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—No me fío de ese hombre —dijo Agías con contundencia una vez que Okela hubo explicado la situación—. En cuanto pueda nos la jugará.

—¿Y qué otra opción tenemos? —dijo Pantites.

—Pues cualquier opción es buena antes de ponerse a las órdenes de ese cerdo —repuso Agías.

—No le conocemos, Agías —dijo Okela—. Su gente parece quererle y admirarle.

—Y dime, Okela: ¿por qué deberíamos ayudar a un hombre que no ha tenido la decencia de acudir a nuestra llamada? —preguntó Agías.

—En primer lugar, querido amigo, porque parece que la amenaza cartaginesa era real y, en segundo, porque puede que la única forma de salir de esta isla y seguir rumbo a occidente sea ayudándole —respondió.

—No, Okela; no te engañes: si no vino en nuestro auxilio fue porque no se le entregó el mando del ejército y la flota contra los persas. Sólo busca la gloria de la victoria para hacer su nombre más grande, y no me extrañaría que estuviese enviando mensajeros a Jerjes con palabras de concordia. Además, si nos hubiese ayudado quizá no estaríamos nosotros aquí hoy viajando hacia un futuro incierto —argumentó Agías.

—Puede que sí, pero aquí estamos, y debemos hacer lo que más convenga con la situación que vivimos. Temo que si Gelón no se considera lo suficientemente preparado como para una batalla campal se encierre en sus inexpugnables murallas y, si hace eso, esta guerra será larga, e independientemente del resultado pasaríamos aquí mucho tiempo, quizá años. ¿Te has fijado en las defensas de esta ciudad?

—Yo creo que deberíamos zarpar cuanto antes con intención de desembarcar al otro lado del estrecho de Messana. Allí hay ciudades griegas. Podríamos buscar nuestro camino marchando hacia el norte, hasta encontrar quien nos proporcione naves para seguir adelante —dijo Agías.

—Puede que eso sea aún más peligroso —repuso Okela—. Tengo entendido que al norte de territorio griego, pasado Neápolis, las tribus son leales a Cartago, particularmente en el reino de los etruscos. No creo que pudiésemos llegar muy lejos.

—¿Los etruscos? Bárbaros afeminados, según he oído. Además, parece ser que derrocaron a sus reyes hace unos años y su pueblo está en decadencia. Algunos han constituido un sistema de gobierno parecido al ateniense en torno a un pueblucho que llaman Ruma o Roma. Bárbaros constituyendo una democracia… ¡Ja! Nunca llegarán a ser nada, acabarán matándose entre ellos.

—Propongo —interrumpió Pantites— que dado que Gelón quiere nuestra ayuda seamos nosotros los que pongamos condiciones.

—¿Y qué condiciones sugieres? —preguntó Okela.

—En primer lugar, que aceptemos formar parte de su ejército, pero dejando claro que no estaremos bajo sus órdenes directas, sino que nos reservamos el derecho de cumplir o no sus órdenes, y que la sangre espartana no regará esta tierra sin nuestro consentimiento, ya que somos pocos y no entra dentro de nuestro cometido buscar confrontaciones, sino más bien lo contrario. En segundo lugar, que jure ante los dioses que si vencemos a Amílcar Magón él acudirá en ayuda del Peloponeso, y en tercer lugar, que nos proporcione víveres, información y escolta hacia occidente.

—¿Y si no acepta? —dijo Agías pensativo—. Y aunque aceptase, ¿qué te hace pensar que honraría su palabra y acudiría en ayuda de Esparta?

—Pues si no acepta haremos lo que has propuesto. Creo que nuestra apuesta más segura es confiar en Gelón, procurar que gane esta guerra poniendo todo nuestro empeño en ello, e intentar por todos los medios que no opte por encerrarse en sus murallas. En cuanto a si opino que honraría su palabra, pues no lo sé, poco podremos hacer si no la honra, pero eso ya es algo entre él y los dioses.

—Es una locura, nos la jugará, tenlo por seguro —dijo Agías.

