Los líderes son visionarios con el instinto de supervivencia mal desarrollado y ni la menor idea de las probabilidades en su contra.

Robert Jarvik

Nuestro explorador cayó hacia la órbita, sin perder de vista a Ben. Nos quedamos rezagados a días de distancia, observando al explorador. Y nada más: nos pasábamos todo el tiempo sentados en el vientre de la Teseo mientras el sistema volcaba telemetría en nuestras incrustaciones. Esenciales, irremplazables, fundamentales para la misión; durante aquel primer acercamiento lo mismo podríamos haber sido bultos de lastre.

Superamos el límite de Rayleigh de Ben. La Teseo guiñó los ojos a un magro espectro de emisión y distinguió un elemento de halo derivado del Can Mayor, los restos desmembrados de una galaxia desaparecida hacía mucho que se había topado con la nuestra y acabado como un chucho bajo las ruedas de un coche, incontables miles de millones de años atrás. Estábamos acortando distancias con algo de fuera de la Vía Láctea.

La sonda trazó un arco hacia abajo y adentro, y se aproximó lo suficiente como para ampliar la imagen en color falso. La superficie de Ben ganó brillo hasta convertirse en un ebullescente parfait de bandas fuertemente contrastadas sobre un fondo de estrellas duras como diamantes. Algo rutilaba allí, chispas débiles sobre un interminable manto nuboso.

—¿Relámpagos? —se preguntó James.

Szpindel negó con la cabeza.

—Meteoritos. Debe de haber montones de pedruscos en la vecindad.

—El color está mal —dijo Sarasti. No estaba con nosotros físicamente —había regresado a su tienda para conectarse a la capitana—, pero Consenso lo colocaba dondequiera que hiciese falta a bordo.

Una cascada de valores morfométricos se derramó por mis incrustaciones: masa, diámetro, densidad media. Un día en Ben duraba siete horas y doce minutos. Un difuso pero masivo cinturón de acreción rodeaba el ecuador, más toro que anillo, extendiéndose casi medio millón de kilómetros desde lo alto de las nubes: cadáveres pulverizados de lunas, tal vez, reducidas a arenilla.

—Meteoritos. —Szpindel sonrió—. Lo que yo decía.

Parecía tener razón; la proximidad cada vez mayor emborronaba muchas de aquellas chispas rutilantes en brillantes guiones efímeros que arañaban la atmósfera. Más cerca de los polos, las bandas nubosas titilaban con tenues destellos intermitentes de electricidad.

Débiles picos de emisión de radio a 31 y 400 m. Atmósfera exterior rica en metano y amoniaco; litio, agua, monóxido de carbono en abundancia. Hidrógeno sulfito de amonio, haluros de álcali mezclándose localmente en aquellos arremolinados jirones de nubes. Álcalis neutros en las capas superiores. A esas alturas incluso la Teseo podía detectarlos a lo lejos, pero nuestro explorador estaba lo bastante cerca como para ver filigranas. Ya no era un disco lo que tenía delante. Estaba contemplando un oscuro muro convexo en furiosas capas rojas y marrones, detectaba tenues manchas de antraceno y pireno.

Una de las miríadas de meteóricas estelas de deyección abrasó el rostro de Ben directamente enfrente de nosotros; por un momento pensé que podía ver incluso la diminuta mota oscura de su núcleo, pero un repentino estallido de estática desgarró la imagen. Bates maldijo en voz baja. La imagen se volvió borrosa, para después estabilizarse cuando la sonda elevó la voz en la escala del espectro. Incapaz de hacerse oír por encima del clamor de onda larga, ahora hablaba por láser.

Y aun así tartamudeaba. Mantenerla alineada a un millón de kilómetros de fluctuación no debería haber supuesto el menor problema; nuestras respectivas trayectorias eran parábolas conocidas, infinitamente predecibles nuestras posiciones relativas en cualquier momento dado. Pero la estela de condensación del meteorito brincaba y cabriolaba en la imagen, como si el haz estuviera siendo repetida e infinitesimalmente descalibrado. El gas incandescente distorsionaba sus detalles; dudaba que ni tan siquiera una imagen sólida como una roca hubiera podido mostrar un perfil lo bastante definido para ofrecer asidero a los ojos humanos. Aun así. De alguna manera había algo raro en todo aquello, algo relacionado con el diminuto punto negro en el núcleo de aquel brillo cada vez menos intenso. Algo que una parte primitiva de mi mente se negaba a aceptar como natural…

La imagen saltó de nuevo, se ennegreció con un fogonazo, y no regresó.

—La sonda está frita —informó Bates—. Ese pico de ahí al final. Como si hubiera chocado con una espiral de Parker, pero con vientos realmente fuertes.

No me hizo falta ponerle subtítulos. Lo decía todo la expresión de su cara, las arrugas surgidas de repente entre sus cejas: estaba hablando de un campo magnético.

—Es… —empezó, y se interrumpió cuando apareció una cifra en Consenso: «11,2 tesla».

—Hostia —susurró Szpindel—. ¿Eso está bien?

Sarasti chasqueó la lengua en el cielo de la boca y el fondo de la nave. Un momento después ofreció una repetición instantánea, ampliados, suavizados y aumentado el contraste de aquellos últimos segundos de telemetría de la luz visible al infrarrojo profundo. Allí seguía la misma astilla oscura sumergida en llamas, allí seguía la estela de deyección ardiendo a su paso. Se atenuó ahora mientras el objeto rebotaba en la atmósfera más densa y recuperaba altitud. En cuestión de momentos el rastro de calor se había esfumado por completo. El objeto que había ardido en su centro se elevó de nuevo al espacio, como un ascua cada vez más apagada. Un inmenso embudo cónico en su parte anterior se abría como una boca. Unas aletas rechonchas desfiguraban su abdomen ovoide.

Ben se agitó y volvió a apagarse.

—Meteoritos —dijo secamente Bates.

Aquella cosa me había robado el sentido de la escala. Podría haber sido un insecto o un asteroide.

—¿Cómo de grande? —susurré, una fracción de segundo antes de que la respuesta se materializara en mis incrustaciones:

Cuatrocientos metros de longitud en el eje principal.

Ben volvía a estar a una distancia segura en nuestros visores, un oscuro disco tenue centrado en la pantalla frontal de la Teseo. Pero recordaba el primer plano: un orbe rutilante de incendios con el corazón negro; un semblante surcado de cortes y hoyos, interminablemente herido, interminablemente cicatrizado.

Había miles de aquellas cosas.

La Teseo se estremeció cuan larga era. Se trataba de una simple sacudida de deceleración; pero por un instante, me imaginé que sabía cómo se sentía.

• • • •

Iniciamos la entrada e hicimos nuestras apuestas.

La Teseo se distanció con una combustión de noventa y ocho segundos, nos introdujo en un vasto arco que podría, con un mínimo esfuerzo, convertirse en órbita… o en una discreta pasada de reconocimiento si el vecindario resultaba ser menos acogedor de lo esperado. El flujo de Ícaro se hizo invisible a babor, perdida al espacio-tiempo su inagotable energía. Nuestro parasol, grande como una ciudad y fino como una molécula, se replegó y resguardó hasta la próxima vez que la nave tuviera sed. Las reservas de antimateria empezaron a soltarse inmediatamente; esta vez estábamos vivos para presenciarlo. El declive era infinitesimal, pero había algo intranquilizador en la repentina aparición de aquel signo menos en la pantalla.

Podríamos habernos quedado pegados a las faldas de mamá, dejar una boya atrás en el flujo de telemateria para reenviarnos energía a través del pozo. Susan James se preguntó por qué no lo habíamos hecho.

—Demasiado arriesgado —dijo Sarasti, sin abundar en la respuesta.

Szpindel se inclinó en dirección a James.

—¿Por qué ofrecerles otro blanco contra el que disparar, eh?

Enviamos más sondas ante nosotros, las escupimos con fuerza y con las reservas justas de combustible para efectuar un vuelo de reconocimiento y autodestruirse. No podían apartar los ojos de las máquinas que giraban alrededor de Big Ben. La Teseo fijaba su propia mirada sin pestañear, más lejana pero también más aguda. Pero si aquellos buceadores de altura tenían la menor idea de nuestra presencia allí, nos ignoraban por completo. Los seguimos a través de una distancia cada vez menor, les vimos efectuar picados y bucles por un millón de parábolas en un millón de ángulos. No vimos nunca que colisionaran, ni entre sí, ni con el laberinto de roca que rodeaba el ecuador de Ben. Todos los perigeos se sumergían fugazmente en la atmósfera; allí se incendiaban, aminoraban, y regresaban acelerando al espacio, con sus embudos anteriores encendidos de calor residual.

Bates cogió una imagen de ConSenso, trazó líneas luminosas y una conclusión alrededor del extremo frontal:

—Estatorreactor.

Encontramos casi cuatrocientos mil en menos de dos días. Eso parecía ser la mayoría de ellos; el número de nuevos avistamientos se estabilizó después de aquello, con la curva de acumulación alisándose hacia una asíntota teórica. La mayoría de las órbitas eran próximas y rápidas, pero Sarasti proyectó una distribución de frecuencia que alcanzaba casi hasta Plutón. Podríamos habernos quedado allí años, sin dejar de detectar ocasionales puntas de pala de regreso de su prolongada incursión en el vacío.

—Las más veloces superan las cincuenta ges en curva cerrada —señaló Szpindel—. No hay carne capaz de resistir eso. Yo digo que no están tripuladas.

