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La expedición espartana a los confines del mundo salió de madrugada. Era habitual partir con ilotas que se hicieran cargo del bagaje y la comida, pero Okela decidió no llevar a ninguno, salvo a dos, y que cada espartano llevase un zurrón con comida suficiente para los días de marcha hacia Helos. Allí esperaban los barcos con suficientes provisiones para la primera etapa de la travesía, cuyo trayecto no había decidido todavía.

Atrás quedó Esparta y sus piras funerarias ardiendo sin ellos dentro. No habría lápidas ni inscripciones, pues tan solo los hombres muertos en batalla y las mujeres muertas al dar a luz disfrutaban ese privilegio. De madrugada, los Éforos, los ancianos y el rey Leotíquidas se habían reunido para investir a Okela con los poderes de todos ellos y para entregarle un pequeño arcón de madera y bronce que contenía una copia manuscrita de la Gran Retra: las leyes que regían en Esparta desde las reformas del gran Licurgo. Los dos jóvenes ilotas cargaban con el precioso legado. También se unió a ellos el adivino y médico Onomácrito con su ayudante, un efebo perieco de apenas dieciséis años llamado Telamón. Onomácrito aludía que cualquier expedición de esas características precisaba de un adivino, y dado que no tenía familia después de una serie de desgracias acaecidas en su entorno, prefería partir a quedarse, poniendo así al servicio de Okela sus habilidades como adivino y médico. Algunos pensaron que era porque había visto el fin de Esparta en las entrañas de algún animal y quería huir, otros pensaron que su actitud era realmente altruista y desinteresada. Okela sabía que sólo el tiempo confirmaría una sospecha o la otra, pero mientras tanto, no venía mal un médico.

Antes de partir, Okela había pasado revista lentamente a todos los que formaban la expedición. Agías vestía su característico casco corintio decorado con un penacho rojo y blanco que no iba de la frente a la nuca, como los demás, sino de oreja a oreja. El casco era vestigio de su antiguo puesto como capitán de la guardia real. Otro toque muy peculiar de Agías era su escudo, totalmente blanco y con un diminuto punto negro en el centro. Había que acercarse a un palmo para distinguir aquel insólito símbolo: un pequeño tábano dibujado a tamaño real que, según Agías, era lo último que sus enemigos veían antes de que su espada les enviase al Hades. Okela nombró a Agías y a Pantites segundo y tercero al mando, respectivamente. Como tantas y tantas veces, sus hombres formaban en silencio:

—¡Espartanos! —gritó—. ¡Ya estamos muertos! —dijo con voz jubilosa y levantando su lanza al cielo.

Todos respondieron con un rugido y el consagrado golpe de lanzas en los escudos. A Okela le encantaba aquel sonido metálico que tanto terror infundía a sus enemigos. Ordenó que los aulós entonaran una melodía alegre, acarició la bolsa que llevaba colgada al cuello con la tierra de Esparta y la sangre de Kalisté, lanzó su última mirada a la sagrada tierra que le había visto nacer y ordenó la marcha.

Siguieron el cauce del Eurotas manteniendo siempre el río a la izquierda y la cordillera del Taigeto a la derecha. Las noches no eran tan cálidas como hacía unos días; ya era necesario encender hogueras para algo más que para asar la comida y disponer de luz, y tanto los jóvenes ilotas como el perieco aprendiz de Onomácrito sentían un miedo atroz cuando escuchaban el aullido de un lobo o el ulular de un búho. Durante la marcha y durante los descansos, los hombres no habían dejado de comentar la suerte corrida por Leónidas al frente de su minúsculo ejército contra las huestes asiáticas.

Cuando acamparon la primera noche, Okela dejó a Pantites al cargo de organizar las guardias y se retiró para lo que los filósofos llaman estar con uno mismo. Trepó las salientes rocas que decoran el cauce del Eurotas hasta llegar a un punto desde donde se podía divisar bien el pequeño campamento y sus hogueras. Okela se sentó. La luna iluminaba el camino recorrido desde Esparta. Se oían algunas risas distantes, procedentes del campamento, y uno de los hombres sacó un aulós y comenzó a tocar, mientras otros coreaban una simple pero alegre melodía muy popular en aquellos días por Esparta. El aroma de Kalisté aún impregnaba la nariz de Okela, pero le parecía no haber estado nunca tan lejos de ella. Se quedó embobado mirando a la luna. Era la misma que ella estaría contemplando en ese instante. Pensaba en todo y en nada a la vez. Absorto en sí mismo, vio la figura de uno de sus hombres trepar, con la velocidad y la agilidad de una cabra montesa, por donde él había subido. Cuando ya estaba cerca le increpó jovialmente:

—Para lo viejo que estás aún pareces ágil, Agías.