—Te noto muy negativo, querido amigo. Todo es una locura, pero tenemos que buscar soluciones, por descabelladas que puedan parecer. Está claro que no hay marcha atrás, así que no veo más salidas si no queremos sufrir una guerra encerrados en esta ciudad. Mañana iremos los tres a hablar con Gelón y le plantearemos nuestras condiciones.

A la mañana siguiente, y a la hora convenida, los tres espartanos se presentaron en el palacio de Gelón. Fueron debidamente anunciados, y pasaron a la estancia en la que había estado Okela. Gelón se mostró afable con sus invitados y les invitó a pasear por su pequeño jardín de palacio, seguidos de los dos oficiales que le habían acompañado la mañana anterior. A Gelón parecían gustarle las plantas y los árboles, hablaba de banalidades, del tiempo y de las condiciones óptimas para criar ciertos tipos de plantas. Le explicó a Okela cómo, en aquel pequeño reducto de paz, era donde se distraía la mayor parte del tiempo al no tener ya virilidad ni energía para otras actividades más comunes.

Agías no podía disimular su desconfianza para con el tirano, y hasta unas palmadas en la espalda que le propinó Gelón a modo de bienvenida parecieron resultarle incómodas como picotazos de abeja. Okela conocía poco de Gelón: sabía que sin tener derecho alguno a la tiranía se había ganado el favor del pueblo y había arrinconado, poco a poco, a sus detractores y rivales con una habilidad política asombrosa. Muchos de aquellos habían acabado muertos en extrañas circunstancias, pero Gelón lamentaba públicamente su perdida. A pesar de haber sido el pueblo de Siracusa el que había pedido a gritos su tiranía, Gelón despreciaba al populacho y jamás se sentía a gusto entre ellos, pero sabía que su fuerza radicaba en la simpatía que la plebe pudiese tener hacia él. Teatro y comercio, esas eran las dos claves de su éxito. De vez en cuando, si había problemas en la ciudad que causaban el descontento de algunos y amenazaba con expandirse rápidamente, Gelón proponía dejar la tiranía y, en seguida, la situación volvía a encauzarse, siendo el pueblo el que directamente acallaba a detractores y enemigos. Contaban que, una vez, una turba descontenta por los impuestos rodeó el palacio pidiendo derrocarlo. Gelón salió solo del palacio y se unió a los descontentos, vociferando con ellos sus consignas. Aquel día acabó a hombros. Las subidas de impuestos se mantuvieron y su popularidad quedó intacta. Además de hombre de estado, Gelón había sido buen militar y excelente comerciante. Era natural que Agías sintiese desconfianza, el siciliano siempre ganaba y no siempre jugaba limpio.

—Y bien, queridos amigos —quiso saber el tirano—; ¿qué decís a mi propuesta? —preguntó cogiendo a los ya relajados espartanos por sorpresa.

—Aceptamos con tres condiciones —dijo Okela enseguida.

—Vaya. Tres nada menos —Gelón hizo una pausa—. Propón pues.

—En primer lugar, que una vez acabada la campaña nos proporciones escolta, provisiones e información para llegar a occidente —dijo Okela.

—Parece razonable —dijo Gelón sonriente.

—En segundo lugar, no se verterá sangre espartana en Sicilia.

—Sólo requiero vuestra habilidad y conocimientos, bueno, y quizá algo más; como, por ejemplo, que me acompañéis en caso de negociación con los cartagineses. Quiero que vean que Esparta ha venido en mi auxilio. Es un farol como otro cualquiera, pero juro por los dioses que, si me ayudáis, no caerá sangre espartana sobre esta isla —dijo Gelón.

—¿«Si me ayudáis»? ¿Es eso una amenaza? —soltó Agías de repente y con cara furiosa.

—¡Agías, por favor! No seas susceptible —le cortó Okela secamente.

—Por Zeus —dijo Gelón—. ¿Cómo puedes suponer que amenazo a quienes quieren ayudarme? Soy un hombre viejo y cansado y a veces no elijo bien mis palabras. Pero no soy tonto. No se puede ganar la confianza de un espartano con amenazas… ¿Verdad? —dijo sonriendo.

