12

Euricles y Okela partieron hacia el puerto del Pireo donde Temístocles reunía a la flota ateniense que, lentamente, pero sin pausa, iba haciéndose cada vez más grande y poderosa. El arconte tenía claro que la guerra contra Persia se ganaría en el mar. La playa de Falero, puerto donde anteriormente se descargaban mercancías y atracaban los trirremes de la democrática Atenas, había perdido importancia militar. Era en el Pireo donde Temístocles había ordenado la construcción de hangares para las naves y que se llevaran los suministros de la flamante y nueva flota ateniense. Estaba siendo financiada por la plata de una veta recién descubierta al sur de la polis, en Laurión, donde miles de esclavos trabajaban hasta la extenuación y la muerte. Dado que el mineral pertenecía a la polis, y por tanto a todos los atenienses, se había propuesto en la asamblea dividir la plata a partes iguales entre todos los ciudadanos. Temístocles, no obstante, y sin que muchos supieran cómo, había convencido a la asamblea para que dicha plata se utilizase en la creación de una poderosa flota de doscientos trirremes, más ligeros y mejor armados que los que ya poseía la ciudad.

Okela había dejado su indumentaria al completo en casa de Euricles, ya volvería a por ella a su regreso de Asia. En su lugar iba vestido con una áspera capa negra provista de capucha, una túnica humilde y, para ayudarse en el camino, una vara recia y alta como él mismo. Como única arma portaba un pequeño puñal al cinto. Para llevar a cabo su misión de espionaje, partiría a Asia como supuesto peregrino del culto de Artemisa en Éfeso, donde se estaba erigiendo un magnífico templo en honor a la diosa. Desde allí iría hasta Sardes, donde el ejército de Jerjes comenzaba ya la marcha hacia el Helesponto. En ese punto intentaría recabar toda la información que le fuera posible. Era de vital importancia saber a qué se enfrentaban los griegos libres y si en verdad aquel ejército de bárbaros era tan descomunalmente monstruoso como se suponía.

El espartano quedó maravillado ante el despliegue de fuerza naval en el Pireo. Un auténtico bosque de mástiles perfectamente alineado y mecido cariñosamente por las débiles olas como una madre mece a su hijo recién nacido. Hombres rudos y de brazos desproporcionados, algunos grotescamente cheposos, iban y venían con vituallas, remos y armas de todo tipo. Otros, en las embarcaciones atracadas, reparaban, revisaban, limpiaban y cuidaban cubiertas, velas y aparejos. Estaba claro, Temístocles plantaría cara al invasor en el mar. Lo que Esparta era en tierra, Atenas lo era en el agua, justamente los elementos que los emisarios de Jerjes habían venido a pedir a Grecia. Pero además de expertos en la lucha terrestre, Esparta lo era también en el uso del fuego con el que forjaba sus espadas, mientras que Atenas había aprendido a dominar el aire que impulsaba sus naves. Tierra y fuego, agua y aire, la combinación de los cuatro elementos contra las hordas asiáticas. Okela sabía que la victoria sólo sería posible si ambas ciudades luchaban como hermanas.

Un trirreme ateniense llegaba en esos momentos a puerto, probablemente de una de las tantas misiones de reconocimiento por las costas de Asia. Se adentraba lento en el puerto, majestuoso, esplendoroso, un verdadero prodigio de la tecnología y la ingeniería. El espolón de la nave se abría paso entre las aguas como una tijera que corta la tela. Dos ojos pintados, uno a cada lado de la proa, daban a la nave el aspecto de un monstruo mitológico. La vela se plegaba lentamente y el mástil descendía para reposar sobre el casco al tiempo que los remos comenzaban a asomarse tímidamente por los orificios de ambos lados de la nave. Los remos, acompasados, comenzaron a acariciar el agua con mimo, haciendo así que la embarcación dejara de depender de los vientos para ser propulsada por los hombres. En la proa, el que seguramente era el capitán de la nave, buscaba dónde atracar. Aquellas naves de guerra eran las más robustas, las más rápidas y las más maniobrables del mundo. Temístocles podía sentirse orgulloso. Pero lo más importante de ellas no eran sus cascos de madera, sino los hombres de hierro que las gobernaban, hombres que no respondían al látigo como los atormentados súbditos del Gran Rey, sino a su libertad y a sus leyes, y que cobraban del erario público por sus servicios a la ciudad. Euricles no pudo contenerse y decidió mostrar a su amigo el barco que tenía asignado. La polis se encargaba de construir las embarcaciones, pero eran los hombres adinerados los que aportaban el dinero para su mantenimiento. Los trirremes eran asignados cada año de forma rotativa a cada uno de ellos.

