18

El teatro de Corinto fue acondicionado para albergar a los representantes de las ciudades griegas, ya que, dada la acústica del lugar, si quien tenía la palabra hablaba desde el centro del escenario podía ser oído con claridad por quien estuviese más alejado, incluso si tan solo susurraba. Cuando Okela llegó al teatro, acompañando a Leónidas, la sesión no había comenzado aún y todos los representantes hablaban los unos con los otros, convirtiéndose la suma de sus voces en un murmullo incomprensible y ensordecedor. Los espartanos ocuparon su sitio, y momentos después apareció un anciano con un báculo que se dirigió al centro del escenario. Dio tres golpes secos en el suelo y el murmullo fue muriendo.

—Sempiternos dioses del Olimpo —exclamó extendiendo los brazos y alzando la mirada al cielo—, permitid que vuestros hijos sepan entenderse en este momento de dificultad y concedednos sabiduría, fuerza y valor para vencer a nuestros enemigos. —Hizo una larga pausa mientras murmuraba para sí con los ojos cerrados. Cuando salió de su trance prosiguió—: Ahora leeré los oráculos que el misericordioso Apolo ha desvelado a atenienses y espartanos. —Cogió las tablillas que dos hombres le acercaron y comenzó a leer en tono solemne y dándole a los mensajes del dios una entonación épica:

«Desdichado pueblo de Atenas, ¿qué haces sentado? Huye a los confines de la tierra y abandona tus casas y la elevada fortaleza de tu ciudad circular, pues no permanece firme la cabeza ni el cuerpo ni las extremidades, tanto pies como manos, y nada de lo que está en medio queda sino que está destruido; lo arrasan el fuego y el violento Ares, que acomete conduciendo un carro sirio. Destruirá también otras muchas fortalezas, no sólo la tuya, y entregará al fuego devorador muchos templos de los inmortales, cuyas imágenes deben alzarse ahora bañadas en sudor, temblando de miedo, y de lo alto de los techos chorrea negra sangre presagiando ineluctables desgracias. Vamos, salid del sagrado recinto y mostrad entereza ante la adversidad».

Los delegados atenienses se miraban los unos a los otros incrédulos y espantados, así como el resto de los presentes.

—¿Eso es todo, noble anciano? ¿No hay salida? ¿No hay opción? —preguntó aterrorizado uno de los atenienses.

—Eso es todo, hijo mío —respondió el anciano—. Leeré ahora el que concierne a Esparta. —Alzó la tablilla y leyó:

«Habitantes de la extensa Esparta, vuestra grande y gloriosa ciudad, por obra de descendientes de Perseo es destruida; de la estirpe de Heracles la muerte de un rey llorará la tierra de Lacedemón. No detendrá al enemigo la fuerza de los toros y de los leones en un enfrentamiento, pues tiene la fuerza de Zeus; y afirmo que no se detendrá hasta haber despedazado por completo a una u otro».

Los presentes quedaron consternados. Apolo dejaba claro que no había escapatoria y que Grecia y sus ciudades, las fuertes y las débiles, sucumbirían ante el poder de Jerjes. Otras predicciones eran menos comprensibles, más abiertas a discusión por imprecisas e incluso a veces incongruentes, muchas sólo se podían dilucidar una vez que el acontecimiento había pasado, pero en este caso no había duda.

—Noble anciano —dijo Temístocles alzándose—. Tú que eres más versado que nosotros en los asuntos de los dioses, ¿hay esperanza?

―Esperanza siempre hay, nobles atenienses, pero sólo entre los hombres; hasta el más desesperado, en medio del desierto, a punto de morir de sed, guarda hasta el instante de su muerte la esperanza de que caiga agua del cielo. La esperanza no es más que el sueño del hombre despierto. —El anciano releyó pausadamente la tablilla—. Es extraño, no obstante, que el dios no dé opción.

—¿Y qué sugieres? Me cuesta creer que los dioses nos abandonen —repuso Temístocles.

—Sólo puedo proponer que hagáis sacrificios numerosos y que enviéis heraldos de nuevo a Delfos y preguntéis si efectivamente no hay salida ni esperanza —dijo el anciano—. Mientras tanto, hemos de mostrar entereza ante la situación y quizá los dioses se apiaden de nosotros.

