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Las instrucciones de Leónidas fueron precisas. A pesar de que Okela formaba parte de los trescientos hippeis al servicio de la doble monarquía espartana, no acompañaría a Leónidas a las Termópilas. Era el único de ellos que, al despuntar el alba, no partía al encuentro de una muerte segura y honorable. Como había dicho el viejo de Éfeso, Leónidas le apartaba de su lado y, de alguna manera, le hacía Rey.

—Está todo hablado con los Éforos, la Gerusía y con Leotiquidas, querido amigo —dijo Leónidas—. Mañana, doscientos noventa y nueve hippeis y yo saldremos hacia el norte. Tú deberás quedarte en Esparta hasta pasadas las Carneas en honor a Apolo. Hasta entonces tendrás tiempo para seleccionar a los doscientos noventa y nueve hombres que te acompañarán en una misión incierta que será la última que Esparta te encomienda. Al día siguiente de las Carneas, los Éforos te harán entrega de todos los poderes con que cuentan nuestras instituciones y marcharás a Helos. Allí aguardarán dos barcos que quedarán a tus órdenes, con víveres y dinero para una larga travesía. Deberás encontrar el río que describe el oráculo y remontar sus aguas hasta sus fuentes para fundar una nueva Esparta.

—¿Qué pasará con mi mujer y con Ático? —preguntó Okela con aire marcial.

—Desde el momento en el que partas se te considerará muerto, y por tanto tu mujer heredará tus bienes aguardando a que Ático cumpla la mayoría de edad, momento en el cual se le hará entrega de tu legado y tu kleros.

—Entiendo —repuso Okela.

—De todos modos, eso es únicamente un formalismo legal porque, créeme, tal y como está la situación, probablemente tú y tus hombres seréis los únicos espartanos que estéis vivos dentro de un año —concluyó Leónidas.

—Me hubiera sentido honrado de luchar y morir junto a ti, Leónidas, ante un adversario digno —dijo Okela apesadumbrado—. Vais en busca de la muerte que he deseado toda mi vida. Pocos hombres tienen la suerte de elegir cómo viven, pero menos aún de elegir cómo mueren. Ha sido un honor servirte.

—Nos veremos en el Hades, querido amigo —repuso Leónidas con una amplia sonrisa—. Poco más puede decirse.

Los dos hombres se fundieron en un emotivo abrazo, cerrando ambos los ojos con sentimiento y dándose poderosos golpes en la espalda que hubieran dislocado los huesos de cualquiera. Sabían que no volverían a verse jamás.

Okela salió de las dependencias de Leónidas camino de su casa. Hasta el sol le parecía tétrico. El destino embestía con la furia de un toro su esquema vital y lo desmoronaba. Cuán caprichosos son los dioses, pensaba. Nadie le había preparado jamás para ser un rey sin un reino, un esposo sin esposa, un padre sin hijo: un muerto viviente. Cumpliría con su deber, como siempre había hecho, y una vez zarpase se entregaría en cuerpo y alma a la misión encomendada, pero habían cambiado tanto las cosas en tan pocos días… Uno es consciente de que la vida puede dar un vuelco en un instante y cambiar totalmente de rumbo, pero cuando se produce el cambio es cuando de verdad te das cuenta de que tu vida es una veleta, un juguete en manos del viento. Estaba preparado para morir al día siguiente por su ciudad, su familia o su rey, pero no para saber que a ellos les esperaba una muerte segura y que cuando ésta les sobreviniera, él estaría lejos. Su sangre no se mezclaría en el campo junto con la de sus compañeros, y aun sabiendo que acataba órdenes, se sentía como un desertor, o peor aún, como un traidor. Su lugar estaba en las Termópilas, junto con Leónidas y sus doscientos noventa y nueve compañeros que ahora estarían celebrando su marcha y rogando por una muerte digna, riendo y cantando. Las mujeres de aquellos hombres no derramarían una sola lagrima al verles partir, simplemente les dirían la ceremoniosa frase: «vuelve con este escudo, o sobre él». Pero, ¿y Kalisté? ¿Qué diría ella? Okela no volvería y punto, no había gloria en su marcha. El mundo recordaría a aquellos pocos que se enfrentaban a los muchos simplemente por demostrar que allí estaban y que no tenían ningún miedo… ¿Era quizá eso la inmortalidad? ¿Quedar en el recuerdo de la gente? ¿En el recuerdo de los siglos y los pueblos por venir? Okela descartó esas ideas, ¿de qué sirve la inmortalidad en el recuerdo de otros si no estás ahí para verlo?

