Se saben la música pero no la letra.

Robert Hare, Without Conscience

Lo hicimos con espejos, grandes chismes parabólicos increíblemente finos y tres veces más altos que una persona. La Teseo los levantó y los atornilló a unos petardos cargados de la escasa antimateria que quedaba en nuestras mermadas bodegas. Con doce horas de sobra los lanzó como confeti en precisas trayectorias balísticas, y cuando estuvieron a una distancia segura los encendió. Salieron disparados en todas direcciones, dejando una estela de gamma tras ellos hasta que se agotaron. Después siguieron por inercia, desplegando sus mercúricas alas de insecto en el vacío.

A lo lejos, cuatrocientas mil máquinas alienígenas caían en parábola, se incendiaban y no nos hacían el menor caso.

La Rorschach rodeaba Ben a mil quinientos kilómetros escasos de la atmósfera, en un veloz círculo interminable que tardaba poco menos de cuarenta horas en completarse. Cuando la perdimos de vista, todos los espejos estaban ya fuera de la zona de ceguera total. Un primer plano del ecuador de Ben flotaba en ConSenso. Los iconos de los espejos brillaban a su alrededor como un esquema explosivo, como las facetas inconexas de un gigantesco ojo compuesto en expansión. Ninguno tenía frenos. No mantendrían por mucho tiempo las atalayas que conquistaran.

—Ahí —dijo Bates.

Un espejismo tembló a la izquierda, un punto diminuto de caos arremolinado que mediría aproximadamente la mitad de una uña vista a un brazo de distancia. No nos decía nada, era pura oscilación debida al calor, pero la luz rebotaba hacia nosotros desde decenas de repetidores lejanos, y si bien cada uno de ellos revelaba poco más que nuestra última sonda —un parche de nubes oscuras ligeramente deformado por algún prisma invisible—, cada una de esas imágenes se refractaba de forma distinta. La capitana cribó destellos de los cielos y los ordenó en una vista compuesta.

Aparecieron detalles.

Primero un diminuto resquicio de sombra, un hoyuelo minúsculo poco menos que perdido en las efervescentes bandas nubosas del ecuador. Acababa de rodear el canto del disco; una piedra en el arroyo tal vez, un dedo invisible clavado en las nubes, turbulencias y tensiones que hacían jirones las capas limítrofes a ambos lados.

Szpindel entornó los ojos.

—Efecto de Plage. —Los subtítulos decían que estaba hablando de un tipo de mancha solar, un nudo en el campo magnético de Ben.

—Más arriba —dijo James.

Algo flotaba sobre aquel hoyuelo en las nubes, del mismo modo que un trasatlántico parece flotar sobre la depresión que ara en la superficie del agua. Aumenté el zoom: comparada con una enana de Oasa de masa diez veces superior a la de Júpiter, la Rorschach era pequeña.

Comparada con la Teseo, era un coloso.

Se apreciaba no solamente un toro sino una maraña, un caos de lana de vidrio del tamaño de una ciudad, bucles, puentes y agujas atenuadas. La textura de la superficie era puro artificio, desde luego; ConSenso se limitaba a envolver el enigma con un telón de fondo refractado. Aun así. A su siniestra y preocupante manera, era casi bonito. Un nido de serpientes de obsidiana y grises columnas de cristal.

—Está hablando otra vez —informó James.

—Respóndele —dijo Sarasti, y nos abandonó.