—Enviemos esos heraldos cuanto antes —sugirió Leónidas de repente—, pero os advierto: nunca las decisiones tomadas con temor o esperanza son adecuadas. De acuerdo, sabemos que nuestras tierras serán arrasadas y que todos pereceremos. Tampoco es tan grave. Enviemos a esos heraldos y continuemos con esta asamblea. Los dioses siempre ayudan a los que actúan con valentía y cabeza. De todos modos —continuó Leónidas sonriente y tranquilo—, si no hay salida, demos al mundo y al Gran Rey el mejor de los espectáculos.

Los heraldos, recién llegados, sudorosos y cubiertos por el polvo del camino, fueron enviados de nuevo a Delfos, y todos los presentes decidieron continuar con la asamblea. El anciano señaló con la mano abierta al delegado corintio:

—Tiene la palabra el delegado de Corinto como representante de la ciudad anfitriona de la asamblea. —Se hizo a un lado y el delegado accedió al escenario.

—Estimados representantes de la nación griega —comenzó el delegado corintio—, es mi deber informaros de que los emisarios que fueron enviados a Siracusa, Córcira, Creta y los demás territorios griegos alejados de nosotros en busca de hombres y dinero vuelven con las manos vacías. Gelón de Siracusa confiesa tener sus propios problemas en Sicilia con los cartagineses, a quienes Jerjes ha embaucado con oro para mantenerle apartado de Grecia. Los cretenses no tienen intención alguna de prestarnos ayuda y los demás, aun habiendo aceptado unirse a nosotros en este momento de dificultad, no parecen estar haciendo preparativos al respecto. En primer lugar pido a los representantes de las ciudades que se encuentran enemistadas y en guerra que pacten y sellen aquí, ahora y ante los dioses, la paz; creo hablar con sentido común cuando digo que unidos tendremos alguna opción, pero que enemistados seremos pasto del bárbaro. Todos sabemos que en la unidad reside la fuerza y que la división no es más que debilidad. En segundo lugar, escuchemos lo que Okela de Esparta viene a decirnos tras haber estado en las fauces de la bestia; y después, teniendo toda la información pertinente, decidamos lo que hemos de hacer: rendirnos o luchar. Más aún teniendo en cuenta los desalentadores oráculos que se nos presentan.

La sala apoyó la moción inmediatamente. Temístocles alzó la mano para que se le concediese la palabra, ante lo cual el corintio se retiró y le cedió el sitio.

—Ayer por la noche, el representante de Egina y yo sellamos un tratado de paz y acto seguido otro de amistad. —La sala se levantó y aplaudió—. Confío —dijo moviendo las manos para calmar el clamor de los presentes— en que otros sigan nuestros pasos en el día de hoy e insto a argivos y espartanos a bajar aquí y sellar su paz. No debemos olvidar que la unidad de Jerjes la mantiene el látigo, pero nosotros somos hombres libres unidos libremente y luchando por nuestra libertad, no por dinero, ni honores, ni gloria. —Algunos delegados asentían, otros negaban con la cabeza, pero todos prestaban atención—. Hace unos días recordaba a mi madre —prosiguió Temístocles—, y sus historias y fábulas. Había una en concreto que me encantaba. Era sobre un labrador muy respetado del Ática. Tenía tres hijos que siempre discutían y siempre se enzarzaban en peleas, aunque querían y respetaban a su padre. Cercano ya a su muerte, el hombre temía que sus hijos, a causa de sus rencillas, acabasen dividiendo y malvendiendo las tierras que con tanto sudor y trabajo había sido capaz de acumular. Un día les mostró un manojo de varas y les pidió que lo rompieran contra sus rodillas. Los muchachos, haciendo caso a su padre, intentaron romperlas por todos los medios posibles, pero ni el más fuerte de los tres, ni el más inteligente lograron romperlas.

El emisario de Argos, que escuchando la historia esbozaba un claro gesto de fastidio, interrumpió a Temístocles:

—¡Por todos los dioses, Temístocles, venimos aquí por cuestiones importantes, no para que nos cuentes historias para niños! —Muchos en la sala se echaron a reír.

—Las fábulas, querido amigo —repuso Temístocles intentando ahogar el alboroto—, no son sólo para niños, pero ruego a la asamblea que se me permita proseguir.