Los dos amigos prosiguieron su camino hasta la cercana playa de Falero. Apartadas, en un lado del puerto, estaban las pequeñas embarcaciones de pesca que ya sólo los viejos utilizaban para ganarse el sustento y, un poco más allá, las embarcaciones comerciales, entre ellas el barco fenicio en el que Okela atravesaría el Egeo.

Euricles se acercó a un hombre engalanado con todo tipo de adornos de oro que supervisaba, sereno, el proceso de carga de su pequeño barco. Era un hombre moreno de tez, cuidado de barba y de aire minucioso.

—Abibaal —dijo Euricles llamando la atención del fenicio.

—Saludos, Euricles —dijo el fenicio—. ¿Qué te trae por aquí?

—Pues vengo a que me hagas un favor.

—Lo que desees.

—Este amigo mío —dijo mostrando con la diestra abierta a Okela— necesita viajar a Asia; sé que vuestra ruta os lleva a Éfeso y me preguntaba si podría acompañaros. No tendréis que preocuparos de él, trae su propia comida y no da problemas —dijo Euricles.

—Un amigo de Euricles es un amigo de Abibaal. —El hombre estrechó la mano a Okela—. Partiremos en cuanto la carga esté lista. El viaje durará tres días con sus noches, si vuestro poderoso Poseidón nos es propicio.

Okela y Euricles se despidieron emotivamente. Siempre que Euricles se despedía de él le daba la sensación de que era la última vez que lo hacía. La vida de su amigo estaba en continuo peligro por ser quien era.

El espartano subió a la embarcación guiado por uno de los hombres de Abibaal, un joven bárbaro, feo, delgado y con una dentadura renegrida, repugnante y apestosa, pero tremendamente vivo y simpático. Se llamaba Atón. Su griego era nefasto, pero lograba hacerse entender. Mostró a Okela las ánforas donde se guardaba el agua dulce y le indicó con aspavientos y risas dónde y cómo hacer sus necesidades.

Con la carga lista, la escueta tripulación de ocho hombres subió a la embarcación. Okela quedó asombrado al ver que tan sólo eran ocho, ya que con la velocidad y destreza de movimientos de aquellos hombres a la hora de preparar la nave para la travesía, hubiera jurado que había al menos el doble. El ajetreo se convirtió en silencio mientras todos prestaban suma atención a Abibaal que, dándoles la espalda y mirando hacia mar abierto, alzó ambas manos a los cielos y en su incomprensible lengua hizo ofrendas y libaciones al mar. Sin duda pedía a Poseidón vientos favorables y aguas en calma. Una vez acabadas las ofrendas, Abibaal indicó que se soltaran las amarras. Okela se mantenía en la proa de la embarcación, donde su presencia no entorpeciese el trabajo de aquellas personas. Atón dio un ágil salto a tierra, soltó las amarras y, mientras sus compañeros recogían con rapidez las cuerdas que les habían mantenido atracados, volvía con otro salto a la cubierta. Todos tomaron posición en sus remos, cuatro por banda, e hicieron avanzar lentamente la embarcación hasta la entrada del puerto. A partir de ahí, las olas ya no eran domadas por las rocas y la estrechez de la entrada, así que la embarcación comenzó a moverse algo más violentamente. A una orden de Abibaal, que estaba a popa guiando el timón, los marinos recogieron los remos y desplegaron la única vela de que disponía la embarcación, que recogió el viento como si fuese todo suyo y, como si el mismo Eolo soplase sobre ella con sus hinchados carrillos, la nave comenzó a avanzar con rapidez y elegancia.

La costa de Grecia se hacía cada vez más pequeña y Okela disfrutó de aquella belleza. Salir de Grecia le producía una curiosa sensación, siempre le parecía que era la última vez, y lo peligroso de la misión encomendada hacía parecer que en aquella ocasión no se equivocaba. No sentía miedo, ni nostalgia, ni tampoco lamentaba que por algún azar no volviese a ver a su mujer, su hijo y su ciudad. Sencillamente temía no poder cumplir su cometido. Envuelto en sus pensamientos, la brisa acariciaba su cara. De vez en cuando, un brusco movimiento descendente de la proa hacía que las saladas aguas del eterno Egeo lo salpicasen. Aquellas salpicaduras esporádicas no le producían una sensación desagradable, más bien al contrario, particularmente teniendo en cuenta el ligero malestar de estomago que empezaba a sentir. No le gustaba navegar.

