27

Habían dejado atrás la isla de Córcira y ya se dirigían hacia poniente. Después de cuatro días de travesía sin verdaderos problemas, los espartanos se iban aclimatando a la tediosa vida de hacinamiento en el mar. Algunos confraternizaron con los marineros, que les enseñaron juegos con dados y huesos de animales. Estallaron algunas trifulcas a cuenta del juego, pero entre Okela y Adrastos conseguían mantener la disciplina sin mayor problema; Okela con su mera presencia y Adrastos a base de empujones, amenazas e insultos. En alguna ocasión hubo un cruce cómplice de miradas entre ambos. Los muchachos ilotas y el mozo de Onomácrito pasaban gran parte del tiempo con un marino que les contaba espeluznantes historias de monstruos, de rocas que se movían y aplastaban barcos, de idilios que había tenido con sirenas de una belleza indescriptible y toda una caterva de mitos que los muchachos escuchaban boquiabiertos. A veces, el Odisea se convertía en un pequeño punto negro en el horizonte; otras estaba tan cerca que Agías y Okela podían cruzar algunas palabras.

—Vamos a muy buen ritmo; en otros tres días deberíamos estar en Siracusa, si los vientos lo permiten —dijo Adrastos aquella mañana.

De repente, el muchacho que solía estar en lo alto del mástil como oteador gritó:

—¡Vela al norte!

Adrastos se apresuró a estribor, sacó la mitad del cuerpo fuera de la embarcación y entrecerrando los ojos miró en la dirección que señalaba el muchacho. Okela hizo lo mismo. Cuatro puntitos negros aparecieron en el horizonte.

—¿Piratas? —preguntó Okela.

—Mmmm… —dijo el capitán pensativo—. Podría ser, pero no es seguro. Yo suelo asumir que lo son porque soy un poco cobarde. Podría ser una flota mercante, o naves griegas en labor de reconocimiento.

—¿Y qué soléis hacer en estos casos?

—Pues por lo general huir e intentar que nos abrigue la noche para despistarlos. Si conseguimos navegar lo suficientemente rápido hacia el sur tendríamos una oportunidad, pero no debemos excedernos en ese rumbo, ya que más al sur hay corrientes marinas muy potentes que podrían llevarnos, aunque no lo queramos, a las costas de Libia; aunque mejor atracar en Libia que ser asaltados por piratas ¿no?

—¿Qué sugieres? —dijo Okela.

—Huir, señor. Sé que no es el estilo espartano, pero en la mar las cosas son diferentes.

—Adelante, pues. Haz lo que debas.

El Odiseo, visiblemente pendiente de lo que hacía el Ártemis y consciente del posible peligro que provenía del norte, comenzó a virar en la misma dirección.

Después de un buen rato de navegación, Adrastos advirtió a Okela de que la pequeña flota se aproximaba rápidamente, probablemente debido a que no llevaba cargamento, y que eso sólo podía significar una cosa: piratas.

—Por lo general, si no se les hace trabajar mucho suelen contentarse con lo que hay a bordo y dejan a la tripulación en paz —dijo Adrastos sugiriendo una posible rendición.

—Ya —repuso Okela descontento—. Lo siento, Adrastos. No estoy acostumbrado a ese tipo de cosas.

Okela valoró la situación y ordeno que el Ártemis se acercase lo suficiente al Odiseo para poder hablar con Agías.

—¡Agías! —gritó—. ¡Parece que se trata de piratas! ¡Aminorad la marcha y enviad a los marinos a la bodega, extended el toldo y formad una falange debajo de manera que no la vean cuando se acerquen! ¡Vamos a luchar en el mar, amigo!

—¡Siempre lo he deseado! —respondió Agías sonriendo.

Ambas embarcaciones se separaron entonces y comenzaron a extenderse los toldos.

—Aminora la marcha, Adrastos; pero que parezca que aún huimos. Cuando esté todo listo, que tus hombres se refugien en las bodegas, va a haber sangre. Pretendo que mis hombres luchen en formación de falange en cubierta y necesito que a una orden mía el toldo se levante.

