28

El sol ya se había puesto y las tinieblas descendieron sobre los húmedos caminos recorridos. La noche estaba tranquila. La mayoría de los hombres dormía plácidamente mientras el Ártemis cortaba el mar rumbo a occidente. Tumbado en el castillete de popa, que ya estaba limpio de sangre y tripas, Okela se refugió unos instantes en el recuerdo de Kalisté para ir conciliando el sueño bajo las estrellas y la luna menguante. A pesar del bamboleo del barco y de la buena velocidad a la que iban, las estrellas parecían inmóviles en el cielo. Hacía algo de frío, pero lejos de molestarle le agradaba, especialmente después de una buena pelea. Fue quedándose dormido.

Unos gritos de mujer lejanos y amortiguados se mezclaron en sus sueños, tras unos instantes de malestar entre el sueño y la realidad por el insistente sonido, Okela se levantó sobresaltado y corrió a la bodega. Al abrir la trampilla, el llanto de un niño llenó la estancia. Onomácrito, arrodillado en un charco de sangre y ante la chiquilla, sostenía en sus brazos al infante recién nacido, y Telamón, sentado sobre el vientre de ella, miraba hacia atrás con cara de felicidad. Había ayudado a traer una vida al mundo.

—Retira la placenta y acércame el cuchillo pequeño —le pidió Onomácrito a Telamón.

Con precisión, Onomácrito cortó el cordón umbilical del recién nacido ante una madre exhausta. Le acercó al niño para que lo amamantara y, satisfecho de su labor, se incorporó notando al instante la presencia de Okela. Las otras tres chicas se arremolinaban alrededor de la madre y el chiquillo, llorando y dando las gracias a Onomácrito. Por fin hablaban.

—Bueno, curiosamente ha sido un parto fácil; raro en una primeriza. Sobrevivirán los dos —explicó Onomácrito.

El niño lloró un poco más y luego se quedó dormido. Las tres muchachas taparon a la madre y a la criatura con mimo y cariño.

—Gracias, señor —dijo la que parecía mayor corriendo hacia Okela, arrodillándose y abrazándose a sus piernas sollozando.

—No tienes por qué darlas —repuso Okela mientras la levantaba del suelo—. ¿Sois griegas?

—Sí, señor, de Siracusa. Disculpadnos, señor, estábamos muy asustadas —afirmó la muchacha entre llantos.

—No hay nada que disculpar, pero respóndeme a una cosa: ¿cómo habéis acabado en la bodega de un barco pirata?

—Asaltaron nuestro barco de camino a Neápolis hace ya… hace ya… mucho tiempo. Más de nueve lunas, a juzgar por el parto de la señora.

—¿La señora?

—Ella es Caíde, es, o mejor dicho, era, hija de Irdonte, un prospero comerciante de Siracusa. Nosotras íbamos a Neápolis con ella, como damas de compañía, ya que su padre la había prometido a un rico mercader de aquella ciudad, aportando una magnífica dote que transportaban otros dos barcos. Una intensa tormenta dispersó la flota y los barcos que llevábamos de escolta se perdieron en el horizonte. La señora siempre había estado cuidada y era muy amada por sus padres. Jamás había sufrido un revés en su feliz existencia. Iba a desposarse con un buen hombre y, aunque no le conocía, iba feliz, primero por cumplir la voluntad de su padre y segundo por el deseo de convertirse en una mujer de bien junto a su marido, que es para lo que la habían educado. Nuestro barco fue asaltado, Irdonte intentó negociar con ellos pero fue inútil. Violaron y descuartizaron a su mujer ante sus ojos, le dijeron lo que harían con su hija, le ataron una piedra al cuello y lo arrojaron por la borda. El capitán la tuvo cautiva para sí durante mucho tiempo, y cuando se cansó de usarla la abandonó en la bodega para que sus hombres hiciesen de ella lo que quisieran, como habían hecho con nosotras desde que se la llevaron. A nosotras nos daban una bebida que decían secaba el vientre para evitar embarazos, pero por lo visto a ella no se la ofrecieron. Al principio nos resistíamos a las violaciones, pero eso sólo empeoraba las cosas. Caíde lloró durante días; y un buen día dejo de hacerlo y su mirada se perdió. Lo había tenido todo y ya no tenía nada, de ser una dama pasó a ser esclava, y de ser una virgen destinada a dar a luz buenos griegos… —La muchacha rompió a llorar recordando tanta desgracia.

—Ahora estáis a salvo —dijo Okela consternado por la historia—. Cuando lleguemos a Siracusa buscaremos a vuestras familias para que se hagan cargo de vosotras. Y tú, ¿cómo te llamas?

—Casandra, señor.

—Bien. Casandra, di a tus compañeras que Telamón es un buen chico, es aprendiz de médico y os cuidará hasta que lleguemos a Siracusa.

Al salir a cubierta, Okela respiró de nuevo el aire fresco de la noche llenando sus pulmones. Volvió a su lugar en el castillete pasando con cuidado por encima de los cuerpos dormidos de marinos y espartanos que ya podían descansar después de desvelarse con el parto de Caíde. Volvió a tumbarse, pero le costaba conciliar el sueño, dándole vueltas a la escalofriante historia de aquella chiquilla. El mundo era un lugar cruel para los más débiles, por eso había que ser fuerte.

Después de un buen rato sin que el sueño lo visitara, se incorporó y se apoyó en la barandilla del Ártemis. Todos dormían. La luna trazaba un brillante sendero tembloroso en las aguas. Una figura fantasmagórica salió de la bodega, vestida con una túnica blanca de hombre. Era Caíde, que llevaba un bulto entre sus brazos. El bulto comenzó a llorar y, con toda la ternura del mundo, Caíde lo acarició y lo calmó. Parecía que poco a poco la muchacha recobraba la razón, pensó Okela.

Caíde se acerco a la borda del Ártemis, mirando a la oscuridad de la noche y esbozando una sonrisa. De repente, se encaramó a la barandilla con la mano que tenía libre y saltó por la borda al mar sin pronunciar palabra, sólo se oyó el seco golpe en el agua. El corazón de Okela dio un vuelco brutal. Fue corriendo hacia donde hacía unos instantes había estado Caíde, como si al llegar allí pudiese hacer algo para salvarla. Nada vio y nada oyó cuando se asomó por la borda. Caíde se había entregado con su pequeño a Poseidón, incapaz de sobrellevar la carga de desgracias que su delicado cuerpo y su joven mente habían tenido que soportar.