Avanzaban. El angosto, serpenteante y empedrado camino que llevaba de Mesenia a Esparta a través de los montes y escarpadas cumbres del Taigeto había sido recorrido por los espartanos en innumerables ocasiones. Okela lo había atravesado en todas las estaciones, en abrasadores veranos y gélidos inviernos. En unas horas, y tras un recodo en el camino, se vería el Eurotas, el río que bañaba Esparta y, desde allí, siguiendo su cauce, divisarían la ciudad sin murallas: la invencible. El sol resplandecía en lo alto. Llegarían a su destino cuando la noche ganase su particular batalla al día.
La vida había derrotado de nuevo a la muerte en un ciclo interminable. La primavera, que había sido precedida de un crudo invierno, inundaba los frondosos bosques del Taigeto y regaba con vitalidad faldas y cumbres. Así es el mundo en esencia: para que haya vida, debe haber muerte, para que los lobos vivan, deben morir las ovejas.
Marchando al frente de sus quinientos Homoioi resaltaba la figura de Okela, con su casco corintio, decorado con un penacho de negra crin de caballo, digno trabajo de Hefesto. Siempre que pasaba por el Taigeto, Okela recordaba la historia de Hefesto. Cuando era niño, su madre le contaba cómo el Dios herrero, hijo de Hera, había sido despeñado desde el Olimpo porque nació con horribles deformidades. Así se hacía en Esparta. Así debía ser por el bien común. Cuando una mujer daba a luz, el fruto de su vientre era sometido a examen por los ancianos. Estos valoraban si la vida del bebé merecía la pena al resto de la sociedad espartana. Aquellos neonatos considerados no aptos para formar parte de la sociedad eran llevados al Taigeto y abandonados en un lugar llamado «el depósito». Allí lloraban indefensos llamando desesperadamente a sus madres hasta que sus fuerzas les iban abandonando o hasta que las fieras los devoraban. Así debía ser para que Esparta fuese lo que era. No había lugar para bocas inútiles. El individuo no es nada, la polis lo es todo; o como le gustaba decir a los espartanos: «lo que no es útil para la colmena, no es útil para la abeja».
El agudo sonido de los aulós amenizaba la marcha acompasada de los espartanos, que entonaban los poemas de Tirteo:
¡Ah, jóvenes, pelead con firmeza y codo a codo;
No iniciéis una huida afrentosa ni cedáis al espanto;
Aumentad en vuestro pecho el coraje guerrero,
Y no sintáis temor de hacer frente al enemigo!
Avanzaban felices, jubilosos, orgullosos de sí mismos y deseosos de volver a su ciudad: su razón de ser.
Este es el hombre que resulta valioso en la guerra.
Y pronto las feroces falanges de los enemigos rechaza,
Y con su esfuerzo detiene el oleaje que trae la batalla.
Pero a quien en vanguardia caído la vida perdiera,
Tras dar gloria a su país, a sus gentes y a su padre,
Traspasado cien veces de frente a través de su pecho
Y del escudo en forma de ombligo su coraza,
A este lloran lo mismo los viejos que los jóvenes
Y con hiriente nostalgia lo añora su pueblo en conjunto.
De vez en cuando, la nutrida columna se cruzaba con algún pastor ilota que, por instinto, fingía estar ocupado y no darse cuenta de la presencia espartana.
¡Adelante, hijos de los ciudadanos de Esparta.
La ciudad de los bravos guerreros!
Con la izquierda embrazad vuestro escudo
Y la lanza con audacia blandid,
Sin preocuparos de salvar vuestra vida;
Que ésa no es costumbre de Esparta.
Okela se había refugiado en los versos de Tirteo más de una vez, especialmente cuando había sentido la necesidad de abstraerse del hambre, el frío y el dolor. Precisamente allí, en el Taigeto, en una de las innumerables cuevas excavadas por la paciente mano de la naturaleza, había buscado refugio del gélido invierno cuando apenas contaba veinte años. En aquella ocasión se le había encomendado su primera misión como parte de la Krypteia. Debía atravesar el nevado Taigeto, infiltrarse en Mesenia y, al amparo de la noche, eliminar a un tal Licodemo que, según las informaciones recibidas, estaba conspirando para provocar una gran revuelta entre los ilotas cuando llegara la primavera. Aquel fue el primer hombre que Okela había matado, pero su muerte evitó que muchos más murieran. Un perro puede vivir y morder sin patas, pero no sin cabeza. Lo mismo era cierto de los ilotas.
