10

¿Cómo había llegado hasta allí? Okela miró hacia atrás y vio Esparta arrasada y humeante. Vio a todos sus compañeros muertos. Aún era de día, pero una lúgubre oscuridad lo cubría todo. El rojo de las llamas que engullían su amada ciudad se confundía con el crepúsculo y con la sangre del suelo. Sus pies descalzos andaban con dificultad sobre pegajosos ríos de sangre negra que le cubrían hasta el tobillo. Sangre de compañeros y amigos. Sabía que sólo quedaba él. Estaba desnudo, su escudo estaba a lo lejos; era de piedra y descansaba sobre un pedestal a los pies del cual Kalisté y Ático yacían sin vida como si de un tétrico sacrificio se tratase. No llevaba armas, pero sabía que debía batirse. Delante de él, y hasta donde alcanzaba la vista, sólo distinguía la silueta de miles de guerreros de lejanas tierras en perfecta formación. Los buitres, ahítos, eran incapaces de levantar el vuelo, cientos de cuervos y perros despedazaban los cuerpos. De entre los extraños guerreros avanzó un cíclope con una gigantesca hacha que blandía al viento, alto como una torre. Raras pieles cubrían su cuerpo. Reía. Okela avanzó hacia él para comprobar que sólo le llegaba a las rodillas. No tenía miedo, debía luchar y así lo haría.

—Señor, debéis despertar —dijo la voz de Alastor.

Okela se levantó sobresaltado, la tenue luz de la lámpara de Alastor iluminaba la estancia.

—¿Qué ocurre?

—Debéis venir conmigo.

—¿No puede esperar a mañana?

—No, señor. Se trata de Ático, pero debéis verlo con vuestros propios ojos.

Sin pensarlo, Okela se puso apresuradamente su túnica, se calzó las sandalias, envainó su pequeña espada y siguió a Alastor hasta el patio y luego a la calle. Todos dormían. Ático había salido a descubrir Atenas con Lacedemonio a instancias de Euricles. Okela se fue calmando a medida que caminaba tras el ilota. Sabía que los dos muchachos se llevarían bien, era una buena edad para comenzar a forjar una duradera amistad a pesar de las diferencias abismales que había entre ellos. Alastor se había ofrecido a acompañarles. El espartano imaginaba lo que podía haber pasado: un joven aristoi ateniense con la bolsa llena y con la misión de enseñar a un lacedemonio las delicias de la luminosa Atenas. Tenían la ciudad a sus pies, las mejores hetairas y el mejor vino. Era normal que Alastor se escandalizase.

La oscuridad de las calles atenienses a esas horas contrastaba brutalmente con la luz que habían desprendido cuando llegaron. Avanzaban a paso ligero, yendo Alastor unos pasos por delante y mirando regularmente hacia atrás para hacer señas a su amo, instando, de forma humilde, a la prisa. Aquí y allá ladraba un perro o maullaba un gato. La ciudad parecía muerta. Las suntuosas casas dejaron paso a casas más modestas, a callejones más estrechos, mucho menos cuidados y de olores desagradables a excrementos, orín y pescado putrefacto. Antes de torcer una esquina, Alastor se detuvo y señaló con el dedo. De aquella dirección emanaba la luz propia de unas antorchas, con su característico vaivén. Okela aceleró el paso y, al mirar en la dirección que el ilota señalaba, se quedó atónito.

El callejón era el único acceso a la pequeña placita que indicaba Alastor. En el fondo de ella manaba agua de una fuente y, en una esquina, cuatro hombres con antorchas iluminaban el maltrecho cuerpo de Ático que yacía tendido en el suelo y había sido sometido a una feroz paliza. A su lado, aunque indemne, Lacedemonio yacía atado y amordazado con gesto de terror. Okela fue a volver la mirada hacia Alastor buscando una explicación. En ese mismo instante, un objeto impactó contra su nuca con un golpe seco, dejándole inconsciente.

Un caldero de agua helada se estrelló contra su cara. ¿Cuánto tiempo había estado sin sentido? Tras sacudir la cabeza, Okela alzó la mirada. Estaba inmovilizado. Las cuerdas rodeaban sus brazos con tal fuerza que respirar se hacía difícil. Ático había despertado. Estaba ensangrentado, pero vivo. Lacedemonio seguía en el mismo lugar. Uno de los hombres sostenía el caldero que había servido para sacar a Okela de su aturdimiento.

