Se despertó sobresaltado. A lo lejos se oían voces que se iban acercando. La luna, una delgada línea curva en el firmamento, no daba luz suficiente para ver lo que ocurría. Se puso a cubierto detrás de un árbol envolviéndose en su capa negra, y se untó la cara con el hollín que llevaba encima para que, en caso de que los hombres que proferían aquellas voces se acercasen a él, fuese casi imposible verle en la oscuridad.
Parecían estar dándose órdenes unos a otros o informando a sus compañeros de su presencia. Okela se asomó lo justo para mirar con un solo ojo. Las antorchas que portaban los hombres que se iban acercando delataban la presencia de unos veinte o veinticinco, separados entre sí por unos cinco pasos. Era indudable que hacían una batida en busca de algo o alguien. El espartano se refugió de nuevo detrás del árbol intentando fundirse con él. ¿A quién o qué buscaban los bárbaros? ¿Le habría visto alguien avanzando entre los árboles siguiendo al ejército? Mientras se hacía estas preguntas, oyó la respiración jadeante y el paso torpe de un hombre que huía en dirección opuesta a las antorchas. Volvió a asomarse y lo vio: el cansancio le obligaba a emplear sus manos para salvar pequeños desniveles. Se veía que después de haber recorrido la distancia que lo separaba del campamento a toda velocidad, sus fuerzas estaban al límite y a punto de abandonarle. Tropezó y cayó, volvió a levantarse, dio dos pasos más y cayó de nuevo, agotado, a tan solo tres pasos del espartano. El hombre, vestido al estilo tracio y probablemente un desertor, jadeaba y lloraba mirando continuamente hacia delante y hacia atrás. Estaba visiblemente desesperado. Okela sabía que darían con él, no es tan difícil perseguir a alguien en un bosque aunque sea de noche; simplemente hay que seguir las ramas rotas de los árboles y el suelo, y las pisadas en las zonas más húmedas. Darían con él sin duda. El hombre se encomendó a sus dioses, y procuró esconderse torpemente, sólo le quedaba esa esperanza. Los hombres de las antorchas se acercaban inexorablemente, dando voces, Okela se quedó inmóvil, asiendo su vara con ambas manos por si fuese necesario zafarse de aquella situación batiéndose. Encontrándose el más cercano de los perseguidores a diez pasos del tracio, un alarido acusador delató la presencia del desertor, que hizo un nuevo intento de huir. El zumbido de una flecha alcanzó la pierna del fugitivo, que cayó al suelo y emitió un gemido de dolor que no pudo sofocar. Los demás hombres de la batida se apresuraron en dirección al grito delator. El primero en llegar hasta el fugitivo le propinó una patada en el vientre que lo dejó sin respiración. Mientras el desdichado lloraba y pedía clemencia en su lengua llegaron los demás perseguidores. Okela llegó a ver la mano de uno de ellos apoyada en el árbol que le servía de refugio. Se lo llevaron gritando y pataleando. No lo mataron porque seguramente querrían darle un escarmiento que sirviese de ejemplo a otros posibles desertores. Para que ejércitos como esos funcionen, es necesario que los hombres teman más a sus propios superiores que al enemigo.
Okela había estado cerca de ser descubierto. A medida que avanzase el ejército, era más probable que las deserciones aumentasen y con ellas las batidas en busca de fugitivos. El futuro de un espía en manos persas no suele ser muy prometedor, es bien conocido que son expertos torturadores. Después de valorarlo, decidió que a la mañana siguiente se uniría a los grupos de no combatientes que van con todos los ejércitos como comerciantes, adivinos, buhoneros, herreros o prostitutas. Sería fácil pasar desapercibido entre un nutrido grupo de gentes de todo tipo, y menos arriesgado que ser descubierto una noche en los bosques.
Varios días pasó el espartano entre los no combatientes, caminando con el ejército de Jerjes, como uno más. Se movía bastante de un lado a otro, en principio para recabar información sobre la composición del ejército y sus puntos débiles, pero también para no permanecer demasiado tiempo con el mismo grupo de gente y despertar sospechas.
