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El palacio de Gelón era amplio y luminoso. Sus pasillos estaban decorados con coloridos frescos de motivos mitológicos y bellas estatuas de dioses y diosas. El heraldo que había ido al puerto a informar a Okela de los deseos de Gelón, caminaba apresuradamente por el pasillo flanqueado por columnas. Okela le seguía con el mismo brío. El sonido de sus pasos rebotaba en las paredes. Al final del pasillo, una gran puerta de madera se alzaba imponente. Estaba ricamente decorada con sendas imágenes de Aretusa, la ninfa que se convirtió en fuente en la isla de Ortigia. Dos corpulentos centinelas ataviados al modo hoplítico guardaban el acceso a la habitación. Se oía un murmullo de discusiones, pero la madera amortiguaba las palabras lo suficiente como para no poder entender nada, y tampoco es que a Okela le importase lo que allí se hablaba.

Los centinelas abrieron la puerta al heraldo, que hizo una cortés seña a Okela para que esperara. Parte de la discusión se escurrió por la puerta entreabierta al tiempo que el heraldo entraba en la sala.

—¡Tu soberbia no me inquieta, cartaginés! —dijo una voz mientras sonaba un golpe a una mesa.

La puerta se cerró y la discusión se detuvo. Okela se quedó absorto unos instantes, observando el delfín que decoraba el escudo de uno de los centinelas cuando la puerta se abrió de nuevo, esta vez de par en par.

—¡Okela de Esparta! —anunció el heraldo.

Okela entró en la gigantesca estancia con paso firme. Un hombre de unos sesenta años, vestido con una delicada túnica blanca, se levantaba de su silla recargada bordeando la gran mesa, repleta de documentos, a la que estaba sentado. Lucía una inmensa sonrisa y, con los brazos abiertos, se aproximó a Okela. A los lados de la gran silla, dos hombres con barba cuidada y ataviados con vestimenta militar se apartaban para permitirle el paso. Gelón, sin duda. De pie, enfrente de la mesa, tres hombres con ridículos gorros redondos y vestidos de vivos colores, cargados de anillos y collares de oro, miraban a Okela de arriba abajo.

—¡Okela! —dijo Gelón mientras se acercaba—. Me alegro de que Esparta haya accedido a mi petición de ayuda, y además al mando de su mejor general. —Y le abrazó como si se conociesen de toda la vida—. ¿Cómo está Leónidas? Bien, supongo —dijo sin esperar respuesta.

Okela estaba extrañado, aunque no tanto como los engalanados hombres de ridículos gorros que asistían a aquella efusiva muestra de fraternidad.

—Me alegro de volver a verte, Gelón —dijo Okela siguiendo la corriente a aquel hombre a quien no había visto en su vida.

—Estos dignatarios cartagineses han venido a ofrecerme la paz si acepto la hegemonía de su pueblo sobre Sicilia, y yo les estaba diciendo que en otras circunstancias quizá hubiese aceptado pero que, teniendo en cuenta que el ejército espartano estaba desembarcando en Siracusa para apoyarnos, me lo he pensado mejor —dijo Gelón entusiasmado y de buen humor—. ¿Lo veis? —espetó a los cartagineses—. Los griegos siempre nos apoyamos los unos a los otros. —Y volvió a su silla tras la mesa.

—¿Aceptas o no aceptas las condiciones, Gelón? —dijo impaciente el heraldo cartaginés más engalanado.

—Por supuesto que no —repuso éste.

—No estás siendo razonable —replicó el cartaginés.

—¿Y quién te ha dicho a ti que los griegos somos razonables? —preguntó Gelón.

—Pronto nuestra flota estrangulará Siracusa y nuestro ejército barrerá Sicilia —prosiguió el cartaginés—. Y cuando Jerjes acabe con Grecia…

—Decidle a Amílcar Magón —interrumpió Gelón levantándose bruscamente—, que Gelón no acepta su propuesta; y enviadle esta otra: «saca tus asquerosas pezuñas de mi isla o Gelón mismo meterá tu cabeza en el culo de un elefante». ¡No hay más que hablar, salid de mi casa, de mi ciudad y de mi isla inmediatamente si no queréis que vuestra cabeza acabe en un plato!