• • • •

James respondió: y mientras la Banda dialogaba con el artefacto, los demás lo espiábamos. Nos falló la vista con el tiempo —los espejos se desviaron de sus respectivos vectores, las líneas de visión fueron degradándose a cada segundo que pasaba—, pero ConSenso se llenó de cosas aprendidas mientras tanto. Rorschach tenía una masa de 1,8 1010 Kg dentro de un volumen total de 2,3 108 metros cúbicos. Su campo magnético, a juzgar por la estática de la radio y su efecto de Plage, era miles de veces más fuerte que el del Sol. Asombrosamente, algunas partes de la imagen compuesta eran lo bastante nítidas como distinguir finos surcos en espiral imbricados dentro de la estructura. («Secuencia de Fibonacci», informó Szpindel, fijando en mí momentáneamente un ojo tembloroso. «Por lo menos no son tan alienígenas.») Unas protuberancias esferoides desfiguraban los picos de al menos tres de las innumerables columnas de Rorschach; los surcos estaban más espaciados entre sí en esas zonas, como si tuviera la piel atirantada y tumefacta por una infección. Justo antes de que un espejo fundamental se saliera de su alcance atisbó otra columna, rota a una tercera parte de su longitud. El material desgarrado flotaba fláccido e inerte en el vacío.

—Por favor —musitó Bates—. Decidme que eso no es lo que parece.

Szpindel sonrió.

—¿Esporangio? ¿Una vaina? ¿Por qué no?

Puede que la Rorschach estuviera reproduciéndose, pero no cabía ninguna duda de que estaba creciendo, alimentada por un reguero constante, de escombros desprendidos del cinturón de acreción de Ben. Ahora estábamos lo bastante cerca como para gozar de una buena vista de esa procesión: rocas, montañas y guijarros caían como sedimentos succionados por un desagüe. Las partículas que colisionaban con el artefacto sencillamente se quedaban pegadas; la Rorschach engullía a sus presas como si de una gigantesca ameba metastásica se tratara. La masa adquirida aparentemente se procesaba internamente y se destinaba a zonas de crecimiento como colmenas; a juzgar por los cambios infinitesimales en la alometria del artefacto, crecía desde las puntas de sus ramas.

El desfile no cesaba nunca. Rorschach era insaciable.

Era un atractor extraño en el abismo interestelar; las trayectorias de caída que seguían las rocas eran precisa y absolutamente caóticas. Era como si algún Kepler superlativo hubiera dispuesto todo el sistema como un juguete de cuerda de proporciones astronómicas, lo hubiera puesto todo en movimiento de una patada y dejado que la inercia se encargara del resto.

—No sabía que eso fuera posible —dijo Bates.

Szpindel se encogió de hombros.

—Hey, las trayectorias caóticas son igual de deterministas que cualquier otra.

—Eso no significa que se puedan predecir, y menos organizar de esa manera. —La información luminosa se reflejaba en la calva de la mayor—. Habría que conocer las condiciones iniciales de un millón de variables distintas con una precisión de diez decimales. Literalmente.

—Pues sí.

—Ni siquiera los vampiros son capaces de algo así. Ni los ordenadores cuánticos.

Szpindel encogió los hombros como una marioneta.

Mientras tanto la Banda estaba saltando de un personaje a otro, bailando con una pareja invisible que —por mucho que se esforzara— nos indicaba poco más allá de las interminables permutaciones de «No os gustaría estar aquí, en serio». Respondía a todos los interrogantes con otro, pero de alguna manera siempre parecía contestar.

—¿Enviasteis las Luciérnagas? —preguntó Sascha.

—Enviamos muchas cosas a muchos lugares —repuso Rorschach—. ¿Qué indican sus características específicas?

—Desconocemos sus características específicas. Las Luciérnagas se incendiaron sobre la Tierra.

—Entonces, ¿no deberías buscar allí? Cuando nuestras crías levantan el vuelo, están solas.

Sascha apagó el canal.

—¿Sabéis con quién estamos hablando? Con el puto Jesús de Nazaret, nada menos.

Szpindel miró a Bates, que se encogió de hombros, levantando las palmas.

—¿No lo habéis pillado? —Sascha sacudió la cabeza—. Eso último era el equivalente informativo de «al César lo que es del César». Punto por punto.

—Gracias por ponernos de fariseos —rezongó Szpindel.

—Hey, si el judío encaja…

Szpindel puso los ojos en blanco.

Fue entonces cuando me percaté por primera vez: una diminuta imperfección en la topología de Sascha, una mota de duda que desfiguraba una de sus facetas.

