Dentro de poco empezarían a llegar los invitados de Euricles a la reunión preparada para aquella noche: Erixímaco, el médico, hombre larguirucho y enjuto; Hipónico y Licón, comerciantes como Euricles; Hermógenes, que era propietario de una serie de lavanderías y su vida sedentaria le había llevado a una gordura extrema; Acteón, poeta de profesión, el más joven de todos; y Antístenes, oficial de la flota ateniense, de gesto sobrio y serio.
La sala donde el día anterior se habían deleitado los espartanos con sabrosos manjares sería el escenario de aquella cena social tan querida por los atenienses. Euricles procedió con las presentaciones en el patio de su casa a medida que los invitados iban llegando. A todo ateniense le resultaba exótica la presencia de un espartano en una reunión como aquella, quizá más que la de un fenicio o un egipcio.
Una vez acomodados todos los invitados en sus reclinatorios, comenzaron a ser servidos por los esclavos excelentes platos acompañados por el mejor vino que Euricles tenía. Lo que más sorprendió a todos fueron las deliciosas anguilas de Beocia, un auténtico manjar que, a pesar de su escasez y su alto precio, Euricles había conseguido adquirir. El bueno de Hermógenes llegaba incluso a cerrar los ojos cada vez que daba un bocado a aquella exquisitez.
—No sé cómo lo haces, Euricles, siempre logras sorprenderme, y eso que considero que tengo al mejor cocinero de Atenas —fue lo único que atinó a decir el lavandero durante su degustación.
Las conversaciones se sucedían banales en torno a la estancia donde cada invitado departía con aquel que tenía más cerca. En un momento de silencio, Hipónico se dirigió a Euricles:
—Querido Euricles, ¿cómo es que hoy no nos deleitas con la presencia de algún músico o poeta?
—Los músicos y los poetas son para deleitar a los incultos que no tienen nada que decirse, hoy tenemos aquí una reunión muy especial, no son necesarios. Hablemos entre nosotros después de las libaciones. Mi querido amigo Okela quiere saber cosas de nosotros. Además, si en algún momento vemos que somos lo suficientemente ineptos como para no decir nada interesante, siempre podemos recurrir a Acteón. —Éste asintió con la boca llena.
—Fabuloso —dijo Erixímaco—, siempre disfruto de una buena conversación. Por cierto, ¿habéis oído que Lisímaco y tres de sus hombres fueron muertos anoche?
—Algo he oído —replicó Euricles mirando con complicidad a Okela.
—Ese maldito perro sarnoso —continuó Erixímaco— llevaba mucho tiempo atormentando a comerciantes y ciudadanos. Ha encontrado la muerte en una plaza de la parte baja de la ciudad, un problema menos para los comerciantes. Lo que me extraña es quién se habrá atrevido a tanto.
La conversación continuó sin más, comenzando por la delincuencia que vivía la ciudad, pasando por algún chiste picante y llegando a hablar del tiempo y de la buena cosecha que decían los campesinos vendría después de aquel invierno. A medida que los manjares eran devorados, otros, aún más sabrosos, ocupaban su lugar. A pesar de la voracidad de Hermógenes sobró bastante como para comer otros tres días.
Acabada la comida, se sirvieron frutos secos y delicias que hacían necesario refrescarse la garganta con vino abundante. Euricles, como anfitrión, dirigió las libaciones, tomó el recipiente con el que solía honrar a Dionisio y le pidió que, mediante aquel líquido rojo de su invención, liberase las almas y las lenguas de sus fatigados seguidores para que pudiesen hablar con soltura y alegría. Lo llenó de vino puro y con movimientos secos comenzó a derramarlo por el suelo.
—¡Oh! Dionisio, permite que hoy, como excepción, me dirija al gran Zeus tonante, dios entre dioses, para pedirle, no por mí ni por mis negocios, sino por Grecia entera que ve amenazada su existencia y esencia por las hordas del bárbaro esclavizador Gran Rey de Oriente. Muéstrese tu poder a los que desafían a tus fieles hijos, ¡oh Zeus!, y que Palas Atenea, tu hija, sepa guiarnos con sabiduría en la lucha que se avecina, para que cuando todo acabe podamos reunirnos aquí de nuevo a celebrar las cosas mundanas y triviales.
