La oscuridad se fue apoderando de los caminos. Leónidas y sus hippeis saldrían de Esparta cuando ésta durmiera. No había razón para alborotar la ciudad con su marcha, ni para grandiosas despedidas. Sólo Okela sabía el momento exacto en el que sus amigos y compañeros partirían al encuentro de la inmortalidad. No podía dormir. A su lado, Kalisté dormía plácidamente. Al día siguiente, cuando su espíritu digiriera lo acontecido, se lo contaría todo. Ella le había encontrado distante, pero nunca preguntaba lo que le pasaba porque sabía que, si debía saberlo, él se lo contaría cuando fuese oportuno. Se limitaba a hacer la vida de su marido agradable y de reservarle siempre una sonrisa y una caricia.
Tumbado boca arriba, con los ojos bien abiertos y con el techo de su cálida habitación como escenario, los acontecimientos vividos, y los que aún quedaban por vivir, se sucedían. Las dudas bombardeaban su cabeza como una lluvia de granizo. Pensaba en el pasado, en el presente y en el futuro; en su mujer y su hijo, en Leónidas, en su padre y en su madre, en sus compañeros y amigos, en el viaje que había emprendido hacía escasas semanas y en el que debía emprender. Hacía un par de meses luchaba en Mesenia contra ilotas sublevados, como había ocurrido siempre y como habían hecho su padre y su abuelo. En unos días, las Carneas llenarían las calles de Esparta de juegos atléticos, guirnaldas y felicidad, también como había sido siempre. Pero había una gran diferencia: aquel año era el último.
Kalisté se removió como si los ruidosos pensamientos del espartano se hiciesen un hueco en su mente y la turbasen. Él la observó sumergiendo la mirada en su belleza y acariciando su cuerpo con los ojos. Pasado un instante, se sorprendió a sí mismo sonriendo. La luz de la luna, que tímidamente entraba por la pequeña ventana, recortaba la silueta de la bella mujer. Sin más, y aún en sueños, Kalisté alargó la mano para palpar el pecho de su hombre. Con otro movimiento, aderezado con una sonrisa, buscó con la cabeza el poderoso brazo de Okela para acurrucarse en él. Como si fuesen a arrebatársela en cualquier momento, la apretó contra sí delicada, pero fuertemente, al tiempo que ella emitía un dulce gruñido de deleite. Okela besó la frente de su mujer con la ternura del soldado y, arropado por el calor de sus frías manos, se fue quedando dormido.
A la mañana siguiente, nada parecía haber cambiado y, de hecho, nada había cambiado. Marido y mujer desayunaron juntos como siempre hacían cuando él volvía. Le estuvo relatando sus peripecias en Atenas, Asia y Corinto. La charla fue jocosa y agradable hasta que llegó al punto de hacerle partícipe de las órdenes de Leónidas y de su misión sin posible retorno. De repente, todos los fantasmas del día anterior nublaron su semblante:
—Leónidas y sus hippeis partieron de madrugada hacia las Termópilas —dijo Okela apenado.
—¿Y tú? —inquirió Kalisté asombrada—. ¿No les acompañas?
—Yo partiré cuando acaben las Carneas.
—¿A dónde?
—Nadie lo sabe. A occidente, con trescientos hombres y dos barcos. Debo buscar una tierra y allí fundar una nueva Esparta. —Okela le explicó a Kalisté todo lo referente a los oráculos y la decisión de los Éforos, los ancianos y los Reyes.
—Por mucho que digan los oráculos, amado mío, y por muchos que sean los persas, Esparta no caerá —dijo Kalisté con una amplia sonrisa y segura de sí misma.
—Es como si mi destino se pusiese boca abajo. Hubiera deseado luchar junto a Leónidas o, por lo menos, haber muerto defendiendo mi ciudad. En lugar de eso, debo abandonar mi tierra y buscar otra, sabiendo que a Esparta el tiempo se le acaba y que no sólo no puedo, sino que además no debo hacer nada para evitarlo.
