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Bellos frescos de Dionisio y Atenea decoraban la estancia destinada a las reuniones de amigos donde los atenienses solían beber hasta perder el conocimiento y donde a la abundante comida y al alcohol se añadían hetairas, esclavas y jovencitos que deleitaban a los presentes como deseasen. Allí charlaban de política, negocios, sexo, filosofía y banalidades. Uno de los invitados era seleccionado rey de la noche y, además de tener ciertas prerrogativas, elegía la proporción de agua que había de mezclarse con el vino; desde veinte partes de agua por cada una de vino, hasta vino puro, tan áspero como resulta para el gaznate. Cómodos cojines de vividos colores y reclinatorios estaban distribuidos estratégicamente para que todos pudiesen verse mutuamente en aquellas reuniones. La acústica era excelente, no hacía falta levantar mucho la voz para ser oído.

En esa ocasión, sólo Euricles, su hijo y sus dos invitados comerían allí, pero había suficiente espacio para unas diez personas. Sólo se parecía a las Sisitias espartanas en la cantidad de gente que albergaba y en el hecho de que servía para comer con amigos, aunque en el caso ateniense eran amigos de palabras y en el caso espartano eran amigos de armas. También el papel que cumplían era bien diferente; los atenienses lo utilizaban para deleitarse con conversación, comida, sexo y, sobre todo, alcohol, los espartanos simplemente como lazo con los compañeros.

Lacedemonio entró en la estancia y saludó cortésmente a los invitados; era un chico guapo, delicadamente vestido y de maneras aristocráticas. Su característica física más llamativa era su perfecta nariz griega, coronada por unos vivos ojos azules. A medida que los esclavos iban presentando suculentos platos que Ático nunca había visto, iban deleitándose con los sabrosos manjares.

—¿Te place la comida, Ático? —preguntó Euricles.

—Es todo delicioso, particularmente ahora que en la Agogé no tenemos ocasión de comer mucho —respondió sonriendo.

—Estos espartanos —dijo Euricles con expresión de fastidio—. Deberíais dedicaros al comercio, se vive mejor. Y dime, Ático: ¿nunca te ha contado tu padre de dónde viene nuestra relación de amistad?

—No, nunca —contestó Ático.

—Eres hombre de pocas palabras, Okela. Tendré que contárselo yo —dijo dirigiéndose a su amigo.

—Es que tú lo cuentas mejor —contestó Okela.

—Pues verás —prosiguió Euricles después de abrir un higo por la mitad—. Hace muchos años, cuando yo era un niño, gobernaba en Atenas un tirano llamado Hipias. Él y su hermano Hiparco habían heredado el poder político de su padre, Pisístrato. Mi padre, y otros, asesoraban a ambos en materias de estado y gobierno, aunque nunca estuvieron cómodos con los aires de grandeza de ambos hermanos. El mandato de un solo hombre es siempre peligroso para los que están cerca, especialmente cuando comienza a comportarse como un rey oriental. El caso es que Hiparco se encaprichó del joven Harmodio, un bello muchacho. Hiparco enviaba poetas y cantantes a su casa y le hacía suntuosos regalos para conseguir su amor. Tal era su obsesión con el muchacho que abandonó paulatinamente los asuntos del gobierno, pero el corazón y el cuerpo de Harmodio ya pertenecían a Aristogitón desde hacía tiempo. Ambos se amaban profundamente. El asedio amoroso al que sometió Hiparco a Harmodio se hizo tan insistente que ambos amantes decidieron acabar con la vida del tirano Hipias y de su hermano, ya que, si sólo moría uno, el otro buscaría venganza. Aunque las razones para acabar con la vida de ambos eran personales y nada tenían que ver con política, no les costó encontrar partidarios. Escogieron el día de las Panateneas para matar a ambos. —Euricles hizo una pausa para hacer una seña a uno de los esclavos que, con prontitud, llenó de vino la copa del anfitrión.

—¿Y bien? —dijo Ático—. ¿Los mataron?