Alastor se acercó a Okela, lento y vanidoso, como saboreando el momento. Aproximó su cara a la de su amo y, con un odio extremo, lleno de desprecio, le escupió. La repugnante y viscosa saliva del ilota fue deslizándose lentamente desde el ojo del espartano, donde había impactado, buscando su camino por la mejilla.

—Cómo cambian las cosas de un momento a otro, señor. Hace unos instantes eras mi amo, y ahora puedo hacer de ti lo que me plazca, y todo gracias a la amabilidad y generosidad del rey de Persia.

—¿Qué haces, imbécil? —inquirió Okela dándose cuenta de lo que había ocurrido y valorando la situación.

Alastor rió. Los cuatro matones asistían a aquella venganza con interés. Uno de ellos tenía un ojo morado y la nariz rota, probablemente cortesía de Ático, pero se les veía satisfechos con la rentabilidad de una noche de trabajo fácil, dos niños y un comerciante por una buena cantidad de oro, aunque uno de aquellos pequeños bastardos les había puesto las cosas difíciles peleando como un jabalí.

—Voy a vengar con vuestra sangre a mi familia muerta y a mi pueblo cautivo. Llevo muchos años deseando que llegue la ocasión de acabar con tu vida y con la de tu hijo. Llevo rogando a los dioses desde el día en que murió mi hijo para que me den una oportunidad de acabar con los korkótidas. Mis plegarias han tardado en ser escuchadas, pero el dios de la venganza se me apareció un día de mercado a modo de mensajero del Gran Rey, quien me ha pagado bien por tu repugnante pellejo. Al final he tenido que contratar a estos caballeros pagándoles todo lo que tenía, pero no quiero el dinero, quiero que veas cómo degüello a tu hijo para que te vayas al Hades sabiendo que tu linaje queda extinguido aquí, en una sucia calle de Atenas, lejos del campo de batalla.

—Maldito traidor…

—¿Traidor? —Alastor rió—. ¿Cómo puede un esclavo ser un traidor?

—Diles que nos suelten —dijo Okela sin inmutarse, como si diese por hecho que su orden se fuese a cumplir.

—De ninguna de las maneras, señor. Ahora mando yo y quiero saborear este momento.

El acento de Okela denotaba que no era ateniense, a pesar de su indumentaria. Muchos atenienses habían adoptado el estilo espartano de melena y barba, pero éste además hablaba con un fuerte acento lacedemonio. Estaba tranquilo y no pedía por su vida. Los cuatro hombres se miraron entre ellos, evidentemente no se trataba de un comerciante, y las palabras de Alastor no dejaban lugar a dudas. Alastor se acercó a Okela, le quitó la pequeña espada que portaba y se dirigió a él:

—Además, se me está ocurriendo que os voy a dar muerte con tu propia espada. Atento a esto, señor —dijo Alastor con aire irónico mientras se aproximaba a Ático amenazante y con semblante sádico. No obstante, el joven lobezno espartano no parecía inmutarse ante la posibilidad de una muerte cercana.

Okela evaluaba la situación continuamente, y pudo percibir desconcierto en la cara de los matones. Todo enemigo tiene un punto débil, es cuestión de descubrirlo y atacar con ímpetu. Su voz se alzó firme y pausada:

—Caballeros —dijo dirigiéndose a los cuatro hombres—. Soy Okela, de la casa de los korkótidas de Esparta. —Alastor paró en seco y su expresión cambió al instante—. Ese rufián os está buscando la ruina. Tenéis dos opciones…

—¡Calla! —gritó Alastor—. ¡No escuchéis a esa serpiente! —gritó dirigiéndose a los matones.

—Prended a ese imbécil, soltadnos a los tres y se os recompensará hoy mismo con tres veces lo que os ha pagado esa hiena. No lo hagáis y os puedo asegurar que Esparta no descansará hasta daros muerte, una muerte que puedo ir adelantando no será ni rápida ni agradable. No diré más, la elección es vuestra —sentenció Okela con parsimonia como si aquel encuentro no fuese con él.