—No estamos llegando a ninguna parte —dijo—. Probemos otra cosa. —Se fue con un guiño; Michelle reabrió el canal de salida—. Teseo a Rorschach. Abiertos a solicitudes de información.

—Intercambio cultural —dijo Rorschach—. Me parece bien.

Bates arrugó el entrecejo.

—¿Es buena idea?

—Ya que no parece dispuesto a desvelar información, tal vez deba recibirla. Y podríamos averiguar muchas cosas de la clase de preguntas que haga.

—Pero…

—Habladnos de vuestro hogar —dijo Rorschach.

Sascha reapareció el tiempo justo para decir:

—Tranquila, mayor. Nadie ha dicho que tengamos que darle las respuestas correctas.

La mancha de la topología de la Banda había parpadeado cuando Michelle tomó el mando, pero sin llegar a desaparecer. Se acrecentó ligeramente mientras Michelle describía una hipotética ciudad natal en términos comedidos sin mencionar ningún objeto de menos de un metro de largo. (ConSenso confirmó mi suposición: ése era el límite teórico de la precisión visual de las Luciérnagas.) Cuando Cruncher, cosa rara en él, se adueñó del timón…

—No todos tenemos padres o primos. Algunos no los tuvieron nunca. Salieron de tanques.

—Entiendo. Qué triste. «Tanques» suena tan deshumanizador.

… la mancha se oscureció y se propagó por su superficie como un charco de aceite.

—Es demasiado confiado —declaró Susan instantes después.

Para cuando Sascha hubo revertido a Michelle era ya algo más que una simple duda, más fuerte que la sospecha; se había convertido en una revelación, un pequeño meme oscuro que infectaba por turnos cada una de las mentes del cuerpo. La Banda estaba tras la pista de algo. Todavía no sabían muy bien qué.

Yo sí.

—Cuéntame más cosas sobre vuestros primos —retransmitió Rorschach.

—Nuestros primos caen cerca del árbol genealógico —respondió Sascha—, con sus sobrinos, sobrinas y neandertales. No nos gustan los primos irritados.

—Nos gustaría saber más sobre este árbol.

Sascha hizo enmudecer el canal y nos lanzó una mirada que decía: «¿Podría ser más obvio?».

—No ha sido capaz de analizar eso sintácticamente. Había tres ambigüedades lingüísticas. Sencillamente las ignoró.

—Bueno, ha solicitado una aclaración —señaló Bates.

—Ha seguido la secuencia de preguntas lógica. Es completamente distinto.

Bates seguía sin enterarse de nada. Szpindel, en cambio, empezaba a olerse algo.

Un movimiento sutil me llamó la atención. Sarasti había regresado y flotaba sobre la brillante topografía de la mesa. El juego de luces reptaba por sus gafas cuando movía la cabeza. Podía sentir sus ojos detrás de ellas.

Y algo más, detrás de él.

No sabía qué era. No podía precisar nada más allá de la vaga impresión de que algo andaba mal, algo en segundo plano. Algo andaba mal en la otra punta del tambor. No, no era eso; algo más próximo, algo fuera de lugar en algún punto del eje del tambor. Pero allí no había nada, nada que yo pudiera ver… sólo las tuberías y los conductos desnudos de la columna que serpenteaban por el espacio vacío, y…

Y, de repente, lo que fuera que andaba mal volvió a estar en su sitio. Fue eso lo que afinó mi concentración al final: la evaporación de algún tipo de anomalía, una regresión a la normalidad que me llamó la atención como un atisbo de movimiento. Podía ver el punto exacto de la columna donde se había producido el cambio. Ahora no había nada fuera de lugar allí… pero lo había habido. Estaba en mi cabeza, subliminal, un picor tan próximo a la superficie que podría precisarlo, lo sabía, si me concentraba.

