El paisaje que atravesaba Okela, ayudado por su recia vara, no era tan diferente del otro lado del Egeo, hasta el punto de parecerle, en ocasiones, que caminaba por el Taigeto cuando bajaba un monte e iba a dar a un valle. Las gentes eran griegas, sometidas a los poderosos aqueménidas hacía ya décadas. Las ciudades y pueblos que atravesaba habían sido libres en algún momento. La desesperación de los campesinos era palpable, la mayoría de las cosechas habían sido requisadas en todas partes por la infernal máquina de guerra de Jerjes, que lo devoraba todo a su paso, y los campesinos se veían obligados a pasar hambre después de un año de duro trabajo, pero eso no era lo peor. Pocos hombres jóvenes se habían librado de las levas ordenadas por los persas, aumentando así la desesperación de sus madres, mujeres e hijos, y dando con el abandono de muchos campos de labranza. Aquellas tierras y sus habitantes tardarían años en recuperarse del descomunal esfuerzo que realizaba Jerjes para su gloria y venganza.
Okela pudo preguntar a algún caminante, campesino o pastor sobre la forma más fácil de llegar a Sardes o sobre dónde encontrar agua fresca. El sol era implacable pero los bosques ofrecían un bendito alivio. Los pies de Okela caminaban más ligeros que nunca; sin coraza, sin casco y sin escudo, en busca del ejército del Gran Rey, como si de una presa en un día de caza se tratase. La belleza de los parajes, la felicidad de los pájaros y la visión de las cosechas que aún quedaban, y que se plegaban a la voluntad de un viento que las bamboleaba a su antojo, contrastaban brutalmente con la imagen que el espartano tenía en la cabeza de las hordas asiáticas a las que perseguía.
A medida que el sol perdía su fuerza y se ocultaba tras los montes, Okela apretaba más el paso para aprovechar lo que quedaba de luz. Por fortuna, encontró en los montes una cabaña abandonada con el techo desprendido donde, seguramente años atrás, los jóvenes pastores de la zona se refugiaban para pasar la noche mientras buscaban los mejores pastos para su ganado. Desde que salió de Éfeso no había probado bocado. De hecho, ni él ni sus tripas se habían acordado de comer. Sacó algo de pan y aceite de su zurrón y se deleitó con las sabrosas frutas compradas en el mercado esa mañana. En el suelo desnudo extendió su capa y se dispuso a pasar la noche. El cielo le serviría de techo. Ni una nube se interponía entre sus ojos y las estrellas. Se entretuvo mirándolas un rato hasta que su disciplina interior le ordeno cerrar los ojos a pesar de no tener sueño. ¡Cuánta belleza!
Antes del alba, Okela despertó y prosiguió su camino, se refrescó la cara en un arroyo cercano y comenzó el descenso del monte al valle que tenía enfrente. Pasó todo el día andando y ni siquiera para comer hizo un alto, incombustible e imperturbable. Cuando ya caía la tarde preguntó a un pastor por el camino a Sardes. Éste le señaló una colina boscosa a lo lejos tras la cual, dijo, encontraría la ciudad. Ya era hora de ir buscando un lugar donde descansar. El pastor le ofreció todo lo que tenía, como es habitual en la gente humilde: alojamiento y comida, pero, por no someterse a las incomodas preguntas que seguramente le haría aquel hombre deseoso de conversación, Okela prosiguió su camino a paso ligero hasta que encontró un buen lugar para dormir.
A la mañana siguiente atravesó la boscosa colina. Lo que vio le dejó estupefacto. Estaba claro que el ejército de Jerjes había partido. La llanura se encontraba desolada, lo que en otros tiempos debieron ser fértiles campos era ahora una planicie devastada y yerma, recorrida únicamente por perros vagabundos y esqueléticos buscando comida. Bosques al completo habían sido talados. La cabeza de un hombre, ahora el alimento de miles de moscas, decoraba lo alto de una estaca. Probablemente se tratara de un desertor, o quién sabe, quizá de un espía. Las huellas de las ruedas de innumerables carros y las pisadas de bestias y hombres marcaban el suelo maltratado. Okela avanzó lentamente por aquel desierto creado por las huestes del Rey del Mundo, del Rey de Reyes que dirigía todo su poder contra Grecia para aplastarla como se aplasta a una cucaracha. Cada veinte pasos, más o menos, había restos de hogueras, desperdigados hasta donde alcanzaba la vista, y armas, y todo tipo de equipo militar tirado por el suelo. Cientos de ánforas rotas jalonaban el desierto campamento, vestigio de alguna borrachera en celebración de una victoria que aún no había llegado.
Todo lo mínimamente aprovechable había sido recogido ya por los lugareños. Restos de animales muertos que habían servido de alimento al monstruoso contingente salpicaban los alrededores de las hogueras. Las cenizas estaban totalmente frías, lo cual significaba que habían partido hacía más de dos días. El espartano se arrodillo en el suelo, cogió un trozo de excremento de caballo, lo olió y lo desmenuzó con los dedos. Estaba demasiado seco. Hizo la misma prueba con otros. El ejército había partido hacía seis días, siete a lo sumo. No obstante, todo el mundo sabe que un ejército tan numeroso marcha muy lento. El espartano siguió aquella estela esquivando todo tipo de desechos. Si, como suponía, habían partido hacía algo más de seis días, les daría caza en dos jornadas.
Una pregunta rondaba su mente. Si un ejército es capaz de tal destrucción en su propia tierra, simplemente estando acampado, ¿de qué no será capaz en territorio enemigo donde espera conseguir botín y venganza?
