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La presencia de gaviotas y sus estridentes chillidos evidenciaba que se acercaban a tierra, aunque ésta no pudiese verse aún. Las nubes tapaban el sol. Bóreas soplaba delicadamente. El aire matinal llegaba frío del norte y el mar se movía algo más furiosamente que los días anteriores. El otoño no tardaría en llegar.

—¡Vela al oeste! —gritó el oteador desde lo alto del mástil.

Okela y Adrastos se apresuraron a la proa de la nave. Al espartano no le hubiera importado que fueran piratas de nuevo. La lucha mantiene los miembros ágiles y la moral alta, pero no era el caso. A medida que la nave se acercaba, la silueta de un esbelto trirreme se hacía más nítida. Dos grandes ojos pintados decoraban su proa y la parte superior del espolón de la nave sobresalía amenazante del agua.

—Es una de las naves de Gelón, tirano de Siracusa —explicó Adrastos apuntando al pendón de la nave que lucía, gallardo, un delfín, el símbolo de Siracusa.

Antes de acercarse, el trirreme siracusano observó al Ártemis y al Odiseo en la distancia. Con una maniobrabilidad asombrosa gracias a sus velas y remos se colocó a poca distancia del primero. Estando ambas embarcaciones en paralelo, el oficial siracusano pidió hablar con el capitán preguntando quiénes eran y qué hacían en esas aguas. En un acto reflejo, Adrastos fue a abrir la boca, pero Okela se lo impidió con un codazo hablando él en su lugar.

—¡Soy Okela de Esparta! —gritó—. Venimos a Siracusa a fondear nuestros barcos y a hacer acopio de víveres y agua para seguir rumbo a occidente.

—Dudo mucho que podáis seguir al oeste, amigo —dijo el oficial siracusano—. Tengo órdenes de inspeccionar todo barco en estas aguas antes de permitiros seguir.

Con toda hospitalidad, Adrastos y Okela guiaron al capitán del trirreme por todo el barco. La cantidad de hombres y armas presentes en un mercante le dejó extrañado.

—¿Qué hacéis que no estáis luchando contra Jerjes, espartano? —dijo el capitán siciliano con semblante divertido.

—No había persas para todos —respondió Okela socarrón.

—¿Os importa? —preguntó retóricamente el siciliano apuntando a la escotilla que llevaba a la bodega.

—En absoluto —repuso Okela.

El oficial inspeccionó por encima la bodega del Ártemis, husmeando curiosamente algunos puntos. En una esquina de la bodega, cargados de cadenas, dormitaban el pirata y sus dos mastodontes apresados hacía unos días. El oficial se acercó fisgón.

—¿Y estos?

—Piratas apresados hace unos días en alta mar —saltó Adrastos dándose importancia antes de que Okela pudiese decir nada.

—Vaya. ¿Conocéis la recompensa por capturar piratas? Dado que nuestra flota no se puede dedicar a estas cosas, ahora que los cartagineses presionan Sicilia por todas partes, Gelón ha ordenado el pago de cuantiosas recompensas por apresar a estos rufianes.

A Adrastos los ojos le brillaban por la emoción; ¿cuánto vino podría comprarse con un talento de plata, y los favores de cuántas mujeres?

—Llévatelos, puedes entregárselos a Gelón de nuestra parte —dijo Okela haciendo añicos los sueños dionisiacos de Adrastos—. Sólo deseamos descansar unos días en Siracusa, cargar víveres y agua y partir en dirección oeste.

—Gelón os estará agradecido, espartano. —Hizo una pausa antes de continuar—. No sé lo que os lleva a occidente pero, como os he dicho, os aseguro que ahora, y durante mucho tiempo, os será imposible continuar vuestro viaje.

—¿Y qué puede impedírnoslo? —inquirió Okela.

—En primer lugar, en estas fechas la aguas no son muy tranquilas que digamos, pero el problema son los cartagineses. Apenas podemos mantenerles a raya en el estrecho de Messana, al norte, y sus patrullas intentan obstaculizar nuestro comercio por el sur. Apresan cualquier barco que no sea cartaginés y, siendo griegos, mucho me temo que no serían muy considerados con vosotros.