El ejército se detuvo antes del anochecer. Okela se dispuso a hacer una pequeña hoguera y a asar una rata que había cazado entre los juncos de un río al atravesarlo. Las ratas de río suelen estar deliciosas. Allí, rodeado de aquellas gentes, había momentos en que uno se olvidaba totalmente de que estaba en un campamento enemigo. De vez en cuando estallaba una trifulca entre soldados a colación del juego o las mujeres. El vino ayudaba mucho a que esas situaciones se repitiesen habitualmente. A lo lejos, una bella mujer bailaba una extraña danza a la luz de una hoguera mientras era coreada por un grupo de hombres ebrios. Aquel ejército olía más a vino y a culo que a sangre y fuego. Ese era uno de sus puntos débiles, estaban seguros de su victoria y convencidos de volver a sus hogares con botín abundante, y alguien seguro de su victoria suele cometer errores.
El fuego tiene la capacidad de hipnotizar, y si te quedas suficiente rato mirándolo puedes llegar a ver, casi a palpar, tus pensamientos. Okela se quedó ensimismado, pensando en todo y en nada mientras asaba su deliciosa rata. Una piedrecilla le impactó en el cogote. Miró hacia atrás y vio un grupo de diez hombres alrededor de una hoguera. Persas, a juzgar por su indumentaria, riendo con su infantil travesura. Okela decidió hacer caso omiso, no era cuestión de montar un espectáculo. Otra piedra, esta vez algo más grande, impactó contra su hombro, aunque seguramente iba dirigida de nuevo a la cabeza. Los hombres rieron de nuevo. Se aburrían, era evidente, y a eso se le podía añadir el efecto manada, mediante el cual un grupo de hombres rodeado de compañeros puede llegar a hacerse realmente odioso intentando probar su hombría, especialmente tomándola con un hombre solo. Okela se levantó, pausado y tranquilo, y cambio de posición para tenerles enfrente y no darles la espalda, con la esperanza de que cambiasen de víctima. Siguió asando su manjar. Pero un perro con pulgas no puede dejar de rascarse. Los hombres cuchichearon y se levantaron, yendo en dirección a él para sentarse alrededor de su hoguera, intentando molestarle en la medida de lo posible. El más corpulento se sentó a su lado oprimiéndolo con su cuerpo contra otro compañero.
—No creo que haya suficiente para todos, griego —dijo el persa con tono burlón.
Todos sus compañeros rieron a carcajadas. Okela, que en todo momento había estado mirando a la hoguera como si aquello no fuera con él, no pudo evitar alzar la cabeza y mirar a aquel hombre con desprecio. Aun así, se levantó, tomó su vara, dejó su cena en el suelo, dio media vuelta y se fue.
—No me gustan ni tu cara ni tu actitud, griego —ladró el persa incorporándose mientras sus compañeros se preparaban gustosos para una diversión que el espartano no estaba dispuesto a proporcionarles. Algunos curiosos ya observaban la escena—. ¡Ven aquí, maldito cerdo! —gritó mientras Okela se alejaba tranquilo y sin mirar atrás.
Como sus palabras no surtían efecto y temía perder prestigio ante sus compañeros, el persa corrió hasta Okela propinándole un empujón en la espalda que lo tiró al suelo. El fanfarrón miró hacia atrás sonriendo, buscando la aprobación de los que le acompañaban, que señalaban al espartano avisándole de que se levantaba. El persa volvió rápidamente la cara para encontrarse a Okela con una rodilla en tierra asiendo su vara como si de una lanza se tratase, y propinándole un golpe brutal en el estómago. Doblado de dolor, el persa se inclinó hacia delante, cubriéndose la barriga con ambas manos. Okela se levantó ágil, y con fuerza extrema golpeo en la espalda a su contrincante. El hombre arqueó las rodillas y Okela, con su dedo índice, lo empujó levemente haciendo que perdiese el poco equilibrio que le quedaba y cayese al suelo.
Los espectadores, que habían estado aguantando la respiración observando el devenir del enfrentamiento, estallaron en una sonora carcajada. Okela no había querido dar ese espectáculo, pero siempre llega un momento en el que el honor de un hombre no debe ser pisoteado. Se dispuso a seguir su camino pero, aún con cierto resuello, el hombre que quedaba tendido en el suelo instó a sus compañeros:
—¡Matad a ese cabrón!