Identificar y acabar con este tipo de advenedizos era una de las labores de la Krypteia. Las revueltas ilotas siempre significaban una merma importante en la mano de obra, el retraso en las cosechas y muchas batallas innecesarias; aunque también es cierto que gracias a estas incursiones muchos jóvenes adquirían experiencia guerrera. Por eso, todas las primaveras, los éforos de Esparta declaraban la guerra a la ya sometida población ilota de Mesenia. La declaración de guerra era un mero formalismo, pero Esparta era una ciudad piadosa y, lo que en periodo de paz sería un asesinato deleznable a ojos de los dioses, no lo es con una guerra declarada.
Fue a la vuelta de aquella misión, atravesando en solitario el nevado Taigeto, con sus bosques blancos y el silencio roto únicamente por el silbido de un viento helado, cuando Tirteo había aliviado el entumecimiento de sus miembros congelados y el vacío en su estomago, y fue ante una de esas cuevas donde, buscando refugio, le sorprendió un lobo solitario, rabioso de hambre, que buscaba frenéticamente comida. Probablemente había sido el olor de la sangre seca de Licodemo en su túnica la que había atraído al depredador; o quizá no, quién sabe. Ante aquella cueva, los ojos del hombre y los de la bestia entraron en contacto. Okela, imperturbable ante el miedo, asió su lanza con ambas manos y la inclinó lentamente, apuntando a la cabeza del hambriento animal mientras suave y pausadamente cantaba los versos de Tirteo en voz baja, como un hechicero, y giraba lentamente, con las rodillas flexionadas, describiendo un círculo. El lobo giraba sobre su propio eje manteniendo sus ojos sobre los del muchacho, buscando el momento y el lugar idóneo para acabar con su víctima. La boca rabiosa y babeante de la bestia saboreaba ya el bocado. Un macabro baile. De forma certera, sin soltar la lanza y con un movimiento seco, rápido y decidido, Okela atinó con su arma en la boca entreabierta del depredador en el instante en que éste se preparaba para atacar. El rugido del ataque se mezcló con el alarido de dolor y muerte. La lanza había penetrado tanto en la garganta del lobo que Okela había tenido que usar todas sus fuerzas para recuperarla.
Aquellos recuerdos hicieron a Okela revivir el frío de ese día a pesar del sol castigador que caía como una maza sobre él y sus hombres cada vez que atravesaban un claro. La mente humana puede saltar de recuerdo en recuerdo como un gamo. Un recodo en el camino, un olor, un sabor o un verso pueden transportarte a un momento pasado y revivirlo completamente.
La columna espartana avanzaba firme por el paso del Taigeto. Los peñascos desnudos sobresalían amenazantes. Las cumbres parecían esculpidas por colosos. Horas de marcha después, el ascenso se tornó en descenso y el descenso desembocó en el fértil valle que el Eurotas había labrado plácidamente con la ayuda del tiempo en su camino hacia el mar. Aquí y allá, grupos de ilotas se afanaban en labrar las tierras que, a diferencia de otras, daba dos cosechas al año. El valle del Eurotas era la tierra más fértil de la Hélade.
Ya divisaban Esparta. La única polis que presumía de carecer de murallas. Con hombres como aquellos, las murallas no eran necesarias. Una pequeña nube de polvo se transformó en un hombre que corría hacia la columna en marcha. Se detuvo ante Okela, y saludó con solemnidad:
—Señor, traigo un mensaje del rey Leónidas —dijo el correo.
—Habla.
—Se me ordena comunicaros lo siguiente: «Querido amigo, confío en que vuestra misión en Mesenia haya concluido con éxito. Deseo veros en cuanto lleguéis a Esparta para comentar asuntos de vital importancia».
Okela asintió y despidió al correo, que desapareció tal y como había llegado.