Por la mañana, a Okela le despertaron las caricias de Kalisté. Estaba en la misma postura en la que se encontraba cuando cerró los ojos. Sonreía cálidamente. La noche anterior no había habido hueco para muchas palabras. Tampoco ahora. Marido y mujer hicieron de nuevo el amor. Lo hicieron pausadamente, explorando con las manos cada rincón de sus cuerpos, como si el tiempo fuese suyo, como si detrás de las paredes no hubiese nada ni nadie, como si fuesen los únicos seres de la tierra. El mundo podía continuar sin ellos aquella mañana.
Desayunaron tarde, en el patio de la casa, mientras comentaban brevemente la campaña de Mesenia. Se deleitaron con pan, aceite, higos y un excelente queso de cabra que hacían los ilotas en su kleros de Laconia.
—Debo partir a Atenas cuanto antes y buscar allí transporte hasta Asia. La guerra con los persas parece ser inminente y Leónidas desea que recabe información sobre el ejército de Jerjes —dijo Okela.
—Atenas —dijo Kalisté pensativa—. Visitarás a Euricles, supongo.
—Sí, por supuesto. De hecho, aún no lo sabe, pero me quedaré en su casa. Será una buena ocasión para ponernos al día —contestó Okela.
—Deberías llevar contigo a Ático, le convendría conocer Atenas y relacionarse con los atenienses. Tienen una forma de ver el gobierno, el estado y la vida tan diferentes a las nuestras… —sugirió Kalisté.
—Sin duda, sería una experiencia enriquecedora para él. Así lo haré.
Kalisté ayudo a su marido a vestir su capa roja. Estaba orgullosa de él. Era un autentico honor ser la mujer de aquel hombre. Era noble, buen marido y, sobre todo, buen espartano. Conocido y respetado por todos.
Okela llamó a Alastor y ordenó que, para el día siguiente, al alba, estuviesen preparados dos de los mejores caballos con vituallas suficientes para el viaje a Atenas, así como dos mulas para que él y otro ilota acompañasen a Okela y a su hijo en el viaje. Acarició los pies de Hestia, y salió de casa.
La ciudad bullía de actividad. Cada vez que volvía a Esparta hacía el mismo recorrido: paseaba hasta el ágora y disfrutaba de los olores, de las gentes, de alguna conversación con algún conocido o miembro de su mesa común y de allí se iba al templo de Artemisa Ortia a rogar por el bien de los Reyes, los Éforos y la Gerusía y por tener siempre el valor y la fuerza para defender las leyes de Licurgo ya fuese con el ingenio o con la espada. Una vez completado lo que él mismo llamaba el ritual del retorno, fue hasta las barracas de los jóvenes efebos donde su hijo cursaba la Agogé: el sistema obligatorio, colectivo y público que hacía a Esparta lo que era. Superar con éxito la Agogé era condición indispensable para pasar a formar parte de la ciudadanía espartana. Allí se promovía la disciplina, la igualdad, la lealtad, el honor, la capacidad de sufrimiento, la fraternidad y lo más importante: la seguridad en uno mismo. Hablaría con el paidonomos de Ático para emprender su viaje con él. Estaba entusiasmado con la idea de Kalisté: él y su hijo yendo juntos a Atenas. Tendría tiempo para ver el hombre en que se estaba convirtiendo e incluso de transmitirle parte de su sabiduría. Al fin y al cabo, todo lo que siempre había hecho era por el futuro, y el futuro está en los jóvenes.
Al aproximarse a los barracones, dispuestos a las afueras de la polis, se veían por doquier pequeñas unidades formadas por chicos de distintas edades. Todos con ásperas y raídas túnicas de las cuales sólo se les entregaba una al año. Todos descalzos.