—Aún queda una tercera petición, Gelón —dijo Okela—, y es la siguiente: si Gelón de Siracusa emerge victorioso de este lance, promete ante los dioses acudir en auxilio de Esparta.

—Por supuesto, queridos amigos, por supuesto. Los griegos debemos apoyarnos en todo. Si salgo victorioso de esta guerra acudiré en apoyo de Esparta y Atenas; pero eso ya entraba dentro de mis planes —dijo Gelón sentenciando la conversación. Okela había imaginado un juramento más solemne por parte del tirano y no algo tan desdeñoso—. Pues, si eso es todo, debemos ponernos manos a la obra para echar a esos malditos cartagineses de mi isla. Venid mañana, cuando más os convenga. Dionisio os guiará a las afueras de la ciudad, donde estamos reclutando el ejército. Él responderá a todas vuestras preguntas y os hará de guía. Será vuestra sombra.

Ahora, disculpadme; debo atender ciertos asuntos. Si queréis quedaros aquí para disfrutar de la belleza de mi pequeño jardín, sois más que bienvenidos. Y si vuestra rudeza de hombres de armas prefiriese una bella esclava o un joven muchacho, no tenéis más que pedirlo. Sois invitados de Gelón, mi casa es la vuestra.

—Te lo agradecemos, pero no será necesario. Volveremos a nuestros barcos, no estamos acostumbrados al lujo —repuso Okela.

—¡Ah!, se me olvidaba: he ordenado que, como invitados, dispongáis de una escolta. Mis hombres os esperan fuera; las calles de Siracusa son peligrosas y no me gustaría que pudieseis veros envueltos en problemas. También he ordenado que se vigilen vuestros barcos, quiero a mis súbditos, pero no me fío de ellos.

Los tres espartanos se miraron extrañados.

—¡Oh! No, no me deis las gracias —dijo Gelón moviendo la mano como espantando moscas—. Siempre soy generoso con mis invitados y me gusta que duerman tranquilos.

Los espartanos salieron del palacio. Treinta hombres armados hasta los dientes les esperaban y comenzaron a andar tras ellos. Agías se acercó a Okela diciéndole al oído:

—Este cabrón no se fía de nosotros: esto no es una escolta.

Okela tenía esa misma sensación. El viejo siciliano no se fiaba de ellos, pero habría que hacer como si nada ocurriese.

Al llegar al muelle, cientos de soldados siracusanos estaban apostados en la entrada, en los accesos a los barcos de la expedición espartana y en los barcos mismos.

—Vaya, sí que nos aprecia Gelón —dijo Agías al ver tal despliegue de medios destinados a «salvaguardar la integridad de los espartanos».

Okela y Pantites rieron con ganas.

—Todo un halago, sí señor —observó Pantites.

—Por cierto: mañana, antes de que despunte el alba, nos veremos aquí para una sesión de ejercicio. Venid con ropa ligera. Tengo los miembros entumecidos —dijo Okela—. Agías, encárgate de que el cofre con las Leyes esté protegido en todo momento de miradas indiscretas. Hasta mañana.

Pantites y Agías regresaron a sus quehaceres. Agías a organizar a las tropas y sus permisos, visiblemente molesto por la observación constante a la que era sometido por los hombres de Gelón. Pantites, por su parte, se dedicó a buscar víveres a buenos precios por si se cambiaba de opinión en algún momento.

Okela observaba el despliegue tan desmesurado de tropas en sus barcos y cercanías. Realmente Gelón no se fiaba de ellos y había utilizado la burda excusa de la escolta y la protección de los barcos para tenerlos bien vigilados. Comenzó a preguntarse dónde podría estar el borracho de Adrastos y su tripulación de impresentables. Deberían haber llegado ya. Estarían, seguramente, en alguna taberna o burdel, borrachos como cubas. No importaba realmente, tardarían en necesitarlos; aunque una orden era una orden.