—La carne se puede reforzar —dijo Sarasti.

—Con tanto andamiaje habría que dejar de marear la perdiz y llamarla directamente máquina.

La morfometría de la superficie era absolutamente uniforme. Cuatrocientos mil inmersores, todos ellos idénticos. Si había algún macho alfa impartiendo órdenes al rebaño, resultaba indistinguible a simple vista.

Una noche —tal y como se medían esas cosas a bordo— seguí un suave chirrido de electrónica torturada hasta la cabina de observación. Allí estaba flotando Szpindel, contemplando a los buceadores. Había cerrado los escudos, bloqueado las estrellas y construido un nidito analítico en su lugar. Por el interior de la cúpula se derramaban gráficos y ventanas como si el espacio virtual de la cabeza de Szpindel no bastara para contenerlos. Los gráficos táctiles lo iluminaban desde todos los ángulos, convirtiendo su cuerpo en un brillante mosaico de tatuajes titilantes.

El hombre ilustrado.

—¿Te importa que pase? —pregunté.

Soltó un gruñido: «Sí, pero no tanto como para armar un escándalo».

Dentro de la cúpula, el sonido de un fuerte aguacero siseaba y chisporroteaba tras el chirrido que me había guiado hasta allí.

—¿Qué es eso?

—La magnetosfera de Ben. —No me dirigió la mirada—. Bonita, ¿eh?

Los sinteticistas no se forman ninguna opinión sobre su trabajo; de ese modo los efectos del observador se reducen a su mínima expresión. Esta vez me permití cometer una pequeña infracción.

—La estática es bonita. Podría pasar sin los chirridos.

—¿Me tomas el pelo? Ésa es la música de las esferas, comisario. Es preciosa. Como el antiguo jazz.

—A eso tampoco le cogí nunca el tranquillo.

Se encogió de hombros y anuló el registro superior, dejando que la lluvia tamborileara a nuestro alrededor. Sus ojos inquietos se fijaron en un gráfico arcano.

—¿Quieres una exclusiva para tus apuntes?

—Claro.

—Ahí la tienes. —La luz que se reflejaba en su guante de retroalimentación se irisó como el ala de una libélula cuando señaló: un espectro de absorción, en un bucle temporal. Surgieron y remitieron picos brillantes, sucesivamente, a lo largo de un marco de quince segundos.

Los subtítulos únicamente me revelaron longitudes de onda y ángstroms.

—¿Qué es eso?

—Pedos de inmersor. Esos cabrones están vertiendo material orgánico complejo en la atmósfera.

—¿Cómo de complejo?

—Es difícil saberlo, por ahora. Las trazas son débiles, y se disipan rápidamente. Pero azúcares y aminos por lo menos. Proteínas, tal vez. Tal vez más.

—¿Tal vez vida? ¿Microbios? —Un proyecto de terraformación alienígena…

—Depende de lo que entienda uno por vida, ¿eh? —dijo Szpindel—. Ni siquiera los deinococos durarían mucho ahí abajo. Pero es una atmósfera grande. Será mejor que se lo tomen con calma si pretenden reformarla entera a base de inoculaciones directas.

Si era eso lo que pretendían realmente, unos inóculos autorreplicantes acelerarían mucho el trabajo.

—A mí me suena a vida.

—Aerosoles agrícolas, a eso me suena a mí. Esos cabrones están transformando todo ese puñetero balón de gas en un arrozal más grande que Júpiter. —Me dirigió una sonrisa sobrecogedora—. Algo tiene buen apetito, ¿eh? Hace que uno se pregunte si no vamos a estar en ligera inferioridad numérica.

• • • •

Los hallazgos de Szpindel acapararon el centro de atención en nuestra siguiente asamblea.

El vampiro nos lo resumió, con apoyos visuales bailando encima de la mesa:

—Selector-r autorreplicante de Von Neumann. El germen arraiga y desarrolla aspiradoras, las aspiradoras extraen materias primas del cinturón de acreción. Algunas perturbaciones en esas órbitas; el cinturón no está asentado todavía.

—No he visto que nadie diera a luz en el rebaño —observó Szpindel—. ¿Algún indicio de fábricas?

Sarasti negó con la cabeza.

—Descartadas, tal vez. O descompiladas. O puede que el rebaño deje de reproducirse una vez alcanzado el N óptimo.

—Éstas sólo son las excavadoras —señaló Bates—. Los inquilinos llegarán más tarde.

—Y muchos, ¿eh? —añadió Szpindel—. Nos superarán en número por órdenes de magnitud.

James:

—Pero también es posible que tarden siglos en presentarse.

Sarasti chasqueó la lengua.

—¿Construyen Luciérnagas esas aspiradoras? ¿Burns-Caulfield?

Era una pregunta retórica. Szpindel contestó de todos modos:

—No veo cómo.

—Lo hace otra cosa, entonces. Algo que ya está aquí.

Nadie dijo nada por un momento. La topología de James se alteró y modificó en el silencio; cuando volvió a abrir la boca, alguien indefiniblemente más joven habló por ella.

—Su hábitat no se parece en nada al nuestro, si piensan construir un hogar ahí fuera. Eso nos da esperanzas.

Michelle. La sinesteta.

—Proteínas. —Era imposible leer en los ojos de Sarasti tras su visor. «Bioquímicas equiparables. Podrían devorarnos».

—Quienesquiera que sean estos seres, ni siquiera viven a la luz del sol. Si no se solapan los territorios ni los recursos, no habrá ninguna base para el conflicto. No hay motivo por el que no debamos llevarnos bien.

—Por otra parte —acotó Szpindel—, la tecnología implica beligerancia.

Michelle resopló suavemente.

—Según una caterva de historiadores teóricos que no se han encontrado nunca con un alienígena de verdad, sí. Puede que ahora tengamos la oportunidad de demostrar que se equivocan. —Al instante siguiente desapareció, barrida su personalidad como un montón de hojas ante un vendaval, y Susan James retomó su lugar para decir:

—¿Por qué no se lo preguntamos?

—¿Preguntarles? —dijo Bates.

—Hay cuatrocientas mil máquinas ahí fuera. ¿Cómo sabemos que no pueden hablar?

—Las habríamos oído —dijo Szpindel—. Son zánganos.

—Con sondearlas no se pierde nada, sólo para estar seguros.

—No hay motivo por el que deban hablar aunque sean inteligentes. El lenguaje y la inteligencia ni siquiera están tan fuertemente correlacionados en la Tie…

James puso los ojos en blanco.

—¿Por qué no intentarlo, al menos? Para eso hemos venido. Para eso he venido yo. Mandémosles una puta señal, nada más.

Transcurrido un momento, Bates recogió el guante.

—Teoría de juegos mal aplicada, Suze.

—Teoría de juegos. —Consiguió que sonara como una maldición.

—Ojo por ojo es la mejor estrategia. Nos sondearon, les sondeamos. Ahora la pelota está en su tejado; si enviamos otra señal, podríamos desvelar demasiado.

—Conozco las reglas, Amanda. Según ellas, si la otra parte no vuelve a tomar la iniciativa, nos pasaremos el resto de la misión ignorándonos porque la teoría de juegos dice que no hay que dar muestras de ansiedad.

—Esa regla sólo se aplica cuando uno se enfrenta a un jugador desconocido —explicó la mayor—. Cuanto más sepamos, más opciones tendremos.

James suspiró.

—Es sólo que… es como si todos asumierais que van a ser hostiles. Como si una simple señal de saludo fuera a echárnoslos encima.

Bates se encogió de hombros.

—Tiene sentido ser precavidos. Llamadlo deformación profesional, pero no me apetece cabrear a algo que se gana la vida saltando entre las estrellas y terraformando superjovianos. No hará falta que le recuerde a nadie que la Teseo no es ninguna nave de guerra.

Había dicho «a nadie»; quería decir «a Sarasti». Y Sarasti, con la mirada perdida en su horizonte particular, no respondió. No de viva voz, al menos; pero sus superficies hablaban en un idioma completamente distinto.

«Todavía no», decían.

• • • •

Bates tenía razón, por cierto. Oficialmente la Teseo estaba equipada para la exploración, no para el combate. Sin duda nuestros amos y señores preferirían haberla armado hasta los dientes con misiles nucleares y cañones de partículas junto con su carga científica, pero ni siquiera un chorro de combustible de telemateria puede cambiar las leyes de la inercia. Un prototipo bélico se habría tardado más en construir; uno más grande, hasta los topes de artillería pesada, tardaría más en acelerar. El tiempo, habían decidido nuestros amos y señores, era oro y valía más que cualquier arsenal. En caso de apuro, nuestras fábricas podían construir casi cualquier cosa que necesitáramos, con tiempo. Quizá llevara un rato montar un cañón de partículas desde cero, y quizá tuviéramos que esquilmar algún asteroide local para conseguir las materias primas, pero era factible. Asumiendo que nuestros adversarios estuvieran dispuestos a esperar, en aras del juego limpio.

¿Pero quién nos aseguraba que incluso nuestras mejores armas fueran a servir de algo contra la inteligencia que había diseñado la Lluvia de Fuego? Si los desconocidos eran hostiles, probablemente estábamos condenados hiciéramos lo que hiciéramos. Los desconocidos estaban tecnológicamente avanzados… y había quienes afirmaban que eso los volvía hostiles por definición. «La tecnología implica beligerancia», decían.

