal, está llena de bosques. La operación es sencilla, llevar hasta allí un contingente de mil hombres, atacarles mientras duermen, vestirse con sus ropajes y utilizar sus caballos, y que sean nuestros «selenos» los que hagan su camino hasta el campamento de Amílcar, preferiblemente el de la costa. Nosotros levantaremos el campamento, sí, pero será dentro de dos días, coincidiendo con la llegada de nuestros hombres, y en vez de retirarnos, atravesaremos el vado que tenemos al sur, formaremos en orden de batalla y plantaremos cara. Amílcar verá la ocasión de acabar con el único ejército de la isla capaz de hacerle frente. Aplastarnos aquí significa no tener que asediar Siracusa. No podrá dejar pasar esta oportunidad. Cuando salgan de su campamento para luchar en la llanura, nuestros jinetes infiltrados comenzarán a causar el caos y la confusión. Y esperemos que Terón esté atento a la situación para atacarles desde la ciudad por el flanco. De este modo tendremos la oportunidad de sorprender a los cartagineses desde tres flancos, y eso, mis queridos comandantes, es un auténtico lujo. —Gelón estaba satisfecho.
—¡Magnífico! —exclamó Okela sin pensarlo ante su propia sorpresa y la mirada atónita de los demás.
—Dado que han sido los espartanos los que han interceptado el mensaje, les concederemos el honor del asalto y de que se infiltren en el campamento costero de Amílcar. ¿Aceptas el reto, Okela?
—¿Y si fracasa tal estratagema señor? —preguntó Dionisio.
—En ese caso, mi fiel Dionisio… en ese caso ordenaré la retirada —sentenció Gelón volviéndose inquisitivo a un pensativo Okela.
Aquello del honor de asumir la parte más peligrosa de la operación confirmaba que Gelón ya consideraba a los espartanos parte de su ejército y que su promesa de no arriesgar sangre espartana había caído en el olvido; eso a Okela no le gustaba nada, pero si había una oportunidad de poner fin a aquella campaña y seguir rumbo a occidente era que aquel plan se ejecutase a la perfección, y Okela no se fiaba de que si fuese encomendado a otros pudiese tener éxito, así que por razones muy diferentes al honor y al reto que decía Gelón, aceptó.
—Muy bien. ¡Excelente! Selecciona setecientos soldados más para que te acompañen, tienes libertad absoluta. Y que los dioses estén contigo.
La cara del resto de los capitanes comenzó a cambiar; había esperanza.