Adrastos comenzó a dar órdenes mientras Okela bajaba a la bodega a colocarse la panoplia y ordenaba a sus hombres hacer lo mismo. El joven oteador quedó al cargo de levantar el toldo a la señal convenida. El ajetreo se convirtió en silencio cuando, bajo el toldo, se formaron dos falanges compactas de tres hombres de fondo cada una, la mitad de los hombres mirando a babor y la otra mitad a estribor, estando las terceras filas espalda con espalda y dejando bastante hueco entre las primeras filas y la borda para que los piratas pudiesen abordar la nave a su antojo.

—¡Aguantad la posición hasta oír mi orden! —gritó Okela mientras se parapetaba en el castillete de popa con diez hombres para observar el avance de los piratas.

Ya se distinguían perfectamente las siluetas de los barcos y el ajetreo de hombres preparándose para el abordaje. Parecía que los cuatro navíos enemigos iban a abordar el Ártemis.

Los piratas se encontraban ya a unos veinte pasos. Okela vio sus caras desagradables y sus bocas desdentadas, muchos no superaban la veintena. Entre todos ellos se erguía ufano un hombre con coraza, yelmo cónico decorado con dientes de jabalí y una espada dentada, a modo de sierra. Estaba flanqueado por dos hombres mastodónticos y musculosos que observaban la maniobra imperturbables. Varios piratas hacían girar cuerdas que tenían unos ganchos atados en los extremos.

—¡Entregad la nave! —gritó el hombre del yelmo a Okela con un acento claramente bárbaro.

—¡Ven tú a cogerla! —respondió el espartano sin poder resistirse a parafrasear a Leónidas.

En vez de contrariarse, el hombre del yelmo rió. Parecía que le apeteciese una buena pelea. Levantó la mano, hizo una pausa como calibrando la distancia que lo separaba de su presa y la bajo de golpe. Comenzaron a llover ganchos sobre el Ártemis.

Pensando, probablemente, que los únicos necios con armas dispuestos a plantar batalla eran Okela y sus diez acompañantes, el hombre del yelmo ordenó a un nutrido grupo de fieros piratas asaltar el castillete de popa. Comenzaron a saltar hombres para aplastar la que pensaban era una resistencia más aparente que real. Además, conociendo la situación en Grecia, la presencia de guardia armada en un mercante indicaba que podía proteger un botín valioso y abundante. La lucha en el castillete se volvió encarnizada de inmediato. Los primeros asaltantes quedaron ensartados en las lanzas de los espartanos que, sin tiempo para recuperarlas de la carne de sus víctimas, recurrieron rápidamente a las espadas y a la contundencia de sus escudos para detener estocadas y causar daño. La agilidad de movimientos de los espartanos, y la facilidad con la que rechazaban a los piratas, hizo que el capitán se interesase, con curiosidad y deleite, por la situación del combate, enviando más y más hombres sin prestar atención al resto del barco. Uno de los espartanos avanzó abandonando la minúscula formación abatiendo a varios enemigos, aunque pronto se vio rodeado. Se defendió con destreza antes de que un sablazo le cortase una pierna en dos mientras uno de los piratas le atravesaba el cuello con su roñosa espada. La determinación del capitán por capturar el barco se hizo mayor aún cuando se percató de la calidad de sus defensores; aquel barco escondía algo muy valioso.

Mientras los metales chocaban con furia en el castillete, y el espacio de combate se reducía dada la cantidad de asaltantes, otro barco pirata concluía su maniobra de acercamiento por babor y comenzaba a lanzar los ganchos que lo aproximarían a su víctima para crear un segundo frente. Muchos de los piratas del segundo barco no pudieron esperar a chocar con el Ártemis y saltaron para tomar parte en la lucha como poseídos por un inexplicable furor guerrero. Okela ordeno formar en círculo en el instante en que otro espartano, vendiendo cara su vida, caía a su lado atravesado por una lanza.

En el momento en el que Okela se percató de que los cabos que unían los tres barcos estaban firmemente sujetos hizo una seña inconfundible al oteador encargado de levantar el toldo que, atónito, presenciaba el combate desde lo alto. Al tiempo que sacudía la cabeza, tiró de la polea con fuerza y el toldo se levantó bruscamente, dejando al descubierto la formación espartana.