Supongo que debería explicarlo, ahora que es completamente irrelevante. Seguramente ya lo hayáis olvidado después de todo este tiempo.

Érase una vez que había tres tribus. Los Optimistas, cuyos santos patrones eran Drake y Sagan, creían en un universo infestado de inteligencia benigna: hermanos espirituales más vastos e iluminados que nosotros, una gigantesca fraternidad galáctica a cuyas filas ascenderíamos algún día. «Sin duda», sostenían los Optimistas, «el viaje espacial implica esclarecimiento, pues requiere el control de enormes energías destructivas. Cualquier raza incapaz de dejar atrás sus propios instintos brutales se erradicará a sí misma mucho antes de aprender a tender puentes sobre los abismos interestelares.»

El opuesto de los Optimistas eran los Pesimistas, quienes rendían pleitesía a las imágenes esculpidas de san Fermi y una caterva de pesos ligeros de menor relevancia. Los Pesimistas se imaginaban un universo solitario repleto de pedruscos muertos y barro procariótico. «Las probabilidades son sencillamente demasiado bajas», insistían. «Demasiados imponderables, demasiada radiación, demasiada excentricidad en demasiadas órbitas. Es un milagro extraordinario que exista siquiera una Tierra; esperar que haya más implica darle la espalda a la razón y abrazar el fanatismo religioso. Después de todo, el universo tiene catorce mil millones de años: si hubiera más vida inteligente en la galaxia, ¿no estaría aquí ya?» Equidistantes a las otras dos tribus estaban los Historiadores. Éstos no se rompían mucho la cabeza pensando en la posible prevalencia de extraterrestres inteligentes dedicados a surcar el espacio… «pero si hubiera alguno», decían, «no serían solamente inteligentes. Serían malvados».

Quizá parezca una conclusión demasiado obvia. ¿Qué es la historia humana sino una perpetua sucesión de tecnologías superiores aplastando a las inferiores bajo sus botas? Pero la cuestión no era sólo la historia de la humanidad, ni la injusta ventaja que pudiera obtener un bando dado gracias a determinadas herramientas; los oprimidos estaban tan dispuestos a usar armamento avanzado como sus opresores, en cuanto éstos se descuidaban. No, la verdadera cuestión era cómo llegaban esas herramientas ahí para empezar. La verdadera cuestión era para qué sirven las herramientas.

A juicio de los Historiadores, las herramientas existían por un único motivo: para obligar al universo a adoptar formas antinaturales. La naturaleza era el enemigo; eran, por definición, una rebelión contra el orden establecido de las cosas. La tecnología se atrofia en entornos apacibles, no ha prosperado jamás en ninguna cultura poseída por la fe en la armonía natural. ¿Para qué inventar reactores de fusión si la climatología es propicia, si abunda el alimento? ¿Para qué construir fortalezas si no se tienen enemigos? ¿Para qué imponer cambios a un mundo que no constituye ninguna amenaza?

La civilización humana estaba muy ramificada, no hace tanto tiempo. Incluso en el siglo XXI, un puñado de tribus aisladas apenas habían desarrollado utensilios de piedra. Algunas optaban por la agricultura. Otras no se conformaban hasta haberle puesto fin a la naturaleza misma, y aún otras hasta haber construido ciudades en el espacio.

Sin embargo, a todos nos llegaba nuestro descanso tarde o temprano. Cada nueva tecnología apisonaba las inferiores, se encumbraba en una suerte de asíntota satisfecha y se detenía… hasta que mi propia madre se recluyó como una larva en un panal, reblandecida por las máquinas, despojada de incentivos por su propia complacencia.

Pero la historia nunca había dicho que todo el mundo tuviera que parar donde paramos nosotros. Solamente sugería que quienes pararon habían dejado de luchar por la existencia. Podía haber otros mundos más infernales donde incluso la mejor tecnología humana sucumbiría, donde el entorno seguiría siendo el adversario, donde los únicos supervivientes serían quienes se defendieran con herramientas más afiladas e imperios más robustos. Las amenazas contenidas en dichos entornos no serian sencillas. El clima implacable y los desastres naturales o bien te mataban o bien no, y una vez conquistados —o adaptados— perdían su relevancia. No, los únicos factores ambientales que seguían teniendo importancia eran aquéllos que devolvían los golpes, los que combatían la estrategia con estrategia, los que obligaban a sus enemigos a escalar cumbres cada vez más altas tan sólo para seguir con vida. En última instancia, el único adversario que importaba era el inteligente.

Y si los mejores juguetes terminan en manos de quienes no han olvidado nunca que la vida en sí es una declaración de guerra contra oponentes inteligentes, ¿qué dice eso sobre una raza cuyas máquinas viajan entre las estrellas?

El argumento era brutalmente simple. Podría haber bastado incluso para otorgarles la victoria a los Historiadores… si tales debates se hubieran resuelto alguna vez apelando a la lógica, y si una población aburrida no le hubiera concedido ya el combate a Fermi por puntos. Pero el paradigma de los Historiadores era sencillamente demasiado feo, demasiado darwiniano, para la mayoría de la gente y, además, lo cierto era que a nadie le importaba ya. Ni siquiera los últimos descubrimientos de la sonda de Cassidy cambiaron gran cosa. ¿Y qué si la atmósfera de un pedrusco en el Eridano de la Osa Mayor contenía oxígeno? Estaba a cuarenta y tres años luz de distancia, y no decía nada; si uno quería candelabros flotantes y mesías alienígenas, podía encargarlos a medida en el Paraíso. Si lo que quería era testosterona y prácticas de tiro al blanco, podía elegir una vida de ultratumba repleta de feroces monstruos alienígenas sin la menor puntería. Si el mero concepto de una inteligencia alienígena hacía que tu punto de vista se tambaleara, podías explorar una galaxia virtual de planetas vacíos, fecundos y dispuestos a recibir con los brazos abiertos a cualquier peregrino terrícola temeroso de Dios que se dejara caer por allí.

Todo estaba ahí mismo, justo al otro lado de los quince minutos que duraban una operación de cableado y la instalación de un enchufe cervical. ¿Por qué soportar los atestados y malolientes confines del viaje espacial en la vida real para ir a visitar un charco de barro en Europa, la luna de Júpiter?

Y así, inevitablemente, fue surgiendo una cuarta tribu, una hueste celestial que se impuso a todas las demás: la tribu a la que nada le importaba una mierda. Los mismos que no supieron qué hacer cuando aparecieron las Luciérnagas.

Así que nos mandaron a nosotros, y —en tardío reconocimiento al mantra de los Historiadores— le encargaron a una guerrera que nos acompañara, por si acaso. Era sumamente improbable que ninguna hija de la Tierra fuera rival para una raza dotada de tecnología interestelar, en caso de resultar ésta poco amigable. Empero, me daba cuenta de que la presencia de Bates suponía un alivio, por lo menos para los integrantes humanos de la expedición. Si uno tiene que presentarse desarmado ante un T-rex arisco con un cociente intelectual de cuatro dígitos, qué menos que contar con una especialista en combate a su lado.

Cuanto menos, podría sacarle punta a la rama que arrancara del árbol más próximo e improvisar una lanza.

• • • •

—Lo juro, como los alienígenas terminen zampándosenos a todos, la culpa será de la Iglesia de la Teoría de Juegos —dijo Sascha.

Estaba cogiendo un ladrillo de cuscús de la cocina. Yo había ido allí en busca de cafeína. Estábamos más o menos a solas; el resto de la tripulación se había desperdigado entre la cúpula y Fabricación.

—¿No la usan los lingüistas? —Conocía a algunos que sí.

—Nosotros no. —«Y los que sí son unos zopencos»—. Lo que pasa con la teoría de juegos es que presupone un interés propio racional entre los jugadores. Y las personas sencillamente no son racionales.

—Yo solía pensar lo mismo —reconocí—. Hoy en día se incluye la neurología social como factor a tener en cuenta.

—La neurología social humana. —Le pegó un bocado a un pico de su ladrillo y habló con la boca llena de sémola—. Para eso sirve la teoría de juegos. Jugadores racionales, o humanos. Y permíteme el atrevimiento de dudar que «eso» encaje en ninguna de esas dos categorías. —Agitó la mano hacia algún tipo de alienígena arquetípico apostado detrás del mamparo.

—Tiene sus limitaciones —admití—. Supongo que hay que usar las herramientas que uno tiene a su disposición.

Sascha soltó un bufido.

—De modo que si no tuvieras a tu disposición un plano en condiciones, basarías la casa de tus sueños en un libro de poemillas obscenos.

—A lo mejor no. —Un poco a la defensiva a mi pesar, añadí—: Yo la he encontrado útil, no obstante. En áreas donde uno no se lo esperaría.

—¿Sí? Nómbrame alguna.

—Los cumpleaños —dije, e inmediatamente deseé no haberlo hecho.

Sascha dejó de masticar. Algo detrás de sus ojos centelleó, casi estroboscópicamente, como si sus otros yoes estuvieran aguzando el oído.

—Continúa —dijo; podía sentir cómo la Banda al completo estaba pendiente de mis palabras.

—No es nada, en serio. Tan sólo un ejemplo.

—Bueno. Cuéntanos. —Sascha ladeó la cabeza de James.

Me encogí de hombros. No tenía sentido hacer una montaña de este grano de arena.

—Bien, según la teoría de juegos, uno no debería decirle a nadie cuándo es su cumpleaños.