—¿Y por qué no plantáis batalla en el mar?

—Gelón no quiere arriesgarse a una gran batalla para no poner en peligro las rutas de suministro de grano que nos unen a Egipto. Él lo llama nuestro cordón umbilical. La flota cartaginesa es más numerosa que la siracusana, y su dominio del mar está permitiendo que Amílcar Magón desembarque su ejército al norte, en Panormo. Con él pretende conquistar Sicilia.

—Vaya, parece que el mundo griego al completo se enfrenta a su hora más difícil —observó Okela.

—Bueno, Gelón es un hombre capaz y astuto; si hay alguien que puede sacarnos de esta, es él. Seguidme a Siracusa, os indicaré dónde atracar. Informaré a Gelón de vuestra presencia y le entregaré vuestro, digamos, regalo —concluyó el oficial.

El Ártemis y el Odiseo siguieron al navío siciliano. El oficial, antes de atracar, le indicó a Adrastos dónde hacerlo: un poco más allá, con los demás mercantes, en el gran puerto. Él debía informar urgentemente a Gelón de la presencia de los espartanos. Desde el mar, Siracusa era impresionante. Sus blanquecinas murallas parecían emerger del agua, poderosas, casi épicas. A la derecha, un altiplano de escarpados acantilados protegía su flanco. La isla de Ortigia, origen y embrión de Siracusa, se adentraba en el mar como una garra, o más bien como un apéndice, abrigando una enorme bahía que protegía los navíos de los caprichos de Poseidón. Okela pronto comprendió que la ciudad era inexpugnable por tierra y que un asedio podría llevar décadas si se conseguía mantenerla suministrada por mar. Con razón la capital de Gelón tenía fama de ser la más fuerte y la más prospera de todo el mundo griego. Embarcaciones de todo tipo iban y venían por el puerto como abejas en una colmena. La prosperidad de Siracusa se debía, en gran medida, a que hasta el conflicto con los cartagineses había servido de nexo de unión entre el civilizado oriente y el bárbaro occidente. Intercambiaban baratijas por oro, hierro y bronce y hacían de intermediarios entre ambos mundos.

Cuando desembarcaron, la tierra parecía moverse. Era el efecto de haber pasado ocho días en el mar. Pronto se les pasaría. A regañadientes, Okela dio un permiso de un día a los marinos para que enriqueciesen a los agradecidos taberneros y pornoi de la ciudad.

—Ni un instante más, Adrastos —dijo Okela con gesto serio a un capitán deseoso e impaciente por emborracharse con vino siciliano.

Okela reunió a Pantites y a Agías para comentarles la conversación con el oficial siracusano y la dificultad de burlar, con aquellos pesados barcos, a la nutrida flota cartaginesa.

—Por el norte bloquean el estrecho de Messana y, por el sur, patrullan continuamente en busca de mercantes griegos que puedan suministrar víveres a Gelón. Puede que nos tengamos que quedar aquí más tiempo del deseado —concluyó Okela.

—Bueno, no es una mala ciudad para pasar una temporada —dijo Agías con ligereza.

—Mientras se aclaren las cosas —continuó Okela obviando el comentario—, Agías, quedas al mando; da permiso a los hombres que consideres, pero mantén una guardia continua en las naves. Yo intentaré entrevistarme con Gelón para ver si puede proporcionarnos algún tipo de escolta o alguna solución en su defecto. Tú, Pantites, procura buscar algún comerciante que nos pueda suministrar agua y alimentos a buen precio, y de paso mira a ver si puedes encontrar a las familias de las muchachas sicilianas que rescatamos en alta mar.

Con un gesto marcial ambos se pusieron manos a la obra. Okela respiró profundamente mirando la ciudad que le acogía: era bella y prospera. Onomácrito y su ayudante pasaron a su lado, saludándole e informando de que iban al ágora a ver si podían encontrar plantas medicinales y otras sustancias.

Cuando se disponía a dejar el puerto, un hombre con vestimenta militar se plantó ante él.

—¿Okela de Esparta? —preguntó—. Traigo órdenes de llevaros de inmediato ante Gelón, tirano de Siracusa.