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Una vez en Esparta, y dada la gravedad de la situación, Leónidas había convocado a los Ancianos, a los Éforos y al rey Leotíquidas. Okela asistió a la asamblea para que, en caso de necesidad, pudiese referir a todos lo que había visto. Sentía un profundo respeto por las instituciones de su ciudad, especialmente por los ancianos. Eran veintiocho hombres mayores de sesenta años y de probada sabiduría, cuya experiencia y opinión, siempre meditada, servía a éforos y reyes para tomar decisiones en un mundo que día tras día parecía ser el mismo pero que cambiaba constantemente.

Mientras tanto, los adivinos descifraban el significado de los segundos oráculos que Delfos había revelado a los heraldos espartanos y atenienses.

«Pueblo de Atenas: Palas no puede aplacar a Zeus olímpico aunque le suplique con muchas palabras y sólida inteligencia. Pero te daré esta nueva respuesta confiriéndole la inflexibilidad del acero: cuando sea conquistado todo lo demás que la colina de Cécrope y el valle del divino Citerón encierran, el longividente Zeus concede a Atenea el único inexpugnable muro de madera que os socorrerá a ti y a tus hijos. Tú por tu parte no aguardes en calma a la caballería y a la infantería que, innumerable, llega del continente; vuelve la espalda y retírate; ten por cierto que más adelante les harás frente. ¡Oh, divina Salamina! Tú aniquilarás a los hijos de las mujeres cuando se disemina Deméter o cuando se reúne».

«Pueblo de Esparta: Artemisa no puede protegeros del despiadado Ares, pero sabed que Febo Apolo os ofrece una nueva tierra. El tercer rey de la edad heroica muere en vida y, guiado por Ortia, lleva a tus hijos bajo las cuatro lambdas por las sendas de Odiseo. Sólo donde nace el Nilo en occidente, bajo las nevadas cumbres, Esparta renacerá de sus cenizas, ve a occidente con la fuerza que guías al norte y renace, pues tu destino en Grecia está sellado».

La asamblea era airada. Se discutieron los asuntos tratados en Corinto, los penosos augurios de Delfos y las intenciones de Jerjes. Leónidas expuso vehementemente su intención de acudir a las Termópilas para abanderar la causa imposible de los griegos libres:

—Que habrá que luchar a muerte nadie lo discute. Pero no, Leónidas; debemos respetar las Carneas. El ejército no saldrá de Esparta hasta que hayan concluido las festividades. Además, siendo año de olimpiadas, ningún otro griego luchará —dijo Arquelao, el éforo.

—Te equivocas, los atenienses están dispuestos a luchar y lo harán, tengo la palabra de Temístocles. Son buenos marinos y si su flota y nuestro ejército trabajan juntos, podemos conseguir que a Jerjes la victoria le cueste más aún que una derrota —dijo Leónidas.

—Lo único en lo que son expertos los atenienses es en vaciar las arcas públicas y en romper tratados —dijo Arquelao abriendo las manos y dirigiéndose a sus colegas mientras el resto de la sala reía.

—He empeñado mi palabra e iré a las Termópilas, solo o acompañado.

—Querido Arquelao —repuso Leotíquidas—. No se debe tomar la palabra de un rey de Esparta en vano, y si Leónidas ha partido a Corinto en representación nuestra, justo es que hagamos lo posible por honrar su palabra. Esparta no ha llegado a ser lo que es a base de romper promesas.

—Comparto la opinión de ambos —dijo Eurístenes, el anciano.

—Eurístenes, chocheas —dijo Arquelao molesto e interrumpiéndolo—. ¿Cómo puedes compartir ambas opiniones siendo tan dispares?

—Es triste, Arquelao, que emitas juicio de mi opinión sin tan siquiera haberla oído, aunque en principio pueda parecerte incongruente. Debemos respetar las Carneas en honor de Apolo, y éstas, como bien dices, nos obligan a no luchar durante las festividades. Pero, dado que el destino de Grecia entera es el que es, y teniendo en cuenta que cuando acabe el año estaremos todos en el Hades, dudo que los dioses se enojasen si enviásemos a Leónidas con sus trescientos hippeis a las Termópilas. Al fin y al cabo, los hippeis sólo están sujetos a la voluntad de los reyes y, siempre y cuando a Leotíquidas le parezca bien que su guardia parta a una muerte segura tan lejos de Esparta, no veo por qué no podemos cumplir con los dioses y con los hombres —dijo buscando los ojos de Leotíquidas y su aprobación mientras el resto de los ancianos murmuraban asintiendo.

—En absoluto —repuso Leotíquidas—. Si Leónidas decide disponer de la guardia real para acudir a las Termópilas no me opondré. Y no sólo no me opondré, sino que juro que en cuanto las carneas hayan concluido Esparta entera se movilizará e iremos al encuentro del persa.

—¿Y de qué sirve enviar a trescientos hombres y a un rey a las Termópilas? Si lo que cuentan del ejército de Jerjes es cierto, serán aplastados como hormigas —inquirió Alcamenes el éforo.