Aquella visión le devolvió unos instantes a su niñez, al día en que cumplió los siete años y se despidió de su madre que, orgullosa, entregó a su hijo a los soldados que harían de él un espartiata, convirtiéndolo en algo más que nombre y ascendencia. Recordó las largas marchas, los pies ensangrentados y congelados en las cumbres del Taigeto, los latigazos recibidos con razón o sin ella, las luchas entre compañeros, a veces espontáneas, a veces propiciadas y consentidas por los propios paidonomos. Resistir y despreciar el dolor, endurecer cuerpo y alma, mirar a la muerte a la cara con una sonrisa desafiante, esa era la misión de la Agogé: crear guerreros sin igual. Recordó las palabras de su padre: «El hierro se ha de ablandar con el fuego y se ha de martillear para moldearlo. Sólo así se crea la mortífera espada». Así era con aquellos cachorros de Esparta. Había que doblegar y destruir al niño para crear al hombre. Okela sintió añoranza recordando los años de niñez y juventud entre los barracones con sus compañeros: instructores intransigentes, interminables carreras, extenuantes ejercicios, hambre, peleas, azotes, sangre, sudor y lágrimas. Sonrió para sí, había sido una buena época; probablemente la mejor de todas.
Los más jóvenes, de tan sólo siete años de edad, repartidos en manadas de una docena, aprendían a leer y a escribir, a tocar instrumentos musicales y practicaban la danza. Esto era particularmente importante, pues el baile combina la coordinación, el equilibrio, la atención a las notas musicales e incide en la importancia del movimiento en grupo. La música agudizaba el oído y además era de vital importancia entender el significado de las diferentes notas en el campo de batalla a la hora de efectuar maniobras complejas.
Un poco más adelante, Okela se detuvo ante un grupo de muchachos de unos catorce años practicando ya con las armas que él mismo utilizaba, formando en falange y haciendo simulacros de carga contra sacos llenos de paja. Los pesados escudos, los incómodos cascos corintios que, al cubrir las orejas, amortiguaban los sonidos y reducían el campo de visión, produciendo en su portador una extraña sensación de irrealidad y una falsa impresión de invulnerabilidad, y las grebas, que cuando eran utilizadas por primera vez producían dolorosas heridas. Todo esto debía convertirse en una segunda piel para aquellos muchachos. Cualquier pequeño error era castigado a latigazos, ante los cuales los chicos no debían manifestar ni dolor ni angustia; la obligación era soportarlos con entereza. Concluida la maniobra que observaba, Okela se aproximó al paidonomos de la unidad en cuestión.
—Deseo hablar con Ático, de la casa de los Korkótidas.
El paidonomos se cuadró. Reconoció a Okela al instante, había servido con él en alguna ocasión.
—Está en el gimnasio, señor, practicando lucha cuerpo a cuerpo —dijo el paidonomos, que saludó marcialmente y volvió a ladrar órdenes a los que estaban a su cargo, que ya maniobraban con soltura.
De vez en cuando se veía algún éforo yendo de aquí para allá valorando el trabajo que se hacía con aquellos futuros guerreros. Podía estar satisfecho.
Okela llegó al gimnasio. Pudo identificar a Ático luchando con un compañero, prácticamente desnudos, embadurnados en aceite y rodeados del resto de los componentes de su unidad. Tenía doce años. Era un chico alto, fibroso y bien parecido. Sus compañeros, sentados en corro, atendían con interés a la lucha y a las indicaciones que su maestro iba dando mientras andaba alrededor de ellos. Estos intentaban derribarse y hacer que la espalda del otro tocase el suelo sin otro arma que sus manos y sus piernas:
—¡Así no, Ático! ¡Pierdes el equilibro y te vuelves vulnerable! ¡Presta más atención a sus pies, Cleomenes, no pienses sólo en lo que vas a hacer tú, sino en lo que puede hacer él! —gritaba el paidonomos de los chicos—. ¡Concentraos en lo que estáis haciendo!
