La vida es demasiado corta para jugar al ajedrez.

Lord Byron

No cerraron la escotilla tras ellos. Era demasiado fácil perderse allí arriba en la cúpula, donde el desnudo espacio infinito se extendía ciento ochenta grados sobre cada eje. Necesitaban todo aquel vacío, pero también un ancla en su seno: la suave luz indirecta procedente de popa, una sutil corriente de aire proveniente del tambor, los sonidos de la gente y la maquinaria próxima. Les hacía falta que fuera de las dos maneras.

Yo esperaba. Interpretando una docena de pistas flagrantes en su conducta, me había cobijado ya en el compartimento estanco de proa cuando pasaron. Les concedí unos minutos y me dirigí a hurtadillas al puente en penumbra.

—Pues claro que la llamaron por su nombre —estaba diciendo Szpindel—. Era el único nombre que tenían. Se lo dijo ella, ¿recuerdas?

—Sí. —Eso no parecía tranquilizar a Michelle.

—Oye, erais vosotros los que decíais que estábamos hablando con una habitación china. ¿Me estás diciendo que os equivocasteis?

—No… no. Por supuesto que no.

—De modo que en realidad no estaba amenazando a Suze, ¿verdad? No nos estaba amenazando a ninguno. No tenía ni idea de lo que estaba diciendo.

—Se guía por normas, Isaac. Seguía algún tipo de organigrama diseñado tras observar los idiomas humanos en acción. Y de alguna manera esas reglas le indicaban que respondiera con amenazas de violencia.

—Pero si ni siquiera sabe lo que dice…

—No lo sabe. No puede saberlo. Analizamos su discurso de diecinueve formas distintas, probamos unidades conceptuales de todas las extensiones posibles… —Inspiró hondo—. Pero atacó a la sonda, Isaac.

—Jack se acercó demasiado a uno de esos electrodos, nada más. Sencillamente se tropezó con un rayo.

—¿Entonces no crees que Rorschach sea hostil?

Silencio prolongado… lo suficiente como para conseguir que me preguntara si me habrían detectado.

—«Hostil» —dijo Szpindel, al cabo—. «Amigable». Palabras que se aplican a la vida en la Tierra, ¿eh? Ni siquiera sé si tienen sentido aquí fuera. —Chasqueó suavemente los labios—. Pero creo que podría ser algo así como hostil.

Michelle suspiró.

—Isaac, no hay razón para… quiero decir, no tendría ningún sentido que lo fuera. Es imposible que tengamos algo que quiera.

—Dice que quiere que lo dejemos en paz —respondió Szpindel—. Aunque no sepa lo que significa.

Flotaron en silencio un momento, por encima del mamparo.

—Por lo menos los escudos aguantaron —dijo al final Szpindel—. Ya es algo. —No hablaba sólo de Jack; nuestro caparazón estaba revestido de la misma sustancia ahora. Había consumido dos tercios de nuestras reservas de sustratos, pero nadie quería depender de los campos magnéticos normales de la nave frente a algo que podía jugar tan fácilmente con el espectro electromagnético.

—Si nos ataca, ¿qué haremos? —preguntó Michelle.

—Aprender lo que podamos, mientras podamos. Defendernos. Mientras podamos.

—Si podemos. Asómate ahí fuera, Isaac. Me da igual lo «embrionaria» que sea esa cosa. Dime que no somos irremediablemente inferiores.

—Inferiores, sin duda. Irremediablemente, jamás.

—Eso no es lo que dijiste antes.

—Aun así. Siempre hay una forma de ganar.

—Si fuera yo la que dijese eso, responderías que no me hiciera ilusiones.

—Si fueras tú. Pero como soy yo, te diré que es la teoría de juegos.

—Otra vez la teoría de juegos. Jesús, Isaac.

—No, escucha. Estás pensando en los alienígenas como si fueran algún tipo de mamífero. Algo que se preocupa, algo que vela por sus intereses.

—¿Cómo sabes que no es así?