El ejército de Jerjes se dirigía al norte, al Helesponto. Desde allí se ve Europa con tal nitidez que parece que si alargas la mano la puedes tocar. Era evidente que no se detendría ante nada.
Las ciudades griegas aguardaban la que probablemente sería la prueba más difícil que los dioses pudiesen enviarles.
Okela siguió el rastro de la monstruosa bestia asiática con jornadas de agotadora marcha. Un imberbe pastor le contó que había presenciado la marcha del ejército de Jerjes, que la tierra temblaba al paso de hombres, caballos y demás bestias extrañas, como si Poseidón, el que sacude la tierra, hubiese clavado su tridente allí mismo. Decía el joven pastor que desde que vio al primero de ellos aparecer por el horizonte, hasta que pasó el último, habían transcurrido muchos días.
A la tercera noche, Okela siguió avanzando, deteniéndose únicamente para desmenuzar y examinar las heces de los animales, las más recientes de las cuales indicaban que no se encontraba muy lejos de su objetivo. Revolvía las hogueras con su vara. Algunas aún desprendían en sus entrañas algo de calor.
A pesar de haber oscurecido hacía ya un tiempo, un resplandor emanaba del horizonte, era como si el sol quisiese salir de nuevo en mitad de la noche y de las entrañas mismas de la tierra. Era indudable, allí se encontraba la retaguardia del ejército del Gran Rey. Envuelto en su capa negra, Okela se hizo parte de la noche y ascendió la colina que lo separaba de aquella luminosidad. Desde aquella altura divisó el valle donde hacían noche tropas venidas de los más remotos confines del imperio persa. Era como estar mirando el cielo estrellado. Hasta donde alcanzaba la vista podían verse, recortadas por las llamas, las siluetas de grupos de hombres alrededor de las cálidas hogueras. Unos entonaban cánticos de sus tierras, otros coreaban con aplausos, otros disfrutaban de las pornoi que acompañan a todos los ejércitos en marcha y otros pulían sus armas con mimo. Absorto durante unos instantes ante semejante espectáculo, Okela decidió alejarse y pasar la noche al menos a dos estadios de distancia, no quería ser descubierto y siempre hay patrullas buscando desertores, siempre hay algún soldado que siente cierto pudor de orinar cerca de sus compañeros y siempre alguien es enviado a por leña. A la mañana siguiente seguiría observando.
El ejército de Jerjes era más asombroso de día de lo que podía parecer de noche. El espartano recorrió en la distancia muchos estadios antes de que el gigantesco ejército se pusiese en marcha aquella mañana. Siguió avanzando tres días más, confundiéndose en la noche y en los bosques, observándoles, hasta que llegó a la vanguardia. La variedad de gentes era verdaderamente abrumadora. Persas, bledos y cisios vestidos de vivos colores con sus espadas cortas y arcos largos. Algunos vestían corazas con tiras de metal parecidas a las escamas de los peces y portaban escudos de mimbre. Los asirios con cascos cónicos de bronce, petos de lino, escudos largos y daga al cinto. Los bactrianos con lanzas cortas y arcos de caña. Los escitas vestidos con sus puntiagudos gorros y sus anchos calzones, armados con hachas de guerra. Los indios vestidos con curiosos tejidos que se dice extraen de los árboles, armados con arcos y saetas de caña con punta de hierro. Los caspios vestidos con pieles y armados con sables cortos y curvos. Los sarangas con su peculiar calzado que cubría el pie hasta la rodilla y sus coloridas vestimentas. Los negros etíopes, vestidos con pieles de leones y otros extraños animales; las puntas de sus lanzas no eran de metal sino de piedra y portaban gruesos garrotes de madera con clavos alrededor. Los árabes sobre extrañas monturas jorobadas. Libios, con armaduras de cuero y dardos tostados al fuego. Tracios vestidos con pieles de zorro, lobo y cervatillo portando pequeñas dagas y pequeños escudos de cuero crudo de buey. Partos, corasmios, sogdianos, pactías, utios, micos, paricanios, paflagones, capadocios, mariandinos, ligies, matienos, frigios, armenios, moscos, tibarenos, macrones, mosinecos y, cómo no, los diez mil inmortales que seguían al gran Rey allá donde fuese. Los inmortales eran una fuerza compuesta por los diez mil mejores hombres del imperio, era una fuerza conocida en el mundo entero. No fue difícil identificarlos: vestían un atuendo recargado y de colores chillones, sus barbas estaban cuidadas meticulosamente al estilo persa y lucían, gallardos, montañas de oro colgadas del cuello, las orejas y los brazos. Detrás de ellos iba su bagaje: carrozas con concubinas, vino, manjares y criados que vestían uniformes para diferenciarlos de los demás esclavos. Okela pudo identificar a Jerjes, fue fácil verle aunque estuviese lejos. Viajaba con los inmortales, parecía más un sumo sacerdote que un guerrero; montaba un recargadísimo carro de guerra tirado por ocho grandes corceles blancos niseos: la mejor raza. Tras él, su bagaje personal, una pléyade de sirvientes y concubinas; y hasta su trono. La comitiva de Jerjes era un ejército dentro de un ejército.
El mundo entero caía sobre Grecia, y Okela estaba cerca del hombre que dirigía todo su poder y su furia contra su amada Esparta. Pensó en acabar con la vida del mismísimo Jerjes aquella noche. No era su misión, era arriesgado, pero no podía evitar desearlo.