Atenas era una ciudad alborotada, ruidosa y escandalosa. Los dos espartanos y sus sirvientes ilotas atravesaban las calles intentando abrirse camino a duras penas entre comerciantes, vagabundos, filósofos, soldados, prostitutas y oráculos de callejón. Okela indicó al joven ilota cómo llegar hasta la casa de Euricles y le ordenó que desmontase y fuese corriendo entre el gentío para avisar de su llegada. Euricles se llevaría una grata sorpresa.
Gentes de todo tipo anegaban las calles; fenicios, cartagineses, egipcios, argivos, sicilianos e incluso persas, cada cual con su peculiar indumentaria. Los mercaderes, atrincherados en sus puestos, gritaban a los cuatro vientos intentando convencer a los viandantes de las cualidades de sus productos, las gentes iban y venían, compraban y vendían con plata y oro o, sencillamente, intercambiaban un queso por un conejo. Perfumes, hortalizas, cerámica decorada con bellas imágenes, estatuillas de dioses y héroes, gallinas, huevos, armas, pescado, tejidos de toda índole. Unos niños huían a la carrera de un comerciante que les llamaba ladrones dejándose la garganta, mientras un vendedor de esclavos alzaba la voz por encima de todos y palpaba los músculos de un coloso nubio, brillante de aceite y cargado de grilletes, alabando su fuerza y sus cualidades para el campo, como escolta o como mensajero, adjudicándolo al mejor postor y dándole la enhorabuena por la excelente compra realizada e incluso permitiéndose el lujo de decirle, con sorna, que se sentía estafado por el hábil comprador. Los olores, los colores y el griterío se confundían en las sucias calles. Okela miro hacia atrás con una sonrisa curiosa para observar la cara de Ático. El muchacho estaba anonadado, abrumado. Aquello no era la austera Esparta. Una bella muchacha se acercó al joven espartano:
—¡Espartano! ¿Quieres probar las mieles del Olimpo?
Ático estaba preparado para plantar batalla en el campo, no en el lecho. Se quedó mirando a la muchacha mientras su caballo avanzaba lentamente pero, cautivado por su belleza, no logró articular palabra. La muchacha pronto perdió interés ante la pasividad del joven y fue a buscar otra presa; los fenicios son más fáciles, pero pagan peor y siempre regatean. Okela disfrutaba viendo la cara de su hijo, aquellos ojos desbordados por lo que veía. Ciertamente era bueno que supiese lo que era Atenas, conocer desde dentro a los que habían sido aliados y enemigos en innumerables ocasiones y que, con toda seguridad, volverían a ser ambas cosas. Las dos polis entendían el mundo de manera demasiado dispar, pero la lengua y la cultura las unía, como a dos hermanos que siempre se están peleando, pero que ante la agresión de un tercero unen sus fuerzas sin pensarlo dos veces.
Pasado el ágora en dirección a la casa de Euricles, la ciudad parecía otra. El gentío y el griterío se disipaban. Casas grandes y lujosas flanqueaban el camino y todo parecía más cuidado, especialmente la indumentaria de los hombres. A diferencia de Esparta, no se veían mujeres por las calles, sólo humildes esclavas que venían del mercado y se afanaban en sus tareas diarias. A lo lejos, a la puerta de una de esas casas, Okela pudo identificar a Euricles, que se despedía sonriente de unos comerciantes fenicios dándoles sendos besos en las mejillas y comentado, seguramente, lo satisfecho que estaba de volver a hacer negocios con ellos. Acto seguido, el ateniense miró hacia la calle en dirección a Okela. Al verle, levantó la mano haciendo un saludo acompañado de una calurosa sonrisa; después hizo una seña hacia el interior de su casa y tres esclavos salieron a recibirles. Los visitantes descabalgaron y Okela y Euricles se fundieron en un fraternal abrazo mientras Alastor y los esclavos se hacían cargo de las cabalgaduras.
—¡Estás más gordo! —dijo Okela sin querer ocultar la alegría que le invadía al ver a su amigo.
—La vida me trata bien, hermano. Pasad, os lo ruego, estáis en vuestra casa —dijo tendiendo la mano hacia el interior.
La casa de Euricles estaba ricamente decorada y, aunque la fachada denotaba elegancia y estaba cuidada, no era recargada. Las ventanas eran pocas y pequeñas, para dificultar que pudiesen entrar maleantes buscando fortuna rápida y fácil. Aunque también era así porque los atenienses eran celosos de sus mujeres. Una mujer ateniense rara vez salía de casa, pocas veces se dedicaba a otra cosa que no sea tejer o dar a luz. Era un insulto para los atenienses que un extraño hablara o preguntara sobre las mujeres de su casa, aunque sólo fuese una pregunta retórica. De hecho, para ellos la mujer no era más que un hombre defectuoso y deficiente, intelectual y físicamente incapaz, que debía ser apartada de los lascivos ojos de otros hombres.