Los hombres se miraron valorando la propuesta. Aquel tal Alastor les había engañado, lo cual no era tan grave. Lo grave era el hecho de que su lengua acababa de confesar que no tenía más dinero, y, aunque lo pactado es lo pactado, siempre es bueno un poco más. Luego estaba la amenaza del hombre que habían apresado. Era mejor no buscar problemas. Sin mediar palabra, y sólo con las miradas, estaba claro que aceptaban la propuesta del espartano. Alastor quedó petrificado, como si Medusa lo hubiese mirado.

—¡Cuando entregue sus cabezas a Jerjes se me recompensará con mucho más dinero. Os lo daré todo, lo juro. Debo llevar a cabo mi venganza!

Dos de los hombres desataron a Okela, los otros dos prendieron a Alastor, que gritaba como lo hace un cerdo antes de la matanza, realizando promesas imposibles de cumplir. Los matones miraron a Okela en busca de instrucciones. Un gesto tranquilo mientras se sacudía el polvo les indicó que debían acabar con la vida de Alastor en aquel instante. Los gritos del ilota se ahogaron en su sangre. Okela recuperó su espada del suelo.

Alastor tenía razón, cuánto cambian las cosas de un momento a otro.

—¿Cuánto se os ha pagado? —preguntó Okela al que parecía el cabecilla.

—Tres dáricos de oro a cada uno —respondió el matón.

—Muy bien, soltad a los muchachos, iré a por el dinero —dijo Okela.

—Los muchachos se quedarán aquí hasta que pagues. Así funciona.

—De acuerdo, no tardaré demasiado. Dadles agua —repuso Okela.

El cabecilla hizo un gesto y uno de los hombres se apresuró a dar agua a Ático y a Lacedemonio. Okela corrió a casa de Euricles, atravesando las calles por las que había andado tan tranquilo antes de la traición de Alastor pensando que su hijo se había metido en alguna bacanal ateniense. No despertó a Euricles para pedirle el dinero, sabía dónde lo guardaba. Cogió treinta y seis monedas de oro ateniense, y tan silenciosamente como había entrado en casa de su amigo, salió. Un espartano siempre cumple su palabra. Un espartano siempre paga.

El cabecilla contó las monedas con dificultad, de tres en tres, su escasa cultura no permitía más y, una vez conforme, ordenó que soltaran a los muchachos.

—Esperad un momento —dijo Okela a los chicos.

Los matones estaban entusiasmados repartiéndose el dinero. Al final, el trabajo había salido muchísimo más rentable de lo que esperaban. Con ese dinero podrían vivir como auténticos reyes durante meses. Así daba gusto. Okela presentó la mano izquierda al cabecilla con el mismo gesto que utilizaba Euricles para despedir a los fenicios. Sin dudarlo, el cabecilla estrechó la mano del espartano con una sonrisa afable y renegrida desprovista de dientes.

—Es un placer hacer negocios con usted —dijo Okela, mientras con un veloz movimiento acercaba al matón hacia sí y asestaba una mortal puñalada al cuello del hombre.

Empujar el cuerpo aún convulso de aquel rufián para que cayese al suelo, retirar la espada de su cuello y ponerse en guardia cubriendo la única salida que daba a la placita fue todo cuestión de un instante. Los tres hombres restantes, desconcertados, cambiaron su expresión de satisfacción por una de preocupación y rabia, abalanzándose sobre el espartano. Los torpes movimientos de los corpulentos matones contrastaban con la habilidad de aquel hombre nacido y criado para la guerra. Aquello no duró mucho. Esquivó tres golpes y lanzó tres certeras estocadas con su pequeña espada. Los metales no llegaron a chocar. Tendidos en la pequeña plaza quedaban cinco hombres sin vida. Okela llamó a Ático y a Lacedemonio, que habían asistido a la carnicería:

—¿Habéis visto lo que ha ocurrido hoy aquí? Bien, pues recuperad las monedas de los cuerpos de esos desgraciados y recordad: cumplid siempre vuestra palabra y, cuando debáis matar a alguien, matadlo; no habléis.