Ya era de noche, y Okela caminaba desde la casa del rey Leónidas hacia la suya con el escudo y el casco corintio colgados a la espalda y la lanza asida con la mano derecha, con la punta mirando al suelo. No notaba el peso de su coraza, ni del pesado escudo que, desde niño, eran una segunda piel. Cuando los espartanos partían en campaña siempre eran acompañados por ilotas que se ocupaban de cargar con la indumentaria, pero, para la misión desempeñada en Mesenia, Okela había decidido prescindir de ellos. Le resultaba delicado contar con sirvientes que probablemente tuviesen familiares entre aquellos que habían perecido. Marchar con la panoplia era incómodo, no por el peso, al cual todos estaban acostumbrados tras años de entrenamiento, sino porque cuando hacía calor, las corazas y los cascos se convertían en auténticos hornos y cuando hacía frío parecían témpanos de hielo.
Las calles estaban desiertas. Sólo la claridad de la luna guiaba sus pasos. Sentía el calor que siente cualquier hombre al volver a su hogar. Algunos perros ladraban a lo lejos. En breve llegaría a su casa, la que fue de su padre y antes de su abuelo; la que cuando él muriese sería de su hijo, la casa de los chacales de Esparta, la casa de los korkótidas, la estirpe que tantos grandes hombres había proporcionado a la polis; descendientes de reyes cuya genealogía se remontaba al gran Menelao de Esparta, marido de la raptada Helena que pasó a la Historia como Helena de Troya. Allí lo estaría esperando su amada Kalisté. Aquella mujer era la perfecta espartana, descendiente también de reyes, excelente administradora de sus tierras y las de su marido cuando éste se encontraba lejos, inteligente y avispada, gran anfitriona, justa pero severa con los ilotas a su servicio, madre abnegada y mujer de sabio consejo y, como correspondía a toda espartana: bella. Siempre que Okela había tenido que ponerle cara y cuerpo a Helena de Troya los había tomado prestados de Kalisté. Una mujer cuya sola belleza invitaba al rapto y por la que Okela comenzaría sin dudarlo una guerra de diez años como hizo Menelao. Kalisté era virtuosa ante conocidos y extraños, pero una auténtica Afrodita en el lecho.
A Kalisté le encantaba el baile. Era la mejor bailando el bíbasis. De hecho, todas las espartanas practicaban la danza, la carrera e incluso la lucha. Al contrario de otras ciudades griegas, en Esparta las mujeres no estaban recluidas en los gineceos ni eran meros medios reproductivos, ni recibían la mitad de la comida de la que disfrutaban sus hermanos, quizá por eso no eran raquíticas y débiles sino que nacían y vivían fuertes, robustas y atléticas, tenían una intensa vida social y disfrutaban al yacer con sus maridos. Eran educadas en la lectura, legítimas herederas y poseían y administraban estados. En muchas ocasiones daban sabio consejo a sus maridos, que las consideraban sus iguales en bastantes materias. El resto del mundo griego, a pesar de considerarlas las mujeres más bellas de la Hélade, las criticaba por casquivanas y lascivas. Okela sabía que estas acusaciones no reflejaban más que envidia y, quizá, eran propiciadas por el hecho de que las leyes espartanas no contemplaban el adulterio. Una mujer que yacía con otro hombre que no fuera su marido no era culpable de nada; de hecho, no era raro que un lacedemonio incapaz de tener hijos escogiera a otro espartiata para yacer con su mujer y así tener la descendencia que todo hombre ansia. De todos modos, un hombre que no sabe encontrar en una mujer a su igual nunca podrá saborear las mieles con que los dioses les han bendecido.
La mujer espartana era la columna vertebral de la sociedad, el pilar sobre el que se asentaban las bases de una ciudad invencible. En último término, si los hombres eran la muralla, ellas eran los cimientos de esa muralla. En una ocasión, una invitada ateniense le había confesado a Gorgo, la bella y abnegada esposa de Leónidas, que no se explicaba cómo las mujeres espartanas eran propietarias de pleno derecho de tierras y bienes y cómo es que eran capaces de discutir con los hombres asuntos políticos. Gorgo respondió lacónicamente: «Porque sólo las espartanas parimos verdaderos hombres».
La noche en que Okela había raptado a Kalisté de casa de sus padres para llevarla a su casa y tomarla como esposa, como era ritual en Esparta, sabía desde hacía tiempo que aquella mujer le llenaría completamente. Lo hizo la misma noche en que cumplió la edad estipulada para el matrimonio.