El patio central era amplio, con una pequeña fuente en el extremo opuesto a la puerta de la que no dejaba de fluir agua, dando una bienvenida sensación de frescor. Aquí y allá ánforas de varios tamaños contenían muestras de los productos traídos por los fenicios. Sobre una mesa, pequeños frascos sugerían la presencia de deliciosos perfumes importados de lejanas tierras.
—Joven Ático, cómo has crecido —dijo Euricles jubiloso—. Imagino que después del viaje desearéis asearos; estos dos esclavos os asistirán, y después os conducirán a vuestras habitaciones. Ellos se ocuparán de vuestras pertenencias. Cuando lo deseéis, venid al patio. Yo estaré aquí revisando estas mercancías y comeremos y charlaremos. Tienes mucho que contarme, hermano. Mi hijo, Lacedemonio, no tardará en llegar de sus clases, tiene tu edad, Ático, seguro que os llevareis bien. Vuestros sirvientes dormirán con los esclavos, ya he dado instrucciones para ello. Si necesitáis cualquier cosa no tenéis más que pedirlo.
—Gracias por tu hospitalidad, Euricles —dijo Okela.
—No seas ridículo, Okela. ¿Hospitalidad en tu propia casa?
Los dos hombres no pudieron evitar darse otro abrazo. Euricles era un gran anfitrión, tenía don de gentes, era inteligente, gracioso, comedido, de conversación profunda cuando la situación lo requería y banal cuando era necesario. El aseo al que sometieron los esclavos de Euricles a los espartanos fue largo, minucioso y concienzudo, incluyendo masajes con aceites olorosos, perfumes, retirando pequeños pelos de orejas y nariz y repasando imperceptibles imperfecciones. Asimismo repasaron las uñas de pies y manos para luego cubrirles con delicadas túnicas y calzarles cómodas sandalias. Ni la espartana más coqueta hubiese llegado a tanto. Cuando salieron de la sala de aseo no parecían espartanos, sino más bien nobles atenienses, auténticos aristoi, salvo por la larga melena de Okela, un inconfundible sello lacedemonio de identidad. Al espartano aquello no le entusiasmaba demasiado, resultaba afeminado, pero la hospitalidad es algo que no sólo hay que saber dar sino también recibir y, desafortunadamente, a Euricles parecía habérsele olvidado los hombres con los que trataba. Se había acostumbrado a recibir y agasajar gentes de distantes y misteriosos países. Sólo esperaba que Ático no se sintiese demasiado atraído por aquella forma de vida.
Al salir al patio, el caminar marcial de los espartanos contrastaba con las delicadas y gráciles ropas que vestían. Euricles estaba de espaldas, comprobando su mercancía y probando productos de las diferentes ánforas y sacos: aceites de Siria, vinos de levante, dátiles y trigo de Egipto. Emitía gruñidos de auténtico deleite.
—Hermano —dijo Okela para alertar de su presencia. Mientras se acercaba a él, Euricles se volvió saboreando un dátil.
—Por Palas Atenea, ¿qué habéis hecho con mis invitados? —preguntó como alarmado a Okela y a Ático mirándoles de arriba abajo y rió—. He ordenado a mis esclavos que os hagan una limpieza completa y os dejen hechos unos verdaderos Narcisos, sólo para fastidiarte, Okela, y reírme un poco. Ten cuidado al salir a la calle, hermano, no vaya a fijarse en ti algún filósofo con ganas de carne.
Los dos amigos rieron a carcajadas mientras se palmeaban la espalda.
—Eres un hijo de mil hienas, Euricles —dijo Okela jubiloso.
—Cualquier cosa por un momento de risa, la vida es corta, amigo mío, y un día sin risa es un día perdido.
Los espartanos probaron unos extraños frutos mientras Euricles les acercaba un poco de vino mezclado con agua.
—Probad estos dátiles, son excelentes. Este vino es de lo mejorcito que he probado, sólo necesita mezclarse la misma cantidad de agua que de vino para que esté sublime.
Euricles les hizo probar todo tipo de productos. Hizo también una seña a un esclavo que permanecía inmóvil en una esquina, éste asintió y desapareció entrando en la cocina. El ateniense guió a sus invitados hasta la habitación donde solía celebrar las reuniones con amigos y conocidos. Allí comerían y charlarían.