Las Carneas eran las fiestas más importantes de Esparta, en ellas se veneraba a Apolo, dios del sol, la profecía, la medicina y las artes y se rememoraba el retorno de los heraclidas al Peloponeso siguiendo los designios del oráculo de Delfos. La ciudad entera era engullida por el olor a flores durante nueve días. Sus calles se engalanaban para adorar la imagen del dios, que era paseada en un pedestal con forma de barco, recordando la travesía del golfo de Corinto por los dorios. Pocos eran los espartanos que se quedaban en sus casas y no disfrutaban de los espectáculos que había en el ágora, en cada plaza y en medio de las calles. Músicos, poetas y actores hacían las delicias de toda la población. Aquel año fue particularmente fecundo en obras cómicas que representaban a Leónidas luchando contra los persas y a Jerjes liderando un ejército de ovejas que se dispersaban en todas direcciones. En ocasiones los comentarios y los gestos eran soeces, pero siempre divertidos. La mayoría del tiempo, Okela disfrutaba más viendo la cara de Kalisté divertirse en aquellos momentos, observando cómo reía y riendo con ella, o viendo cómo la emocionaba algún poema o le asombraba algún equilibrista. Aquellas eran las gotas de eternidad a las que se refería su esposa hacía unos días. Parecía, efectivamente, que aquellos momentos de felicidad no desaparecerían nunca. Okela sentía la necesidad de cincelar en su mente la imagen de su mujer, deseaba que aquella imagen y aquel aroma quedasen marcados a fuego en su cabeza como se marca un animal. Prácticamente no se separaban. Sólo cuando la necesidad hacía que sus manos soltasen las de Kalisté, sentía el dolor en las articulaciones de sus dedos y el sudor acumulado y entremezclado de ambos. La pasión les consumía por las noches, como un fuego al que la gélida agua de la cercana despedida no hacía más que avivar.
Una mañana, Kalisté salió pronto, dejando a su amado tendido en la cama. Volvió al poco tiempo, cuando éste se desperezaba, y le entregó un saquito con un cordel que le colgó del cuello. Kalisté había recogido tierra de las afueras de la ciudad y se había hecho un corte en un dedo para regarla con su sangre.
—Así llevarás al cuello siempre un poco de mí y un poco de Esparta.
Okela no pudo pronunciar palabra. Simplemente la abrazó con fuerza.
—También he traído vino, mucho vino. Quiero emborracharme contigo esta noche —dijo Kalisté con la mirada picara.
Salieron de casa, como todos los días de las Carneas, a disfrutar de la ciudad. Muchos eran los que se acercaban a Okela para desearle suerte en su expedición y otros a comentar con él pormenores de la situación con Persia o de las posibilidades que tenían las ciudades griegas unidas contra el invasor. Okela acortaba las conversaciones y se escabullía hábilmente de todas esas personas que le arrebataban, sin reparar en ello, preciosos instantes al lado de su mujer.
Al volver a casa, comieron copiosamente y se retiraron pronto para emborracharse juntos. Kalisté prohibió terminantemente hablar sobre cosas que no fuesen alegres. Y un buen espartano debe hacer caso a su mujer.
Las anchas copas atenienses que Kalisté había adquirido para la ocasión estaban ricamente decoradas con imágenes de los viajes de Odiseo. Ese fue el único guiño al futuro en toda la noche. No rebajaron mucho el vino. Comenzaron a beber y a recordar tiempos pasados, travesuras de cuando eran pequeños, la noche del rapto y como él, totalmente inexperto, desgarró su interior provocándole una hemorragia que le causó estupor; pensó incluso que la joven Kalisté se desangraría allí mismo. Ella recordó cómo tuvo que calmarle y cómo, dada su pálida cara, parecía que había sido Okela el que había perdido toda aquella sangre. Sabía por boca de su madre lo que ocurría la primera vez que un hombre penetraba a una mujer y, a pesar del dolor que le produjo, confesó que fue el dolor más agradable que había experimentado nunca, porque aquel era el hombre a quien se entregaba y porque vio el placer en su cara. Bueno, hubo otro dolor más satisfactorio aún: dar a luz a Ático, dándole así a su amado la descendencia que todo espartano desea: un hijo sano y fuerte que prolongue su estirpe.
El vino, poco a poco al principio y luego con rapidez, comenzó a causar sus efectos, nublando un poco la cabeza de ambos pero produciendo gran elocuencia en lo que contaban; y sobre todo risas. Recordaban las travesuras del pequeño Ático, sus primeros pasos, sus primeras palabras y el día en que, orgulloso, se despidió de sus padres para pasar a formar parte de la élite espartiata.
Aquella noche no hicieron el amor. Mareada, Kalisté se tumbó en la cama, muerta de risa. La cabeza de Okela también comenzó a fallar y optó a su vez por la posición horizontal. El espartano comenzó a hablar sobre cosas mundanas y superficiales y ella busco con la cabeza un hueco en los brazos de su marido. La habitación daba vueltas.
—Tendré que ir acostumbrándome a esta sensación de mareo, el mar es muy traicionero —dijo Okela.
No hubo respuesta. Okela miró a Kalisté. Estaba profundamente dormida. Sonreía. El vino no se acabó, ni mucho menos, ya que ella había sobreestimado la capacidad de resistencia de ambos. El sol no tardó en salir, pero para entonces ambos vagaban buscándose por el mundo de los sueños.
Cuando despertaron, sus rostros estaban hinchados. Parecían sólo la sombra de lo que eran y los gemidos de malestar se mezclaron con sonrisas y caricias.
—Acércame mi copa, amor mío —dijo Kalisté.
—¿Aún quieres más? —dijo Okela sorprendido mientras alargaba la mano y cogía la copa para entregársela.
Kalisté cogió la copa, la miró con cariño, se incorporó de la cama y, sorprendiendo a Okela, la levantó por encima de la cabeza lanzándola contra el suelo con todas sus fuerzas. La cerámica se rompió en mil pedazos.
—Ahora haz tú lo mismo. Nadie volverá a beber de estas copas.