Concluidas las libaciones, dio comienzo la segunda parte del encuentro y, con ello, las conversaciones ya entre todos, siempre más interesantes y enriquecedoras. Licón se dirigió a Okela intrigado:
—Espartano, no hablas mucho. ¿Es eso normal de donde vienes? —preguntó Licón.
—En Esparta sólo hablamos cuando tenemos algo que decir —respondió Okela afable.
Euricles reía para sí mismo ante la cortante y lacónica respuesta, que podía ser interpretada como una crítica muy profunda a aquel tipo de encuentros, al simple hablar por hablar.
—¿Y el vino? ¿Tampoco bebéis vino? —continuó Licón.
—Pocas veces —repuso Okela.
—No beber vino no es sano, querido amigo —dijo Licón—. La comida es una necesidad del cuerpo, pero el vino —dijo mientras daba un buen sorbo a su copa—, el vino es una necesidad del alma.
Erixímaco, sin prestar atención a lo comentado por Licón, comenzó a hablar:
—Comentaba con Antístenes antes de las libaciones la esencia de las mujeres y, como tenía ganas de seguir la conversación, os haré partícipes de lo hablado. Básicamente le decía que, después de años en la medicina, me he dado cuenta de que la mujer no es más que una mala copia del hombre. Digamos que los dioses hicieron de ellas simples recipientes para el único objeto de la reproducción y Antístenes contestaba que efectivamente sólo sirven para eso, puesto que ni siquiera para dar placer pueden equipararse a un buen muchacho. ¿Qué opináis?
—Efectivamente, querido amigo —dijo el seboso Hermógenes mientras masticaba el puñado de delicados dátiles que habían desaparecido en el abismo que tenía por boca—. La mujer es un ser caprichoso y envidioso, más preocupada por la casa de los demás que de la suya propia, avariciosa y manirrota, obsesionada por las finas telas de oriente e indiferente a la filosofía y la conversación inteligente.
—De hecho, y disculpa que te interrumpa, querido Hermógenes —repuso Hipónico—, son incapaces del más sencillo razonamiento, ya sea político, filosófico o mundano. Todo lo retuercen, dicen lo que piensan, pero no parecen pensar lo que dicen. Y no sólo eso, sino que las musas son incapaces de visitarlas. ¿Cuándo se ha visto a una mujer poeta, escultora o con dotes políticas? Además, retomando lo dicho por Antístenes, son incapaces de dar el menor placer sexual, ya que simplemente yacen para ser tomadas y no conocen los puntos de placer de los hombres.
—Está Safo, la poetisa de Lesbos —repuso Okela.
—Bueno, sí —dijo Hipónico—. Esa no es más que la excepción que confirma la regla. Además, tengo entendido que Safo era un hombre en todo, salvo en su cuerpo de mujer.
—Añadiré a lo expuesto —continuó Erixímaco— que, además, son físicamente inferiores, no poseen músculos de mención, no pueden levantar cargas pesadas ni sirven para la guerra ni para el dolor, ya que el más mínimo inconveniente hace que broten lágrimas de sus ojos. En definitiva, os digo, amigos, que la mujer no es más que un medio para la procreación y para valorar su naturaleza hay que entenderla como la de un hombre defectuoso.
—También sirven para otra cosa —repuso Licón acaparando la atención de sus acólitos—. Sirven, queridos amigos, para aliviar la carga de las arcas paternas. Cinco talentos de oro fue la dote de mi hija, y han ido a parar a manos de su marido. La mujer es una carga necesaria, queridos amigos, pero sólo para producir hijos. Tener más de una hija es una auténtica desgracia para los bolsillos de un comerciante humilde. Como dijo Pitágoras de Samos: hay un principio bueno, que ha creado el orden, la luz y al hombre, y un principio malo, que ha creado el caos, las tinieblas y la mujer.
