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Tal y como había ordenado Okela, antes de despuntar el alba Agías y Pantites se presentaron en el lugar indicado y con ropa ligera. El frescor de la mañana casi otoñal era de agradecer; a Okela le gustaban las mañanas frescas. Los centinelas de su mal llamada escolta comenzaron a despertar a sus compañeros, que rápidamente fueron recogiendo el pesado armamento para disponerse a vigilar a los espartanos y a seguirles donde quiera que fuesen. Estaba claro que las órdenes de Gelón habían sido precisas, no dejarles ni a sol ni a sombra.

—Caballeros —dijo Okela a Agías y a Pantites—, veamos de que están hechos estos siracusanos.

Los tres espartanos comenzaron a andar lentamente, charlando entre ellos, intercambiando opiniones banales sobre Siracusa y sus gentes, sobre bellas muchachas que habían visto, sobre lo esplendoroso de la ciudad de Gelón. El tintineo de las espadas, las lanzas y los escudos de su «escolta» amenizaban la marcha por la calles de la ciudad cuando aún no había amanecido. Okela comenzó a apretar el paso, andando un poco más deprisa pero manteniendo la conversación con sus compañeros de armas. El tintineo rítmico que emitían las armas de los siracusanos se aceleraba. Algunos comerciantes comenzaban a abrir sus puestos de pescado, carnes y baratijas. El paso de Okela y los suyos empezó a ser cada vez más rápido. Las zancadas ya eran largas y veloces y los siracusanos los seguían resoplando y sudando un poco. Callejeaban por Siracusa sin sentido, ahora a la derecha, ahora a la izquierda. A medida que el paso de Okela se aceleraba, el tintineo que les seguía se hacía cada vez menos rítmico y más precipitado. Sin saber cómo, los siracusanos se encontraron de repente corriendo detrás de los tres espartanos, no muy rápido, al trote más bien, a un ritmo que parecía más un ejercicio militar que un paseo matinal. Okela se reía por dentro.

—A ver cuánto aguantan —les dijo a sus compañeros divertido.

Los curiosos miraban aquel espectáculo entre extrañados y animados. Estaba claro que los hombres de Gelón no perseguían a aquellos hombres, más bien les seguían. Acostumbrados a saber cuándo un hombre está falto de aliento, Okela y los suyos se mantenían a una distancia prudencial para oír los jadeos de los siracusanos, más habituados a permanecer de pie frente a las puertas que a cargar contra posiciones enemigas o hacer extenuantes ejercicios físicos. En el momento en el que pudo percibir el agotamiento en su respiración, y la mella causada por el trote y el peso de las armas, los espartanos echaron a correr de verdad, como gamos. Okela se volvió.

—¡Nos vemos en el Palacio de Gelón! Tenemos un poco de prisa.

Algunos siracusanos procuraron seguirles; otros, derrotados por el esfuerzo, simplemente pararon en seco al ver que no podrían alcanzarles. Se apoyaban en sus lanzas jadeando, boqueando como peces recién pescados y se llevaban las manos al costado. Los espartanos se esfumaron dejando atrás a treinta hombres rendidos y sin resuello y, al que debía ser el capitán de la escolta, maldiciendo a sus hombres y a Okela.

En las escaleras que llevaban al palacio de Gelón, los tres espartanos cayeron al suelo, no de agotamiento, sino de risa. Las carcajadas de Agías eran sonoras y penetrantes. Se sentaron en la escalinata a disfrutar del momento como niños, retorciéndose de risa con aquella pequeña travesura.

—Si no fuera por estos momentos —dijo Agías entre risa y risa con las lágrimas cayéndole por los ojos—. ¡Cuando se lo cuente a mi mujer…!

Y entonces, cuando los tres se dieron cuenta de que eso no era posible, se hizo el silencio. La realidad golpea con fuerza cuando menos te lo esperas.

—Subamos a ver a Dionisio, nos estará esperando —dijo Okela.

Okela se dirigió a uno de los centinelas para que informase a Dionisio de que ya habían llegado. El sol despuntaba por el este e iluminaba las calles de Siracusa, que comenzaban a llenarse de gente.

—¿Dónde está vuestra escolta? —preguntó Dionisio nada más aparecer por la puerta.