—No te sigo.

—Es una proposición en la que se pierde siempre. No hay estrategia ganadora.

—¿A qué te refieres con estrategia? Se trata de un cumpleaños.

Ésas habían sido las palabras exactas de Chelsea cuando intenté explicárselo a ella. «Mira», le había dicho, «supongamos que le cuentas a todo el mundo cuándo es y no pasa nada. Sería como un guantazo en la cara.»

«O supongamos que te organizan una fiesta», había replicado Chelsea.

«Entonces no sabrás si lo hacen de corazón, o si tu interacción previa con ellos les provocó un sentimiento de culpa que a su vez los condujo a observar una ocasión que preferirían haber ignorado. Pero si no se lo dices a nadie, y nadie conmemora el evento, no habrá razón para sentirse mal porque, a fin de cuentas, nadie lo sabía. Y si alguien te invita a un trago sabrás que es sincero porque nadie se tomaría la molestia de averiguar cuándo es tu cumpleaños… y luego celebrarlo… si no le cayeras bien de verdad.»

Evidentemente, la Banda estaba más que al corriente de cosas así. No me hacía falta explicárselo verbalmente: podría limitarme a coger un pedazo de ConSenso y dibujar la tabla de resultados, Decir/No decir junto a las columnas, Celebrado/No celebrado junto a las filas, la inapelable lógica en blanco y negro de los costes y los beneficios en las mismas casillas. La matemática era irrefutable: la estrategia ganadora pasaba siempre por la omisión. Sólo los memos revelaban la fecha de su cumpleaños.

Sascha me miró.

—¿Alguna vez le has enseñado esto a alguien más?

—Claro. A mi novia.

Enarcó las cejas.

—¿Tú has tenido novia? ¿Una de verdad?

Asentí con la cabeza.

—Una vez.

—Quiero decir después de explicarle esto.

—Bueno, sí.

—Ajá. —Su mirada se desvió a la tabla de resultados—. Sólo por curiosidad, Siri. ¿Cómo reaccionó?

—No lo hizo, la verdad. No al principio. Después… bueno, se rio.

—Mejor persona que yo. —Sascha sacudió la cabeza—. Yo te habría dejado en el acto.

• • • •

Mi paseo de todas las noches por la columna vertebral: un glorioso vuelo onírico por un solitario grado de libertad. Atravesaba flotando escotillas y corredores, extendía los brazos en cruz y giraba llevado por las suaves brisas ciclónicas del tambor. Bates dibujaba círculos a mi alrededor, haciendo rebotar su pelota contra bidones y mamparos, estirándose para capturar cada curva de retorno en la pseudogravedad acelerada. A mi paso, la bola se perdió por el hueco de una escalera lejos de su alcance; las maldiciones de la mayor me siguieron a través del ojo de aguja que unía la cripta y el puente.

Frené justo antes de llegar a la cúpula, detenido por el sonido de voces susurradas al frente.

—Pues claro que son preciosas —murmuró Szpindel—. Para algo son estrellas.

—Y supongo que no soy la primera en tu lista de personas con quien compartir la vista —dijo James.

—Segunda por los pelos. Pero tengo una cita con Meesh.

—No me había dicho nada.

—No te lo cuenta todo. Pregúntaselo.

—Hey, que este cuerpo se toma sus antiliberales. Aunque el tuyo no.

—Qué mente tan sucia, Suze. El erotismo sólo es una clase de amor, ¿eh? Los griegos de la antigüedad reconocían hasta cuatro.

—Vaaale. —Definitivamente no era Susan, ya no—. Era de esperar que tuvieras como modelo a un puñado de sodomitas.

—Joder, Sascha. Lo único que pido es unos minutos a solas con Meesh antes de que restalle el látigo de nuevo…

—También es mi cuerpo, Ike. ¿Es que quieres darme gato por liebre?

—Sólo quiero hablar, ¿eh? A solas. ¿Es mucho pedir?

Oí cómo Sascha cogía aliento.

Oí cómo Michelle lo soltaba.

—Lo siento, chico. Ya conoces a la Banda.

—Gracias a Dios. Cada vez que quiero un cara a cara es como enfrentarse a un comité de investigación.

—Supongo que tienes suerte de caerles bien.

—Sigo diciendo que deberías dar un golpe de estado.

—Siempre podrías venirte a vivir con nosotros.

Oí el roce de cuerpos en delicado contacto.

—¿Cómo estás? —preguntó Szpindel—. ¿Te encuentras bien?

—Perfectamente. Creo que por fin me he acostumbrado a estar viva de nuevo. ¿Y tú?

—Hey, yo siempre estoy como una rosa, da igual cuanto tiempo haya pasado muerto.

—Siempre haces un buen trabajo.

—Vaya, merci. Lo intento.

Un pequeño silencio. La Teseo tarareó suavemente para sí.

—Mamá tenía razón —dijo Michelle—. Son preciosas.

—¿Qué ves, cuando las miras? —Y a continuación, corrigiéndose—: Quiero decir…

—Son… puntiagudas —respondió Michelle—. Cuando giro la cabeza es como si unas bandas de agujitas muy finas me recorrieran la piel en oleadas. Pero no me duele nada. Sólo es un cosquilleo. Resulta casi electrizante. Es agradable.

—Ojalá yo pudiera sentir lo mismo.

—Tienes la interfaz. Acóplate una cámara al lóbulo parietal en vez de a la corteza visual.

—Así sabría cómo siente la visión una máquina, ¿eh? Aun así seguiría sin saber cómo la sientes tú.

—Isaac Szpindel. Eres un romántico.

—Nah.

—No quieres saberlo. Prefieres que siga siendo un misterio.

—Ya tengo que enfrentarme a misterios de sobra aquí fuera, por si no te habías percatado.

—Sí, pero no podemos hacer nada al respecto.

—Eso cambiará. En menos que canta un gallo nos estaremos dejando la piel.

—¿Tú crees?

—Cuenta con ello —dijo Szpindel—. Hasta ahora nos hemos limitado a observar de lejos, ¿eh? Me apuesto lo que sea a que ocurrirán toda clase de cosas interesantes cuando nos metamos ahí y empecemos a atizar con el palo.

—A lo mejor para ti. Tiene que haber algo biológico en la mezcla, con tantos elementos orgánicos.

—Y tanto que sí. Y tú estarás comunicándote con ello mientras yo le pego un repaso a su física.

—Puede que no. Quiero decir, mamá no lo reconocería ni en un millón de años, pero diste en el clavo con lo del lenguaje. Bien pensado, es un rodeo. Como intentar describir un sueño con señales de humo. Es noble, quizá la acción más noble que pueda realizar un cuerpo, pero no se puede convertir una puesta de sol en una ristra de gruñidos sin perder algo por el camino. Nos limita. A lo mejor lo que hay ahí fuera ni siquiera lo usa.

—Apuesto a que lo usa, sin embargo.

—¿Desde cuándo? Eres tú el que siempre está señalando la ineficacia del lenguaje.

—Sólo cuando intento sacarte de tus casillas. Sacarte las bragas… es otro cantar. —Se rio de su propio chiste—. En serio, ¿qué van a usar si no, telepatía? Seguro que antes de darte cuenta estás metida en jeroglíficos hasta las cejas. Es más, los descifrarás en un tiempo récord.

—Eres un encanto, pero lo dudo. La mitad del tiempo ni siquiera consigo descifrar a Jukka. —Michelle se quedó callada un momento—. Lo cierto es que de vez en cuando me desconcierta.

—A ti y a siete mil millones como tú.

—Ya. Sé que es una tontería, pero cuando no está cerca hay una parte de mí que no puede dejar de preguntarse dónde estará escondido. Y cuando lo tengo justo delante, me da la impresión de que debería ser yo la que se escondiera.

—No es culpa suya que nos ponga los pelos de punta.

—Lo sé. Pero tampoco se puede decir que ayude a mantener el ánimo. ¿A qué genio se le ocurrió poner un vampiro al mando?

—¿Dónde si no lo pondrías, eh? ¿Quieres ser tú la que le dé órdenes a él?

—Y no es sólo cómo se mueve. Es la forma en que habla. Sencillamente está… mal.

—Ya sabes que él…

—No me refiero a eso del tiempo presente, ni a todas las glotales. Él… en fin, ya sabes cómo se expresa. Es sucinto.

—Es pragmático.

—Es artificial, Isaac. Es más inteligente que todos nosotros juntos, pero a veces habla como si su vocabulario consistiera en un máximo de cincuenta palabras. —Resopló suavemente—. No se moriría por usar un adverbio de vez en cuando.

—Ah. Pero eso lo dices porque eres lingüista, y no entiendes por qué querría alguien perderse la deslumbrante belleza del idioma. —Szpindel carraspeó con pomposidad fingida—. Ahora bien, yo, que soy biólogo, lo encuentro perfectamente lógico.

—¿En serio? Pues explícamelo, oh sabio y poderoso mutilador de ranas.

—Fácil. La sanguijuela es nómada, no residente.

—¿Qué…? Ah, ballenas asesinas, ¿verdad? Silbidos dialectales.