—Porque uno no puede proteger a sus crías si están a años luz de distancia. Están solas, y con lo grande, frío y peligroso que es el universo la mayoría de ellas no sobrevivirán, ¿eh? Lo mejor que puedes hacer es parir millones de crías y consolarte sabiendo que unas pocas siempre saldrán adelante, siquiera al azar. No es una mentalidad mamífera, Meesh. Si quieres un símil terrestre, piensa en las semillas del diente de león. O en los arenques.

Un suspiro abatido.

—Así que son arenques interestelares. Eso no significa que no puedan aplastarnos.

—Pero no saben nada de nosotros, no de antemano. Una semilla de diente de león no sabe lo que le espera antes de brotar. A lo mejor nada. A lo mejor una brizna de maleza que le pasa por encima como paja al viento. O a lo mejor algo que la manda a las Nubes de Magallanes de una patada en el culo. No lo sabe, y no existe ninguna estrategia de supervivencia que valga para todo. Lo que funciona de maravilla para uno es un desastre para otro. Así que lo mejor que puedes hacer es barajar las estrategias según las distintas probabilidades. Es una tirada con los dados cargados y te reporta los mejores rendimientos medios a lo largo de la partida, pero también es posible pifiarla y escoger la estrategia equivocada, por lo menos algunas veces. Es el precio a pagar por hacer negocios. Y eso significa… eso significa… que los jugadores débiles no sólo pueden batir a sus contrincantes más fuertes, sino que estadísticamente están predestinados a hacerlo en algunos casos.

Michelle resopló.

—¿Ésa es tu teoría de juegos? ¿Piedra, papel y tijera con estadísticas?

Puede que Szpindel desconociera la referencia. Se quedó callado, el tiempo suficiente para consultar un subtítulo; luego piafó como un caballo.

—¡Piedra, papel y tijera! ¡Sí!

Michelle se lo pensó un momento.

—Eres un encanto por intentarlo, pero eso sólo funciona si la otra parte está jugando igualmente a ciegas, y no tienen por qué hacerlo si saben de antemano a quién se enfrentan. Y, cariño, tienen tanta información sobre nosotros…

Habían amenazado a Susan. Por su nombre.

—No lo saben todo —insistió Szpindel—. Y el principio funciona en cualquier escenario con información incompleta implicada, no sólo en el extremo ignorante.

—No igual de bien.

—Pero sí un poco, y eso nos proporciona una oportunidad. Da igual lo bien que se te dé el póquer en el momento del reparto, ¿eh? Las cartas siguen repartiéndose con la misma probabilidad.

—Así que ése es nuestro juego. El póquer.

—Da gracias de que no sea el ajedrez. No tendríamos la menor oportunidad.

—Hey. Se supone que soy yo la optimista en esta relación.

—Lo eres. Yo soy alegremente fatalista. Todos entramos en la historia a medio camino, todos nos ponemos al día como mejor podemos, y todos vamos a morir antes de que termine.

—Ése es mi Isaac. Maestro del peor de los casos.

—Se puede ganar. Gana el que más se acerca a acertar el resultado final.

—De modo que son simples suposiciones.

—Exacto. Y no se puede elaborar una suposición decente sin información, ¿eh? Podríamos ser los primeros en descubrir lo que va a ser de la especie humana entera. Yo diría que eso nos sitúa en las semifinales, fácil.

Michelle tardó un buen rato en responder. Cuando lo hizo, no pude oír sus palabras.

Szpindel tampoco:

—¿Cómo?

—De invisible a invulnerable, dijiste. ¿Lo recuerdas?

—Ajá. El día de la graduación de Rorschach.

—¿Cuándo, crees?

—Ni idea. Pero no me parece la clase de cosa que vaya a pasar desapercibida. Y es por eso que creo que no nos ha atacado.

Michelle debió de poner cara de no haberlo entendido.

—Porque cuando lo haga, no se conformará con darnos un ligero pescozón de advertencia —dijo Szpindel—. Cuando ese hijoputa se levante en armas, nos vamos a enterar.

Un titilar repentino a mi espalda. Giré sobre los talones en el pasadizo angosto y sofoqué un grito: algo se perdió de vista correteando tras una esquina, algo con brazos, atisbado apenas, esfumado en un instante.

