Los vítores de las tropas habían precedido a la lenta comitiva de Gelón que saludaba a sus reclutas y soldados con una sonrisa forzada desde su imponente caballo. Observaba con disimulado hastío a todos aquellos que estaban dispuestos a morir por preservar su tiranía. Dionisio se acercó a las tiendas espartanas al caer la tarde e informó a Okela de que la reunión iba a comenzar y su presencia era necesaria.
Cuando Okela se disponía a salir de su tienda, Pantites llegaba para informar sobre el paradero de Adrastos.
—Ni rastro de él señor —dijo Pantites.
—¡Maldito borracho! —Okela hizo una mueca de fastidio—. Bien, sigue buscando esta noche y llévate un par de hombres y dinero, por si hiciera falta refrescar alguna memoria o soltar alguna lengua.
El merecido castigo para Adrastos ocupó la mente de Okela hasta su llegada a la tienda de Gelón. No faltaba detalle en ese lugar. El lujo se respiraba por todas partes; levantar, preparar y recoger aquella tienda de campaña debía llevar más tiempo que todas las demás juntas. En el centro, y de pie, alrededor de una mesa rectangular presidida por el propio Gelón, se aglomeraban los capitanes y generales del ejército.
—Caballeros —dijo Gelón con una gran sonrisa—. Aquí tenéis a Okela de Esparta, es el comandante del contingente lacedemonio que ha tenido a bien echarnos una mano. Bienvenido, amigo mío.
Okela se acercó a la mesa. En ella, una piel curtida de cordero tenía dibujado una especie de triángulo con los bordes irregulares. En uno de los vértices un círculo, y escrito con claridad a su lado: Siracusa; en el vértice opuesto otro punto con el nombre de Panormo y algunos otros puntos diseminados por el triángulo también con nombres. Okela dedujo que se trataba de un mapa de Sicilia.
—Bien comencemos —dijo Gelón—. Dionisio por favor, haz los honores.
Dionisio comenzó:
—Parece ser que Amílcar Magón continúa desembarcando tropas en Panormo —dijo Dionisio señalando uno de los puntos en el mapa—. Una tormenta ha desplazado parte de su flota y probablemente haya hundido algunos barcos: esa es la buena noticia. La única, si se me permite la observación. Su ejército lo componen gentes de diferentes pueblos y lejanas tierras, desde libios con su excelente caballería, hasta keltoi e íberos. Su eje principal lo forman tropas de élite cartaginesas que luchan al estilo hoplítico. Su supremacía en el mar ha impedido que podamos evitar el desembarco. Nuestros espías estiman su número en el triple de los nuestros, unos noventa mil soldados en total.
—Increíble —soltó Gelón de repente—. Y bien, ¿qué opciones barajas, Dionisio?
—Tenemos dos opciones: la primera, unir nuestro ejército a las tropas de Terón de Acragas, que se encuentra actualmente en Himera, y buscar una batalla campal en la que tenemos pocas probabilidades de éxito dada la superioridad numérica del enemigo. La segunda, encerrarnos en Siracusa, donde podemos obligar al enemigo a levantar un largo y complicado asedio.
—Veo por lo que dices que ya tienes una opinión formada sobre lo que deberíamos hacer —comentó el tirano mientras los demás asistentes atendían a las explicaciones del general sin perder detalle.
—Sí, señor: encerrarnos en Siracusa y esperar tiempos mejores antes de arriesgarlo todo en una acción desesperada. Mantener un asedio a Siracusa supondría para el enemigo años de sueldos a sus mercenarios y la constante vigilancia de nuestras costas. Nuestra flota podría abastecer a la ciudad de todo lo necesario, siempre y cuando no la arriesguemos en una batalla naval. Cuanto antes comencemos a almacenar víveres mejor.
—¿Y nuestro querido Terón? Himera está a tan solo dos parasangas al este de Panormo y si juntos tenemos pocas posibilidades, imagino que separados aún menos, ¿no es así? —dijo Gelón.