—He dicho que te olvides del idioma. Piensa en el estilo de vida. Las residentes se alimentan de peces, ¿eh? Viven en grandes manadas, no viajan mucho, hablan sin parar. —Oí un susurro de movimiento y me imaginé a Szpindel inclinándose hacia Michelle y apoyándole una mano en el brazo. Me imaginé los sensores de sus guantes diciéndole cómo era su tacto—. Las nómadas, en cambio… comen mamíferos. Focas, leones marinos, presas inteligentes. Lo bastante inteligentes como para ponerse a cubierto si oyen el chapoteo de una aleta o una sucesión de chasquidos. De modo que las nómadas son sigilosas, ¿eh? Cazan en grupos pequeños, patrullan grandes zonas, mantienen la boca cerrada para que nadie las oiga llegar.

—Y Jukka es nómada.

—Su instinto le dice que guarde silencio en la proximidad de su presa.

Cada vez que abre la boca, cada vez que nos permite verlo, está rebelándose contra su propio encéfalo. Tal vez no debamos ser tan duros con el viejo por el simple hecho de que no sea el orador más animado del mundo, ¿eh?

—¿Cada vez que tenemos una reunión tiene que combatir el impulso de devorarnos? Me quedo mucho más tranquila.

Szpindel se rio por lo bajo.

—Probablemente no sea tan grave. Supongo que incluso las ballenas asesinas bajan la guardia tras una captura. ¿Para qué caminar de puntillas con la barriga llena, eh?

—De modo que no está enfrentándose a su encéfalo. Sencillamente, no tiene hambre.

—Seguramente sea un poco de las dos cosas. El encéfalo no es algo que se pueda perder, ya sabes. Pero te diré una cosa. —La voz de Szpindel perdió un ápice de su jovialidad—. Si Sarasti quiere celebrar alguna que otra reunión desde sus aposentos, por mí perfecto. ¿Pero cuando dejemos de verlo? Entonces será cuando haya que empezar a tener cuidado.

• • • •

En retrospectiva, por fin puedo admitirlo: envidiaba el éxito que tenía Szpindel con las mujeres. Modificado y reconstruido, un amasijo larguirucho de tics y manías que apenas era capaz de sentir su propia piel, y sin embargo conseguía resultar…

Encantador. Ésa era la palabra. Encantador.

Como requisito social el encanto estaba poco menos que obsoleto, era cada vez más irrelevante, igual que el emparejamiento no virtual entre dos personas. Pero incluso yo había probado uno de ésos; y no me hubiera venido mal tener el conjunto de habilidades de autoironía de Szpindel a mi disposición.

Sobre todo cuando las cosas con Chelsea empezaron a venirse abajo.

Yo tenía mi propio estilo, naturalmente. Procuraba ser encantador a mi manera. Una vez, tras la enésima pelea sobre sinceridades y manipulaciones emocionales, había empezado a pensar que quizá un toque de fantasía podría limar nuestras asperezas. Había comenzado a sospechar que Chelsea sencillamente no entendía el concepto de política sexual. Vale, se había ganado la vida editando cerebros, pero puede que se hubiera limitado a memorizar todo ese sistema de circuitos sin detenerse a pensar en cómo había surgido para empezar, en las reglas últimas de selección natural que le habían dado forma. Puede que sencillamente no supiera que éramos rivales evolutivos, que todas las relaciones estaban abocadas al fracaso. Si lograba meterle esa idea en la cabeza —si lograba traspasar sus defensas a fuerza de «encanto»— tal vez nos pudiéramos mantener unidos.

De modo que le di vueltas al tema, y se me ocurrió la forma perfecta de aumentar su consciencia. Le escribí un cuento para dormir, una irresistible mezcla de humor y afecto, que titulé:

El Libro de la Ovogénesis

En el principio había gametos. Y aunque existía el sexo, no era así con el género, y reinaba el equilibrio en la vida.

Y Dios dijo: «Hágase el esperma», y la simiente se redujo de tamaño y se abarató su producción, e inundó el mercado.

Y Dios dijo: «Háganse los óvulos», y una plaga de esperma cayó sobre otras simientes. Y así, pocas fructificaron, pues el esperma no llevaba alimento al cigoto, y sólo los óvulos más grandes se sobrepusieron a la carestía. Y éstos aumentaron aún más de tamaño con el paso del tiempo.

Y Dios colocó los óvulos en un útero, y dijo: «Aguardad aquí, pues vuestro peso os hace difíciles de transportar, y el esperma debe buscaros en vuestras cámaras. De este modo se os fertilizará interiormente». Y así se hizo.

Y Dios les dijo a los gametos: «Que el fruto de vuestra fusión brote en todas partes y adopte todas las formas. Que respire aire, agua, o el légamo sulfúrico de los abismos hidrotermales. Pero no olvidéis el único mandamiento que os impongo, inalterado desde el alba del tiempo: propagad vuestros genes».

Y así llegaron el esperma y el óvulo al mundo. Y el esperma dijo: «Soy barato y abundante, y sembrado en cantidad suficiente cumpliré sin duda los designios de Dios. Eternamente buscaré nuevas parejas y las abandonaré luego cuando porten la vida, pues muchos son los úteros y el tiempo escasea».

Pero el óvulo dijo: «Ay, sobre mis espaldas pesa la carga de la procreación. He de transportar formas que sólo a medias son mías, gestarlas y nutrirlas aunque abandone mi cámara» (pues muchos de los cuerpos del óvulo contenían ya la calidez de la sangre, y también pelo). «El número de hijos que puedo tener es limitado, y debo entregarme a ellos, y protegerlos de todo mal. Y haré que el esperma me ayude en esta tarea, pues él me ha metido en esto. Y aunque bregue a mi lado, tendré cuidado de que no se separe de mí y yazca con mis competidores.» Y esto no le hizo gracia al esperma.

Y Dios sonrió, pues su mandamiento había hecho que el esperma y el óvulo estuvieran en guerra, hasta el día en que ambos se volvieran obsoletos.

Le llevé flores un martes por la noche, cuando la luz era perfecta. Subrayé la ironía de esa romántica tradición antigua —los genitales amputados de otra especie, ofrecidos como soborno previo a la cópula— y le recité mi historia justo cuando ya nos disponíamos a follar.

Todavía no sé qué es lo que salió mal.

El techo de cristal está en ti.

El techo de cristal es la consciencia.

Jacob Holtzbrinck,

Las claves del planeta

Circulaban rumores, antes de que abandonáramos la Tierra, sobre una cuarta ola: una flota de acorazados espaciales que seguía nuestra estela sigilosamente, por si acaso la carne de cañón se tropezaba con algo desfavorable. O, si los alienígenas resultaban ser amigables, una fragata diplomática cargada de políticos y directores ejecutivos listos para abrirse paso a codazos hasta la primera fila. Daba igual que la Tierra no tuviera acorazados espaciales ni naves diplomáticas; tampoco la Teseo existía antes de la Lluvia de Fuego. Nadie nos había dicho que existiera semejante contingente, pero uno tampoco les enseña todas las cartas a los soldados del frente. Cuanto menos sepan, menos podrán revelar.

Sigo sin saber si esa cuarta ola llegó a existir alguna vez. Nunca vi nada que demostrara su existencia, por si eso sirve de algo. Es posible que los dejáramos rezagados en Burns-Caulfield. O puede que nos siguieran todo el camino hasta Big Ben, se acercaran lo justo para ver contra qué nos medíamos, y dieran media vuelta antes de que las cosas se pusieran feas.

Me pregunto si sería eso lo que pasó. Me pregunto si regresaron a casa.

En retrospectiva, espero que no.

• • • •

Una esponja gigante chocó contra el costado de la Teseo. Cayó como un péndulo. En la otra punta del tambor, Szpindel gritó como si se hubiera escaldado; en la galería, mientras partía una ampolla de café caliente, a punto estuve de escaldarme yo de verdad.

Ya está, pensé. Nos hemos acercado demasiado. Nos están atacando.

—¿Qué de…?

La línea de comunicación chasqueó cuando Bates enlazó desde el puente.

—El motor principal acaba de encenderse. Estamos cambiando de rumbo.

—¿A qué? ¿Adónde? ¿Por orden de quién?

—Mía —dijo Sarasti, apareciendo sobre nosotros.

Nadie habló. El sonido de algo que rechinaba llegó flotando al tambor a través de la escotilla de popa. Examiné el plan de distribución de recursos de la Teseo. Fabricación estaba rehabilitándose para la producción en masa de cerámicas alteradas.

Escudos antirradiación. Artilugios sólidos, grandes y primitivos, lejos de los campos magnéticos controlados que solíamos utilizar.

La Banda salió de su tienda con cara de sueño y Sascha refunfuñó:

—¿Qué coño pasa?

—Mira. —Sarasti se adueñó de ConSenso y lo zarandeó.

Era una ventisca, más que un resumen de la situación: pozos de gravedad y trayectorias orbitales, simulaciones de estallidos en nubarrones de amoniaco e hidrógeno, mapas planetarios estereoscópicos enterrados bajo filtros que iban de gamma a radio. Vi puntos de ruptura, depresiones y equilibrios inestables. Vi catástrofes de pliegues cartografiadas en cinco dimensiones. Mis aumentos pugnaban por procesar la información; la mitad carnosa de mi cerebro se esforzaba por comprender el quid de la cuestión.

Había algo escondido allí abajo, a la vista de todos.

El cinturón de acreción de Ben seguía sin aprender modales. Su grosería no era evidente; Sarasti no había tenido que rastrear hasta el último guijarro, montaña y planetesimal para descubrir la pauta, pero casi. Y ni él ni la inteligencia conjunta que compartía con la capitana habían podido explicar esas trayectorias como el mero residuo de alguna perturbación anterior. La polvareda sencillamente se negaba a asentarse; una parte de ella desfilaba colina abajo al son de algo que en esos momentos alargaba los brazos a través del manto nuboso para extraer escombros de la órbita.