Allí no había nada. No podía haber nada. Imposible.

—¿Has oído eso? —preguntó Szpindel, pero yo ya había huido a popa antes de que Michelle pudiera responder nada.

• • • •

Habíamos caído tan lejos que a simple vista no se veía ningún disco, apenas se apreciaba curvatura alguna. Caíamos hacia una pared, una vasta llanura ondulada de oscuros nubarrones que se extendían en todas direcciones hasta un horizonte nuevo, infinitamente lejano. Ben ocupaba la mitad del universo.

Y nosotros seguíamos cayendo.

Lejos a nuestros pies, Jack se aferraba a la superficie rugosa de la Rorschach con unos palpos erizados como patas de salamanquesa y montaba su campamento. Bombardeó el suelo con rayos X y ultrasonidos, tamborileó con dedos curiosos y escuchó atentamente los ecos, plantó diminutas cargas explosivas y midió la resonancia de sus detonaciones. Propagó semillas como polen; diminutas sondas y sensores a miles, autónomos, miopes, estúpidos y prescindibles. La inmensa mayoría se sacrificaron a la suerte; sólo uno de cada cien duró lo suficiente para retransmitir unas mediciones útiles.

Mientras nuestro explorador de avanzada le tomaba las medidas al vecindario, la Teseo dibujaba a mayor escala mapas a vista de pájaro desde el cielo cada vez más próximo. Escupió miles de sondas prescindibles, las repartió por el firmamento y recabó información estereoscópica desde un millar de perspectivas distintas.

El mosaico de datos se montaba en el tambor. La piel de Rorschach consistía en un sesenta por ciento de nanotubos de carbono superconductores. Tenía las tripas básicamente vacías; por lo menos algunas de sus oquedades parecían contener atmósfera. Ninguna forma de vida terrestre hubiera durado ni un segundo allí dentro, no obstante; alrededor y en el interior de la estructura bullían intrincadas topografías de radiación y fuerza electromagnética. En algunos lugares la radiación era tan intensa que podría convertir la piel desprotegida en cenizas en un abrir y cerrar de ojos; en los remansos, sencillamente mataría en el mismo lapso de tiempo. Partículas cargadas se perseguían alrededor de circuitos invisibles a velocidades relativistas, brotando de aberturas aserradas, trazando curvas de fuerza magnética lo bastante fuerte como para pertenecer a estrellas de neutrones, arqueándose por el espacio abierto y zambulléndose en picado en la masa negra. Ocasionales protuberancias se hinchaban y estallaban para liberar nubes de micropartículas, sembrando los cinturones de radiación como esporas. La Rorschach parecía un nido de ciclotrones medio desnudos, enredados unos con otros.

Ni Jack abajo ni la Teseo arriba lograban detectar ningún punto de entrada, más allá de aquellos abismos intransitables que disparaban o volvían a tragarse chorros de partículas cargadas. La proximidad cada vez mayor no definía ninguna escotilla, portilla ni ventanilla. El hecho de que hubiéramos sido amenazados vía láser implicaba algún tipo de antena óptica o equipo de emisiones; ni siquiera conseguimos encontrar eso.

Una de las características principales de las máquinas de Von Neumann era la autorreplicación. Si Rorschach pensaba satisfacer ese criterio (si iba a germinar, o escindirse, o parir una vez superado determinado umbral crítico) o si ya lo había hecho, continuaba siendo una incógnita.

Una entre miles. Al final —después de todas las mediciones, las teorías, las deducciones y las puras cuentas de la lechera— estacionamos en órbita con un millón de detalles triviales y ninguna respuesta. En términos de preguntas fundamentales, sólo había una cosa de la que estábamos seguros.

Por ahora, la Rorschach no nos estaba disparando.

• • • •

—A mí me dio la impresión de que sabía lo que decía —observé.

—Supongo que ése es el quid de la cuestión —dijo Bates. No tenía nadie en quien confiar, no participaba nunca en diálogos íntimos que pudieran escucharse a hurtadillas. Con ella, usé el acercamiento directo.

