16

A la mañana siguiente el rumor se había extendido por todo el ejército. Un pastor griego de la zona, armado con una vara, había vencido en combate a cincuenta de los hombres de Otanes. Fue tal el revuelo, que la noticia llego hasta el gran Jerjes, quien hizo llamar a Otanes pidiéndole que se presentara en su tienda con el supuesto pastor.

Okela fue llevado hasta allí con las manos atadas y escoltado por treinta soldados. La tienda de Jerjes era un auténtico palacio. Ni el ateniense más acaudalado podía decir poseer una casa con más riquezas. Todos los generales, nobles, embajadores de lejanas tierras y altos funcionarios del Gran Rey flanqueaban los lados del pasillo, decorado con bellas alfombras. La luz invadía la tienda, no por el sol, ni por las antorchas, sino por el colorido de los vestidos, las flores y los tapices. Al fondo, un trono de oro macizo; sentado en él, Jerjes. A ambos lados, dos corpulentos etíopes con refinados abanicos de plumas de avestruz aliviaban el calor del Rey del Mundo. Jerjes era alto y corpulento, de bellas facciones y noble semblante. Irradiaba grandeza. Detrás de él colgaba un tapiz. El dibujo era exquisito. Un león bordado en oro atravesado por innumerables saetas disparadas por el arco de un hombre a caballo. Aquello le recordó a Okela las palabras del viejo de Éfeso.

Todos los cortesanos miraban al supuesto pastor con curiosidad y murmuraban a su paso. Ése era el hombre que había puesto en fuga a cien de los hombres de Otanes, o a doscientos. Veinte pasos antes de llegar a Jerjes, quien lo miraba con curiosidad, le hicieron detenerse. Al ver que no se postraba ante el Gran Rey, uno de los soldados que le escoltaban le propinó un fuerte golpe detrás de las rodillas, haciéndolo caer al suelo.

—¿Quién eres, griego? —dijo Jerjes.

—Un humilde pastor, señor —repuso Okela mirando al Gran Rey.

Una vara impactó contra la espalda del espartano mientras una voz le advertía con rabia que no debía mirar al Gran Rey a la cara ni hablarle directamente.

—¿Estás sugiriendo que tengo un ejército de ovejas? —dijo Jerjes— ¡Otanes! —gritó. Y Otanes se adelantó entre los notables—. ¿Quién es este hombre y cómo puede ser que haya dado una lección de humildad a cincuenta de tus hombres?

—Fueron diez, Gran Rey —dijo Otanes cabizbajo.

—¿Cómo? —repuso el Gran Rey.

—Sólo fueron diez, señor —dijo Otanes.

—¿Sólo? ¿Te burlas de mí? —exclamó Jerjes con gesto enfurecido—. Diez persas, la nación que domina el mundo, aleccionados en el arte de la lucha por un pastor.

—No es un pastor, señor —repuso Otanes.

—Eso salta a la vista, pero el problema no es lo que es, sino lo que parece, y ahora mismo se está corriendo un rumor muy incómodo por mi ejército. Pasado mañana, el pastor que derrotó a diez de tus hombres se habrá convertido en el joven muchacho de siete años que derrotó al ejército de Jerjes. Mira, Otanes: temo más a los rumores que a las espadas. A partir de hoy mismo harás correr el rumor de que este hombre era en realidad uno de mis inmortales que iba de incógnito entre los no combatientes. Vuelve a tu sitio.

Otanes hizo una exagerada reverencia y volvió, apesadumbrado, a confundirse con la masa de cortesanos allí presentes. Una voz se alzó de entre la multitud:

—Gran Rey, no es un pastor —dijo un hombre abriéndose paso entre los presentes.

—Eso ya lo hemos aclarado, Demarato. ¿No pretenderás hacerme parecer tonto? —repuso Jerjes contrariado.

Era el fin. Demarato, antiguo rey de Esparta, a quien Okela había prestado juramento como parte de su guardia personal hacía diez años, estaba allí, al servicio de Jerjes, y le había reconocido. Parecía un príncipe oriental, cubierto de telas, anillos y pendientes. ¿Cómo podía un rey de Esparta haberse convertido en eso? Ahora ya no había escapatoria posible.

—Escucha lo que tengo que decir, Gran Rey —pidió Demarato aguardando la señal de Jerjes para hablar—. Este hombre es espartano. —Un murmullo recorrió la sala.

—¿Cómo lo sabes? —inquirió Jerjes.

—Fue parte de mi guardia personal, señor. Se llama Okela, proviene de una gran familia espartana —repuso Demarato.