No todos los escombros parecían impactar. Las regiones ecuatoriales de Ben parpadeaban constantemente a golpe de meteorito —los destellos eran mucho más tenues que las brillantes estelas de los buceadores, y se apagaban en un abrir y cerrar de ojos—, pero esas distribuciones de frecuencia no se correspondían realmente con todas las rocas que habían caído. Era casi como si, de vez en cuando, un pedazo de detrito sencillamente se trasladara a un universo paralelo en pleno vuelo.

O como si algo se lo tragara en éste. Algo que daba la vuelta al ecuador de Ben cada cuarenta horas, lo bastante bajo casi como para rozar la atmósfera. Algo que no se mostraba a la luz visible, ni al infrarrojo, ni al radar. Algo que podría haberse quedado en pura hipótesis si un buceador no hubiera trazado un rastro incandescente en la atmósfera detrás de ello cuando la Teseo, por casualidad, estaba mirando.

Sarasti amplió ese foco: una radiante estela de deyección que cruzaba en diagonal el perpetuo paisaje nocturno de Ben, tambaleándose parcialmente uno o dos grados a la izquierda, recuperando titubeante la posición antes de perderse de vista. La imagen congelada mostraba un rayo de luz sólida, un segmento separado de su sección media y ligerísimamente descentrado.

Un segmento que medía nueve kilómetros de largo.

—Está camuflado —dijo Sascha, impresionada.

—No demasiado bien. —Bates salió de la escotilla de proa y planeó en el sentido de rotación—. Es un artefacto reflectante de lo más obvio. —Se agarró a la escalera a medio camino del puente, aprovechó el impulso imprimido por la aceleración resultante de anclarse contra la rotación, se elevó verticalmente y plantó los pies en los escalones—. ¿Por qué no lo hemos detectado antes?

—No hay luz de fondo —sugirió Szpindel.

—No es sólo la estela de deyección. Fijaos en las nubes. —Como era de esperar, el telón de fondo nuboso de Ben mostraba la misma dislocación sutil. Bates subió al puente y se dirigió a la mesa de conferencias—. Deberíamos haberlo visto antes.

—Las demás sondas no ven ese artefacto —dijo Sarasti—. Esta sonda se acerca desde un ángulo más amplio. Veintisiete grados.

—¿Más amplio en relación con qué? —quiso saber Sascha.

—Con la línea —murmuró Bates—. Entre nosotros y ellos.

La imagen táctica mostraba todo: la Teseo caía hacia el interior siguiendo un arco obvio, pero las sondas que habíamos despachado no perdían el tiempo con transferencias de Hohmann, sino que descendían directamente desintegrándose, sin que sus trayectorias se curvaran apenas, todas ellas dentro de unos pocos grados de la línea teórica que conectaba a Ben con la Teseo.

Excepto ésta. Ésta había entrado apartándose, por eso había visto el truco.

—Cuanto más lejos de nuestra posición, más flagrante es la discontinuidad —entonó Sarasti—. Creo que resulta claramente visible desde cualquier acercamiento perpendicular al nuestro.

—¿De modo que estamos en un punto ciego? ¿Lo veremos si cambiamos el rumbo?

Bates sacudió la cabeza.

—El punto ciego se mueve, Sascha. Está…

—Siguiéndonos. —Sascha aspiró el aire entre dientes—. Hijo de puta.

Szpindel se revolvió.

—¿Pero qué es? ¿Nuestra fábrica de aspiradoras?

Los píxeles de la imagen congelada empezaron a arrastrarse. Emergió algo, granuloso e indistinto, de las turbulentas curvas y remolinos de la atmósfera de Ben; no sabía hasta qué punto la forma era real, y hasta qué punto una intrusión fractal del paisaje nuboso de fondo. Pero el perfil general era el de un toro, o tal vez una colección de cositas aserradas más pequeñas apiladas en un anillo irregular; y era grande. Aquellos nueve clics de estela de deyección desplazada apenas habían rozado el perímetro, cruzando un arco de cuarenta o cincuenta grados. Este chisme que se escondía a la sombra de diez Júpiteres medía casi treinta kilómetros de lado a lado.

En algún momento durante el resumen de la situación de Sarasti habíamos dejado de acelerar. «Abajo» volvía a estar donde le correspondía.

Nosotros no, sin embargo. Nuestro dubitativo acercamiento era cosa del pasado: ahora descendíamos en línea recta, y al diablo con todo.

—Esto, eso mide treinta clics de ancho —señaló Sascha—. Y es invisible. ¿No deberíamos andarnos con un poco más de cuidado ahora, tal vez?

Szpindel se encogió de hombros.

—Si fuéramos más listos que los vampiros, no los necesitaríamos, ¿eh?

Una faceta nueva apareció en la imagen. Histogramas de frecuencias y espectros armónicos que dejaron de ser una línea plana para convertirse en paisajes montañosos, un coro de luz visible.

—Láser modulado —informó Bates.

Szpindel levantó la cabeza.

—¿De esa cosa?

Bates asintió.

—Justo después de que descubriéramos su tapadera. Interesante coincidencia.

—Escalofriante coincidencia —dijo Szpindel—. ¿Cómo se ha enterado?

—Cambiamos de ruta. Nos dirigimos directamente hacia él.

El panorama luminoso seguía desplegándose, golpeando la ventana.

—Sea lo que sea —dijo Bates—, nos está hablando.

—En fin —comentó una voz bienvenida—, pues digámosle hola.

Susan James había vuelto a ocupar el sillón del piloto.

• • • •

Yo era el único espectador propiamente dicho.

Todos los demás estaban realizando alguna tarea. Szpindel pasaba la silueta abocetada por Sarasti por una serie de filtros, quizá con la esperanza de exprimir unas gotas de biología de la ingeniería. Bates comparaba la morfometría entre el artefacto disimulado y los buceadores. Sarasti nos observaba a todos desde lo alto y pensaba sus pensamientos de vampiro, más profundos que nada a lo que nosotros pudiéramos siquiera aspirar. Pero no eran más que trabajos de mentirillas. La Banda de los Cuatro estaba en la pista central, bajo la capaz supervisión de Susan James.

Agarró el asiento más cercano, se acomodó y levantó las manos como si se dispusiera a dirigir una orquesta. Sus dedos temblaron en el aire mientras pulsaba unos iconos virtuales; sus labios y su mandíbula se movían al compás de órdenes subvocalizadas. Me introduje en su canal y vi el texto que contenía la señal alienígena:

Rorschach a nave que se aproxima 116° AZ -23° DEC REL. Hola Teseo. Rorschach a nave que se aproxima 116° AZ -23° DEC REL. Hola Teseo. Rorschach a nave que se aproxima 116° AZ -23° DEC REL. Hola Teseo. Rorschach a nave que se aproxi…

Había descifrado la puñetera cosa. Tan pronto. Incluso estaba respondiendo:

Teseo a Rorschach. Hola Rorschach.

Hola Teseo. Bienvenida al barrio.

Le había llevado menos de tres minutos. O mejor dicho, «les» había llevado menos de tres minutos: cuatro personalidades axiales plenamente conscientes y unas pocas decenas de módulos semióticos inconscientes, todos ellos trabajando en paralelo, todos ellos exquisitamente cincelados en el mismo pegote de materia gris. Casi podía entender por qué alguien estaba dispuesto a ejercer semejante violencia deliberadamente sobre su propia mente, si con ello lograba esta clase de rendimiento.

Hasta ese momento nunca había estado realmente convencido de que ni siquiera la supervivencia fuera razón suficiente.

Solicitamos permiso para aproximarnos, envió la Banda. Sencillo y directo al grano: sólo hechos e información, gracias, con el menor resquicio posible para ambigüedades y malentendidos. Los sentimientos pomposos como «venimos en son de paz» podían esperar. Un apretón de manos no era momento para intercambios culturales.

Deberíais manteneros alejados. En serio. Este lugar es peligroso.

Eso suscitó cierta atención. Bates y Szpindel vacilaron momentáneamente dentro de sus cascos envolventes y miraron de reojo al de James.

Solicitamos información sobre el peligro, respondió la Banda. Todavía concisa.

Demasiado cerca es peligroso para vosotros. Complicaciones en órbita baja.

Solicitamos información sobre las complicaciones en órbita baja.

Entorno letal. Rocas y radiación. Sois bienvenidos. Yo puedo aguantarlo pero nosotros somos así.

Estamos al corriente de las rocas en órbita baja. Estamos equipados para resistir la radiación. Solicitamos información sobre otros peligros.

Escarbé en la trascripción hasta llegar al canal del que provenía. La Teseo había convertido una parte del haz recibido en ondas de sonido, según el código cromático. Así pues, la comunicación era oral. Hablaban. Detrás de aquel icono estaban los sonidos puros de un idioma alienígena. Naturalmente, no me pude resistir.

—Cualquier momento es bueno entre amigos, ¿verdad? ¿Habéis venido a la celebración?

Inglés. La voz era humana, masculina. Vieja.

—Hemos venido a explorar —respondió la Banda, aunque su voz era pura Teseo—. Solicitamos dialogar con los agentes que enviaron objetos al espacio circunsolar.

—Primer contacto. Suena a motivo de celebración.