La Teseo estaba dando a luz a una carnada, por parejas. Eran unos chismes de aspecto feo, blindados, con forma de huevo aplastado, dos veces más grandes que un torso humano y tachonados de herramientas de jardinería: antenas, puertos ópticos, sierras retráctiles. Cañones de armas.

Bates estaba reuniendo a sus tropas. Flotábamos ante el puerto de Fabricación principal sito en la base de la columna de la Teseo. La planta podría haber regurgitado las crías con la misma facilidad directamente en la bodega bajo el caparazón —allí era donde iban a almacenarse de todos modos, hasta que se las convocara—, pero Bates estaba inspeccionando visualmente cada unidad antes de sacarlas por una de las escotillas abiertas escasos metros pasadizo arriba. Quizá fuera un ritual. Tradición militar. Sin duda no había nada que ella pudiera ver con sus ojos que no fuera flagrantemente obvio aun para el más básico de los diagnósticos.

—¿Supondría algún problema? —pregunté—. ¿Dirigirlos sin tu interfaz?

—Se dirigen solos perfectamente. El tiempo de respuesta mejora sin una persona en la red, de hecho. Es más bien una precaución de seguridad.

• • • •

La Teseo gruñó, mostrándonos su malhumor. La chapa tembló a popa; otro pedazo de detrito local que ya no estaba en nuestro camino. Nos dirigíamos en diagonal hacia una órbita ecuatorial a escasos kilómetros del artefacto; en un alarde de locura, la curva de acercamiento atravesaba directamente el cinturón de acreción.

A los demás no les preocupaba.

—Es como sobrevivir al tráfico en un carril de alta velocidad —había dicho Sascha, desdeñosa de mis temores—. Intenta pasar arrastrándote y acabarás despanzurrado. Hay que cruzar corriendo, dejarse llevar por la corriente. —Pero esta corriente era turbulenta; no habíamos pasado ni cinco minutos seguidos sin una corrección del rumbo desde que Rorschach nos retirara la palabra.

—Entonces, ¿tú te lo crees? —pregunté—. ¿Reconocimiento de pautas, amenazas vacías? ¿Nada de qué preocuparse?

—Nadie nos ha disparado todavía —respondió. Queriendo decir: «Ni de coña».

—¿Qué te parece el argumento de Susan? ¿Nichos distintos, no hay motivos para el conflicto?

—Tiene sentido, supongo. —«Gilipolleces».

—¿Se te ocurre alguna razón por la que algo con necesidades tan diferentes querría atacarnos?

—Eso depende —dijo— de si el hecho de que seamos distintos es razón suficiente.

Vi campos de batalla emplazados en patios de recreo reflejados en su topología. Recordé los míos, y me pregunté si los habría de otro tipo.

Por otra parte, eso no hacía sino corroborar la teoría. En realidad los humanos no peleaban por el color de su piel o su ideología; ésas eran simples excusas de conveniencia a efectos de selección natural. En última instancia todo se reducía a líneas genéticas y recursos limitados.

—Creo que Isaac diría que esto es distinto —dije.

—Supongo. —Bates lanzó a un soldado zumbando a la bodega; dos más emergieron en formación; la luz de la columna se reflejaba en sus corazas.

—Por cierto, ¿cuántos de éstos piensas hacer?

—Vamos a allanar una morada, Siri. Sería imprudente dejar la nuestra desprotegida.

Inspeccioné sus superficies mientras ella examinaba las de las máquinas. La duda y el resentimiento bullían justo debajo.

—Estás en una situación difícil —observé.

—Como todos.

—Pero tú eres la responsable de nuestra seguridad, frente a algo de lo que no sabemos nada. Sólo estamos deduciendo que…

—Sarasti no «deduce» nada —dijo Bates—. Está al mando por un motivo. No tiene sentido cuestionar sus órdenes, dado que a todos nos faltarían unos cien puntos de CI para comprender la respuesta.

—Y sin embargo también hay que tener en cuenta su faceta depredadora, de la que nadie dice nada —comenté—. Debe de ser difícil para él, con todo ese intelecto coexistiendo con semejante agresividad instintiva, asegurarse de que se imponga la parte correcta.

