A pesar de haberle parecido excelente la idea de Kalisté, Okela se sentía extraño camino de Atenas con su hijo. Ático, como todos los espartanos, había sido entregado al estado para su educación cuando contaba siete años. Le había visto en ocasiones, pero desde el día en que fue a llevarlo a las barracas, e incluso desde su nacimiento, no había dispuesto de tanto tiempo por delante con él. Tardarían cinco o seis días en llegar a Atenas a caballo y sin prisa, y luego pasarían allí otros tantos. Cabalgarían juntos, comerían juntos y dormirían juntos; era demasiado tiempo. Antes de partir se imaginaba hablando con Ático, ahora se preguntaba: ¿de qué se habla con un hijo?
Cabalgaban unos metros por delante de Alastor y del otro ilota que Okela calculaba tendría más o menos la edad de su hijo, aunque los ilotas jóvenes parecen siempre más jóvenes que los espartanos y los viejos parecen más viejos. Quizá fuese a causa de la escasez de la comida y el exceso de trabajo. Alastor debía tener unos diez años más que Okela, aunque era ya un auténtico anciano. Siempre había estado al servicio de los korkótidas y Okela lo conocía desde su mismo nacimiento. Alastor se ocupaba habitualmente de hacer inventario de lo producido en el kleros de su casa y dormía en el suelo. También iba de vez en cuando al mercado. Había asistido en el aseo al padre de Okela, y ahora, a él mismo. Era reservado y sumiso y había conocido mujer. La esposa de Alastor había dado a luz días antes de que naciese Ático, siendo seleccionada como nodriza del nuevo korkótida, pero los dioses quisieron que el producto de sus pechos no fuese suficiente para ambos bebés. El hijo de Alastor murió por falta de alimento, y días después moría su mujer de pena. No se puede decir que fuera leal, porque ningún ilota es leal, pero nunca había causado problemas.
El sonido de las uñas de los caballos se mezclaba con su olor a sudor provocado por la marcha y por un sol inclemente. Okela frenó un poco a su caballo para ponerle a la altura del de su hijo:
—¿Qué tal la Agogé? —preguntó Okela sin saber muy bien qué más decir.
—Bien, padre. —Contestó casi militarmente Ático.
—Debes aplicarte y ser de los mejores. Asegúrate de trabajar y ser seleccionado para formar parte de la Krypteia cuando llegues a los veinte años y, con algo más de trabajo, llegar a ser parte de los Hippeis; la guardia Real.
—Así lo hago, padre; pero somos muchos y todos mis compañeros son excelentes luchadores.
—Hijo mío, todos tenemos momentos malos, momentos normales y momentos excepcionales; sólo se trata de saber cuando estamos en un mal momento y cuando nuestro contrincante está en un momento excepcional. Por lo demás, es cuestión de prepararse para que nuestros momentos normales sean equiparables a los momentos excepcionales de los demás. Cuando tu contrincante es más fuerte, debes ser más ágil, cuando es más ágil, debes ser más inteligente.
—¿Y cuándo es más inteligente?
—En ese caso, hijo mío, hay que confiar en que la combinación de fuerza, agilidad e inteligencia sean suficientes. De todos modos, hasta el más inteligente tiene puntos débiles. La fuerza de un contrincante puede ser utilizada en su contra y convertirse en una debilidad. Cuando un contrincante poderoso asesta un fuerte golpe, si éste no hace impacto, cuanto más fuerte sea, más fácil será que pierda el equilibrio. De la misma manera, una persona que sabe que es inteligente lo suele dar por supuesto, y es ahí donde radica su debilidad, ya que suele confiarse. Sobre todo con los que se hacen los tontos. Debes ser un soldado completo, la fuerza vale de poco si no se utiliza la cabeza. Pon siempre tu confianza en los dioses, pero mantén la espada afilada y la cabeza fría.
—Este año está siendo particularmente duro, padre. Las raciones de comida son una cuarta parte de la que nos daban hace solamente dos meses y los ejercicios son cada vez más duros. Días después de que comenzasen a reducir las raciones, unos compañeros de barracón y yo decidimos salir a buscar comida. Nuestros estómagos rugían de hambre. Además, cuando dijimos a Agías que teníamos hambre nos respondió que la comida estaba ahí fuera, que saliésemos a por ella, pero que tuviésemos cuidado de no ser sorprendidos o se nos reprendería con severidad. Así lo hicimos. Al abrigo de la noche salimos de los barracones, nos metimos en una casa y robamos algo de pan y unos huevos. Cleomenes hizo ruido y el dueño de la casa debió despertarse y nos descubrió. Dio parte a Agías de que habíamos robado y a todos nos fueron impuestos veinte latigazos como castigo. ¿Qué pretenden que hagamos? Nos incitan a que robemos, pero nos castigan si lo hacemos. —Ático estaba claramente confuso.
—Hijo mío, los castigos no son por robar, sino por haber sido sorprendidos robando.
—No entiendo, padre.