Realmente le había pasado lo peor que le puede pasar a un hombre. Ver el sentido de su existencia desvanecido ante sus ojos y verse forzado a que su vida tenga otro radicalmente diferente. Era como si a un árbol le cortasen sus raíces y le proporcionaran unas alas obligándole a volar lejos. Si Esparta iba a caer, ¿por qué no caer con Esparta? ¿Quién era sin su polis? ¿De qué sirve vivir si no hay nada por lo que morir?

Decidió no encaminarse a su casa. Quizá fuese mejor no volver a ver a la mujer que encarnaba todo lo que quería y de quien los dioses le apartaban. Era como si Zeus, el que amontona las nubes, ofendido por algo, hubiese dirigido su poderoso dedo tonante contra él diciendo «¡Tú! ¡Lejos de la sagrada Esparta!».

Se encaminó al templo de Artemisa Ortia. Allí encontraría reposo y quizá consejo de los dioses; o lo que no había buscado nunca: quietud de espíritu y guía ante la incertidumbre más absoluta. En el templo de Artemisa Ortia una pequeña estancia albergaba a la diosa y detrás, en otra estancia, una mujer era sometida a trance continuo para estar en contacto con ella.

—Vengo a buscar respuestas —dijo Okela a la sacerdotisa que se encontraba a la puerta del templo.

—Sígueme, korkótida; la diosa te espera.

La poca luz que iluminaba el templo, el olor a resina quemándose mezclado con el olor a la sangre derramada para aplacar la ira de Artemisa que podía volver locos a los hombres, procuraba una extraña sensación de inquietud en el espartano. La sacerdotisa le indicó que entrara en la habitación donde se guardaba la talla más antigua de la diosa y desapareció. Era una habitación minúscula, iluminada por una solitaria antorcha cuya huella negra, labrada a lo largo de los años y los siglos, trepaba hasta el techo. El olor a rancio y humedad era casi insoportable.

Estaba solo. Se acercó a la talla de madera y se sentó en el suelo delante de ella. Cerró los ojos y dejó que el olor penetrante entrase hasta lo más profundo de sus pulmones. Tomó varias bocanadas, como si pretendiese que aquel olor le llegase a los talones. Pronto comenzó a marearse. Detrás de la estatua se empezó a oír el murmullo de una muchacha que se preparaba para el trance. La diosa utilizaba los labios de la joven para hablar con los mortales.

—¿Qué quieres saber, korkótida?

La diosa sólo permitía una pregunta, y Okela, sin darse cuenta, preguntó lo primero que se le vino a la mente y que resumía, por ende, su debate interno:

—¿Qué soy yo sin Esparta? —preguntó.

—Tú eres Esparta —respondió la diosa pausadamente, dejando que las palabras calaran en el hombre confundido—. Tú y todos aquellos que honráis con vuestra sangre y sudor esta sagrada tierra. Esparta, a diferencia de otras polis, no es un sitio, hijo mío, no es un grupo de casas y templos a la sombra del Taigeto. Esparta es algo etéreo, es un concepto, una idea, unas leyes. Tú llevas Esparta allá donde vas, el tesón, el honor, el sacrificio por un bien común que va más allá de uno mismo, la falta de egoísmo, el desprecio al dolor, el desprecio al dinero, el amor a la libertad, el honor de las armas y la sincera amistad. No sufras por Esparta, ya que no puede ser destruida. Sigue tu destino y confía en mí.

La diosa calló, y después de haber asimilado las palabras de la sempiterna Artemisa, Okela se dio por satisfecho. No eran palabras enigmáticas, eran cercanas y sabias. Al día siguiente comenzaría a extender la voz de la expedición hacia lo desconocido, pero antes, pensó, una última jornada de caza por el Taigeto. Necesitaba estar solo, y la caza y las obligaciones religiosas eran las únicas razones por las que un espartano quedaba excusado de asistir a la mesa común con sus compañeros de Sisitia.