—Amado mío —dijo Kalisté con ternura acariciándole la cara—, nada está escrito. Por lo que cuentas, los hombres que partieron al alba no volverán y estarán muertos antes de las Carneas. Si así lo quieren los dioses, que así sea. Pero también han querido que tú estés aquí, conmigo, y que anoche no fuese la última noche para nosotros. Puedes considerarme egoísta, pero me agrada la decisión de los dioses. Siempre que has partido he debido mostrar entereza ante la posibilidad de que no volviese a verte nunca más. Partirás, como tantas veces, y como tantas veces yo tendré la esperanza de volver a verte. Cumple con tu deber, yo dormiré tranquila todas las noches sabiendo que así es y sabiendo que tu corazón late por mí en algún lugar del mundo. Realmente prefiero saber o simplemente pensar que estás vivo a recibir un heraldo que me anuncie tu muerte.
Las palabras de la espartana eran casi un sacrilegio. Una mujer espartana diciendo que prefería saber a su marido vivo y a salvo que muerto en glorioso combate. Kalisté continuó:
—Y si pasados los años en lejanas tierras, cumpliendo tu obligación, encontrases a una mujer digna de ser tu esposa, despósala y trátala como siempre me has tratado a mí. Todo lo que me has dado, aquí queda, amor mío —dijo apuntándose al pecho—. No es una maldición el hecho de que los dioses nos separen, más bien nos conceden el regalo del tiempo que nos queda. La vida está llena de instantes, o por así decirlo, de minúsculas eternidades, de momentos en los que parece que el tiempo no existe, y así será hasta que partas, porque estaremos juntos y jamás la esperanza de vernos de nuevo se desvanecerá, eso puedo asegurártelo. No, amado mío. No pienso entristecerme por lo que voy a perder; ya tendré tiempo de penar cuando te vayas.
—Algún día volveré —dijo Okela con aire serio.
—Ocúpate de preparar tu cometido como siempre haces, con mimo y dedicación, en cuerpo y alma, y cuando hayas cumplido con Esparta, vuelve si así lo estimas conveniente. —Kalisté hizo una pausa, mirándole fijamente y, cambiando radicalmente de expresión a otra mucho más alegre y risueña, continuó—: Ahora, amor mío, prueba estos higos. Preocupémonos de nuestra despedida el día que debamos despedirnos.
No había tristeza en sus palabras. Que bendición tan grande aquella mujer que sabía conjugar su deber de madre, su deber de esposa, su amor a Esparta y su deber de amante de manera tan sabia. Tuvo que besarla apasionadamente. El higo que la espartana aún masticaba endulzó el beso.
Unos severos golpes a la puerta interrumpieron a la pareja y alborotaron a los sirvientes, uno de los cuales corrió hacia la entrada. Parecía que un ariete la embistiera. Sin que el ilota pudiese más que entreabrir la puerta, entró Agías como un viento huracanado en la casa:
—¡Okela! —gritaba mirando a derecha e izquierda buscando a su compañero y amigo—. ¡Okela, maldito bribón! —gritó andando hacia él con grandes zancadas—. ¿Cuándo pensabas decirme que te ibas por ahí de turismo a occidente? No pienses que te vas a librar de mi tan fácilmente —dijo jocoso abrazándole—. Disculpadme, señora —dijo respetuosamente dirigiéndose a Kalisté.
—¿Cómo te has enterado? Pensaba ponerme a buscar voluntarios hoy mismo.
—¿Que cómo me he enterado? Nada escapa a los oídos de mi esposa Ifigenia. Un éforo se tira un pedo y en cuestión de instantes mi esposa lo sabe. Es lo que tiene estar tan cerca de la Reina. Será un honor vestir de nuevo mi capa y mi escudo contigo.
—Será un viaje peligroso.
—El otro día, a un tal Brásidas, un perieco de Pilos, se le cayó una teja encima y lo mató —dijo Agías.
—¿Y bien? ¿Qué tiene eso que ver con nada?
—¡Pues que nadie está seguro en ningún sitio, hombre! Tan peligroso es andar por las calles como entrar en batalla, o como irse por ahí contigo.
—Creo que te equivocas, querido amigo.
—¿Y qué pasa si me equivoco? No es asunto tuyo que yo me equivoque, no eres mi madre.
—Siéntate con nosotros, Agías. Come algo —dijo Okela mostrando la mesa con la palma de la mano abierta.