—Verás, el hambre agudiza el ingenio. La reducción de las raciones crea esa necesidad de robar, y vuestros superiores lo saben. Saben que para sobrevivir y salir adelante necesitáis más comida que la que se os proporciona. El robo es la única opción, así que eso es exactamente lo que quieren que hagáis, pero quieren que salgáis sin ser vistos, que robéis y que no seáis sorprendidos.
—¿Y de qué nos sirve eso, padre?
—Sirve para azuzar vuestra mente y para que aprendáis el valor del sigilo. Debes convertirte en un gato, silencioso, paciente y ágil. Debes aprender a ser cauto, discreto, a confundirte con la noche, a ver sin ser visto y a valorar tus opciones con rapidez. También deberías aprender a elegir compañeros de partida, por ejemplo. Ya no te asocies con ese tal Cleomenes para este tipo de empresa, por lo que dices parece ser un poco torpe. Eso es lo que se pretende. Si te sorprenden robando, quiere decir que algo has hecho mal y de ahí la reprimenda y los latigazos.
—Entiendo, padre.
—De todos modos, la próxima vez que debas salir a por comida, hazlo solo, y cuando vuelvas, asegúrate de traer suficiente comida para otros compañeros. Cuando hayas hecho eso algunas veces, selecciona a un par de aquellos que consideres aptos para tus rapiñas nocturnas con la misma filosofía, traer suficiente para otros. Luego, selecciona a otros dos, así hasta que todos los compañeros de tu barracón estén unidos en un propósito. De esta manera conseguirás convertirte en líder natural, pronto resolverás disputas entre ellos con palabras y conseguirás una lealtad duradera. Así lo hice yo.
—Sabios consejos, padre. Gracias.
—Recuerda siempre que provienes de la estirpe de los korkótidas, estamos emparentados con los reyes de Esparta y nuestras raíces se hunden en los tiempos hasta el mismísimo Heracles. Todos tus antepasados viven en ti; siempre debes tener el valor de honrar su nombre y su memoria sirviendo a Esparta. Cada vez que te sientas flaquear, en cualquier sentido, recuerda tu estirpe. Sobre todo debes tenerte en alta estima, aunque sin ser pretencioso. Lo que piensan los demás de ti depende en gran medida de lo que piensas de ti mismo. Debes aprender a conocerte, debes conocer tus virtudes y tus defectos y conocer tus límites. Todos tenemos límites. Todo el mundo debe conocer tus fortalezas y debes hacer que las conozcan, del mismo modo en que nadie debe conocer nunca tus puntos débiles. Sé observador, vigila sobre todo los pequeños detalles, esos suelen ser los que delatan a las personas. Y cuando tengas que hablar, habla poco y di lo que tengas que decir sin matices y con palabras sencillas. Mucha gente utiliza demasiadas palabras, muchas de ellas grandilocuentes, hablan mucho pero no dicen nada; aléjate de esas personas. Si alguien no puede expresar su opinión sobre algo claramente y en pocas palabras, está claro que esa persona no tiene una opinión sólida. Como dijo una vez un sabio de las islas del norte: sé rey de tu silencio y no te conviertas en esclavo de tus palabras.
Caía la tarde. Ático escuchaba atentamente. Okela se había sorprendido a sí mismo hablando de aquella manera con su hijo, aunque más bien había sido un monólogo. Parece que, efectivamente, había mucho de qué hablar con un hijo después de todo; era simplemente cuestión de empezar la conversación y a partir de ahí todo fluía. Sentía que estaba transmitiendo a su hijo la sabiduría que había ido cosechando con los años, incluso cosas que eran innatas en él y que, por decirlo de algún modo, ni siquiera conocía que sabía. Jamás le había hablado así a nadie. Sintió felicidad, lo que él había aprendido a base de golpes lo estaba transmitiendo a su hijo, que podía comenzar su vida con todo eso ya aprendido, aunque nadie le podría librar de cometer sus propios errores, algo que también es necesario. Al fin y al cabo, Okela había aprendido más de sus errores que de sus aciertos.
De vez en cuando se cruzaban con un carro que llevaba productos en una dirección u otra, algunos irían a Argos, otros a Corinto, otros a Atenas y otros a Esparta. La escueta comitiva se detuvo cerca de un arroyo, bebieron agua, se refrescaron y decidieron acampar debajo de unos olivos apartados del camino. El sol no se había puesto aún, pero los caballos debían descansar. Alastor y el muchacho ilota, sin haber recibido una orden al respecto, buscaban leña para encender un fuego, mientras Okela le mostraba a su hijo algunos pasos de lucha que había prometido enseñarle durante aquel primer día de viaje. Los rayos de un sol rojo y moribundo iluminaban el camino que habían recorrido desde Esparta. Tras una cena frugal, el sueño comenzó a hacer mella en los ilotas, que cayeron rendidos en poco tiempo. Okela ordenó a su hijo hacer guardia hasta que la luna estuviese en su punto más álgido, momento en el que Okela le sustituiría hasta que llegase la mañana. El espartano cerró los ojos pensando en su hijo. Pudo observarse a sí mismo en el otoño de su vida, con el pelo cano y la espalda encorvada escuchando a alguien decir de aquel muchacho: «Es más valiente que su padre y digno portador del nombre de su estirpe».