Todos rieron ante la desgracia de Licón, que tanto amaba su oro y su fortuna, más incluso que a su propia vida.
—Bastante arriesgado es tener una sola mujer —añadió Hipónico—. Algo que nunca entenderé de los orientales es que tengan docenas ¡o incluso miles! No es sensato. Imagina el gasto, Licón.
—Bueno, vosotros, los espartanos, estáis dominados por vuestras mujeres, ¿no es así? —dijo Hermógenes dirigiéndose a Okela.
—Eso he oído —añadió Erixímaco—. Además, la espartana es mujer frívola y casquivana, van desnudas por la calle, tienen hijos de varios padres al no tener leyes contra el adulterio y también dominan a sus maridos y reyes. ¿Cómo lo hacen, Okela? O mejor dicho: ¿cómo podéis permitirlo? —Todos miraron expectantes al espartano.
—Erixímaco —repuso Okela aclarándose la garganta—. ¿Antes de emitir una opinión sobre la dolencia de un paciente lo examinas detenidamente?
—Por supuesto —repuso Erixímaco riendo ante una pregunta tan alejada de la conversación principal.
—Pues entonces, viaja un día a Esparta y después opina sobre sus mujeres. Sólo diré que si carecemos de leyes contra el adulterio es sencillamente porque no son necesarias.
—Pero las mujeres son iguales en todo el mundo, se rigen por los mismos deseos y peculiaridades —repuso Licón.
—Acusáis a las mujeres de muchas cosas —repuso Okela—. Pero, ¿qué juicio es justo si no se permite hablar al acusado? Si mi querida mujer, Kalisté, compañera infatigable y fiel, estuviese aquí, podría rebatir cada uno de vuestros comentarios, ya que es una mujer inteligente y sabia que estaría a la altura de cualquiera de vuestras opiniones. A ti, Erixímaco, que tanto hablas de la debilidad, podría darte una soberana paliza y dejarte tendido en el suelo de dos puñetazos. Los que opináis que no son placenteras en el lecho, deberíais preocuparos de darles placer a ellas y entonces descubrirías sus habilidades como amantes. Educad a vuestras mujeres, no les deis menos de comer que a vuestros hijos varones, dadles un patrimonio que puedan gestionar y tendréis compañeras, no esclavas. Aunque lo cierto es que en vuestro interior todo esto lo sabéis, sencillamente tenéis miedo; y el miedo es mal consejero.
—Yo estuve en Esparta, como todos sabéis —dijo Euricles—, y Okela no carece de razón. El hermano mayor de Okela murió liberando Atenas de la tiranía de Hipias, y su madre no derramó ni una lágrima. Más bien al contrario, era una mujer dichosa porque el fruto de su vientre había servido a su ciudad como se esperaba de él.
Acteón, que cantaba alabanzas al amor y describía la belleza de las mujeres en sus versos, estaba muy interesado por la forma de pensar de Okela y pensando que elogiaría su singular forma de gobierno le preguntó:
—¿Y qué opinas, espartano, de nuestra democracia?
—Creo que es un sistema absurdo, y aunque la palabra pueda parecer ofensiva, espero que ninguno de los presentes se lo tome a mal, ya que es la única palabra que describe exactamente lo que quiero decir.
—¿Absurdo? —se sorprendió Acteón—. Cualquier gobierno en que los ciudadanos no tienen nada que decir es opresivo y está en contra de la libertad. En Atenas todo hombre libre tiene un voto, todos escogemos quién queremos que nos gobierne, y si alguien no cumple con las expectativas, es expulsado del gobierno de la ciudad. De este modo, los gobernantes se esfuerzan en hacer el bien común, en ser virtuosos, ya que, si no lo hacen, pierden el poder e incluso pueden llegar a ser exiliados.