—Salimos a hacer algo de ejercicio, como todas las mañanas, y no han conseguido mantener el ritmo. Les dijimos que nos veríamos aquí —explicó Agías socarrón, mientras por una de las calles llegaban corriendo torpemente los treinta siracusanos.

Dionisio no pudo evitar hacer una mueca de fastidio. El general siciliano era un hombre corpulento, alto, de cuidada barba y aspecto noble. Una cicatriz en la cara y otra en el brazo revelaban que sabía lo que era la guerra y la primera línea de combate. Era poco hablador, como corresponde a un buen hombre de armas. Parecía ser, en términos militares, la mano derecha de Gelón y, a pesar de que éste le tratase con cierto desprecio y desdén, era un desprecio más amistoso que real que a Dionisio no parecía afectarle. Se podía intuir que habían pasado muchas cosas juntos.

A un gesto de Dionisio, unos esclavos acercaron apresuradamente cuatro bellos caballos en los que el siracusano y los espartanos saldrían de la ciudad para recorrer las tiendas del ejército de Gelón.

—Id a vuestros barracones, luego me encargaré de vosotros —gritó Dionisio con gesto severo a los agotados soldados que llegaban a la escalinata siguiendo a Okela y a los suyos.

Nada más salir de las murallas de Siracusa, podían verse las tiendas en las que Gelón acumulaba reclutas provenientes de todos los rincones de Sicilia y mercenarios del resto del mundo griego. Al igual que la ciudad, el campamento parecía desperezarse a aquellas horas: jóvenes muchachos llevaban velozmente cestas con comida para el desayuno del ejército. Mujeres medio desnudas salían de las tiendas de campaña contando monedas. Algunas fogatas aún despedían humo.

—¿Con cuántos hombres contáis? —preguntó Okela.

—Unos veintiocho mil, y no creemos poder reclutar muchos más —respondió Dionisio.

—¿Composición?

—Pues unos diez mil corresponden al ejército permanente de Gelón; buenos sicilianos curtidos en batalla, hoplitas en su mayoría. Unos dos mil son jinetes; mil arqueros cretenses, dos mil arqueros de otras procedencias; el resto es infantería ligera, muchos de ellos jóvenes que no han tenido ocasión de luchar en batalla. Bueno, y ahora un contingente de trescientos espartanos —dijo Dionisio con una leve sonrisa.

Los soldados a derecha e izquierda se cuadraban al paso Dionisio dejando lo que estuviesen haciendo en ese momento. El siracusano no les prestaba atención alguna. En un extremo del campamento, el general se detuvo apuntando a una serie de tiendas recién levantadas.

—Estas son vuestras tiendas. Se os han asignado esclavos y raciones para vuestra estancia. Gelón desea que todos tus hombres se desplacen hasta aquí como parte del ejército. Aquella —dijo apuntando a una gran tienda de campaña que más parecía un palacio— es la tienda de Gelón. Será su residencia permanente a partir de hoy. Esta tarde tenemos reunión de Estado Mayor y Gelón desea que asistas como jefe de uno de los contingentes del ejército. Si necesitáis cualquier cosa, los esclavos os atenderán. Al lado de la tienda de Gelón está la mía, allí podéis encontrarme. Ahora debo atender ciertos asuntos, entre ellos el de vuestra escolta. Instalaos a placer.

Okela y Pantites asentían, Agías por el contrario no parecía muy contento. Los tres espartanos desmontaron mientras Dionisio cabalgaba hasta su tienda.

—Así que ya formamos parte del ejército de Gelón —dijo Agías con fastidio—. Maldita sea, lo sabía, al final acabaremos derramando nuestra sangre para su gloria y alimentando a los buitres de esta asquerosa isla.

—No adelantemos acontecimientos —repuso Okela—, por ahora somos invitados.

—Prisioneros, querrás decir —dijo Agías mientras escupía al suelo como símbolo de desprecio.

—Regresa al muelle y ocúpate de que los hombres recojan su indumentaria y vengan aquí, traed mi panoplia; selecciona a una docena para que se queden en los barcos y custodien lo que dejamos allí. ¡Ah!, y trae también a Onomácrito y al muchacho. —Con un gesto marcial, Agías dio media vuelta y se puso en camino, una cosa eran sus opiniones, otra muy distinta las órdenes—. Pantites, ocúpate de buscar por los burdeles de Siracusa a Adrastos y a su banda de borrachos, quiero verles aquí para darles instrucciones cuanto antes. —Pantites se despidió con el mismo gesto que Agías.