—¡Sin piedad! —gritó Okela—. ¡Avanzad!

Las dos pequeñas falanges, de setenta hombres cada una, avanzaron como si estuvieran en tierra. El semblante orgulloso del caudillo pirata cambió radicalmente al percatarse de que no solo había diez de esos imbatibles defensores, sino muchos más y en perfecta formación. Una ola de capas carmesí se cernía sobre sus barcos con paso lento y seguro. El pirata comenzó a dar órdenes de retirada como poseído por las furias, y a instar frenéticamente a cortar los cabos que le unían a aquella trampa mortal que había parecido una presa fácil. Pero la retirada era un caos. Los espartanos ya avanzaban sobre ambos barcos mientras Okela y sus acompañantes saltaban al castillete del primer barco pirata segando vidas con mayor facilidad ante el desconcierto creado. Mientras su escudo golpeaba con fuerza a uno de tantos enemigos, la espada buscaba un hueco en las costillas de otro, hundiéndose hasta la empuñadura y dejándolo tendido en el suelo, aullando de dolor. Las falanges, una vez en los barcos enemigos, se deshicieron, los soldados desenvainaron las espadas y, haciendo alarde de gran destreza y velocidad, acabaron con toda resistencia en un abrir y cerrar de ojos. Sólo el capitán con un puñado de hombres y sus dos mastodontes resistía, con más desesperación que pericia, el embate espartano. Viéndose perdido, soltó las armas y se arrodilló en señal de rendición. Uno de los otros barcos piratas ya había trabado combate con el Odiseo sufriendo la misma suerte y el cuarto, viendo lo que acontecía, optó sabiamente por la retirada bajo las maldiciones de su caudillo, que ahora se encontraba rodeado de escudos espartanos y cara a cara con Okela, cuyas ropas estaban teñidas de sangre propia y ajena. Algún chillido de pavor y ruegos de clemencia se oían aún por la embarcación, pero las espadas los silenciaban rápidamente. Otros piratas eran sencillamente arrojados al mar.

Okela se quitó el casco corintio, sonriente y jadeante.

—Bueno, caballeros —dijo dirigiéndose a sus hombres—, como desayuno no ha estado mal.

La carcajada fue estruendosa.

—Llevad a estos malnacidos al Ártemis y cargadles de cadenas. Ya veremos lo que hacemos con ellos.

El barco pirata era una autentica pocilga. Poco había allí de utilidad. Tapándose la boca y seguido por dos de sus hombres abrió la trampilla que llevaba a la bodega del barco. El ambiente viciado y el olor a madera podrida era insoportable. La falta de luz le obligó a pedir una antorcha con la que inspeccionar el pestilente lugar. El don de Prometeo ahuyentó las tinieblas. En un rincón, atadas con grilletes a los postes de la embarcación y en la penumbra, había cuatro chiquillas sucias y andrajosas, de no más de quince años, una de ellas en avanzado estado de gestación. Se acurrucaban aterrorizadas. Era evidente el uso que aquellos cerdos habían hecho de ellas.

—Soltadlas y llevadlas al Ártemis, que se aseen y que coman e intentad averiguar quiénes son. Revisad también el otro barco por si hubiese más cautivos.

La inspección continuó, pero aparte de vino malo, comida casi podrida y ratas, poco más se pudo encontrar. Cuando salió de la bodega al aire fresco, sus espartanos y la tripulación del Ártemis le aclamaron repitiendo el nombre de su familia varias veces.

—¡Korkótida! ¡Korkótida! ¡Korkótida!

Ordenó quemar las naves piratas y preguntó por el estado de las muchachas que aún no habían dicho una palabra.

—Esto hay que celebrarlo —dijo Adrastos acercándole a Okela la piel de oveja con vino.

—Por tu aliento veo que ya lo has estado celebrando por los dos incluso antes de que el combate comenzase. Bebe, bebe por ambos —dijo Okela condescendiente—. Ahora sí que puedes mantener ocupada a tu tripulación limpiando tripas y sangre en la popa.

