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—Padre —dijo Ático moviendo a Okela levemente—, la luna se encuentra ya en su punto álgido. No ha habido novedad, todo está tranquilo.

Okela se levantó lentamente ayudándose de un brazo.

—Bien, hijo. Acuéstate y descansa, te despertaré antes de que salga el sol para reanudar la marcha.

—Padre, antes de acostarme, mira lo que he encontrado entre los olivos —dijo Ático mientras mostraba su hallazgo.

Okela lo cogió y lo examinó. Hacía tiempo que no veía un dárico. Era una moneda persa de oro, estaba delicadamente acuñada y mostraba un arquero engalanado y arrodillado. El objeto era bello, pero lo que significaba no tanto.

—Hijo mío, estos son los únicos arqueros a los que debemos temer. Cambian la voluntad de los hombres, convierten a los amigos en enemigos y derrotan a ejércitos enteros sin luchar. Aléjate siempre de ellos, hijo mío, y procura que tus amigos hagan lo mismo. Los que se rinden a su brillo suelen acabar siendo esclavos.

Ático asintió y se acostó bajo el olivo donde había estado durmiendo su padre. Okela comenzó su guardia.

¿De dónde había salido aquella moneda?, se preguntaba. Hubiera sido lógico, aunque ciertamente difícil, encontrar una moneda en el camino, paso indispensable de comerciantes y mensajeros. Difícil porque todo el que dispone de ellas las cuida como una loba a sus crías. Pero más extraño aún era el hecho de que fuese una moneda persa y no ateniense o corintia. Lo cierto es que una moneda de oro persa, prácticamente recién acuñada y en un lugar relativamente apartado del camino, era todo un hallazgo. Los agentes de Jerjes debían estar recorriendo Grecia comprando las débiles almas de hombres que, esperando que aquel metal les hiciese libres, no percibían que en realidad les hacía esclavos. Donde el oro flota, el honor y la lealtad se hunden. Okela inspeccionó el terreno cercano. No parecía que nadie hubiese acampado por allí aquella tarde o la anterior noche y, para hallarla con la sola ayuda de la luz de la luna, Ático había tenido que verla fácilmente. La moneda no llevaba mucho tiempo allí, era evidente. La guardó.

Okela despreciaba el dinero, la ausencia de éste hacía que los espartanos fuesen realmente iguales. Aquel Dios al que muchos veneraban, ese Dios de metal maleable y tangible, era el Dios más deseado, caprichoso, envidioso e inestable que había conocido. Los más sabios, los más valientes, los más poderosos se inclinaban ante él. Sabía que lo único realmente valioso en el mundo era lo que ese metal no podía comprar. El que lo posee en abundancia vive con temor a perderlo, pierde la confianza en los que le rodean, sospecha de sus amigos y vive en un mundo de sombras en el que para alumbrar la oscuridad requiere aún más metal brillante, sin darse cuenta de que cuanto más acumule mayor es la oscuridad de su existencia. Los que no lo tienen recelan de los que lo tienen y critican sus lujos y excesos, pero lo desean, siendo capaces de cualquier cosa para conseguirlo. Todos recelan de todos en las sociedades que veneran ese metal. El oro es una bestia que devora primero a quien la alimenta, más tarde, todo lo valioso. Pocos son los que consiguen domar a la fiera. Entre esos pocos se encontraba su querido amigo ateniense, Euricles, quien conseguía ver el oro como un medio y no como un fin en sí mismo. Okela solía llevar alguna moneda de oro ateniense cuando viajaba. Aquellas monedas facilitaban muchas cosas, compraban comida e información, cegaban ojos, detenían lenguas y ensordecían oídos. Siempre es bueno hablar el idioma de las ciudades que visitas.

Muchos buenos espartanos habían sido deslumbrados por su brillo. Con él habían conseguido lujos, mujeres, manjares… pero, ¿de qué servía todo eso si perdías tu honor? El honor es como una isla rodeada de escarpados acantilados, una vez que la dejas ya no puedes volver. Qué triste cambiar honor por bienes y qué lamentable canjear, por el simple hecho de vivir rodeado de lujos, lo que hace que la vida merezca la pena: el honor y la libertad.

Okela oyó tras de sí el chasquido de una rama. Con agilidad dio media vuelta desenvainando la espada y se puso en guardia. A tres pasos escasos identificó la encorvada figura de Alastor que portaba en su mano diestra el pequeño hacha que utilizaba para cortar la leña:

—¡Alastor! ¿Qué haces despierto? —dijo Okela sorprendido.

—Señor —respondió el ilota titubeante—, me he despertado con frío y venía a recoger algo de leña para avivar el fuego.

—Venga, recoge lo que quieras y vuelve a dormir.

—Sí, señor —respondió Alastor fijando la mirada en el suelo.

Alastor obedeció, volvió a su sitio, avivó el fuego y cerró los ojos.

La luz de Artemisa brillaba en lo alto y daba claridad a la noche. Era bellísima. Es probable que, en Esparta, los Reyes, los Éforos y la Gerusía hubieran concluido ya el encuentro en el que valorarían la situación creada por el rey de Persia y sus huestes. Aquellas reuniones se solían llevar a cabo bajo la protección de Artemisa las noches de luna llena. ¿Habría llegado la respuesta del oráculo? ¿Habría llegado, como hacía diez años, un emisario persa exigiendo Tierra y Agua? En aquella ocasión, los mensajeros de Darío, el padre de Jerjes, habían acabado arrojados a un pozo, un auténtico mensaje de desafío al imperio más poderoso de la tierra: antes muertos que esclavos. Okela no tenía duda, cualquiera que fuese la decisión que tomasen los gobernantes de la ciudad sería la mejor para Esparta.

Hacía diez años los atenienses habían hecho gala de una gran valentía y arrojo lanzándose contra las tropas de Darío que pretendían esclavizar Grecia. Los espartanos no pudieron participar en la inmortal batalla de Maratón por razones religiosas. Llegaron al día siguiente, cuando ya no había un ejército que derrotar y Atenas se encontraba embriagada por la felicidad, la celebración de la victoria y el vino. Los atenienses despreciaron a los espartanos por ello.