Comprobé la fuente dos veces. No, esto no era ninguna traducción; ésta era la señal real sin procesar proveniente de… «Rorschach», se llamaba a sí mismo. Parte de la señal, en cualquier caso; había otros elementos, no acústicos, codificados en el haz.

Los examiné por encima mientras James decía:

—Solicitamos información sobre vuestra celebración. —El protocolo de presentación estándar entre naves.

—Sentís interés. —La voz era más fuerte ahora, más joven.

—Sí.

—¿Vosotros?

—Sí —repitió pacientemente la Banda.

—¿Vosotros?

Un instante de duda.

—Aquí la Teseo.

—Eso ya lo sé, humano básico. —En mandarín, ahora—. ¿Quiénes sois vosotros?

No se había producido ningún cambio aparente en la cadencia. De alguna manera, no obstante, la voz sonaba crispada.

—Susan James al habla. Soy…

—No serías feliz aquí, Susan. Creencias religiosas fetichistas en juego. Hay regulaciones peligrosas.

James se mordió el labio.

—Solicitamos aclaración. ¿Esas regulaciones suponen un peligro para nosotros?

—Sin duda podrían suponerlo.

—Solicitamos aclaración. ¿Las regulaciones son peligrosas, o el entorno en órbita baja?

—El entorno de las irregularidades. Deberías prestar atención, Susan. La falta de atención connota falta de interés —dijo Rorschach.

Transcurrido un momento, añadió:

—O de respeto.

• • • •

Tuvimos cuatro horas antes de que Ben se cruzara en nuestro camino. Cuatro horas de comunicación ininterrumpida, mucho más fácil de lo que nadie se esperaba. Después de todo, hablaba nuestro idioma. Expresaba repetidamente un educado interés por nuestro bienestar. Y aun así, pese a todo su dominio del lenguaje humano, nos había contado muy poco. Durante cuatro horas había conseguido evitar dar una respuesta directa a cualquier tema que se desviara de lo sumamente desaconsejable que era un contacto más estrecho, y cuando eclipsó tras Ben seguíamos sin saber por qué.

Sarasti bajó a la cubierta en medio de la conversación, sin que sus pies tocaran las escaleras en ningún momento. Alargó un brazo y se agarró a una barandilla para estabilizar su aterrizaje, y sólo se tambaleó ligeramente. Si yo hubiera intentado hacer lo mismo habría terminado rebotando por todo el piso como un guijarro en una mezcladora de cemento.

Permaneció inmóvil como la piedra durante el resto de la sesión, impasible, con los ojos ocultos tras su visor de ónice. Cuando la señal de Rorschach se apagó en medio de una frase, nos reunió alrededor de la mesa de la sala común con un gesto.

—Habla —dijo.

James asintió con la cabeza.

—No dice gran cosa, aparte de invitarnos a mantener la distancia. Hasta ahora la voz manifestada se corresponde con la de un varón adulto, aunque la edad aparente varió.

Él ya había oído todo eso.

—¿Estructura?

—Los protocolos de comunicación entre naves son perfectos. Su vocabulario es mucho más amplio de lo que podría derivarse de una comunicación estándar entre unas pocas naves, lo que significa que han estado escuchando todo nuestro tráfico dentro del sistema… yo diría que durante años, al menos. Por otra parte, el vocabulario de ninguna manera muestra la versatilidad que se obtendría observando retransmisiones de ocio multimedia, por lo que seguramente llegaron después de la era de las telecomunicaciones.

—¿Cómo utilizan el vocabulario que poseen?

—La gramática les permite estructurar frases y usan dependencias de largo alcance. Su competencia lingüística es de al menos cuatro niveles y no veo por qué no debería aumentar si se continúa el contacto. No son loros, Jukka. Conocen las reglas. Ese nombre, por ejemplo…

Rorschach —murmuró Bates, cuyos nudillos crujieron al apretar su pelota—. Interesante elección.

—He consultado el registro. Hay un carguero I-CAN llamado Rorschach en el bucle marciano. Quienquiera que sea nuestro interlocutor debe de considerar que su plataforma es lo que sería una nave para nosotros, y escogió uno de nuestros nombres para caracterizarla adecuadamente.

Szpindel se dejó caer en la silla que había a mi lado, recién regresado de una visita fugaz a la cocina. Una ampolla de café relucía como gelatina en, su mano.

—¿Precisamente ese nombre, con la de naves que hay en el sistema interior? Me parece demasiado simbólico para tratarse de una decisión fortuita.

—No creo que fuera fortuita. Los nombres de nave poco usuales suscitan comentarios; el piloto de la Rorschach establece la comunicación con otro vehículo, éste le suelta: «abuelita, abuelita, qué nombre más raro tienes», la Rorschach responde con algún comentario improvisado sobre el origen de su nomenclatura y todo va a parar a las ondas. Alguien que escuche toda esa cháchara no sólo intuirá el significado del nombre y el objeto al que se aplica, sino que sabrá extraer alguna implicación significativa a partir del contexto. Nuestros amigos alienígenas probablemente escucharon a hurtadillas la mitad del registro y dedujeron que Rorschach sería una etiqueta más adecuada para algo misterioso que, digamos, SS Jaymie Matthews.

—Territoriales y listos. —Szpindel hizo una mueca y conjuró una taza de debajo de su silla—. Estupendo.

Bates se encogió de hombros.

—Territoriales, es posible. No necesariamente agresivos. De hecho, me pregunto si podrían dañarnos aunque se lo propusieran.

—Yo no —repuso Szpindel—. Esas aspiradoras…

La mayor descartó la idea con un ademán.

—Las naves de gran tamaño giran despacio. Si intentaran emboscarnos nos percataríamos con antelación de sobra. —Miró alrededor de la mesa—. A ver, ¿soy la única a la que todo esto le parece extraño? ¿Se escondería una tecnología interestelar que redecora superjovianos y alinea meteoroides como si fueran elefantes desfilando? ¿De nosotros?

—A no ser que haya alguien más ahí fuera —sugirió con nerviosismo James.

Bates negó con la cabeza.

—El camuflaje era direccional. Nos apuntaba a nosotros y a nadie más.

—E incluso nosotros lo descubrimos —añadió Szpindel.

—Exacto. De modo que ahora pasan al plan B, que hasta el momento se reduce a simples fanfarronadas y advertencias veladas. Lo único que digo es que no se comportan como gigantes. La conducta de la Rorschach me parece… improvisada. No creo que nos esperaran.

—Por supuesto que no. Burns-Caulfield estaba…

—No creo que nos esperaran todavía.

—Hm —dijo Szpindel, digiriéndolo.

La mayor se pasó una mano por el cuero cabelludo desnudo.

—¿Por qué iban a esperarnos para luego sencillamente tirar la toalla cuando descubrimos que nos tenían en el punto de mira? Era lógico que buscáramos en otra parte. Burns-Caulfield podría haber sido una simple maniobra para ganar tiempo; en su lugar, yo predeciría nuestra llegada aquí tarde o temprano. Pero creo que por algún motivo erraron sus cálculos. Nos presentamos antes de lo esperado y les pillamos con el culo al aire.

Szpindel partió la ampolla y vertió el contenido en su taza.

—Menudo error de cálculo para alguien tan listo, ¿eh? —Un holograma surgió al contacto con el líquido humeante, refulgiendo en tenue conmemoración de las Llanuras de Cristal de Gaza. El aroma a café plastificado inundó la sala común—. Sobre todo después de habernos medido hasta el último metro cuadrado —añadió.

—¿Y qué han visto? I-CAN. Velas solares. Naves que tardan años en llegar al Kuiper y después no tienen combustible para ir a ninguna otra parte. Por aquel entonces no existía la telemateria más allá de los simuladores Boeing y media decena de prototipos. Era fácil pasarla por alto. Debieron de pensar que una simple estratagema les conseguiría todo el tiempo que necesitaban.

—¿Para qué? —se preguntó James.

—Sea lo que sea —dijo Bates—, tenemos asientos de primera fila.

Szpindel levantó la taza con mano poco firme y dio un sorbo. El café temblaba en su prisión, la superficie ondulaba y se rizaba en la gravedad poco entusiasta del tambor. James frunció los labios en un gesto de ligera desaprobación. Los recipientes de líquidos sin tapa estaban técnicamente prohibidos en cualquier entorno de gravedad variable, aun para las personas sin los problemas de destreza de Szpindel.

—De modo que se están tirando un farol —dijo Szpindel por fin.

Bates asintió.

—Eso creo. La Rorschach está en proceso de construcción todavía. Quizá nos enfrentemos a algún tipo de sistema automatizado.

—Así que podemos ignorar los carteles de no pisar la hierba, ¿eh? Entrar hasta la cocina.

—Podemos permitirnos aguardar nuestra oportunidad. Podemos permitirnos no forzar las cosas.

—Ah. De modo que aunque podríamos encargarnos de ella ahora, tal vez, quieres esperar hasta que evolucione de «invisible» a «invulnerable». —Szpindel se estremeció y posó su café—. ¿Dónde dices que recibiste tu adiestramiento? ¿En la Academia Militar de las Oportunidades Desperdiciadas?

Bates hizo oídos sordos a la pulla.