—Tienes la palabra Temístocles —dijo el anciano que presidía la asamblea— por tanto, y según nuestras leyes, puedes hablar de lo que consideres oportuno, poco importa si hablas sobre el mar, o los peces, o lo que cenaste ayer.

—Gracias, noble anciano —dijo Temístocles—, proseguiré entonces. El caso es que el padre de los tres muchachos, después de que estos fuesen incapaces de romper el manojo de varas, fue sacándolas una a una y pidiendo que las rompiesen por separado. Los tres hijos, rompieron una a una todas las varas con la satisfacción de seguir, así, los mandatos de su padre. —Tras acabar su relato, Temístocles hizo una pausa ante la confusión y el silencio de los presentes, como dejando que sus palabras encontraran un hueco en las mentes de los aludidos, e intentando dar la impresión de que había concluido su intervención.

—¿Y bien? —dijo el argivo mientras miraba a derecha e izquierda—. ¿Qué pretendes decir con eso?

—¿Acaso no entiendes las historias para niños? —repuso Temístocles ante el divertimento de los presentes—. Lo que el padre quería enseñar a sus hijos con esto es la fuerza que radica en la unión y la fragilidad que radica en la desunión. —Acto seguido volvió a sentarse en su sitio.

El representante de Argos se levantó cuando las carcajadas aún no se habían sofocado del todo:

—De acuerdo, Temístocles, te has reído de mí de forma elegante y magistral, espero que estés satisfecho. Pero como digo, hemos venido aquí a hablar de cosas de vital importancia para el futuro de nuestras ciudades. He de decir que Argos está deseosa de sellar una paz con Esparta, pero como condición exige que dicha paz sea de al menos treinta años.

—¡Eso lo dices porque no os quedan hombres en edad de combatir y deseáis esperar a que vuestros jóvenes crezcan para volver a causar problemas! —espetó Leónidas al argivo—. Detrás de tus cordiales palabras y modales refinados escondes un traidor carcomido por el ansia de venganza. Si vuestra juventud ha caído a nuestras manos no ha sido culpa nuestra, sino de vuestro orgullo y odio —concluyó Leónidas sentándose y dirigiendo a su interlocutor un inequívoco gesto de asco.

—Desprecias el poder de Argos, Leónidas —dijo el argivo.

—Y tú pareces sentir un insólito desprecio por la realidad —dijo Leónidas con desdén mientras cambiaba de postura.

—Argos no se aliará con Esparta en esta empresa —continuó el representante argivo—. En primer lugar, porque los espartanos, si se mantienen al mando del ejército, comprometerán la vida de nuestros hombres antes que la suya propia y, en segundo lugar, porque tanto si ganamos como si perdemos acabaremos siendo vasallos o de los espartanos o de los persas, y mi gobierno no sabe realmente qué es peor.

—¿Estás insinuando que pretendes pasarte al bando persa? —dijo Leónidas dirigiéndose a todos los presentes con gesto evidente.

—¡No pongas palabras en mi boca, Leónidas! —dijo el argivo ya encolerizado—. Argos sólo aceptará unirse a esta liga maldita si se le concede el mando del ejército.

—¡Habéis mantenido contactos con los persas! ¿Cuánto dinero habéis recibido? —acusó Leónidas con el dedo, alzando la voz.

—Señores, por favor —dijo Temístocles—. No es este el camino a la concordia. Si Esparta estuviese dispuesta a sellar la paz con Argos, Atenas cederá el mando de su flota al comandante que Esparta designe, tal es el compromiso de Atenas en esta lucha.

—Esparta agradece tus palabras, Temístocles —dijo Leónidas dejando por imposible su duelo verbal con el representante de Argos—, y prometo que, hasta que acabe esto, Argos no será atacada por las armas lacedemonias, en aras de un mejor entendimiento entre todos.