Se conocían desde niños. Habían compartido momentos de su niñez y adolescencia en los rituales religiosos, en los baños en el río y en las reuniones de sus familias, y aunque ambos, llegada su pubertad, habían tenido experiencias sexuales con personas de su mismo sexo, la unión de aquella noche había sido onírica, como un sueño. Siempre se habían deseado.
La noche del «rapto», como era costumbre, dos mujeres ilotas de la casa de los korkótidas habían preparado a la novia para recibir en su aposento y en su vientre al que a partir de ese momento sería su esposo. Fue rapada con mimo y vestida de forma austera con quitón de hombre y con un sencillo cinturón. Okela se escabulló de las barracas donde tenía obligación de permanecer, asumiendo el riesgo de ser descubierto, consciente de que, de serlo, le esperaba un severo castigo. Entró en el cuarto alumbrado por las tenues lámparas de aceite, se acercó a ella, desabrochó su cinturón y le retiró la túnica. No hicieron falta palabras. Aquella noche se entregaron el uno al otro con pasión, poseídos por Eros. Antes de que amaneciera, el espartano volvió a su puesto sin ser visto.
Al doblar una esquina, ya cerca de su casa, un grupo de jóvenes se divertía burlándose de un ilota borracho. No era costumbre en Esparta beber vino, ya que adormecía los sentidos y hacía a los hombres pendencieros e inconscientes, pero los ilotas bebían, y mucho. A veces, y como pasatiempo, los jóvenes obligaban a beber a estos siervos hasta que no podían sostenerse en pie y daban tumbos de un lado a otro sin poder articular palabra. Era un espectáculo penoso, pero algo que hacía entender a los jóvenes el peligro del exceso. Okela había practicado aquel pasatiempo cuando era joven y no pudo más que esbozar una burlona sonrisa.
Llegó a su casa y se detuvo un momento antes de abrir la puerta que daba al patio. Saboreó ese instante. Cerró los ojos. Estaba en casa. Era feliz. Sólo los dioses sabían lo que el futuro le deparaba. El mismo día siguiente podría tener que servir de nuevo a su ciudad y lo haría con entrega. Pero ahora estaba en casa, sólo el «ahora» importa, el pasado no deja de ser un sueño y el futuro una quimera.
Entró. En una incómoda banqueta del patio interior roncaba un ilota que sin duda había recibido órdenes por parte de Kalisté para que esperara a Okela, le asistiese a deshacerse de su panoplia y le asease. Okela pasó su mano derecha por los pies ya desgastados de la estatuilla de la diosa del hogar, Hestia, que presidía la entrada al patio. Siempre que llegaba a casa hacía ese pequeño ritual. Se acercó al ilota y con dos firmes palmadas en la mejilla lo despertó. El sirviente se irguió sobresaltado.
—Bien… bien… venido a casa, señor —dijo titubeante.
—Anda, holgazán; ayúdame a desvestirme —ordenó Okela.
Una mujer ilota debía estar preparando su cena. Desde la cocina llegaba el inconfundible olor del típico caldo negro de los espartanos: sangre de cerdo y vinagre. A Okela le encantaba ese caldo, especialmente mojar en él un buen pan. A muchos griegos aquel plato típico y austero les resultaba repugnante, hasta el punto que un ciudadano de la lujosa Síbaris había llegado a afirmar que después de probar la sopa negra de los espartanos comprendía la disposición de estos hacia la muerte.
El ilota Alastor y Okela fueron al cuarto de aseo. Alastor, que en ningún momento miraba a los ojos de su amo, desprendió a Okela de su indumentaria: las grebas, la coraza y el casco, y fue a buscar agua caliente para asearlo. El aseo fue rápido pero concienzudo; perfumó a su amo y lo vistió con una ligera y cómoda túnica. Cuando terminó, Okela le indicó a Alastor que podía retirarse. Fue a la cocina donde tenía preparado su caldo negro, despidió a la cocinera ilota y disfrutó de aquel momento de quietud y soledad. Qué delicia. No obstante, una idea rondaba su mente: ¿dónde estaba Kalisté? Seguramente dormida. Su llegada habría sido informada debidamente por Pantites como se le había ordenado pero, dado que había llegado a esas horas y Kalisté se levantaba antes que cualquiera de la casa, era probable que estuviese ya en los brazos cálidos y placenteros de Morfeo.
Mientras se deleitaba con la cena, Okela pensaba en los ilotas sometidos en Mesenia, y también pensaba en Persia, en la inminente guerra que daría alas a estos para levantarse de nuevo si el ejército espartano abandonaba el Peloponeso. Aquellos ilotas no eran de fiar, eran capaces de cualquier cosa, pero estaban por todas partes.