—El hecho de que la Rorschach esté desarrollándose todavía podría ser el mejor de los motivos para dejarla en paz por ahora. No sabemos qué aspecto podría adoptar la forma… madura, supongo… la forma madura de este artefacto. Vale, se escondió. Muchos animales se resguardan de los depredadores sin ser depredadores a su vez, sobre todo los jóvenes. Vale, es… esquivo. No nos proporciona las respuestas que queremos. Pero es posible que no las tenga, ¿os habéis parado a considerar esa opción? ¿De qué serviría interrogar a un embrión humano? De adulto sería un animal completamente distinto.

—De adulto nos podría pasar el culo por la trituradora.

—El «embrión» también, que nosotros sepamos. —Bates puso los ojos en blanco—. Jesús, Isaac, tú eres el biólogo. No debería explicarte cuántos bichitos asustadizos se revuelven y lanzan bocados si se ven arrinconados. El puercoespín no busca problemas, pero eso no le impedirá dejarte el morro como un alfiletero si no respetas sus señales de aviso.

Szpindel no dijo nada. Movió su café de lado por la superficie de la mesa cóncava, hasta el límite de su brazo. El líquido se quedó en la taza, un círculo oscuro perfectamente paralelo al borde pero ligeramente inclinado hacia nosotros. Incluso me pareció distinguir un atisbo de convexidad en la superficie.

El efecto puso una débil sonrisa en los labios de Szpindel.

James carraspeó.

—No pretendo menospreciar tu preocupación, Isaac, pero no se puede decir que hayamos agotado la vía diplomática. Y por lo menos está dispuesto a hablar, aunque no sea tan franco como nos gustaría.

—Claro que habla —dijo Szpindel, sin dejar de observar la taza inclinada—. No como nosotros.

—Bueno, no. Hay algunas…

—No es que sea descuidado, es que a veces parece directamente disléxico, ¿te has percatado? Y confunde los pronombres.

—Para haber aprendido el idioma exclusivamente escuchando a hurtadillas, de forma pasiva, lo habla con una soltura asombrosa. De hecho, por lo que he podido observar, procesan el discurso con más fluidez que nosotros.

—Hay que hablar con soltura si se quieren dar largas, ¿eh?

—Si fueran humanos estaría de acuerdo contigo —respondió James—. Pero lo que a nosotros nos parece secretismo o evasivas podría explicarse fácilmente por la dependencia de unidades conceptuales más pequeñas.

—¿Unidades conceptuales? —Bates, me empezaba a dar cuenta, no recurría nunca a los subtítulos si podía evitarlo.

James asintió con la cabeza.

—Es como analizar una línea de texto palabra por palabra en vez de fijarse en la frase completa. Cuanto más pequeñas son las unidades, más deprisa se pueden reconfigurar; eso proporciona unos reflejos semánticos muy rápidos. La pega es que cuesta mantener el mismo nivel de consistencia lógica, puesto que las pautas dentro de la estructura general tienden a entremezclarse.

—Guau. —Szpindel se puso recto, olvidándose por completo de su café y la fuerza centrípeta.

—Lo único que digo es que no tenemos por qué estar viéndonoslas necesariamente con un ardid. Es posible que una entidad que procesa la información a determinada escala pase por alto algunas inconsistencias a otro nivel; nivel al que quizá ni siquiera tenga acceso consciente.

—No es eso lo que dices.

—Isaac, no se pueden aplicar normas humanas a…

—Me preguntaba qué estarías tramando. —Szpindel se sumergió en las transcripciones. Un momento después resaltó un extracto:

Solicitamos información sobre los entornos que consideráis letales. Solicitamos información sobre vuestra respuesta a la posibilidad de una exposición inminente a entornos letales.

Encantados de ayudar. Pero vuestro «letal» es distinto del nuestro. Hay numerosas circunstancias variables.

—¡Estabas poniéndolo a prueba! —proclamó Szpindel. Chasqueó los labios; su mentón sufrió un tic—. ¡Buscabas una respuesta emocional!

—Sólo era una idea. No demostró nada.

—¿Hubo alguna diferencia? ¿En la velocidad de respuesta?

James vaciló, pero al final negó con la cabeza.

—Era una idea estúpida. Hay tantas variables, no podemos ni imaginarnos cómo… quiero decir, son alienígenas…

—La patología es clásica.

—¿Qué patología? —pregunté.

—Lo único que indica es que son distintos de los humanos básicos —insistió James—. Algo que no nos pilla de nuevas a ninguno de los aquí presentes.

Lo intenté otra vez:

—¿Qué patología?

James meneó la cabeza. Fue Szpindel el que me puso al corriente:

—Hay un síndrome del que tal vez hayas oído hablar, ¿eh? Se acelera el habla, se pierde la consciencia, se tiende al malapropismo y la contradicción. Carencia de afecto emocional.

—No estamos hablando de seres humanos en este caso —repitió James, en voz baja.

—Pero si lo estuviéramos —añadió Szpindel—, podríamos calificar a Rorschach de sociópata clínico.

Sarasti no había dicho nada en todo este tiempo. Ahora, mientras las últimas palabras de Szpindel flotaban en el aire, me fijé en que todos evitaban dirigirle la mirada.

• • • •

Todos sabíamos que Jukka Sarasti era un sociópata, naturalmente. La mayoría de nosotros sencillamente no lo mencionaba por educación.

Szpindel no era tan educado. O puede que se debiera simplemente a que parecía casi comprender a Sarasti; podía mirar más allá del monstruo y ver el organismo, que no dejaba de ser un producto de la selección natural por mucha carne humana que hubiera devorado a lo largo de los eones. Esa perspectiva lo tranquilizaba, en cierto modo. Podía sostenerle la mirada a Sarasti sin pestañear.

—Me da pena el pobre hijo de puta —dijo una vez, durante el periodo de formación.

A algunas personas eso les hubiera parecido absurdo. Este hombre, tan tremendamente modificado con máquinas que sus propias habilidades motrices se habían deteriorado debido a la falta de cuidado y alimentación adecuada; este hombre, que oía en rayos X y veía en tonos de ultrasonido, tan corrupto de retroajustes que ya ni siquiera era capaz de sentir las yemas de los dedos sin ayuda… este hombre, ¿cómo iba a compadecerse de nadie, y menos de un depredador de ojos infrarrojos diseñado para asesinar sin sentir el menor remordimiento?

—La empatía no es habitual en los sociópatas —observé.

—Quizá debería serlo. Nosotros, por lo menos —agitó un brazo; al otro lado del simulador, un grupo de sensores dirigidos por control remoto chirrió y giró en sincronía—, elegimos nuestras modificaciones. Los vampiros tuvieron que convertirse en sociópatas. Se parecen demasiado a su presa; muchos taxonomistas ni siquiera consideran que sean una subespecie, ¿lo sabías? Nunca divergieron lo suficiente como para enclaustrarse en un aislamiento reproductivo completo. De modo que posiblemente se trate de un síndrome más que de una raza. Tan sólo una pandilla de caníbales a la fuerza con un conjunto de deformidades consistentes.

—¿Y qué tiene eso que…?

—Si lo único que puedes comer es tu propia especie, la empatía será lo primero que desaparezca. La psicopatía parece menos trastorno vista así, ¿eh? Una simple estrategia de supervivencia. Pero siguen poniéndonos la piel de gallina, así que… los cargamos de cadenas.

—¿Crees que deberíamos haber reparado la pifia del crucifijo? —Todo el mundo sabía por qué no lo habíamos hecho. Sólo un idiota resucitaría a un monstruo sin guardarse las espaldas. Los vampiros venían con el pestillo de seguridad echado: sin sus antieuclidianos, a Sarasti le daría un ataque epiléptico en cuanto le pusiera la vista encima al marco de una ventana de cuatro paneles.

Pero Szpindel negó con la cabeza.

—No podíamos arreglarlo. O sí —se corrigió—, pero la pifia está en la corteza visual, ¿eh? Conectado a la omnisapiencia. Si se altera, se inutilizan sus facultades de detección de pautas, ¿y entonces qué sentido tendría haberlos traído de vuelta?

—No lo sabía.

—Bueno, ésa es la versión oficial. —Guardó silencio un momento, antes de esbozar una sonrisa traviesa—. Por otra parte, no tuvimos ningún problema a la hora de arreglar las cadenas de protocaderina cuando nos convino.

Subtitulé. Por el contexto, ConSenso me ofreció «protocaderina gamma-Y»: la mágica proteína cerebral homínida que los vampiros no habían conseguido sintetizar nunca. El motivo de que no se hubieran pasado a las cebras y los jabalíes cuando se les negaron las presas humanas, de que nuestro descubrimiento del terrible secreto del ángulo recto hubiera sido el principio de su fin.

—En cualquier caso, creo que sencillamente se siente… solo. —Un tic nervioso tironeó de la comisura de los labios de Szpindel—. Es un lobo solitario, con ovejas por toda compañía. ¿No te sentirías solo tú también?

—No les gusta la compañía —le recordé. Uno no ponía a dos vampiros del mismo sexo en la misma habitación, a no ser que tuviera ganas de presenciar un baño de sangre. Eran cazadores solitarios y muy celosos de su territorio. Con una proporción mínima viable de un depredador por cada diez presas —y con las presas humanas tan repartidas por el paisaje del Pleistoceno—, la mayor amenaza para su supervivencia había sido la competencia de sus propios congéneres. La selección natural nunca les había enseñado a jugar limpio entre ellos.

Ese argumento, sin embargo, dejó frío a Szpindel.

—Eso no significa que no pueda sentirse solo —insistió—. Tan sólo que no puede arreglarlo.