Okela echó un vistazo a una de las tiendas: parecían cómodas, mejor que dormir a la intemperie, o en el muelle o en los barcos. Allí estarían bien. Dado que de toda situación hay que sacar algo bueno, pensaba Okela, allí estarían atendidos, se les facilitaría comida y podrían entrenar a su antojo, cosa que no habían podido hacer desde su salida de Helos. Estarían cerca de Gelón, que no era ni amigo ni enemigo, sino todo lo contrario. A este tipo de gente es mejor tenerla cerca. Si Gelón no confiaba en ellos, difícilmente se podía confiar en él.

Okela comenzó a pasear por el campamento intentando hacerse una idea más clara de aquel ejército. Aquí y allá, los hombres de Gelón instruían a los imberbes jóvenes que se habían alistado, bien por inquietud personal, bien por la promesa de botín y gloria o simplemente por haber sido obligados a ello. Era fácil reconocer a los veteranos de Gelón, hombres que habían combatido y cuya experiencia les daba un insoportable aire de superioridad ante aquellos muchachos que habían cambiado la azada o las cabras por la jabalina. La caballería practicaba sus maniobras bastante alejada del campamento, la formación se convertía en una nube de polvo cada vez que sonaba una orden. Cargaban, daban media vuelta y volvían a cargar, siempre intentando mantener la formación. Entrenamiento, disciplina y valor, esas son las cualidades esenciales de un ejército. Pero lo que más le sorprendió fueron los arqueros cretenses. Aquellos no iban ataviados como los arqueros que solían verse en otras campañas: dispuestos a correr a la mínima embestida. Los arqueros cretenses vestían túnicas rojas, lo cual significaba que, al igual que los espartanos, no se escondían del enemigo. Llevaban una banda atada a la cabeza con la que evitaban que el pelo pudiese entorpecer su visión. Formaban ordenadamente, al contrario que otras unidades de arqueros; disparaban todos al mismo tiempo y eran capaces de acertarle a una uva a cien pasos. Pequeños escudos redondos de bronce protegían el brazo con el que mantenían el arco, y al cinturón llevaban colgada una espada. Los cretenses no iban vestidos para disparar y echar a correr. Okela cogió una ramita que se puso en la boca, se sentó en el suelo, y disfrutó de la exhibición de aquellos maestros del arco. Éste siempre le había parecido un arma afeminada, pero aquellos hombres realmente hacían de ello un arte. Se comentaba que, desde pequeño, un cretense aprende a usarlo como si fuese una extensión de sí mismo, parte de su cuerpo.

Absorto, observando las maniobras que realizaban, no percibió el paso del tiempo hasta que a lo lejos vio acercarse a sus espartanos en formación. Agías había ordenado que marchasen acompañados por el agudo son de los aulós que marcaban el paso. Siempre orgulloso, quería demostrar a todo el mundo que los espartanos estaban allí, y lo consiguió. Los sicilianos abandonaban sus quehaceres y se arracimaban para presenciar el perfecto y acompasado andar de los legendarios guerreros lacedemonios, todos vestidos iguales, al contrario que el resto de las unidades de cualquier ejército en las que cada soldado tenía que costearse su propio equipo. La gran mayoría de los sicilianos nunca habían visto a un espartano: los cascos corintios, las capas carmesíes y los escudos con la lambda. Su homogeneidad, por sí sola, aterraba.

Okela volvió a las tiendas asignadas para recibirles y ordenó formar. Cuando el tintineo de las armas se desvaneció, se dirigió a ellos:

—¡Espartanos! El ejército cartaginés bloquea nuestro avance hacia occidente. Hemos sellado un pacto con Gelón de Siracusa: le ayudaremos a desplazar a los cartagineses de Sicilia y él nos concederá barcos y suministros para continuar nuestro viaje. Además, Gelón ha jurado ante los dioses que si sale victorioso desembarcará su poderoso ejército en el Peloponeso en apoyo de nuestros hermanos. —A continuación se dirigió a Agías—: Que se instalen en las tiendas. Comenzad a entrenar en cuanto estén listos.

Era importante que los hombres supiesen por qué estaban allí, era importante entrenarse todos los días, pero más importante aún era hacer ver al ejército de Gelón y a Gelón mismo que allí estaban los espartanos.