—Lo que no alcanzo a comprender de la democracia —dijo Okela— es cómo puede el voto de un campesino ignorante, que no sabe leer ni escribir, que no conoce nada más allá de su pedazo de tierra, que no sabe de guerra, de ingeniería, de arquitectura, de diplomacia, valer lo mismo que el vuestro, doctos amigos. Y esa misma pregunta me lleva a todas mis demás dudas sobre vuestro sistema de gobierno.
—Muy sencillo, espartano —dijo Licón—. Nuestros políticos exponen todas esas cuestiones al pueblo y les informan debidamente.
—Querrás decir, Licón —repuso Okela—, que les embaucan. Lo que tú llamas político en Esparta se llama charlatán. Por su naturaleza, en vuestro sistema de gobierno siempre vais a elegir al mejor orador, no al mejor político ni al estadista más capaz. El pueblo es básico en sus apreciaciones, es cambiante e inconstante, y sus opiniones maleables una vez sometidas al fuego de las palabras. Es como si en una casa se sortease cada día quién ha de tomar las decisiones, si el padre, la madre o el hermano pequeño, con todo lo que eso conlleva. Habéis derrocado a un tirano y ahora tenéis otro.
—¿Y quién es ese tirano, espartano? —dijo Hermógenes riendo.
—Pues un tirano de 30 000 cabezas. Un gobierno debe trabajar para el pueblo, sin duda, y por la gloria del mismo; y procurarle prosperidad, bienestar y protección, pero nunca dejarse dominar por él.
—Bueno —dijo Euricles—, creo sinceramente que estáis todos equivocados respecto a la naturaleza de la democracia. Unos alabáis sus virtudes como poetas y mi querido amigo la ve como una forma de caos y desgobierno. Lo cierto es que la democracia no es ni una cosa ni la otra. Es imposible, queridos amigos, que un sistema de gobierno funcione a la perfección y el mando de la mayoría siempre va a resultar opresivo para la minoría. La democracia, como yo la veo, es una forma de oligarquía en la que el pueblo, ignorante, cree participar, pero en realidad las elecciones no son más que una coartada para que, aunque rotando, manden siempre los mismos. El secreto de la democracia reside en hacer creer al pueblo que piensa y decide, no en hacerles pensar y decidir realmente.
—Entonces, hermano —dijo Okela—, estás de acuerdo en que existe el peligro de que el gobierno caiga en manos de charlatanes.
—En eso tienes razón, espartano —dijo Antístenes—. A mí la democracia nunca me ha gustado, un barco que cambia con frecuencia de capitán es ingobernable.
El vino recorría las gargantas resecas de los que hablaban en un círculo vicioso de conversación, sed y comida. Okela se había mostrado comedido y, aparte de la elocuencia mostrada en los temas tratados, apenas dijo nada más en toda la noche. Simplemente nada podía decir cuando los atenienses comenzaron a hablar de filosofía, del origen de las cosas, el por qué de los sueños, la naturaleza del ser y todas esas materias que realmente a Okela le traían sin cuidado, ya que en nada servían a la vida de un hombre más que para confundirlo. Hay una realidad, y sólo una; y esa realidad la tienes siempre delante si la quieres ver con claridad. Los dioses no han hecho el mundo tan complicado como lo quieren hacer parecer los filósofos, enrevesando los porqués, y diciendo refranes con palabras rimbombantes que parece que van a dar un sentido a la vida. El mundo es sencillo de entender, sólo hay que tener los pies en la tierra. Y la vida sólo tiene un sentido: el que uno quiera darle.
Las horas, el vino y los excesos no pasaron sin más. Las lenguas empezaron a trabarse, algunos comentarios de los presentes se volvían incomprensibles por su falta de coordinación. Licón y Hermógenes se quedaron dormidos, y aunque Erixímaco se mostraba locuaz, su estómago se puso boca abajo vomitando lo comido en una esquina de la habitación. Momentos antes del alba, Licón se despertó y recordó dónde estaba. Se despidió de los presentes:
—Recuerda, Licón: come muchas ostras nada más despertarte, te harán sentir mejor —propuso Erixímaco.
A aquella despedida le siguieron las demás.
Amanecía.