Cuando la costa dejó de divisarse, todos los marinos se relajaron y comenzaron a comer, hablando entre ellos en su enigmática lengua. Aquí y allá algún islote decoraba el mar y, en ocasiones, se divisaba un barco de pesca de las islas cercanas. Atón se acercó a Okela y con su repugnante boca repleta de pan a medio masticar habló en su pésimo griego:

—No preocupes piratas, barco rápido más que piratas y Abibaal bueno capitán.

—No me preocupan los piratas —repuso Okela.

—Pues parece preocupado —repuso Atón.

Atón parecía intrigado.

—¿Tú Atenas? —inquirió Atón.

—Sí, sí, Atenas —repuso Okela mintiendo sobre su origen.

—Bonito Atenas —dijo Atón con su asquerosa sonrisa mientras daba un bocado a un trozo de pan—. ¿Tú comerciante? —prosiguió Atón.

—Sí, comerciante —repuso Okela.

—No vista comerciante —repuso Atón mirándole de arriba a abajo—. Para comerciar importante aparecer rico aunque no sea. Por ropa tú pobre, pero por impresión no.

Aquellas preguntas resultaban totalmente inofensivas, pero Okela se sentía incómodo; siempre le había costado mucho mentir, pero no podía darse a conocer. Al igual que en una batalla, no podía mantenerse a la defensiva ante un ataque tan directo y que tenía pinta de no acabar nunca. Debía pasar a la ofensiva. A la gran mayoría de las personas les gusta hablar de sí mismas, y preguntando se consiguen varias cosas: la primera parecer interesado en su vida, aunque no lo estés; la segunda no hablar de uno mismo; y la tercera resultar agradable. No en vano el padre de Okela siempre le dijo: no hables nada de ti, habla muy poco de los demás y habla mucho de las cosas.

—¿Y tú, Atón? ¿De dónde eres? —contraatacó Okela.

—¿Yo? Atenas —repuso Atón.

—¿Tú eres ateniense? —dijo Okela sorprendido.

—Bueno, Atenas esta mañana, hoy este barco, otro día Éfeso —respondió Atón desenfadado.

—Me he explicado mal. ¿Dónde naciste?

—Atón entendido bien. No sé dónde, muy pequeño padre cambió mi por cabra. Cabra da leche y Atón come mucho, cambio bueno —sentenció Atón dando a entender que aprobaba la decisión que su padre había tomado.

—Entiendo —dijo Okela sorprendido.

—Pero no importa nacer Atenas o nacer Éfeso o pueblo pequeño, Atón de ningún sitio, y así Atón de todas partes —dijo sonriendo y satisfecho.

—¿Eres un esclavo entonces? —dio Okela por supuesto.

—Abibaal amo, sí. Si trabajo bueno Abibaal da comida, vino y mujeres. ¿Necesita más yo?

—¿Qué es para ti un hombre libre entonces? —inquirió Okela intrigado.

—Hombre libre es hombre nómada, hombres libres hoy aquí y mañana no. Libertad muy insegura, muchas veces borrachos y no trabaja bien, siempre queja, dinero poco, trabajo mucho, comida mala. Esclavo bien, sólo hace lo que mandan y todo bien. Si obedeces no equivocas. Libertad decidir qué hacer mañana, esclavo tranquilo porque no responsable de mañana. —El muchacho hizo una pausa pensativo y se volvió a Okela con rostro inquisitivo—. ¿Y para ti? ¿Qué es libertad?

—Interesante pregunta, muchacho. —Y pensó un momento buscando en su interior la respuesta—. Supongo que la libertad para mi es poder hacer lo que tengo que hacer. Cumplir con mi deber.

En las palabras del chico había algo curioso. Parecía realmente feliz con su vida de esclavo, no entendía de patrias ni países y nada quería saber de la libertad, quizá porque, a su modo, se sentía libre. Simplemente sabía que al lado de Abibaal sus necesidades estaban cubiertas, hacía su trabajo con esmero y al no ser agraciado, o más bien tener un aspecto casi repugnante, no tenía peligro de convertirse en un juguete sexual como ocurría en muchos casos. Aunque pudiese parecer mentira, los dioses habían bendecido a Atón con aquella fealdad inhumana y con aquella capacidad para aceptarse. Pocas veces había conocido Okela a alguien tan feliz con su condición, ya fuese esclavo, mercader, soldado o artesano. Había cierta grandeza en esa forma de pensar tan básica. Tomas lo que los dioses te dan y te sientes feliz con ello; la libertad no es más que un sinónimo de deber y responsabilidad, y ésta es, a veces, una carga demasiado pesada para los hombros de un hombre.