—¿Y así arriesgan los reyes de tu pueblo a sus mejores hombres? —repuso Jerjes.

Okela ya no tenía nada que esconder, así que se puso en pie y miró a Jerjes desafiante. Otro golpe seco impactó en su recia espalda, pero el espartano simplemente apretó los dientes, como tantas veces había hecho desde su niñez, y mantuvo su mirada fijada en el Gran Rey. Otro golpe, y otro más, intentaron doblegar al impertinente griego. Jerjes levantó la mano para que el castigo se detuviese.

—Vaya, vaya —dijo Jerjes—, así que tenemos aquí un ejemplar del tipo de hombre que nos vamos a encontrar al otro lado del Helesponto. Impresionante. Parece que lo que me has contado de los espartanos pudiera ser verdad, Demarato.

—Todo lo dicho es cierto, gran señor, no temen a nada ni a nadie, sólo a sus leyes, y ansían morir con las armas en la mano luchando por su ciudad. Son entrenados desde pequeños para la guerra y para no mostrar signos de sufrimiento —explicó Demarato—. Conquistad Esparta, señor, y no habrá nación en el mundo capaz de haceros frente.

—¿Y cuántos de estos interesantes especímenes hay en Esparta, querido Demarato? —inquirió Jerjes.

—Unos ocho mil, señor —respondió el rey exiliado ante una sonora carcajada del Gran Jerjes.

—Un pueblucho, mi buen Demarato. De todos modos, ocho mil diez veces son ochenta mil. Tenemos suficientes hombres aquí, Demarato. Además, los griegos están divididos entre ellos, por lo que cuentan no pasa un año que no haya luchas entre las diferentes ciudades; cuando Atenas no está enemistada con Argos lo está con Corinto, y cuando Tebas no es enemiga de Esparta lo es de Mantinea. Te restituiré en tu trono, tengo mucho que agradecerte desde que murió mi padre; y si los espartanos prefieren morir, que mueran. El oro abrirá las puertas del resto de las ciudades. Puedes retirarte. —Demarato volvió a su sitio después de una desmesurada reverencia que a Okela le resultó repugnante por tratarse de un antiguo rey de Esparta. Jerjes se dirigió a Okela—. Así que eres un espía espartano. —Okela se limitó a escupir al suelo—. Demarato me ha contado que los espartanos tenéis dos reyes, algo que nunca he entendido, porque al igual que en el cielo no puede haber dos soles, en un reino no puede haber dos reyes. De todos modos, soy un hombre con ciertas rarezas y aprecio el valor y la amistad. Necesitamos hombres con tu arrojo y experiencia. —La sala enmudeció—. Es mejor tener amigos como tú a tenerlos como enemigos, ¿no te parece? Te propongo una cosa, cuando conquistemos Esparta…

—Si —cortó Okela.

—¿Cómo dices? —respondió Jerjes sorprendido.

—Si —recalco Okela— conquistáis Esparta, sería más correcto. Un hombre de tu sabiduría debería saber utilizar el condicional. Si llegaseis a conquistar Esparta sólo tendríais por súbditos a cucarachas y a ratas, porque antes de convertirse en vasallos preferiríamos morir, incluidas las mujeres, que antes de darse muerte matarían a sus hijos y asolarían sus tierras.

—Qué desfachatez —dijo Jerjes tranquilo y afable—. No recuerdo la última vez que alguien me interrumpió mientras hablaba. ¡Ah!, sí —dijo como intentando recordar—: Su cabeza y la de toda su familia decoró la entrada de la ciudad de Susa hasta que se descompusieron. Bueno, prosigamos. Si conquistamos Esparta, estaría dispuesto a concederte el título de co-rey junto con Demarato. Sólo tienes que jurarme lealtad y convencer a los espartanos de que se postren ante mí —propuso Jerjes—. Vuestra derrota es inevitable, griego. Deberías saberlo ya.

—Prefiero morir aquí y ahora siendo un hombre libre que ama a su patria que vivir eternamente como tu esclavo y siervo —dijo Okela con desprecio.

—Libertad y amor, qué términos más indefinibles y subjetivos. Nadie sabe lo que son esas dos cosas por mucho que todos, particularmente los poetas, se esfuercen en describirlas. Por lo que sé, eres esclavo de tus leyes, espartano. Dejaré que reflexiones —concluyó Jerjes haciendo un desganado gesto con la mano.

—No hay nada que reflexionar —repuso el espartano.

—Sea pues —dijo Jerjes dirigiéndose a sus consejeros—. ¿Qué hacemos con este hombre tan estúpido como insolente?