Se preguntó en aquel instante si Sarasti podría estar escuchando. Al siguiente decidió que no tenía importancia: ¿por qué debería importarle lo que pensara el ganado, siempre y cuando hicieran lo que se les pedía?

Lo único que dijo fue:

—Creía que los jergonautas no teníais opinión.

—Ésa no es mía.

Bates hizo una pausa. Retomó la inspección.

—Ya sabes lo que hago —dije.

—Ajá. —El primero del dúo actual pasó la revisión y se alejó zumbando columna arriba. Se concentró en el segundo—. Simplificas las cosas. Para que la gente en casa pueda entender qué traman los especialistas.

—En parte.

—No necesito ningún traductor, Siri. Soy una simple asesora, suponiendo que las cosas vayan bien. Guardaespaldas, si no.

—Eres una oficial y experta militar. Yo diría que eso te cualifica más que de sobra para valorar la amenaza potencial de Rorschach.

—Soy simple músculo. ¿No deberías «simplificar» a Jukka o Isaac?

—Eso es precisamente lo que estoy haciendo.

Me miró.

—Tú interactúas —dije—. Todos los componentes del sistema se afectan mutuamente. Procesar a Sarasti sin incluirte en la ecuación sería como intentar calcular la aceleración ignorando la masa.

Volvió a ensimismarse en su progenie acorazada. Otro robot superó el examen.

No es que me odiara. Pero no le gustaba lo que implicaba mi presencia.

«No confían en nuestro criterio», se resistía a decir. «Da igual lo cualificados que estemos, da igual que seamos la vanguardia de la especie. Quizá se deba precisamente a eso. Estamos contaminados. Somos subjetivos. Así que mandan a Siri Keeton para que les explique qué queremos decir exactamente.»

—Lo entiendo —dije, al cabo.

—No me digas.

—No es una cuestión de confianza, mayor. Se trata de ubicación. Nadie goza de una buena vista de ningún sistema desde dentro, da igual quién sea. La perspectiva está distorsionada.

—Pero la tuya no.

—Yo estoy fuera del sistema.

—Ahora estás interactuando conmigo.

—Sólo en calidad de observador. Es imposible alcanzar la perfección, pero no acercarse a ella, ¿sabes? No represento ningún papel en la toma de decisiones o la investigación, no interfiero con ningún aspecto de la misión que se me haya asignado estudiar. Pero hago preguntas, naturalmente. Cuanta más información posea, mejor será mi análisis.

—Creía que no te hacía falta preguntar. Pensaba que los tipos como tú podías interpretar los signos, o algo.

—Todo ayuda. Todo entra en la mezcla.

—¿Lo estás haciendo ahora? ¿Sintetizar?

Asentí con la cabeza.

—Y lo haces sin conocimientos especializados de ningún tipo.

—Soy tan especialista como tú. Mi especialidad es el procesamiento de topologías de la información.

—Sin comprender su contenido.

—Comprender las formas es suficiente.

Bates pareció encontrar una pequeña imperfección en el robot de combate bajo su escrutinio y le raspó el blindaje con una uña.

—¿Eso no podría hacerlo el software sin tu ayuda?

—El software puede hacer muchas cosas. Algunas hemos elegido hacerlas personalmente. —Indiqué al soldado con la cabeza—. Tus inspecciones visuales, por ejemplo.

Sonrió ligeramente, concediéndome la razón.

—Por eso te animo a hablar sin tapujos. Ya sabes que he jurado respetar la confidencialidad.

—Gracias —respondió, queriendo decir: «A bordo de esta nave no existe tal cosa».

La Teseo repicó. Tras el timbre, la voz de Sarasti:

—Inserción orbital dentro de quince minutos. Todo el mundo en el tambor dentro de cinco.

—En fin —dijo Bates, mientras despedía a un último soldado—. Allá vamos. —Tomó impulso y salió disparada columna arriba.

Las máquinas de matar recién nacidas chasquearon. Olían como los coches nuevos.

—Por cierto —llamó Bates por encima del hombro—, se te ha pasado por alto la más evidente.