—Así es. Y por tanto opino que deberíamos convencerlo para que abandone Himera y se una a nosotros en Siracusa.
—¿Alguien opina lo contrario que Dionisio? —preguntó Gelón.
Nadie osaba discrepar de la mano derecha de Gelón. Los sicilianos porque le tenían en tan alta estima que cualquier palabra de Dionisio bien razonada era aceptada como una realidad absoluta, y los mercenarios porque, cuanto más se prolongase la guerra, más cobrarían y menos expondrían sus vidas.
—Pero vamos a ver, caballeros, si todos opinamos lo mismo es que nadie está pensando —dijo Gelón intentando azuzar las mentes de sus comandantes.
Aquella guerra no era la de Okela, pero dos razones le hicieron hablar en contra de lo expuesto por Dionisio. Como espartano, opinaba que las actitudes defensivas estaban siempre avocadas al fracaso, aunque lo que realmente le inquietaba era la idea de quedarse encerrado en Siracusa durante años.
—Yo discrepo —comentó al fin.
—Excelente —dijo Gelón con tono divertido mientras Dionisio miraba a Okela desafiante—. Habla, espartano.
—En primer lugar, encerrarse tras unas murallas es signo de debilidad, y considero que lo último que hay que hacer en una guerra es dar signos de debilidad aunque realmente se sea débil. En segundo lugar, encerrarse obligaría a Amílcar a buscar soluciones, y cuanto más tiempo tuviese para buscarlas, más encontraría, mientras que nosotros sólo tendríamos una opción: resistir. En tercer lugar, tarde o temprano la moral de la población y las tropas se resentiría por el mero paso del tiempo. Esto pondrá en peligro tu gobierno y dará lugar a posibles traiciones por parte de descontentos y enemigos, especialmente si aumentamos la población de la ciudad con el ejército de Terón de Acragas, lo que supondría una mayor necesidad de abastecimiento y una mayor probabilidad de enfermedades por el hacinamiento. En cuarto lugar…
—¡Ah! Pero, ¿aún hay más? —exclamó Gelón divertido e interesado, cortando a Okela.
—En cuarto lugar —repitió Okela mientras todos le escuchaban con atención— Sicilia entera quedaría a expensas del ejército de Amílcar, saqueando poblaciones y cosechas que estarían a su merced y que serían difíciles de reconstruir y repoblar si al final llegase una improbable victoria. En quinto lugar, tu imagen, Gelón, sufriría si dejases a los cartagineses campar a sus anchas por Sicilia y te privaría de valiosos aliados. Por último, si optáis por una actitud defensiva, no contéis con los espartanos, ya que nos veríamos obligados a seguir nuestro camino a pesar de las dificultades.
Gelón miró a Dionisio con una sonrisa desafiante para propiciar la defensa de su plan. Éste estaba claramente molesto con las opiniones de aquel recién llegado que socavaban su autoridad y experiencia militar.
—Bien, espartano: Siracusa es inexpugnable —dijo Dionisio—. Por ahora sólo has planteado problemas, ¿qué hay de las soluciones? No estamos en Esparta, aquí no hacemos locuras.
—¿Soluciones me pides? —repuso Okela—. Para empezar, nada es inexpugnable, y menos aún Siracusa. Yo propondría que fuésemos en busca de Amílcar.
—Ya he informado debidamente de su número y composición —dijo Dionisio.
—Precisamente por eso. Sabemos que son muchos, y por tanto confiarán en su superioridad numérica. El exceso de confianza es un arma a nuestro favor; además, no esperarán que les plantemos cara y, si algo he aprendido en mi vida, es que el arte de la guerra sólo tiene dos claves, todas las demás son accesorias. La primera es la sorpresa, hacer siempre lo que el enemigo no espera; y la segunda el engaño, hacer creer al enemigo cosas que no son. Amílcar esperará que nos encerremos en Siracusa, y dado que eso es lo que espera, eso es, exactamente, lo que no debemos hacer. Nuestro ejército es pequeño y por tanto se moverá con agilidad.