Los dos daban vueltas en círculo. De vez en cuando, uno avanzaba para agarrar al otro y éste se escabullía. La lucha parecía muy igualada. En un momento dado, Ático hizo un quiebro con el pie para hacer pensar a su antagonista que atacaría por la derecha, éste fue a defenderse y el hijo de Okela usó el impulso para dirigirse al lado contrario, tomando a su contrincante por sorpresa. El brazo de Ático impactó con el pecho de Cleomenes. Con un rápido moviendo, consiguió ponerse detrás de él, retorciéndole como un trapo mojado, derribándolo y agarrándolo de tal forma que quedó inmovilizado en el suelo con tan solo tres puntos de apoyo, sus piernas y un brazo.
—¡Bien hecho! Has sorprendido a tu enemigo y has hecho que pierda el equilibrio. Ahora, ¡derríbalo! —gritaba el maestro.
Ático se quedó como pasmado un instante, Cleomenes se revolvió ferozmente, y en cuestión de segundos, y sin saber cómo, era él el que se encontraba sobre el suelo, mirando al cielo.
—¡Levantaos! ¡Ático! ¿Se puede saber qué ha pasado? —dijo el paidonomos enfurecido.
—No lo sé, señor —repuso Ático mirando al suelo avergonzado.
—¿«No lo sé, señor»? ¿Qué tipo de respuesta es esa? Has perdido la concentración justo en el momento en el que tenías a Cleomenes vencido. Volved a vuestro sitio. —Hizo una pausa para permitir a los muchachos tomar sus puestos y prosiguió—: Bien, gracias a la actuación de Cleomenes y Ático hemos aprendido varias cosas: lo primero, la importancia de la sorpresa; lo segundo, la importancia de la concentración; y lo tercero, como ha hecho Cleomenes, no darse por vencido nunca. Esta tarde proseguiremos. Volved a vuestros barracones.
Mientras los muchachos se levantaban y se dirigían a sus cobertizos en grupillos de dos o tres comentando la lucha, Okela surgió de entre ellos y se aproximó al maestro, saludándolo.
—¡Agías! —dijo Okela con una cálida sonrisa—. ¡Tratas a los chicos demasiado bien! ¡Siempre has sido un poco blando!
—¡Okela! Qué alegría verte. Ahora entiendo por qué Ático ha perdido la concentración. Ático, ven aquí.
—Hola, padre —dijo el joven entre jubiloso y avergonzado.
—Hola, hijo. Veo que he llegado en mal momento —dijo Okela sonriendo y manteniendo una pudorosa distancia.
—Eso mismo debe aprender, y lo sabes. Un soldado no puede distraerse en ningún momento —afirmó Agías—. ¿Qué te trae por aquí?
—Mañana parto para Atenas y deseo que mi hijo venga conmigo. Necesito tu conformidad.
—Por mi parte no hay problema.
—Hablaremos a mi vuelta a la Sisitia. Parece que los persas andan revueltos de nuevo y habrá que ir pensando en ponerles en su sitio —dijo Okela con sorna.
—Eso he oído —respondió Agías. Acto seguido se dirigió a Ático—. Ve con tu padre y aprende de él. Es el mejor soldado que he conocido.
—Esparta tiene mejores hombres que yo, Agías —sentenció Okela.
Agías y Okela se abrazaron fraternalmente y padre e hijo emprendieron el camino a casa. Antes de llegar, Okela se dio cuenta de que no habían hablado en todo el camino. Su hijo se mantenía a su lado, como si fuese un ejército de un hombre siguiendo a su comandante y esperando órdenes. El afecto que sentía hacia Agías, Euricles o Leónidas era el de compañeros de armas y fatigas, amigos que se conocen desde siempre y entre los cuales no hay secretos ni diferencias. En cambio, el que sentía por su hijo era muy diferente. Nunca podrían hablar de igual a igual, pero era su descendencia y su sangre, una extensión de sí mismo, la razón última de la existencia de un hombre y la rebuscada garantía de una extraña inmortalidad. Aquel muchacho, que lucía una mirada idéntica a la de su madre, era la encarnación del futuro por el que se dejaba la piel en cada combate, y era él quien debería mantener vivo el nombre y patrimonio de su linaje cuando Okela muriese en combate o por la simple lógica de la vida. Como cualquier padre, confiaba en que su hijo le superase en todo.