Okela no había dormido mucho preocupado por la degradada tripulación que debía llevarles a los confines del mundo. Claramente los dioses le ponían a prueba antes incluso de partir. Se despertó cuando amanecía y preguntó a uno de sus hombres que hacía guardia si había notado movimiento en los mercantes. Éste le dijo que, efectivamente, unos cuarenta o cincuenta hombres desarrapados, y que parecían más un ejército derrotado y en retirada que una tripulación, se habían encaminado a los barcos y habían estado trajinando toda la noche. En ese instante, Okela observó una bola humana que descendía al embarcadero desde una de las naves. Era, sin lugar a dudas, el borracho de Adrastos. Okela ordenó al centinela que comenzase a despertar a los hombres y les informase de que zarparían en cuanto fuese posible mientras él iba al encuentro del capitán.
—Todo listo, señor —dijo Adrastos cuando se encontraron en medio del embarcadero.
Okela le miraba con asco y desconfianza. Aún apestaba a vino aquel rufián. Desde los barcos llegaban los desacompasados ronquidos de los marineros. Decidió comenzar una conversación normal con aquel hombre. Respiró hondamente.
—¿Qué sabes de nuestra misión? —dijo Okela.
—Simplemente que estoy a vuestras órdenes —respondió Adrastos.
—Bien, debemos viajar a occidente.
—¿A algún lugar en concreto, señor?
—Primero viajaremos a Siracusa, en Sicilia. ¿Conoces la ciudad y la ruta?
—Sí, señor. Con Siracusa es con quien más comerciamos. Esa ruta la hacía ya el abuelo de mi abuelo, no hay problema. Es sencilla: navegaremos hacia el sur por el golfo de Laconia hasta haber librado el cabo de Metapea, luego viraremos a occidente y más tarde al norte, hasta Córcira. A partir de allí las corrientes y los vientos suelen facilitar la travesía hasta Sicilia.
—Excelente. ¿Y más allá habéis llegado a ir?
—No, señor, aunque he conocido a gente que lo ha hecho; hasta Cartago e incluso hasta las columnas de Heracles. Tartesos, llaman a esa tierra. Los fenicios comercian allí con metales de todo tipo. —Adrastos comenzó a emocionarse—. Cuentan que las tierras son fértiles y las mujeres…
—Suficiente —le cortó Okela secamente—. ¿Tendremos vientos favorables para viajar a Sicilia?
—Para un buen marino todo viento es favorable —dijo Adrastos con aire de suficiencia—, aunque en esta época del año debemos tener cuidado con las tormentas estacionales; la mar y el tiempo cambian con rapidez en estas fechas.
—¿Podemos esperar ataques de piratas?
—Es difícil decirlo —contestó Adrastos—. No se suelen aventurar al mar en estas fechas por lo peligroso de la estación, pero la piratería es un negocio muy rentable y la falta de patrullas por parte de las flotas griegas, debido a la guerra con los persas, les está animando a salir, ya que no saben cuándo van a tener otra ocasión como esta. Pero poco hay que temer teniendo al ejército espartano a bordo, ¿no, señor? —dijo con una sonrisa intentando lisonjear a Okela y limar asperezas.
—¿Tenemos suficientes provisiones para llegar a Sicilia? —preguntó Okela sin hacer caso a las torpes alabanzas del capitán.
—Más que suficientes. Me he encargado personalmente de utilizar bien el dinero que se me encomendó para hacer acopio de todo lo necesario.
El espartano frunció el ceño. No tenía ninguna confianza en aquel hombre y menos aún en su capacidad para organizar las vituallas de unos cuatrocientos. Ese «personalmente» que pretendía infundir seguridad, producía el efecto contrario. Okela se imaginaba las bodegas de las naves repletas de ánforas cargadas de vino.
—¿Cuánto durará la travesía?
—De seis a doce días, señor, depende de los vientos.
—Deseo inspeccionar los barcos.
—Por supuesto —dijo Adrastos humildemente, abriendo la palma de la mano derecha para indicar la dirección.
La luz del sol comenzó a anegarlo todo. A Okela le resultaron curiosos los nombres de los barcos. El primero tenía grabado a fuego el nombre de Ártemis y el segundo se llamaba Odiseo. Parecía una señal de los dioses. Adrastos informó de que había veinte hombres por embarcación. Ninguna de las dos naves disponía de remos, y sus velas estaban plegadas. Le sorprendió gratamente que, aunque los hombres de Adrastos dormían como cerdos en cubierta lo que no habían podido dormir de noche, el barco estaba pulcro y limpio como sus grebas. Los barcos se bamboleaban ligeramente al ritmo del oleaje, acunando a los hombres que allí dormían. Algunos, contrariados por el sol, se arrastraban buscando sombra o se cubrían la cabeza con sus desgajadas túnicas.
Inspeccionaron las bodegas meticulosamente y, efectivamente, había muchísimo vino, pero también gran cantidad de vituallas de todo tipo, fruta y agua dulce en abundancia, así como un arcón repleto de oro ateniense. Adrastos se percató de la mirada inquisitiva y desaprobatoria de Okela cuando vio el vino y torpemente intentó explicar que la vida en la mar es dura y que hay muchos ratos de inactividad.
