La travesía transcurrió sin problemas. Éfeso era una ciudad bulliciosa, llena de mercaderes y vida. Parecía que Atón le había tomado cierto cariño a Okela, que pudo adivinar pena en él al despedirse. El espartano agradeció a Abibaal su hospitalidad, quien simplemente no dio importancia al favor.
Desde Éfeso a Sardes habría unas veintitrés parasangas, o sea, que apretando el paso y caminando desde la salida del sol hasta su puesta, tardaría algo más de dos días en llegar. Seguir a un ejército en marcha era más fácil que seguir a un jabalí en la nieve. Las provisiones que llevaba para la travesía en barco se habían agotado, así que al pasar por el mercado hizo acopio de pan, aceite y frutas para el camino. Pagó con oro ateniense. Innumerables tiendas flanqueaban las calles a derecha e izquierda luciendo todo tipo de artículos de lujo, exhibiendo ufanas sus productos: perfumes, joyas, suaves telas y un sinfín de mercaderías. Qué cantidad de objetos innecesarios había en aquellos mercados. Allí era donde las almas vacías se llenaban durante un breve espacio de tiempo desperdiciando las pocas monedas que tanto trabajo les había costado ganar, y todo por unos míseros instantes de felicidad. Okela se sintió afortunado de no necesitar aquellas cosas.
El bullicio se fue difuminando poco a poco a medida que se aproximaba a las afueras de la ciudad. Una voz le llamó:
—¡Noble señor! —gritó la voz de un anciano.
El espartano no se había percatado de la presencia de un viejo ciego, de barba amarillenta y descuidada que estaba sentado a un lado del camino. El viejo se apoyaba en una vara de cedro, como descargando sobre ella el peso de su vida entera. Casi se confundía con el paisaje.
—Dadme algo de comer, señor, os lo ruego —dijo con marcado acento jónico.
Okela se acercó y pudo ver el vacío en sus ojos que se movían de derecha a izquierda sin cesar, buscando una imagen esquiva. Sin quitarle la mirada de encima, sacó de su zurrón un trozo de pan y una pera jugosa y deliciosa y se la entregó a aquel hombre.
—Gracias, señor; que Zeus y todos los dioses del Olimpo paguen tu bondad con dicha eterna —dijo el anciano.
—De nada, amigo —repuso Okela mientras se disponía a irse.
—¿Tienes prisa espartano? —inquirió el viejo—. Tu acento te delata, darás caza al ejército del Gran Rey, no lo dudes. Pero, ¿piensas derrotarlo tú solo? —dijo el viejo guasón.
—Adiós —repuso Okela cortante y contrariado.
—¡Aguarda! Los dioses me retiraron la vista terrenal hace mucho tiempo, pero me concedieron el don de ver el futuro, y tú, noble señor, mereces por tu bondad mi gratitud.
—No necesito saber el futuro, mi futuro lo forjo yo cada amanecer y si los dioses tienen algún fin preparado para mí, que me lo muestren el día que les convenga.
—Es que hoy es el día, noble señor —dijo el viejo acercándose a Okela y palpándole brazos y cara—. Sois hombre poderoso y recto. —Hizo una pausa, buscando inspiración ante el semblante aburrido de Okela.
—Acabemos con esto. Habla, anciano. Tengo prisa.
—Veo un largo viaje, plagado de peligros y batallas —comenzó el viejo.
—Vaya, toda una novedad en mi vida —repuso Okela mostrándose harto de tal pantomima.
—El rey te hará rey. El león es atravesado por saetas en lucha desigual. Las puertas ardientes se derrumban y las ciudades de tus amigos son arrasadas por la cólera del dios viviente. El rey te apartará de su lado y lucharás para otros reyes y otras ciudades lejos de tu patria. Fundarás una ciudad en el confín del mundo, donde ningún griego ha llegado jamás, y gobernarás sobre bárbaros. Tu fin no está en Asia. Guárdate de los que te quieren —sentenció el viejo saliendo del trance.
—Muchísimas gracias —dijo Okela contrariado—. ¿Puedo irme ya?
—Parte, noble señor; y recuerda a este viejo que en el último día de su vida predijo tu destino.
—El destino lo construye cada hombre día a día —concluyó Okela zafándose de las frías manos del anciano.
El espartano continuó su camino rumiando el sinsentido de lo que había dicho el viejo: leones, reyes, saetas y bárbaros, bobadas de un hombre senil que en alguna época tuvo que ser alguien y que ahora sólo deseaba ser escuchado. Sintió pena. Aquel hombre sólo quería un poco de atención. Los dioses no deberían ser tan crueles; la vejez, la invalidez, la senilidad, en resumen, la pérdida de las cualidades que nos han hecho lo que somos, son castigos demasiado severos para un superviviente, porque el que llega a la edad de ese anciano es un superviviente. Pero lo peor de todo es la pérdida de la razón, o peor aún, de los recuerdos. Porque, ¿qué es un hombre sin recuerdos? Somos lo que recordamos, lo que retenemos en nuestra memoria, sin recuerdos no somos nada, no somos nadie. Pobre viejo. Okela pensó en el gran Odiseo, aquellos de sus compañeros que se dejaron llevar por los lotófagos perdieron todo concepto de sí mismos. Los adormecían haciéndoles comer flores de loto: olvidaban sus penas y desdichas, su melancolía y sus aflicciones, pero también sus alegrías, sus metas, sus amigos y su patria, sumiéndolos en un ahora interminable y absoluto donde el ayer y el mañana no tenían sentido alguno. Tanto lo bueno como lo malo son necesarios para llevar una vida plena. ¿De qué sirve lo bueno si no se puede comparar con lo malo? ¿Cómo saber que algo es bueno si no se ha vivido lo malo? ¿De qué sirve una vida sin calamidades, ni retos, ni metas?
Como dijo el poderoso Aquiles, los dioses inmortales nos envidian porque cualquiera de nuestros días puede ser el último. He ahí la belleza de ser mortal y eso es exactamente lo que hace que la vida tenga algún sentido, o más bien, que cada día tenga sabor, y por eso los dioses castigan a los viejos con la peor de las penas: el olvido de sí mismos.
Qué inmenso despropósito la inmortalidad, qué desdicha más grande ser inmortal, no temer por el mañana, no tener nunca hambre, ni sed y por tanto no sentir nunca la satisfacción de saciar la una y la otra.