Iracundos, los cartagineses dieron media vuelta y salieron de la estancia, no sin antes decirle a Gelón que se arrepentiría.

Cuando las puertas se cerraron, Gelón se desplomó sobre su silla como si aquellos heraldos hubiesen absorbido toda su energía. Su buen humor y su furia se convirtieron en cansancio y desesperación.

—Estoy demasiado viejo para esto —dijo el tirano—, debería dedicarme a la pesca y a las hortalizas.

—Señor, deberíamos reconsiderar… —dijo uno de sus generales.

—¿Reconsiderar qué? ¿Quieres ser esclavo de esos africanos?

—Por supuesto que no, señor; pero el ejército de Amílcar supera con creces el nuestro. Su flota estrecha el cerco cada día y nuestros hombres no están preparados para la batalla.

—Hablas como un maldito cartaginés, Dionisio —dijo moviendo su mano con desprecio.

De repente, como si Gelón reparase en la presencia de Okela, se dirigió a él:

—¿Y tú? ¿Quién eres? ¿Qué hace un grupo de espartanos en Sicilia? No me tomes a mal las preguntas, lo cierto es que me has venido muy bien para lucirme con un buen farol, y tu «regalo» me ha agradado mucho, pero me intrigas, espartano.

—Soy Okela de Esparta, de la familia de los korkótidas, investido con todos los poderes de nuestro gobierno para viajar a occidente y fundar una colonia donde sobrevivan nuestras leyes, pues, según los oráculos, Esparta sucumbirá al poder de Jerjes.

—Interesante; aunque un poco extraño. No sé si creerlo —dijo Gelón pensativo mientras Okela fruncía el ceño ante las dudas del siciliano—. De todos modos, y aunque así fuese, por muy aguerridos que seáis, y me consta que lo sois, no podréis atravesar el bloqueo cartaginés. Te recomiendo que volváis por donde habéis venido.

—Cumpliré mi misión o moriré en el intento, señor. Hemos atracado en Sicilia para hacer acopio de víveres e información sobre lo que hay más allá. Si podéis proporcionarnos escolta estaríamos muy agradecidos, si no, buscaremos la manera de seguir adelante.

—Lo siento, espartano: no tengo hombres ni barcos disponibles, y más allá de Sicilia lo único que encontrareis, y en grandes cantidades, son problemas.

Okela se disponía a agradecer su hospitalidad y a marcharse cuando uno de los generales le susurró algo a Gelón al oído. Tras escuchar con detenimiento, Gelón alzó la mano pidiendo a Okela que esperase.

—Aunque pueda parecer un poco tonto, Dionisio a veces tiene excelentes ideas —dijo Gelón—. Como sabes, en Siracusa somos mejores comerciantes y marinos que guerreros. En cambio, los espartanos sois excelentes soldados. —Hizo una pausa y, apoyando los codos sobre la mesa y la barbilla sobre las manos, prosiguió—: Como buen comerciante quiero proponerte un trato: ayúdame a derrotar a Amílcar y te proporcionaré guías y escolta marítima hasta donde desees. —Viendo la cara negativa de Okela, Gelón dijo rápidamente—: Pero no me respondas ahora, piénsalo y mañana, a esta hora, hablaremos.

Okela aceptó hablar al día siguiente sobre la propuesta, pero no estaba muy convencido de querer unir su destino al de un hombre que tan pronto era amable como hostil, aunque lo que más le molestaba es que se le tuviera por mentiroso. Por otro lado, era poca la elección que tenía, pues la alternativa era intentar burlar el bloqueo cartaginés, y si los barcos de Gelón no podían, el Ártemis y el Odiseo menos aún. Plantearía la posibilidad a Agías y a Pantites y entre los tres hallarían la mejor opción.