—¿Cuándo podemos zarpar? —inquirió Okela.
—Cuando deseéis señor. El viento es suave, pero suficiente.
—¿Cuál es tu barco?
—Este, señor; el Ártemis.
—Muy bien, ciento cincuenta hombres irán en el Odiseo con mi segundo, y yo viajaré en el Ártemis con otros ciento cincuenta. Prepara a la tripulación para zarpar en cuanto estemos todos arriba.
Mientras Adrastos despertaba a sus hombres a base de patadas y de insultos, Okela fue a encontrarse con los suyos, que se arracimaban en silencio alrededor de Onomácrito quien, ayudado por su aprendiz, había sacrificado una cabra e intentaba leer el futuro en sus entrañas. Tras una tensa pausa, Onomácrito rompió repentinamente el silencio y dijo orgulloso:
—Los augurios son favorables.
Okela respiró con alivio ya que, aunque él no era demasiado supersticioso, la gran mayoría de los espartanos sí lo eran. Dividió a los hombres en dos grupos, los que irían con Agías en el Odiseo y los que irían con él en el Ártemis. En este último irían asimismo Onomácrito, su aprendiz y los dos ilotas que cargaban con el cofre entregado por los éforos hacía un par de días. Qué lejano parecía ya su adiós a Esparta.
Primero zarpó el Ártemis. Adrastos comenzó a dar órdenes con una energía que Okela no se hubiera imaginado. Ahora parecía totalmente despierto y alerta. Sus sucios hombres, vestidos únicamente con un faldellín y descalzos, sacaron del agua la gran piedra que les servía de ancla y soltaron las amarras; subían con asombrosa destreza a las velas, bajaban con igual agilidad, ataban cabos, soltaban cuerdas, mientras Adrastos se desgañitaba desde la popa de la nave utilizando un asombroso repertorio de insultos y palabras malsonantes en cada una de las frases. Cuando la vela se hinchó de repente, Okela, que había permanecido en la popa, la miró con alivio y esbozó una ligera sonrisa. Parecía, después de todo, que las apariencias engañan y que aquellos hombres, que se tambaleaban en tierra, sabían lo que hacían en sus naves.
Muchos de los espartanos no habían subido nunca a un barco, y mientras unos observaban a los marinos con interés, otros decían adiós a su tierra con los pensamientos y algunos más hacían señas a sus compañeros del Odiseo.
Se dirigían al sur. El agua estaba tersa y se movía muy poco. Adrastos se acercó a Okela, adivinando sus pensamientos.
—La mar está muy calmada, aún tenemos tierra a derecha e izquierda y eso sosiega las aguas. Veremos cómo está esta tarde cuando salvemos el cabo de Metapea y viremos al oeste. Más nos vale que Poseidón haya tenido un buen día —dijo en tono graciosillo golpeando con la mano la espalda de Okela como si se tratase de un viejo amigo.
La mirada del espartano no dejó lugar a dudas: no iba a consentir ese tipo de compañerismos y menos aún de un perieco.
Antes de llegar al cabo Metapea el sol castigaba con furia. Adrastos ordenó que se extendiese un toldo que, a modo de tienda de campaña y con un curioso sistema de poleas, cubría la nave hacia babor y estribor desde la mitad del mástil. Los espartanos quedaron maravillados ante tal ingenio y respiraron aliviados. Una vez que la nave estuvo en movimiento y el toldo echado, poco más se podía hacer; era ahora trabajo del timonel manejar la nave y estar al tanto de los cambios de viento. Adrastos comenzó a dar órdenes para que sus hombres limpiaran la cubierta, arreglasen cuerdas e hicieran inventario. Okela estaba extrañado, tanto preocuparse de su barco y tan poco de su propia apariencia y, además, limpiar cosas que ya estaban limpias.
—El trabajo de un buen capitán consiste en mantener ocupados a sus hombres en lo que sea, de lo contrario se convierten en una jauría de animales rabiosos y pendencieros —explicó Adrastos.
El hacinamiento que sufrían era mayúsculo. Aquellos barcos estaban diseñados para llevar mercancías, no hombres.
Como había predicho el capitán, al pasar el cabo Metapea las aguas estaban más furiosas y el viento soplaba rabioso moviendo los barcos cada vez más. Fueron muchos los espartanos que tuvieron que buscar la borda para vomitar lo que habían comido. Los marineros reían entre dientes viendo que aquellos hombres imbatibles en tierra sufrían nauseas nada más enfrentarse a algo más movidito que las mansas aguas del golfo de Laconia. Adrastos, que había desaparecido, volvió al lado de Okela con un pellejo de cabra repleto de vino.
—¿Quieres un trago? —dijo afable a un Okela que sintió ganas de vomitar solo de pensar en el vino—. Cuando estás en tierra echas de menos estos mareos y por eso nos emborrachamos y cuando estamos en alta mar el mareo del mar te lleva a la izquierda y el mareo del vino a la derecha, con lo cual te mantienes firme —dijo entre risas.