Temístocles hizo una reverencia de respeto al rey de Esparta, y prosiguió:

—De nada sirve que hablemos hasta que no sepamos a qué nos enfrentamos realmente. La información de la que dispongo, gracias al incansable trabajo de las naves atenienses que patrullan el Egeo, es la siguiente: la flota enemiga está compuesta de cerca de mil doscientas naves de guerra, comparables a nuestros trirremes, sólo que sus tripulaciones son expertas y de pueblos con tradición en la guerra por mar. Disponen asimismo de infinidad de barcos mercantes que usan para suministrar víveres al ejército, y de barcazas con las que Jerjes está tendiendo un puente que une Asia con Europa. Es mi intención detenerles en algún lugar donde su superioridad no sirva de nada, dado que sólo disponemos de doscientas naves. La cuestión es plantar batalla en un lugar estrecho y de corrientes difíciles. Ahora es necesario saber lo que ocurre en tierra, pido por tanto que Okela de Esparta nos detalle lo que ha averiguado. —Temístocles volvió a su sitio.

Okela descendió pausadamente hasta el centro del teatro. El denso silencio denotaba expectación por la información de primera mano que traía el espartano y respeto por el hombre que había entrado y salido con vida de las fauces de la bestia. Todas las miradas quedaron fijas en él. Los representantes de las ciudades contenían la respiración.

—Gracias, noble Temístocles —dijo Okela—. El puente del que hablas ya se construyó hace días y fue derribado por las corrientes. —La sala suspiró aliviada, oyéndose a alguien decir que los dioses parecían apiadarse de Grecia—. Pero Jerjes, antes que darse por vencido, ordenó decapitar a los ingenieros y hacer llamar a otros nuevos que esta vez no fallarán, gracias a una hábil mezcla de latigazos y oro. Además de eso, es justo deciros que no teme a los dioses, ya que, al mismo tiempo que sus ingenieros eran decapitados, ordenó azotar al mar con trescientos latigazos y arrojar a él unos grilletes, marcándolo también con fuego como a un criminal, tras lo cual el mar calmó sus aguas. —Los presentes clamaron al cielo asombrados ante la osadía de Jerjes. ¿Acaso también Poseidón temía al Gran Rey?—. Puedo asegurar, por el ritmo de su avance, que avistaremos su ejército a mediados del verano, dentro tres o cuatro lunas a lo sumo.

—¿Y qué tipo de ejercito marcha contra nosotros? —inquirió Temístocles.

Okela refirió a los presentes durante largo rato las naciones que lo componían, la cantidad de hombres y bestias, tipo de armamento, modos de lucha y entrenamiento, generales al mando y, peor aún, el oro ante el cual las ciudades abrirían sus puertas como las pornoi abren sus piernas. Tras acabar con su informe, Okela volvió a su sitio.

Los delegados quedaron estupefactos, y tras una serie de murmullos, todos alzaban la voz y querían hacerse oír. El delegado de Tespia levantó la voz más que ninguno y le fue concedida la palabra:

—Como sabéis, todas las ciudades al norte de Tespia y Platea han jurado lealtad a Jerjes. Los tésalos, los dólopes, los enienes, los perrebos, los maquesianos, los melienses y hasta los tebanos. Macedonia envía regalos al rey de Persia y Tracia yace subyugada. Nosotros lucharemos, pues preferimos la muerte a la esclavitud y creo hablar en nombre de mi vecino platense cuando afirmo lo mismo por él. —Este asintió con solemnidad—. Pero una cosa es cierta: tanto Tespia como Platea son pequeñas ciudades, y son asimismo las que quedarían más al norte de la liga que aquí estamos intentando formar, ya que más allá de nuestras fronteras todos se han rendido sin luchar o lo harán tarde o temprano, ya sea por cobardía o avaricia. Por tanto, propongo que la defensa de Grecia se haga en el punto que todos conocemos como las puertas calientes: las Termópilas. Situadas entre una cadena montañosa inaccesible y el mar. Allí, como en el caso de la flota ateniense que refería Temístocles, un pequeño grupo de hombres puede detener a un ejército muy superior, dada su estrechez, anulando así su superioridad; además, las Termópilas es paso obligado para cualquier ejército que provenga del norte.

—Lo siento, tespiano —dijo el corintio—; es absurdo defender las Termópilas. Sea como fuere, y aunque el terreno sea escarpado, Jerjes siempre podrá encontrar un camino, eso te lo aseguro. Propongo, en cambio, hacer un muro en el istmo de Corinto, que tanto a derecha como a izquierda queda flanqueado por el mar, quedando así a salvo el Peloponeso. Allí podrá refugiarse la población de vuestras ciudades y disfrutar de nuestra hospitalidad. Tras el muro nos haríamos fuertes y cuando el momento fuese oportuno saldríamos al encuentro del ejército persa.