Sascha estaba hablando con un artefacto alienígena al final de un haz láser. Estaba repasando las relaciones familiares, evolutivas y domésticas por igual: neandertales, cromañones y primos maternos a dos grados de parentesco de distancia. Llevaba horas haciéndolo y todavía le quedaban más horas antes de terminar, pero en esos momentos su parloteo me distraía. Intenté bloquearla y concentrarme en la imagen percibida a medias que jugaba con mi memoria. Había visto algo ahí, hacía tan sólo un momento. Uno de los conductos tenía… sí, demasiados codos en una de las tuberías. Algo que debería haber sido recto y liso y que sin embargo estaba articulado de alguna manera. Pero no era una de las tuberías, me acordé: una tubería extra, un algo extra por lo menos, algo…

Huesudo.

Era una locura. Allí no había nada. Estábamos a medio año luz de casa conversando con alienígenas invisibles sobre reuniones familiares, y la vista me estaba jugando una mala pasada.

Tendría que hablar con Szpindel al respecto, si se repetía.

• • • •

Me devolvió a la realidad una pausa en el parloteo de fondo. Sascha había dejado de hablar. A su alrededor flotaban facetas oscuras como un nubarrón. Recuperé lo último que había dicho:

—Por lo general encontramos a nuestros sobrinos con telescopios. Son duros como hobblinitas.

Más ambigüedad calculada. Y «hobblinitas» ni siquiera era una palabra.

En sus ojos se reflejaban decisiones inminentes. Sascha estaba asomada al filo del precipicio, calculando la profundidad de las oscuras aguas del fondo.

—No has mencionado en ningún momento a tu padre —dijo Rorschach.

—Eso es verdad, Rorschach —reconoció en voz baja Sascha, cogiendo aliento…

Y dando un paso adelante.

—¿Así que por qué no me comes la polla peluda tan gorda que tengo?

El tambor enmudeció de golpe. Bates y Szpindel se la quedaron mirando fijamente, boquiabiertos. Sascha cerró el canal y se giró de cara a nosotros, sonriendo de oreja a oreja.

—Sascha —dijo sin aliento Bates—. ¿Te has vuelto loca?

—Aunque así fuera, a esa cosa le da igual. No se entera de nada de lo que le digo.

—¿Qué?

—Ni siquiera sabe lo que dice —añadió Sascha.

—Espera un momento. Dijiste… Susan dijo que no eran loros. Que conocían las reglas.

Y allí estaba Susan, tomando la palestra:

—Lo dije y lo mantengo. Pero la detección de pautas y la comprensión son dos cosas distintas.

Bates sacudió la cabeza.

—¿Nos estás contando que esa cosa con la que hemos hablado… ni siquiera es inteligente?

—Oh, podría serlo, sin duda. Pero no estamos hablando con ella en el estricto sentido de la palabra.

—¿Entonces qué es? ¿Un buzón de voz?

—De hecho —dijo Szpindel, despacio—, creo que lo llaman «habitación china»…

Ya iba siendo hora, pensé.

• • • •

Lo sabía todo sobre las habitaciones chinas. Yo mismo era una. Ni siquiera lo mantenía en secreto, se lo decía a todo el que se tomara la molestia de preguntar.

En retrospectiva, creo que a veces eso era un error.

—¿Cómo vas a explicarnos a los demás a qué se dedican tus sujetos de última generación si no los entiendes ni tú? —me preguntó una vez Chelsea, cuando las cosas estaban bien entre nosotros. Antes de que me conociera mejor.

Me encogí de hombros.

—Entenderlos no es mi trabajo. Si pudiera, tampoco serían tan de última generación. No soy más que un, ya sabes, un conducto.

—Ya, ¿pero cómo puedes traducir algo si no lo comprendes?

Era un argumento extendido fuera del ámbito profesional. La gente sencillamente no puede aceptar que las pautas poseen inteligencia propia, distinta del contenido semántico que se aferra a sus superficies; si se manipula correctamente la topología, dicho contenido sencillamente… se transfiere.

—¿Has oído hablar alguna vez de la habitación china? —pregunté.

Negó con la cabeza.

—Vagamente tan sólo. Es una historia muy vieja, ¿verdad?