Dionisio calló. Todos miraron a Gelón, que se acariciaba el pelo meditabundo mientras miraba ensimismado el mapa de Sicilia. Okela sentía en su fuero interno cómo aquella guerra, que no tenía nada que ver con él, comenzaba a engullirle. Siguieron unos incómodos segundos de silencio hasta que al final, el tirano, habló:
—Bien, ¿alguien más tiene algo que decir?
—La fortuna favorece a los audaces. Yo estoy con el espartano —dijo el capitán cretense haciéndole un gesto de reconocimiento a Okela desde el lado opuesto de la mesa.
—Bien, caballeros; debemos reflexionar sobre la situación actual y la prudencia me dicta que… —Una algarabía fuera de la tienda detuvo las palabras de Gelón que miró hacia la entrada como si pudiese ver a través de las cortinas.
La voz de un hombre pedía, con gritos intercalados por jadeos, hablar con Gelón de Siracusa mientras los guardias le repetían que no debía ser molestado al encontrarse con su Estado Mayor. Gelón hizo una seña a Dionisio para que se acercase a la entrada a ver lo que ocurría.
—¿Qué ocurre aquí? —ladró Dionisio autoritario.
—Vengo de Himera, traigo un mensaje de Terón —dijo la voz jadeante del hombre.
Dionisio hizo pasar al mensajero. El polvo y la suciedad del camino se mezclaban en su cara con la sangre seca que había manado de una herida ya cerrada cerca de la sien. Sus ojos estaban rojos por el cansancio. Llevaba las sandalias deshechas, las uñas de los pies rotas y los pies ensangrentados. Dio tres pasos vacilantes y a duras penas logró apoyarse en la mesa levantando la cara y buscando los ojos de Gelón. La presencia de aquel hombre no hacía presagiar nada bueno.
—Terón de Acragas me manda decir a Gelón de Siracusa: «Querido amigo, hemos sido sorprendidos y derrotados. Nos hemos visto obligados a encerrarnos en la ciudad de Himera. Nuestra situación es precaria al no haber previsto el almacenamiento de víveres y no sabemos el tiempo que podremos mantener la posición. Cuento con tu ayuda».
El silencio se adueñó de la tienda. Gelón no daba crédito. Ninguno de los presentes osaba decir nada. Todos miraban atónitos al mensajero de Terón. Los dos ejércitos griegos juntos podrían haber tenido posibilidades, pero ahora, Terón había sido derrotado y estaba encerrado en Himera, y si Siracusa no partía inmediatamente a su rescate, el de Acragas sucumbiría. Era el momento de actuar de alguna manera, o bien de abandonar a Terón a su suerte, encerrarse en Siracusa y confiar en los dioses.
—Agua —dijo el mensajero con su último aliento antes de que le fallaran las piernas y cayese sentado al suelo.
—¡Dadle agua, maldita sea! —gritó Gelón a sus generales que parecían despertar de un sueño.
Uno de ellos llenó rápidamente una copa de plata con agua de una jarra cercana y ayudó al mensajero a beber sujetándole la nuca con la palma de la mano; otro acercó una lujosa silla ofreciéndole asiento a la mesa.
—¡Maldito loco! —rugió Gelón furioso y levantándose de la silla—. ¡Debería haberse retirado! —Y dirigiéndose al mensajero que ya estaba sentado le increpó—. Pero, ¿qué ha ocurrido?