—¡Bah! —exclamó sentándose a su lado y quitando importancia a la observación—. Preciosa tierra la nuestra —dijo suspirando después de una larga pausa.

—¿Qué tal están los hombres?

—Bien. La moral es alta. Sienten, claro está, haber dejado atrás todo, pero confían en su deber y confían en ti.

—¿Y tú?

—Pues a mí el resto del mundo no me interesa, me hubiera quedado en casa como instructor, y en la calidez de mi hogar hasta que me hubiera tocado luchar contra los persas. Lo cierto es que no creo que lo tengamos tan mal como anuncian los oráculos.

—Entonces, ¿qué haces aquí conmigo?

—Nos conocemos desde niños. Si hubiese sido otro no me hubiese presentado, pero siendo tú… —hizo una corta pausa—. ¡Qué demonios! No sabes cuidarte y necesitas una niñera —dijo soltando una de sus estruendosas carcajadas y dándole un poderoso manotazo en la espalda.

—Eres un buen amigo, Agías.

—No hay amigos buenos ni malos, Okela: o se es amigo o no se es.

Pasaron un rato callados mirando al campamento.

—¿Qué piensas hacer cuando lleguemos a Helos? —inquirió Agías.

—Pues realmente no lo sé —repuso Okela—. En principio deberemos dejarnos guiar por el capitán y las tripulaciones de las naves. Ninguno de nosotros sabe nada de vientos, cuerdas, velas, remos o agua, y menos aún de guiarse en medio del mar. Deberemos confiar en sus hábiles manos. En dirección oeste se encuentra Siracusa, donde gobierna Gelón.

—¡Ese cerdo podría habernos echado una mano! —dijo Agías escupiendo al suelo.

—No sé si Gelón será un cerdo o no, pero en Sicilia debe tenerse información suficiente sobre las tierras que hay en occidente. Ésa, si el capitán de las naves no lo ve un inconveniente, creo que debería ser nuestra primera parada. Allí haremos acopio de víveres, agua e información. Sólo sabemos que debemos ir a occidente y encontrar un río con un gran delta y seguirlo hasta sus fuentes.

—Si ese río existe lo encontraremos, y lo remontaremos. —Agías se quedó pensativo—. ¿Tú crees que algún día volveremos?

—No lo sé, pero aunque pudiésemos, lo más probable es que no haya una Esparta a la que volver. Tendremos que confiar en los dioses y en las armas.

—Prefiero las segundas —concluyó Agías incorporándose—. Te dejo, voy a cenar algo y a acostarme, mañana nos espera una buena marcha.

Okela había instado a todos los que se habían unido a él en aquella extraña expedición a dejar por escrito unas palabras a sus hijos como recuerdo y como guía. Lo había hecho porque él pensaba hacer lo mismo, pero al sentarse frente a su tablilla no había podido escribir ni una palabra. Nada de lo que se le pasaba por la mente parecía poder tener la menor importancia; y, sin embargo, debía escribir algo, le debía a su hijo, a quien llevaba su nombre y su sangre, al menos una digna despedida. Recurrió sin más a las palabras del gran sabio Quilón:

«Dominar la lengua, sobre todo en un banquete; no hablar mal de los demás, o de lo contrario escuchar cosas desagradables; no amenazar a nadie; acudir más rápido a las desgracias de los amigos que a sus éxitos; hacer un matrimonio modesto; no hablar mal del que ha muerto; honrar la vejez; vigilarse a uno mismo; preferir un castigo a una ganancia vergonzosa, pues lo uno causa dolor una vez y lo otro toda la vida; no burlarse del desdichado; ser fuerte y suave para que los demás nos respeten más que nos teman; aprender a gobernar bien la propia casa; que tu lengua no corra más que tu pensamiento; dominar el carácter; no desear lo imposible; no apresurarse en el camino; no agitar las manos al hablar; que es de dementes; obedecer las leyes; utilizar la soledad. Nada en demasía».