—¿Y dejar que nuestras ciudades sean arrasadas sin luchar? —respondió el platense—. ¿Qué opinas tú, Leónidas?

—Creo que la idea del muro es excelente, al fin y al cabo estamos en una situación crítica y, por el informe de Okela, el peor enemigo de Jerjes es el tiempo, en el sentido de que para abastecer a tan vasto ejército necesita una victoria rápida. Creo firmemente que si resistiésemos lo suficiente el gran ejército de Jerjes se desintegraría solo. Pero tampoco podemos abandonar aliados a su suerte, pues podrían sucumbir a los encantos de oriente para evitar su destrucción o, sencillamente, ser aniquilados. A esto añadiré que un contingente griego desplazado tan al norte y teniendo en cuenta la numerosa flota persa, podría ser envuelto, si no por los pasos de montaña sí en caso de que los persas desembarcaran por la retaguardia sin nosotros saberlo. Nos aplastarían como a una nuez, y Grecia quedaría indefensa y sin remedio —dijo Leónidas.

—Permitidme intervenir —dijo Temístocles amablemente—. Tengo entendido que el mar que da a las Termópilas es flanqueado por la isla de Eubea, en la zona conocida como Ártemis. Allí nuestra escueta flota y vuestras tropas pueden luchar estando cerca y anulando, como dice el tespiano, la superioridad numérica de Jerjes. De todos modos, si permitimos que Jerjes llegue hasta las puertas del Peloponeso sin oponerle resistencia, Beocia y el Ática serían arrasadas. Estarás de acuerdo en que si no derrotamos a los persas por mar, el peligro del que hablas, Leónidas, es más acusado aún en el Peloponeso. ¿Qué haríamos si, empeñados en defender ese muro, los persas desembarcasen en Giteo o Pilos? Piénsalo, Leónidas: podrían arrasarlo todo mientras vamos a su encuentro y una vez que nuestras fuerzas se reuniesen allí podrían embarcar de nuevo sin darnos tiempo a plantarles batalla. Por tanto, y valorando todo lo aquí hablado, propongo que Esparta lidere nuestras fuerzas tanto en mar como en tierra y que Grecia se juegue el todo por el todo en las Termópilas. Si Esparta marcha, el resto de Grecia la seguirá —concluyó Temístocles sentándose.

—Propongo a la asamblea que hagamos ambas cosas —dijo el representante de Egina ante el asombro de todos—. Que los corintios hagan su muro en el istmo, y si las Termópilas han de salir mal repleguémonos en él.

—¡Excelente idea! Por mi así queda hecho —dijo Temístocles— ¿Leónidas? ¿Tú qué dices? ¿Combatiremos codo con codo?

Leónidas calló un momento. Pensativo. Ausente. Descendió lentamente al escenario para unirse a Temístocles:

—No ganaremos, Temístocles, tenlo por seguro. Dejadme enumerar los peligros que afrontamos —dijo utilizando los dedos de las manos—: Los oráculos no nos son propicios, nuestros hermanos de ultramar no nos prestarán ayuda, nuestras fuerzas son escasas, el ejército de Jerjes infinito; muchos griegos del norte se han arrodillado ante el Gran Rey y otros les seguirán. En resumen, Grecia perecerá. Pero no es digno de griegos libres darse por vencidos. Nada se ha perdido hasta que todo se ha perdido. —Hizo una pausa para valorar el efecto de sus palabras en los presentes y prosiguió—: ¡Esparta acudirá! —sentenció Leónidas—. Y aunque la victoria sea imposible, es mi intención hacer que Jerjes lamente haber invadido esta tierra y pretendo hacer que su victoria tenga un amargo sabor a derrota.

La sala estalló en un clamor de ánimos y alegría. Los representantes de todas las ciudades de la Grecia libre se abrazaron los unos a los otros sabiendo que la prueba a la que los dioses les sometían era la más dura que pudiese llegarles. Ahora que todo estaba hablado ya sólo quedaba actuar. Leónidas había dado su palabra, pero debían sancionar su decisión los éforos y los ancianos. Partirían hacia Esparta al alba.

El veredicto era sencillo: Grecia sucumbiría.