—¿Perdona?

Giró ciento ochenta grados al final del pasadizo y aterrizó como un acróbata junto a la escotilla del tambor.

—La razón. Por qué nos atacaría algo aunque no tuviéramos nada de su interés.

Lo leí en ella:

—Si no estuviera atacándonos realmente. Si estuviera defendiéndose.

—Has preguntado por Sarasti. Hombre listo. Líder fuerte. A lo mejor podría pasar un poco más de tiempo con las tropas.

«El vampiro no respeta su puesto. No escucha consejos. Se pasa la mitad del tiempo escondido.» Me acordé de las ballenas asesinas nómadas.

—A lo mejor está siendo considerado. —«Sabe que nos pone nerviosos».

—Seguro que es eso —dijo Bates.

«El vampiro no se fía de sí mismo.»

No se trataba exclusivamente de Sarasti. Todos se escondían de nosotros, aunque tuvieran las de ganar. Se mantenían siempre justo al otro lado de la frontera del mito.

Había empezado más o menos como empiezan todas las cosas; los vampiros distaban de ser los primeros en haber aprendido las ventajas de la conservación de energía. Las musarañas y los colibríes, equipados con cuerpos diminutos y metabolismos pasados de revoluciones, se morirían de la noche a la mañana de no ser por el letargo en que se sumían a la puesta de sol. Los elefantes marinos acechaban comatosos y sin aliento en el fondo del mar, ascendiendo tan sólo para capturar presas que pasaban o al alcanzar niveles peligrosos de lactosa. Los osos y las ardillas reducían costes dormitando mientras duraban los largos meses de invierno, y los peces pulmonados —cinturón negro en el arte de la hibernación— podían aovillarse y morir durante años, esperando las lluvias.

Con los vampiros era un poco distinto. No se trataba de falta de aliento, ni de exceso de metabolismo, ni de un manto de nieve que cerrara la despensa todos los inviernos. El problema no radicaba tanto en la falta de presas como en la falta de diferencia de ellas; los vampiros formaban una escisión tan reciente de la estirpe ancestral que las tasas de reproducción no habían divergido. No se trataba en este caso de una dinámica liebre-lince de los bosques, donde el número de presas superaba al de depredadores en una proporción de cien a uno. Los vampiros se alimentaban de cosas que se reproducían poco más deprisa que ellos. Habrían exterminado sus propias reservas de alimentos en menos que canta un gallo si no hubieran aprendido a levantar el pie del acelerador.

Para cuando se extinguieron ya habían aprendido a hibernar durante décadas.

Tenía sentido, en más de un aspecto. No sólo atajaba sus necesidades metabólicas mientras sus presas se reproducían a niveles aceptables, sino que además nos daba tiempo a olvidar que fuéramos presas. Qué listos éramos llegado el Pleistoceno, tan listos como para practicar el escepticismo con soltura; si no has visto a ningún demonio noctivago en todos los años que llevas en la sabana, ¿por qué deberías creerte ningún desvarío senil repetido hasta la saciedad frente a la hoguera del campamento?

Fue letal para nuestros antepasados, aunque aquellos mismos genes del enemigo —asimilados ahora— nos vinieron de perlas cuando dejamos el Sol medio millón de años más tarde. Resultaba casi… alentador, supongo… pensar que tal vez Sarasti sintiera el tirón de otros genes, una aversión a la visibilidad prolongada moldeada tras generaciones de selección natural. Tal vez pasara cada momento que estaba en nuestra compañía combatiendo unas voces que le instaban: «escóndete, escóndete, que se olviden de ti». Tal vez se retiraba cuando estas voces se volvían ensordecedoras, tal vez lo pusiéramos tan nervioso como él a nosotros.

O eso nos gustaría pensar.

Nuestra órbita final combinaba discreción y temeridad a partes iguales.

La Rorschach describía un círculo ecuatorial perfecto a 87.900 Km del centro de gravedad de Big Ben. Sarasti no estaba dispuesto a perderlo de vista, y no hacía falta ser un vampiro para desconfiar de los satélites de transmisión cuando se estaba capeando un temporal de rocas y maquinaria impregnado de radiación. La alternativa por defecto era emparejar las órbitas.