Okela dio media vuelta y se puso en guardia con su vara a modo de lanza, con las rodillas flexionadas y preparado para el envite. A estas alturas, el corrillo de gente que se arremolinaba en torno a la trifulca, atraídos como abejas a la miel, coreaba a aquel hombre que estaba dispuesto a batirse contra otros nueve; muchos incluso comenzaban a hacer apuestas. Los nueve hombres desenvainaron sus cortas espadas y uno de ellos se abalanzó sobre Okela con un alarido de rabia. Un fuerte golpe en la boca con un extremo de la vara le rompió la mandíbula, ahogando su ímpetu en sangre y dolor. Los ocho hombres restantes, tras presenciar lo ocurrido a su capitán y a un compañero, se tomaron al espartano más en serio, acercándose a él lentamente. La vara, en apariencia inofensiva, en manos de aquel sujeto era un arma mortífera. Ninguno de ellos parecía atreverse a ser el primero en atacar. Formaron en media luna alrededor de su contrincante, quien mantenía la vara en constante movimiento creando un semicírculo invisible en torno a él. Los persas esperaban la orden.
—¡A por él! —gritó la voz de uno de ellos.
Atacaron todos a una, con un grito. Esa era la orden que Okela esperaba para golpear en la nuez al persa que tenía delante, privándole de aliento y lanzarse al suelo, dar una voltereta y golpear a otro de ellos en la espalda rompiéndole los huesos y poniéndose en guardia acto seguido. Un clamor se alzó entre los entretenidos curiosos, asombrados por la habilidad de aquel hombre. Desconcertados, los atacantes se desplegaron tanto como les fue posible para rodearlo. Okela movía su vara con habilidad dando vueltas sobre su propio eje. Alerta. Esta vez fue él quien atacó al que vio más desprevenido, golpeándole el esternón con tal fuerza que fue lanzado contra la multitud, incapaz de incorporarse por la falta de aire. Okela recogió la espada del caído. Los persas estaban desconcertados.
—¿Qué está ocurriendo aquí? —gritó una voz desde lo alto de un caballo.
Era un hombre mayor pero de porte aristocrático y ricamente vestido. La multitud comenzó a desperdigarse y fue reemplazada por una pared de escudos y lanzas que cercaban a los responsables del altercado.
—Artafernes, maldito idiota, ¡levántate! —dijo el hombre dirigiéndose al corpulento fanfarrón que aún se recuperaba de una paliza de tan solo dos golpes—. Parece mentira que un capitán de mi guardia se meta en trifulcas propias de fulanas.
—Lo siento, gran Otanes —dijo Artafernes cabizbajo y avergonzado.
—Lo sentirás, te lo aseguro. Para empezar, quedas degradado y luego pensaré cuantos latigazos corresponden a tu indisciplina. ¿Y tú, quién eres? —dijo dirigiéndose a Okela.
—Un humilde pastor, noble señor —respondió, intentando parecer lo más humilde posible y recurriendo a un ensayado acento jónico.
—¿Un pastor? Así que un pastor griego ha puesto en un brete a diez de mis hombres. ¿Qué haréis cuando nos enfrentemos a los hoplitas? —dijo dirigiéndose a ellos—. No toleraré estos actos impropios. Recoged a esos cinco imbéciles y llevadles al físico. Ya pensaré qué hago con vosotros.
Los diez persas derrotados desaparecieron entre los escudos de mimbre. Otanes descendió de su caballo y se acercó al espartano, dando vueltas a su alrededor mientras hablaba y le observaba de arriba abajo.
—No vayas a pensar que me creo que eres un pastor, pero me sirve para que mis hombres reflexionen. ¿Quién eres en realidad, griego?
—Un humilde pastor, noble señor. —Afirmo Okela mirando al suelo.
—Ya. Entiendo. —Dijo mientras seguía describiendo círculos alrededor de él—. Si decides persistir en tu mentira tendré que torturarte para que digas algo que me convenza, y no queremos eso, ¿verdad? Seamos sinceros, por muchos lobos con los que pueda llegar a luchar un pastor, no deja inutilizados a diez hombres de mi guardia. Por otro lado, me da la sensación de que no eres un griego de esta zona, sino más bien del lado opuesto del Egeo. Y fíjate que estoy empezando a sospechar que estás metiendo tu asqueroso hocico en los asuntos del Gran Rey. —Otanes observaba con atención al espartano, intentando dilucidar el efecto de sus palabras—. Bueno, mañana me lo contarás todo aunque no quieras, no te preocupes.
Otanes se separó de Okela y ordenó que le prendieran. Fue despojado de su capa, su zurrón y su túnica, y se le ataron manos y tobillos con cuerdas a un poste a la salida de la tienda de Otanes. «Mierda —pensó Okela—. Las cosas no pintan bien. ¿Cómo se puede llegar a torcer tanto una cena agradable?».