Mardonio se adelantó y alzó la voz:

—Propongo, Gran Rey, que sea torturado —dijo Mardonio—. Mi físico es hábil en esas materias y puede someter a un hombre a una refinada tortura sin matarlo durante casi una luna. Todos acaban suplicando la muerte. Si tiene algo que decir os aseguro, Gran Rey, que lo dirá.

—Bien, Mardonio. Llévatelo y haz con él lo que debas. Queda a tu cargo —concluyó Jerjes quedándose pensativo.

Un altivo Okela fue guiado de vuelta a la salida, sabedor de que su fin sería doloroso y poco glorioso. Sólo lamentaba no poder haber cumplido su misión. Buscó a Demarato con la vista y, aunque estaba lejos, le escupió sin llegar a hacer impacto en él. Maldito traidor.

—¡Alto! —gritó Jerjes levantándose del trono cuando Okela casi había llegado a la salida— ¡Mardonio!

—¿Sí, Gran Rey? —respondió Mardonio haciendo una reverencia y deteniendo la macabra comitiva.

—He cambiado de opinión. ¿De qué nos sirve matar a este hombre?

—Un enemigo menos, Gran Señor —repuso Mardonio con gesto de respuesta evidente.

—Eres un buen táctico, Mardonio, pero un pésimo estratega. ¿De qué nos sirve matar a uno cuando hay ocho mil? ¿Qué puede decirnos este hombre que no sepamos ya por boca de nuestros propios espías? ¿Cómo lleva la barba el rey Leónidas? ¿O quizá qué tipo de muchachos prefiere Temístocles para sus fiestas privadas? —Todos quedaron extrañados—. No, Mardonio: guiarás al espartano y le enseñarás los cuatro costados de nuestro ejército. Le llevarás donde él te pida y responderás de su salud y su vida con la tuya propia. Y cuando haya satisfecho su curiosidad a su placer y gusto, le dejarás ir libre e indemne para que vuelva a Grecia.

—¿Señor? —dijo Mardonio extrañado.

—Sí, Mardonio. Si matamos a este hombre, es probable que los griegos no lleguen a saber de nuestro poder hasta que nos tengan a sus puertas. Es preferible que vuelva a Grecia con información fidedigna y que se corra la voz de que el ejército de Jerjes es tan numeroso como las estrellas del cielo y tan poderoso como el mar y los volcanes. Así, estoy convencido de que muchas ciudades de Grecia se rendirán a mí sin luchar siquiera. —Mardonio se quedó petrificado y contrariado—. Además, le cederás tu tienda para que compruebe por sí mismo cómo vive un súbdito del Gran Jerjes, quizá así cambie de opinión respecto a unirse a nosotros. Le agasajarás como si de un excelso invitado se tratase —ordenó Jerjes.

—Pero, señor… —titubeó Mardonio.

—¡Haz como se te ha ordenado, eunuco! —gritó Jerjes levantándose de su trono y perdiendo la compostura por primera vez.

«Los dioses juegan caprichosamente con nosotros», pensaba Okela mientras se veía libre de las cuerdas que inutilizaban sus manos.

Durante cinco días el espartano recorrió el gran ejército de Jerjes al lado de Mardonio. Le informaron de que más de mil naves, fenicias, egipcias y chipriotas, navegaban al encuentro del gran ejército en el Helesponto. Le agasajaron con sabrosos manjares, vinos y bebidas de excelente calidad y ricas prendas de ropa. La tienda de Mardonio se llenó de ornamentos de oro, le enviaron bellas mujeres para su disfrute y, al ver que no las cataba como hace un buen persa, le intentaron seducir con imberbes y bellos jóvenes de cabeza afeitada y maneras afeminadas. Okela desafió al Gran Rey de la única forma que podía en aquellos momentos. Dormía en el suelo, vestía con su áspera túnica y su capa negra, comía la comida de su zurrón o aquello que cazaba, sólo bebía el agua que podía recoger y despedía a las mujeres y a los jovencitos sin utilizarles para sus deseos. ¡Cómo le hubiera gustado ver la cara de Jerjes cuando le informaban de aquel pequeño desafío!

Una vez recabada toda la información que consideraba necesaria, Okela emprendió su viaje de vuelta a Éfeso con un caballo proporcionado por los persas y un salvoconducto sellado por el mismísimo Jerjes que le permitía atravesar sus territorios. Antes de embarcar hacia Atenas quemó el documento. Partía con el corazón en un puño. Grecia no resistiría la avalancha, especialmente si ésta era dirigida por un hombre aparentemente sensato e inteligente como el Rey de Reyes.