—Tiene por lo menos cien años. Es una falacia, en realidad, un argumento que supuestamente desmiente las pruebas de Turing. Metes a un tipo en una habitación cerrada. A través de una rendija en la pared recibe hojas llenas de garabatos. Tiene acceso a una enorme base de datos de garabatos así porque así, y un puñado de reglas que le indican cómo ordenarlos.

—Gramática —dijo Chelsea—. Sintaxis.

Asentí.

—La cuestión, sin embargo, es que no tiene la menor idea de qué son esos garabatos, ni qué información podrían contener. Lo único que sabe es que si encuentra el garabato delta, por ejemplo, se supone que debe extraer los garabatos cinco y seis del archivo theta y juntarlos con otro garabato gamma. De modo que ordena su secuencia de respuesta, la pone en la hoja, la mete por la ranura y se echa una siesta hasta que llegue la siguiente iteración. Repetir hasta que el árbol caído quede hecho leña muy pequeñita.

—Así que está manteniendo una conversación —dijo Chelsea—. En chino, supongo, de lo contrario se llamaría la inquisición española.

—Precisamente. Lo que demuestra que se pueden emplear los algoritmos de detección de pautas más elementales para participar en una conversación sin tener la menor idea de lo que se está diciendo. Si las reglas proporcionadas son lo bastante buenas, se puede superar incluso una prueba de Turing. Puedes ser ingenioso y locuaz en un idioma que ni siquiera hablas.

—¿En eso consiste la síntesis?

—Sólo la parte relacionada con la reducción de protocolos semióticos. Y sólo en teoría. De hecho estoy recibiendo la información en cantones y respondiendo en alemán, porque soy más conducto que conversador. Pero así te harás una idea.

—¿Cómo consigues recordar todas las normas y protocolos? Debe de haber millones.

—Es como cualquier otra cosa. Una vez se aprenden las reglas, se hace de manera inconsciente. Es como montar en bici, o acceder a la noosfera. Uno no piensa conscientemente en los protocolos para nada, sencillamente… se imagina el comportamiento de los objetivos.

—Mmm. —Una sonrisita sutil jugueteó con la comisura de sus labios—. Pero entonces el argumento no es una falacia completa, ¿verdad? Está comprobado: en realidad tú no entiendes el cantonés ni el alemán.

—Pero el sistema sí los entiende. La habitación entera, con todas sus partes. El tipo que escribe los garabatos sólo es un componente. No esperarías que una sola neurona de tu cabeza entendiera el inglés, ¿no?

—A veces una es el máximo que me puedo permitir. —Chelsea meneó la cabeza. No estaba dispuesta a dejarlo correr. Podía ver cómo ordenaba sus preguntas por orden de prioridad; podía ver cómo se volvían cada vez más… personales.

—Volviendo al tema que nos ocupa —dije, atajándolas todas—, ibas a enseñarme a hacer eso con los dedos…

Una sonrisa traviesa borró las preguntas de su cara.

—Oooh, es verdad…

Implicarse conlleva sus riesgos. Demasiadas variables. Hasta la última herramienta del cobertizo se embota y oxida en cuanto uno se mezcla con el sistema que esté observando.

Aunque todavía pueden usarse en caso de necesidad.

• • • •

—Ahora se esconde —dijo Sarasti—. Ahora es vulnerable.

»Entramos ahora.

No era tanto una noticia como una confirmación: llevábamos días acercándonos a Ben en línea recta. Aunque tal vez la hipótesis de la habitación china hubiera supuesto el espaldarazo definitivo. En cualquier caso, con la Rorschach nuevamente eclipsada, nos dispusimos a llevar la intrusión al siguiente nivel.