Al mismo tiempo, todo el debate sobre si Rorschach hablaba en serio cuando nos amenazó, o si comprendía incluso sus propias amenazas, estaba un poco de más. Que tomara medidas para prevenir la invasión era una posibilidad a tener en cuenta, y la creciente proximidad no hacía sino aumentar el riesgo. De modo que Sarasti había derivado una solución intermedia óptima, una órbita ligeramente excéntrica que rozaba casi el artefacto en el perigeo, pero mantenía una distancia discreta el resto del tiempo. Era una trayectoria más larga que la de Rorschach, y más elevada —teníamos que impulsarnos en el arco descendente para mantenernos a la par—, pero el resultado final era una visibilidad continua, y sólo nos acercaba a la distancia de impacto durante tres horas antes y después de tocar fondo.

Nuestra distancia de impacto, naturalmente. Que nosotros supiéramos Rorschach podría haber estirado el brazo y destruirnos al vuelo antes de que saliéramos incluso del sistema solar.

Sarasti dio la orden desde su tienda. ConSenso transmitió su voz al tambor mientras la Teseo se acercaba al apogeo:

—Ahora.

Jack había levantado una tienda a su alrededor, una ampolla adherida al casco de Rorschach e inflada casi tirante contra el vacío con una mínima inyección de nitrógeno. Ahora puso en acción sus láseres y empezó a cavar: si nuestra interpretación de las vibraciones era acertada, el suelo debería medir sólo treinta y cuatro centímetros de grosor bajo sus pies. Los rayos parpadearon mientras cortaban, pese a sus seis milímetros de blindaje aumentado.

—Hijo de puta —murmuró Szpindel—. Está funcionando.

Horadamos la resistente epidermis fibrosa. Perforamos venas aislantes que podrían haber sido algún tipo de asbesto programable. Atravesamos capas intercaladas de malla superconductora, y los estratos de carbono laminado que las separaban.

Nos abrimos paso.

Los láseres se detuvieron instantáneamente. En cuestión de segundos los gases intestinales de la Rorschach habían atirantado la piel de la tienda. Una negra humareda de carbono se arremolinaba en la atmósfera, repentinamente densa.

Nadie nos disparó. Nadie reaccionó. Presiones parciales se amontonaban en ConSenso: metano, amoniaco, hidrógeno. Vapor de agua en abundancia, congelándose tan deprisa como se registraba.

Szpindel soltó un gruñido. Atmósfera reductora. Pre bola de nieve.

—Parecía decepcionado. A lo mejor es una acción en curso —sugirió James—. Como la estructura misma.

—A lo mejor.

Jack sacó la lengua, un gigantesco espermatozoide mecánico de cola mióptica. Su cabeza era un rombo de piel gruesa, acorazada de cerámica en su sección transversal; el diminuto cargamento de sensores que anidaban en su núcleo eran rudimentarios, pero lo bastante pequeños como para que el conjunto entero pudiera hilvanarse por el minúsculo ojal practicado por el láser. Se desenrolló agujero abajo, lamiendo el nuevo orificio de la Rorschach.

—Está oscuro ahí abajo —observó James.

Bates:

—Pero hace calor. —281 K. Por encima del nivel de congelación.

El endoscopio surgió a las tinieblas. Los infrarrojos nos ofrecieron la granulosa imagen gris de un… un túnel, al parecer, repleto de niebla y exóticas formaciones rocosas. Las paredes se curvaban como las de un panal, como el interior de un intestino fosilizado. Los callejones sin salida y las bifurcaciones proliferaban a lo largo del pasadizo. El sustrato básico parecía ser una densa masa de hojas de fibra de carbono. Algunos de los espacios entre aquellas capas eran poco más anchos que una uña; otros parecían lo suficientemente espaciosos como para servir de fosas comunes.

—Damas y caballeros —dijo en voz baja Szpindel—. El Baklava del Diablo.

Juraría que vi moverse algo. Juraría que me resultaba familiar.

La cámara se apagó.