—En primer lugar, estimado Alcamenes —dijo Leónidas—, sirve para unir a Grecia contra el invasor, porque si Esparta marcha, nos seguirán. En segundo lugar para demostrar a los atenienses que no serán abandonados a su suerte como ocurrió en Maratón. En tercer lugar porque prefiero morir hoy cumpliendo mi palabra y cumpliendo con el que considero que es mi deber de rey, de hombre libre y de griego que morir dentro de un año cuando nada se pueda hacer. El momento es ahora.

Los éforos murmuraron entre ellos unos instantes. Finalmente, Arquelao se levantó y se dirigió a Leónidas:

—Sea pues, Leónidas. Sabes que los éforos te tenemos en alta estima y valoramos tus opiniones. Prepara a tus hippeis y partid cuando queráis. Tenéis nuestra bendición. Que los dioses sean contigo.

La alegría de Leónidas era evidente. Palmeó la espalda de Okela, que también estaba feliz por la solución de compromiso a la que se había llegado y además por el hecho de que, al ser parte de los hippeis, lucharía y moriría con su rey. ¿Qué más se puede pedir? Morir junto a Leónidas, dando la vida por sus leyes. Esa es la máxima aspiración de un hombre de Esparta. Además, sería de forma gloriosa, ya que partían a una muerte segura ante un enemigo que les superaba ampliamente. Darían un buen espectáculo al mundo y a la posteridad.

—Que pasen los adivinos —dijo Arquelao haciendo un gesto a la guardia.

Uno de los que estaban apostados en la puerta de la asamblea la abrió y, con sumo respeto, hizo pasar a los sacerdotes de Artemisa Ortia que habían sido los encargados de descifrar los presagios del dios Apolo. Los tres hombres lucían siempre gesto enigmático y largas uñas para hurgar meticulosamente en las entrañas de los animales sacrificados cuando se pedían auspicios para empezar una guerra, una batalla, un viaje o cualquier otra cosa. Era difícil que un espartano emprendiese empresa alguna sin contar con un buen augurio y, para eso, se requería su colaboración, pues sabían descifrar los designios de los dioses en las entrañas de una paloma, un buey o una cabra.

—Habla, Onomácrito —dijo Leotíquidas con sumo respeto dirigiéndose a uno de los adivinos—. ¿Qué dicen los dioses?

—Los oráculos son claros, señor —respondió con voz ronca—. El sacrilegio cometido hace diez años contra los emisarios persas tanto en Esparta como en Atenas han acarreado la indiferencia de los dioses hacia nuestro destino. Nuestro castigo está próximo; esa es la razón y la lectura de los primeros oráculos. No obstante, Artemisa ha intercedido por nosotros y Atenea por Atenas y, aunque los segundos oráculos no son mejores, dejan lugar a una pequeña esperanza. A los atenienses se les exhorta a defenderse tras su muro de madera y a nosotros a exiliarnos en lejanas tierras. Ambas lecturas son enigmáticas, porque en el caso de Atenas la ciudad no posee muro de madera alguno, y en el caso del Nilo, todos sabemos que no nace en occidente.

—¿Y bien, Onomácrito? —inquirió Arquelao impaciente—. ¿Qué debemos entender entonces de todo esto?

—Creemos que Apolo se refiere a la flota ateniense cuando habla del muro de madera y a un pueblo errante cuando habla de darle la espalda al enemigo. En cuanto a nosotros, se habla de muchas cosas en pocas palabras y hemos sometido el oráculo a mucho escrutinio. El tercer rey de la edad heroica se refiere a un comandante consagrado con los poderes de todos los aquí presentes, un rey al estilo de la edad heroica a quien deberán otorgársele funerales aun estando vivo, porque no regresará. Las sendas de Odiseo guían por mar a occidente, a lejanas tierras plagadas de peligros. Todos sabemos que el Nilo no nace en occidente, así que entendemos que se trata de un gran río que desemboque en el mar en varias lenguas, formando un delta. Donde nace tal río debe refundarse Esparta. La última parte del oráculo es confusa pues, sin duda, un ejército que va a un sitio no puede ir a otro. Creemos que el dios podría referirse a un mismo número de hombres, no necesariamente a la misma fuerza en sí.

—Bien, Onomácrito —dijo Leónidas—. Si te puede servir de algo, esta asamblea ha decidido enviar a las Termópilas un contingente de trescientos hombres a mi mando para plantar cara a Jerjes.

Los adivinos susurraron unos minutos entre ellos, dándose y quitándose la razón, hasta que pareció que llegaban a un acuerdo.

—Con esta información, rey Leónidas, el oráculo ya tiene sentido completamente —dijo satisfecho el adivino—. Esparta debe enviar a trescientos hombres a occidente bajo un comandante que adoptará los poderes de esta asamblea. A esos hombres se les deberán dispensar funerales, deberán buscar un río caudaloso con un delta y remontar su curso hasta hallar su nacimiento y allí fundar una nueva Esparta.

—¿Y las cuatro lambdas? —inquirió Alcamenes.

—Ese, si no me equivoco —dijo Onomácrito—, es el símbolo de los korkótidas.

Todos miraron a Okela que, por primera vez en su vida, se sentía realmente incómodo.