La Teseo estaba siempre embarazada; una sonda genérica incubada en su planta de fabricación, detenido su desarrollo poco antes del momento de nacer en previsión de exigencias imprevistas de la misión. Entre asamblea y asamblea la capitana había provocado el parto, personalizándola para tareas de contacto directo y trabajo de campo. Salió disparada pozo abajo a muchas ges diez horas antes de la siguiente aparición programada de la Rorschach, se zambulló en el torrente de rocas y se echó a dormir. Si nuestros cálculos eran correctos, ningún pedazo de detrito errático la aplastaría antes de que despertara de nuevo. Si todo iba bien, una inteligencia que había orquestado con exactitud una lluvia de millones de objetos pasaría por alto la presencia de un actor nuevo sobre el escenario. Si la suerte nos sonreía, la miríada de inmersores que casualmente se hallaban a la vista en esos momentos no estarían programados como chivatos.

Riesgos asumibles. Si no hubiéramos estado preparados para ellos, lo mismo podríamos habernos quedado en casa.

De modo que esperamos: cuatro híbridos optimizados en algún punto más allá de la mera especie humana, un depredador extinto que había accedido a comandarnos en vez de merendársenos vivos. Esperamos a que la Rorschach doblara la esquina. La sonda cayó suavemente por el pozo, embajadora enviada a tierras inhóspitas… o tal vez, si la Banda tenía razón, sencillamente caco profesional listo para colarse en un piso abandonado. Szpindel se refería a ella como «Jack in the box», en honor a un antiguo juguete infantil que ni siquiera constaba en los anales de ConSenso; caímos tras su estela, casi balísticos ahora, con la aceleración y la inercia meticulosamente precalculadas para guiarnos a través del caótico campo minado que era el cinturón de acreción de Ben.

Kepler no era omnipotente, sin embargo; la Teseo gruñía brevemente de vez en cuando, la detonación intermitente de sus reactores reverberaba suavemente a lo largo de la columna cuando la capitana corregía su posición para maniobrar en nuestro descenso al maelstrom.

«Ningún plan sobrevive al contacto con el enemigo», recordé, aunque no sabía de dónde lo había sacado.

—Lo tengo —dijo Bates. Apareció una mota en el canto de Ben; la imagen se amplió instantáneamente para ofrecernos un primer plano—. Maniobra de aproximación.

La Rorschach seguía siendo invisible para la Teseo, pese a encontrarnos tan cerca, pese a seguir acercándonos. Pero el paralaje ayudó por lo menos a quitar algunas telarañas de los ojos de la sonda; nos reveló agujas y espirales de cristal gris que aparecían y desaparecían a intervalos, entrevisto el interminable horizonte llano de Ben al otro lado del velo traslúcido. La imagen tembló; una serie de ondas recorrieron ConSenso.

—Menudo campo magnético —comentó Szpindel.

—Frenando —informó Bates. Jack giró suavemente en retrogradación y encendió su propulsor. En el monitor táctico, los triangulitos pasaron al rojo.

Le tocaba a Sascha llevar el timón en el cuerpo de la Banda.

—Señal entrante —informó—. Mismo formato.

Sarasti chasqueó la lengua.

—Ponía.

Rorschach a Teseo. Hola de nuevo, Teseo. —La voz era femenina esta vez, y de mediana edad.

Sascha sonrió.

—¿Lo veis? No se ha ofendido en absoluto. Pese a la gran polla peluda.

—No respondas —ordenó Sarasti.

—Combustión completada —informó Bates.

Flotando ahora, Jack… «estornudó». Una nube de cascarillas plateadas salieron disparadas al vacío hacia su objetivo: millones de agujas de brújula brillantes, tan veloces que hacían que la Teseo pareciera lenta. Desaparecieron en un instante. La sonda las vio huir, barrió con sus ojos láser hasta el último grado de arco, escaneó su cielo dos veces por segundo y tomó nota concienzudamente de todos y cada uno de los destellos reflejados. Sólo al principio volaron aquellas agujas en algo parecido a una línea recta: enseguida entraron en espirales de Lorentz, viraron en bruscos arcos y tirabuzones, y salieron disparadas en nuevas e intricadas trayectorias rayanas en lo relativista. Los contornos del campo magnético de la Rorschach se definieron en ConSenso, a primera vista como las capas superpuestas de una cebolla de cristal.