Todos comentaron durante el resto del día que Okela se había batido como un león en el castillete. No obstante, hubo que lamentar la muerte de seis buenos espartanos, cuatro de ellos atravesados por las armas de los piratas y otros dos engullidos por las aguas al caer al mar.

Onomácrito y su chaval habilitaron en la bodega una zona donde colocaron a los pocos heridos resultantes del lance: cerca de la escotilla para brindarles algo de ventilación. Después de aproximar el Ártemis al Odiseo, y de hablar con Agías sobre la escaramuza marina, Okela decidió bajar a la bodega a interesarse por los heridos y por las muchachas.

—La guerra es la mejor escuela para un médico, Telamón —decía Onomácrito a su chaval—. Bueno, esto ya está —dijo con expresión de esfuerzo mientras apretaba un torniquete—. Lo bueno de los espartiatas es que no se quejan nunca.

En cuanto Okela apareció por la bodega, la docena de heridos le vitorearon.

—¿Cómo va eso, Onomácrito? —preguntó Okela.

—Bien, señor. No hay ninguna herida de importancia. Simple rutina: limpiar, desinfectar, coser y un par de torniquetes —dijo Onomácrito.

—¿Las chicas han hablado algo?

—No, aún no, están muy asustadas —respondió el médico observándolas con pena—. Telamón se ha estado ocupando de ellas, pero poco ha podido hacer, porque en cuanto se acerca gritan desesperadas y se acurrucan como animales espantados, excepto la embarazada. Ella tiene continuamente la mirada ausente, ha debido perder la razón. Les hemos dejado comida y agua, pero se muestran desconfiadas.

Al fondo de la bodega, en su parte más oscura y cargados de cadenas como había ordenado, yacían el jefe pirata y sus dos secuaces, rabiosos como perros. Okela les dedico una fugaz mirada de desprecio y repugnancia. Se acercó lentamente a las chicas y estas le rehuyeron.

—Sois libres en este barco, podéis ir a donde deseéis, no tenéis porque estar aquí abajo —explicó Okela con toda la ternura de la que era capaz. Hizo una seña a Telamón para que se acercase—. Este es Telamón, él se ocupará de vosotras. Si necesitáis cualquier cosa, sólo pedídselo; queda a vuestro servicio. —Telamón asintió.

—¡Eh! Tú —dijo la voz rabiosa del pirata cautivo—. Quiero hablar contigo.

Okela se aproximó lentamente con una sonrisa en la boca.

—¿Qué pasa? ¿No te gustan los grilletes? Créeme, te sientan mejor que la coraza y los collares de oro —dijo Okela.

—Mira —dijo el pirata—, no sé quién eres, ni lo que piensas hacer con nosotros, pero en mi isla de Iliria tengo oro, plata y riquezas suficientes para que ninguno de vosotros deba luchar ni trabajar un día más de su vida. ¿Qué me dices?

—No me interesa el dinero —dijo cortante Okela—, tengo cosas más importantes que hacer que vivir bien.

El pirata se quedó pensativo y contrariado, pero prosiguió.

—Tengo una curiosidad que seguramente puedas aclararme —comentó.

—Tú dirás —respondió Okela con desdén.

—No veo en esta nave ni oro, ni joyas, ni perfumes, nada que pueda ser de valor. ¿Qué escondéis tan valioso como para que un mercante merezca una guardia tan nutrida y experta? No tengo miedo a la muerte, griego, pero me puede la curiosidad.

—En eso sí que puedo complacerte. No te muevas —dijo Okela irónicamente a su cautivo.

Recorrió la bodega hasta el otro extremo, cogió el cofre de madera y bronce y con sumo cuidado lo llevó ante sus ojos, pero lejos de su alcance. El pirata observaba el cofre expectante. Okela lo abrió lentamente escrutando su cara y le enseñó el contenido.

—¿Tablillas y pergaminos? —dijo el pirata sorprendido—. ¿Qué clase de broma es ésta?

—Aquí tienes lo más valioso del mundo. Sin esto, ni el oro ni la vida valen de nada. —Okela hizo una pausa—. Éstas, maldito rufián, son las leyes de Esparta.