—¿Comer? ¿Tú no tienes un ejército que reclutar? Venga, deja eso y vamos al ágora —le instó Agías empujándole hacia la puerta.
Con cara de divertida resignación, Okela miró a Kalisté para despedirse, ella le hizo una divertida seña con la mano animándole a salir a la calle. Cuando Okela llegaba a la puerta de su casa y, a pesar de la cara sonriente de su esposa, creyó adivinar como una solitaria lágrima surcaba sus delicadas mejillas, pero el ímpetu y el balbuceo jocoso de Agías hablando sobre aventuras, travesías y lejanos pueblos era incontrolable y sus empujones prodigiosos. Vería a Kalisté por la noche.
El ágora de Esparta estaba más revuelta de lo normal. Aquí y allá la gente comentaba la marcha de Leónidas y sus hombres. Lo que no había trascendido aún era la expedición de Okela a occidente y, los que sabían que el korkótida formaba parte de los hippeis, le miraban con una mezcla de curiosidad y desconfianza. Pero pronto se extendió la voz. Agías ya había encargado a dos de sus ilotas colocar una mesa en medio del ágora con tablillas para apuntar los nombres de todos aquellos que deseasen unirse a la expedición. El primero en aparecer fue Pantites.
—Señor —dijo marcialmente—. Deseo unir mi destino al vuestro.
—Bienvenido, Pantites —dijo Okela—. ¿Conoces los riesgos de la expedición?
—No, señor. No me hace falta saberlos.
—Excelente, necesito hombres como tú. Disfruta de las Carneas, saldremos cuando acaben. Asegúrate de dejar escrito tu legado a tu hijo. No volveremos.
—Así lo haré, señor. Será un placer servirte.
Agías apuntó el nombre de Pantites con una amplia sonrisa, justo debajo del suyo. Una gran cola comenzó a formarse. Muchos habían servido ya con Okela. Como era costumbre en las misiones en las que no había posibilidad de retorno, a todos los voluntarios se les preguntaba si dejaban descendencia en Esparta para perpetuar su estirpe y, los que respondían negativamente, eran descartados directamente. A todos se les explicaba el objetivo de la misión y sus posibles peligros; ni uno solo se lo pensó mejor. Antes de acabar la mañana había en las tablillas doscientos noventa y nueve nombres de espartiatas que se unirían a la expedición hacia lo desconocido, en busca de una nueva tierra.
Entre los hombres que se unían a la expedición estaban Lisandro, Eumenes, Clearco, Megacles, Brásidas, Lisímaco, el más joven de todos, y Fidón, el gran corredor que, junto con Filipides de Atenas, era considerado el más veloz de Grecia; Jantipo, alto como una torre y fuerte como un león; Pausanias, valiente hasta la temeridad y sediento de sangre en batalla. Más de una vez, éste había sido sometido a duros castigos por abandonar precipitadamente la línea de la falange en batalla poseído por el infame Ares para entregarse a una orgía de sangre y muerte. En una ocasión, había sido alabado como héroe y castigado por abandonar la formación en la misma acción, frente a los pérfidos argivos. También se unió a la expedición la pintoresca pareja que formaban Teleclo y Nicandro, amantes desde que la Agogé juntara sus destinos a la edad de siete años. Esta relación amorosa no era vista con buenos ojos en una Esparta en la que un hombre debía casarse y tener hijos. Todo espartano había mantenido relaciones sexuales con adultos al ser un chiquillo y muchos en la edad adulta elegían a un joven a quien enseñar y a quien amar como parte de su educación, pero cuando existía una relación entre dos hombres adultos ésta no era aprobada por el conjunto de la sociedad. Su delito no era amarse, sino el hecho de no estar dispuestos a dar hijos a Esparta. Teleclo y Nicandro debían abonar una importante suma al estado todos los años dada su condición de solteros y además debían someterse, también cada año, a los insultos y risas de las mujeres. Aparte de eso, eran hombres libres, respetados y respetables, pero sobre todo, unos guerreros consumados. Juntos en el campo de batalla, espalda con espalda, su compañerismo y abnegación para con el otro no conocían rival. No en vano muchos eran los que decían, tomando a Teleclo y Nicandro como ejemplo, que una falange formada por amantes sería invencible.