—¡Boing! —dijo Szpindel.

Un segundo vistazo reveló la cebolla llena de gusanos. Aparecieron invaginaciones, largos túneles sinuosos de energía que proliferaban fractalmente en todas las escalas.

Rorschach a Teseo. Hola, Teseo. ¿Estás ahí?

Un recuadro holográfico junto al monitor principal dibujó los puntos de un triángulo inestable: la Teseo en el vértice, Rorschach y Jack definiendo la estrecha base.

Rorschach a Teseo. Os estoy viendooo…

—Ésta exhibe una despreocupación mayor de la que él mostró jamás. —Sascha miró de reojo a Sarasti, sin añadir: «¿Estás seguro de esto?». Por su parte, ella empezaba a albergar dudas. Empezaba a pensar en las potenciales consecuencias de equivocarse, ahora que estábamos metidos hasta el cuello. Por lo que a pensárselo mejor sobriamente respectaba era ya un poco tarde; pero tratándose de Sascha, era un logro.

Además, la decisión la había tomado Sarasti.

En la magnetosfera de Rorschach estaban formándose grandes aros. Invisibles al ojo humano, sus perfiles se mostraban evanescentes incluso en el monitor táctico; las cascarillas se habían esparcido tanto por el firmamento que incluso la capitana se veía obligada a deducir su posición. Las nuevas macroestructuras flotaban en la magnetosfera como los cardanes apiñados de un espectral giroscopio gigante.

—Veo que no habéis cambiado de vector —observó Rorschach—. No os recomendamos que continuéis acercándoos. En serio. Por vuestro propio bien.

Szpindel sacudió la cabeza.

—Hey, Mandy. ¿Está hablando Rorschach con Jack?

—Si lo está, no puedo verlo. Nada de luz incidental, nada de impulsos electromagnéticos dirigidos de ninguna clase. —Esbozó una sonrisa desprovista de humor—. Por lo visto se ha colado bajo el radar. Y no me llames Mandy.

La Teseo gruñó, retorciéndose. Trastabillé en la pseudogravedad baja, estiré un brazo para sujetarme.

—Corrección del rumbo —informó Bates—. Roca imprevista.

Rorschach a Teseo. Responded, por favor. Vuestra trayectoria actual es inaceptable, repito, vuestra trayectoria actual es inaceptable. Os recomiendo encarecidamente que cambiéis de dirección.

La sonda flotaba ya a escasos kilómetros del canto de la Rorschach. A esa distancia mostraba mucho más que campos magnéticos: presentaba a la Rorschach misma en brillantes códigos de color tácticos. Invisibles curvas y picos se irisaban en ConSenso a lo largo de infinidad de esquemas de pigmentación a la carta: gravedad, refracción, emisiones de cuerpos negros. Descomunales relámpagos brotaban de puntas de cuernos plasmados en pasteles limón. Los gráficos accesibles para el usuario convertían a la Rorschach en un dibujo animado.

Rorschach a Teseo. Responded, por favor.

La Teseo viró a popa con un gruñido, derrapando. En el monitor táctico, otro pedazo de detrito recién dibujado se desplazó unos discretos seis mil metros a babor.

Rorschach a Teseo. Si no podéis responder, por favor… ¡Hostia!

El dibujo animado parpadeó y se apagó.

Había visto lo que había ocurrido en ese último instante, sin embargo: Jack había pasado cerca de uno de aquellos gigantescos aros fantasma; surgió una lengua de energía, como la de una rana; la transmisión se cortó.

—Ahora veo lo que estáis tramando, mamones. Joder, ¿os creías que estábamos ciegos aquí abajo?

Sascha rechinó los dientes.

—Nos…

—No —dijo Sarasti.

—Pero si…

Sarasti siseó, en algún lugar en el fondo de su garganta. Nunca antes había escuchado un sonido semejante procedente de un mamífero. Sascha se mordió la lengua inmediatamente.

Bates estaba peleándose con sus controles.