—Aquel día —continuó Euricles aparentando no hacer caso a las preguntas, pero satisfecho del interés que sus palabras habían suscitado en el joven espartano— las gentes estaban alborotadas disfrutando de las fiestas, los músicos y las carreras a las que asistían invitados de toda Grecia. Los dos amantes siguieron a Hipias en la distancia, pero éste iba bien protegido por su guardia personal y no veían el momento de actuar. De repente vieron que uno de los hombres a los que habían confesado sus intenciones se acercaba a Hipias y ambos discutían acaloradamente. Sintiéndose traicionados, optaron por la huida, y en esa huida por las calles se encontraron de bruces con Hiparco, que iba desprotegido y ufano de sí mismo. Sin pensarlo, Aristogitón se abalanzó sobre él y le asestó tantas puñaladas como su resuello le permitió. Nadie hizo nada para evitar el apuñalamiento del hermano del tirano. Cuando informaron a Hipias de la muerte de su hermano, montó en cólera y mandó arrestar a ambos amantes. El hecho de que nadie hubiera hecho nada para evitar aquel asesinato le comía por dentro y se dio cuenta de que el pueblo no les quería. Ordenó ejecutar a Harmodio públicamente, y Aristogitón fue torturado de formas horribles para hacerle confesar quiénes eran sus cómplices. Aunque mi padre no estaba entre los delatados por Aristogitón, Hipias se volvió tan paranoico que despidió a sus hombres y contrató a unos cretenses como guardia personal; no se dejaba aconsejar, veía traiciones por todas partes. Hizo retirar cortinas de sus casas para evitar que alguien pudiese esconderse tras ellas, hacía que su cocinero comiese con él por miedo al envenenamiento. Se aisló de todos y de todo. Las ejecuciones de gentes queridas por el pueblo se sucedían. Muchos se fueron aprovechando el manto de la noche, lo que hizo que Hipias cada vez se encerrase más en sí mismo. Atenas se sumió en las sombras. Mi padre partió a Esparta para pedir ayuda y asilo a vuestro rey Cleomenes y, para evitar que mi madre y yo cayésemos en manos del tirano, nos llevó con él. El objetivo de su embajada era el derrocamiento de Hipias. Sólo tu abuelo alzó la voz a favor de mi padre y su causa en aquella ocasión ante vuestro consejo de ancianos, le ofreció su casa y desde el primer día fueron amigos. Tu abuelo siempre estuvo en contra de las tiranías, como es natural entre los espartanos, y no comprendía por qué en aquella ocasión los Reyes, los Éforos y la Gerusía se negaban a derrocar a Hipias. Allí conocí a tu padre, meses antes de que fuese enviado a la Agogé. Fuimos compañeros de juegos y, en una ocasión en la que muchachos de nuestra misma edad comenzaron a escupirme y vejarme por mi condición de ateniense refugiado y afeminado, tu padre se impuso a ellos a puñetazos haciéndoles pedir perdón uno a uno.

»Durante meses, todas las preguntas que los espartanos dirigían al oráculo de Delfos recibían la misma respuesta, independientemente de la cuestión que planteasen. ¿Sabes cuál era esa respuesta directa del dios Apolo?

—No —respondió Ático interesadísimo.

—«Debéis liberar Atenas de la tiranía de Hipias». Durante un tiempo, los espartanos se resistieron a la idea de invadir Atenas y derrocar a Hipias, pero la repetitiva respuesta del oráculo, y el trabajo de tu abuelo y mi padre, al final calaron en vuestros reyes, que decidieron actuar. Esos meses en casa de tu abuelo, junto con tu padre, sellaron una inalterable amistad entre nosotros, relación que confío Lacedemonio y tú sigáis manteniendo como vuestros abuelos y vuestros padres. Al final, el rey Cleomenes llevó un ejército hasta Atenas, derrocó a Hipias, que se exilió en Persia, y mi padre y otros como él hicieron nacer la democracia en Atenas. Cuando nos despedimos, tu padre y yo sellamos un pacto: nuestros primogénitos tomarían el nombre de la tierra del otro, por eso tú te llamas Ático y mi hijo Lacedemonio. La amistad es un tesoro, querido Ático. El amigo es lo único que queda cuando todo lo demás se ha ido. Lacedemonio y tú deberíais salir a conocer Atenas cuando acabemos aquí y empezar a conoceros entre vosotros. Habéis nacido amigos, aunque no lo sepáis.

Ático estaba entusiasmado con la historia. De hecho, desde que Euricles había comenzado a contarla, no había probado bocado.

Cuando los muchachos se fueron, Euricles se dirigió a Okela:

—Y bien, amigo mío, ¿qué os trae por aquí?

—Como sabrás —dijo Okela—, el rey de Persia está reuniendo un gigantesco ejército con el que pretende conquistar Grecia.

—Sí, lo sé —respondió Euricles.

—Pues bien, debo partir a Asia e informar al rey Leónidas de lo que está ocurriendo allí y de los preparativos persas. En cuanto a vuestro gobierno, ¿sabes algo? ¿Pretende rendirse al invasor, luchar o llegar a un acuerdo?

—Te voy adelantando que Temístocles está dispuesto a luchar hasta el final. Confía en que nuestra flota pueda castigar seriamente los suministros persas una vez que hayan atravesado el mar que separa Asia de Europa y que las ciudades de Grecia, unidas, puedan derrotar al invasor en tierra. De todos modos, no sé si sabes que Jerjes ha enviado mensajeros a todas las ciudades griegas pidiendo Tierra y Agua como es costumbre; bueno, a todas menos a Atenas y a Esparta, así que sus intenciones están claras. Lucharemos de nuevo, amigo mío, espalda con espalda. Conozco a todos los comerciantes fenicios que frecuentan Atenas. Te conseguiré transporte a Asia. De todos modos, mañana por la noche tengo preparada una reunión con varios amigos y conocidos atenienses al que espero asistas. Podrás partir al día siguiente.

—Será un placer, amigo mío. Sabes que bebo poco, pero no puedo imaginar una mejor forma de disfrutar de la verdadera Atenas —repuso Okela—. Por otro lado, querría que te hicieses cargo de Ático mientras estoy fuera; enséñale Atenas y vuestra forma de vida, creo que le será de utilidad. Cuando vuelva dentro de unas semanas, le recogeré.

—Descuida, hermano. Aquí estará bien y aprenderá cosas que en Esparta nunca le enseñarían.

No hablaron más de guerra, ni de política; comieron, charlaron y rieron hasta la noche sobre tiempos pasados, sobre aquellos lejanos días en Esparta, travesuras de niñez, sobre sus mujeres y el amor. Qué recuerdos. Qué gran regalo de los dioses es la amistad.