—Terón… —comenzó a decir el mensajero aún sofocado—. Hace unos días, Terón recibió a un hombre que decía que las tropas de Amílcar en Panormo aún eran escasas. Decidió abandonar la ciudad en dirección a Panormo para asestar el primer golpe antes de que Amílcar contase con el grueso de su ejército. A tan solo media parasanga de camino, uno de los exploradores informó del avance de Amílcar desde Panormo por la costa, y que a nuestras espaldas la flota cartaginesa estaba desembarcando un buen número de tropas para atraparnos en una pinza. Intentamos atacar a los que desembarcaban antes de que todos estuvieran en tierra. Cuando llegamos pareció que les habíamos cogido desprevenidos, pero de todas partes comenzó a aparecer la caballería enemiga atacando en los puntos débiles de nuestras líneas. Terón decidió retirarse hacia el sur, pero el hostigamiento de la caballería de Amílcar era constante y se vio obligado a ordenar la retirada a Himera. La avanzadilla cartaginesa llegó poco después, bloqueando los accesos y haciendo nuestra huida de la ciudad imposible. Ayudadnos, señor —concluyó el emisario.
—¡Maldita sea! —dijo Gelón aporreando la mesa—. ¡Maldita Sea! —repitió aún más alto—. Alojad a este hombre en una buena tienda, recompensadle con cincuenta dracmas y llevadle comida, vino y una mujer.
Gelón apoyó los puños sobre la mesa. El gesto distendido y despreocupado que había lucido momentos antes de que llegase el mensajero se tornó en furia e impotencia. Tras una larga pausa, alzó la cabeza y miró a Dionisio.
—Mañana partimos hacia Himera. Informa al ejército —ordenó ante la sorpresa del general.
—Pero, señor: Terón, aun siendo nuestro aliado, es prescindible… —argumentó.
—No estoy pensando en él. Terón puede pudrirse en Himera si así lo desea, pero si cae tan pronto, nuestra situación se complicará demasiado. Iremos a Himera, seremos cautos, y si nada se puede hacer nos retiraremos a Siracusa. Mañana partimos —sentenció Gelón.
Dionisio asintió y comunicó a los presentes lo que todos habían oído. El ejército de Gelón se pondría en marcha a la mañana siguiente, antes de despuntar el alba.
La agotadora sesión de Estado Mayor en la tienda de Gelón había avivado el hambre de Okela. Varias fogatas iluminaban el campamento y los espartanos se deleitaban con el avituallamiento servido por los esclavos sicilianos. De no haber sido porque tenía la certeza de que el viejo zorro les necesitaba, hubiera ordenado que no se probara bocado.
Okela se acercó a una de las fogatas donde se encontraba Agías. Sus hombres se hicieron a un lado con respeto. Sólo al calor de la hoguera pudo comprobar que la noche era fría y un temblor recorrió su cuerpo. ¿Realmente estaba haciendo lo correcto? Uno de los espartanos acercó a su comandante una suculenta costilla de cabrito alabando su calidad. Embaucado por el fuego y preso de sus pensamientos, Okela no decía ni una palabra mientras mordisqueaba el sabroso manjar. Sólo la voz de Pantites a su espalda lo sacó de su letargo.
—Ni rastro de Adrastos, señor —dijo en voz baja—. Esta ciudad tiene más prostíbulos que casas. —Okela frunció el ceño—. No obstante, una de esas mujeres nos ha dicho que, aunque los hombres gordos y malhablados abundan, recuerda haber presenciado una trifulca en la que fueron detenidos por la guardia urbana un grupo de marineros borrachos y pendencieros recién llegados a la ciudad.
—Esto huele a Gelón que apesta —dijo Agías—. Seguro que el muy cerdo ha ordenado su detención para retenernos aquí.
—Puede ser —dijo Okela pensativo—, aunque también pudiera ser que efectivamente Adrastos y los suyos montasen alguna trifulca. Bien, Pantites, ocúpate de averiguar si esos son nuestros marineros y, si lo son, haz lo que sea para su liberación. Te quedarás en los barcos con la pequeña guarnición que dejamos y esperarás instrucciones. Mañana partimos hacia el norte de Sicilia con el ejercito de Gelón; que los hombres estén preparados, Agías.
Sin decir más, Okela se retiró a su tienda. Estaba agotado.