—Todavía tengo… un mom…

—Llevaos ese chisme cagando leches, ¿oís? ¡Cagando leches!

—Listo. —Bates apretó los dientes cuando regresó la imagen—. Sólo había que recalibrar el láser. —La sonda se había desviado brutalmente de su ruta, como si alguien que intentara vadear un río se hubiera visto atrapado de pronto por la corriente y arrojado por el borde de una cascada, pero seguía retransmitiendo, y seguía moviéndose.

Por los pelos. Bates pugnó por mantener el rumbo. Jack se tambaleó y trastabilló incontrolablemente entre los apretados pliegues de la magnetosfera de Rorschach. El artefacto se cernía inmenso ante su ojo. La imagen era estroboscópica.

—Mantén el acercamiento —dijo con calma Sarasti.

—Me encantaría —gruñó Bates—. Lo intento.

La Teseo se ladeó otra vez, trazando un tirabuzón. Juraría haber oído cómo rechinaban los cojinetes del tambor por un momento. Otra roca cruzó fugaz el monitor táctico.

—Pensaba que habías localizado esas cosas —refunfuñó Szpindel.

—¿Quieres declarar la guerra, Teseo? ¿Es eso lo que te propones? ¿Crees que estás a la altura?

—No ataca —dijo Sarasti.

—A lo mejor sí. —Bates mantuvo la voz baja; noté el esfuerzo que le costó—. Si Rorschach puede controlar las trayectorias de estas…

—Distribución normal. Correcciones insignificantes. —Estadísticamente, querría decir: la torsión y la presión que resistía el casco de la nave nos parecían bastante significativos a los demás.

—Ah, vale —dijo de repente Rorschach—. Ya lo pillamos. Creéis que no hay nadie aquí, ¿verdad? Algún asesor bien pagado está ganándose el sueldo diciéndoos que no hay de qué preocuparse.

Jack se había adentrado en el bosque. Habíamos perdido la mayoría de las superposiciones tácticas por culpa de la reducción de baudios. A la luz tenuemente visible las inmensas púas estriadas de la Rorschach, cada una del tamaño de un rascacielos, enmarcaban una vista de pesadilla desde todos los ángulos. La imagen tembló cuando Bates intentó mantener el haz alineado. ConSenso pintaba las paredes y el aire de telemetría arcana. No tenía la menor idea de lo que quería decir todo aquello.

—Creéis que no somos más que una habitación china —se mofó Rorschach.

Jack caía rodando hacia su colisión, intentando asirse a lo que fuera.

—Te equivocas, Teseo.

Golpeó algo. Se quedó enganchado.

Y de repente Rorschach se hizo visible; nada de compuestos brillantes, nada de perfiles ni simulaciones en colores falsos. Allí estaba por fin, expuesta aun a los ojos humanos.

Imaginaos una corona de espinas, retorcida, oscura y sin reflejos, tan enmarañada que jamás podría adornar cabeza humana alguna. Ponedla en órbita alrededor de una estrella fallida cuya propia penumbra reflejada consigue poco más que siluetear sus satélites. Ocasionales destellos sanguinolentos se entreveían como ascuas tenues en sus surcos y arrugas; sólo lograban enfatizar la oscuridad que reinaba en todas partes.

Imaginaos un artefacto que encarne el concepto mismo de la tortura, algo tan deforme y desfigurado que aun a incontables años luz e inimaginables diferencias biológicas y estéticas de distancia, uno no puede menos que pensar que, de alguna manera, la estructura misma debe de sentir dolor.

Ahora dadle el tamaño de una ciudad.

Titilaba ante nuestros ojos. Los rayos rodeaban las columnas recurvadas de mil metros de largo. ConSenso nos mostró un paisaje infernal estroboscópico, inmenso, siniestro y torturado. Las imágenes compuestas mentían. No contenía ni un ápice de belleza.

—Ya es demasiado tarde —dijo algo desde su interior—. Ahora hasta el último de vosotros está muerto. ¿Y Susan? ¿Estás ahí, Susan?

»Primero iremos a por ti.