Y lo que era peor: eran imprescindibles para el modo de vida espartano. Sin ellos nadie labraría los campos, nadie serviría en las casas y los espartanos no podrían dedicarse exclusivamente al honroso oficio de las armas. Cualquier otro oficio le estaba prohibido por Ley a un espartiata.
Acabó su cena. Reinaba el silencio en toda la casa. No quería despertar a Kalisté. Subió sigilosamente las escaleras que llevaban a su dormitorio con la lámpara de aceite en la mano y, lentamente, abrió la puerta para descubrir que Kalisté no se encontraba en su lecho. Una inexplicable sensación de desconcierto recorrió su cuerpo partiendo desde el espinazo. Se acercó al lecho despacio. Ella no estaba allí, y sin embargo su olor lo inundaba todo. Detrás de él, la puerta se cerró mientras una voz marcial y de mujer le increpó:
—¡Soldado!
Okela dio media vuelta y vio a Afrodita. Era Kalisté. Vestía una túnica casi transparente que, a la tenue luz, permitía adivinar sus senos firmes, su cuerpo atlético, sus piernas perfectas. Esa bella faz, esos largos cabellos. Era tan hermosa… Sus dos embarazos no habían causado mella alguna en el cuerpo de aquella mujer bendecida por los dioses. Okela se quedó paralizado, algo que ni el más feroz enemigo hubiera conseguido jamás. Kalisté se acerco lenta e insinuantemente y comenzó a besar de forma sensual aquel cuello de toro mientras la hombría de Okela comenzaba a manifestarse.
—Bienvenido a casa, soldado —le susurró al oído entrecortadamente y sin dejar de besarlo.
Okela permaneció inmóvil y cerró los ojos dejándose llevar por aquella amorosa emboscada que su amante esposa le había tendido. Kalisté exploraba con sus labios las mejillas y el cuello del espartano, deslizó lentamente su mano derecha acariciando su poderoso brazo, hasta alcanzar su miembro viril, ahora erguido completamente, y comenzó a palparlo y a acariciarlo por encima de la túnica. Okela se rindió a su instinto. Asió a su mujer por la cintura y la atrajo hacia sí. Sus labios se unieron en un apasionado beso. La tomó en brazos y la tendió sobre el lecho con gran mimo. Admiró de nuevo aquella belleza que esperaba para recibirle en sus entrañas y se deslizó entre sus piernas, subiendo con delicadeza la túnica de su mujer, sin desnudarla. No hacía falta. Okela penetró aquel templo reservado para él y, mientras la besaba dulcemente, comenzó con su vaivén lento, firme y amoroso. Jadeaban. El encuentro fue breve, pero intenso. Después de una larga ausencia, a ninguno de los dos les costaba alcanzar el cénit del amor. Okela derramó su virilidad en el vientre de Kalisté al tiempo que ella agonizaba de placer. Los besos de pasión dejaron paso a otros de amor. Okela se retiró de ella y se tumbó boca arriba. Kalisté acarició a su marido con mimo con la mano derecha, descansando su cabeza sobre la izquierda. No habló, sencillamente sonreía. Le gustaba recorrer el cuerpo de su marido con los dedos, descendiendo poco a poco desde el pecho hasta las piernas, bordeando las numerosas heridas que lucía el espartano como si de trofeos se trataran. Cada una de ellas tenía su propio nombre. La argiva era una herida que trazaba una línea recta desde su hombro izquierdo hasta el pezón, causada durante una cruenta batalla contra trescientos hombres seleccionados por la eterna enemiga de Esparta: Argos. Las Mantineas eran dos agujeros de flecha, casi paralelos, debajo de las costillas, recibidas durante el asedio a la ciudad del mismo nombre. La Tebana era la más grande de todas; le recorría el muslo desde la pelvis hasta prácticamente la rodilla. Aquella herida había sido la más grave que había sufrido el espartano. Sólo la rápida intervención de su compañero y amigo Agías le había salvado de una muerte segura. Varios otros vestigios de combates surcaban el cuerpo del guerrero, y todos ellos tenían nombre. Eso sí, donde Kalisté no podría encontrar herida alguna debida al combate era en la espalda. Tan sólo los surcos, cicatrizados hacía años, de los latigazos recibidos durante su instrucción en la Agogé decoraban la espalda de su marido. Lejos de resultar desagradables, las cicatrices hacían que su hombre le resultase más atractivo todavía. Ella siguió acariciándole, sonriente, hasta que se quedó dormido. Llegaba de Mesenia sin un rasguño. Era bueno volver a casa.