Aquí viven todo tipo de animales. Y algún que otro demonio.

Ian Anderson, Catfish Rising

La tercera ola, nos llamaban. Todos en el mismo barco, surcando la extensa oscuridad cortesía de un prototipo de última generación sacado a toda prisa de los simuladores con dieciocho meses de antelación sobre la fecha prevista. En una economía menos atemorizada, semejante agresión al calendario habría llevado a la quiebra a cuatro países y quince multinacionales.

Las dos primeras olas salieron disparadas aún con más prisa. No descubrí lo que había sido de ellas hasta treinta minutos antes de la reunión, cuando Sarasti liberó la telemetría en ConSenso. Entonces me abrí de par en par; la experiencia inundó mis incrustaciones y se derramó por mi corteza parietal en glorioso avance rápido de alta densidad. Todavía puedo recuperar esos datos, tan frescos como el día en que se grabaron. Estoy allí.

Soy ellos.

No llevo piloto. Soy prescindible. Me han mejorado y reducido al mínimo, soy un motor de telemateria con un par de cámaras atornilladas en el frontal, alcanzando ges que convertirían la carne en gelatina. Corro alegremente hacia la oscuridad, mi hermano gemelo un estereoscópico centenar de clics a estribor, chorros duales de piones empujándonos a reacción hacia velocidades relativistas antes incluso de que la vieja Teseo pasara junto a Marte.

Pero ahora, seis mil millones de kilómetros a popa, Control de la Misión cierra el grifo y nos deja en impulso inercial. El cometa se agranda en nuestros visores, un enigma congelado que barre el cielo con su señal como el haz de luz de un faro. Con nuestros rudimentarios sentidos lo observamos en un millar de longitudes de onda.

Hemos vivido para este momento.

Vemos un temblor errático que habla de colisiones recientes. Vemos cicatrices: suaves espacios helados donde una piel otrora accidentada se ha licuado y vuelto a congelar, demasiado recientemente como para atribuir la menor sospecha al insignificante sol que tenemos a nuestras espaldas.

Vemos una imposibilidad astronómica: un cometa con el corazón de hierro refinado.

Burns-Caulfield canta cuando pasamos por su lado. No para nosotros; ignora nuestro paso igual que ignoró nuestro acercamiento. Canta para alguien completamente distinto. Quizá algún día conozcamos a ese público. Quizá estén esperándonos en los páramos desolados que tenemos ante nosotros. Control de la Misión nos pone panza arriba, nos mantiene fijos sobre nuestro objetivo más allá de cualquier esperanza realista de adquisición. Envían instrucciones de última hora, exprimen nuestras agonizantes señales en busca de cualquier posible traza entre la estática. Puedo sentir su frustración, su renuencia a dejarnos partir; una o dos veces, se nos pregunta incluso si una mezcla juiciosa de impulso y gravedad podría permitirnos demorarnos aquí un poco más.

Pero la deceleración es para maricas. Nuestro destino son las estrellas.

Adiós, Burnsie. Adiós, Control de la Misión. Adiós, Sol.

Nos vemos en la muerte térmica.

Precavidos, nos acercamos al objetivo.

Somos tres en la segunda ola; más lentos que nuestros predecesores, sí, pero aun así mucho más rápidos que nada constreñido por la carne. Nuestro lastre son cargas útiles que nos hacen prácticamente omniscientes. Vemos en todas las longitudes de onda, en radio y cuerdas por igual. Nuestras microsondas autónomas miden todo lo que anticiparon nuestros amos; las diminutas líneas de montaje de a bordo pueden fabricar herramientas a partir de átomos, para examinar todo lo que no anticiparon. Átomos, cribados desde donde estamos, fundidos con iones proyectados desde donde estuvimos: la aceleración y el material se acumulan en nuestras barrigas.

Esta masa añadida nos ha demorado, pero más todavía nos han demorado las maniobras de frenado a media ruta. La última mitad de este viaje ha sido una batalla constante contra la inercia de la primera. No es una forma eficaz de viajar. En épocas menos apresuradas habríamos acelerado antes hasta alcanzar una velocidad óptima, habríamos girado quizá en torno a un planeta oportuno para conseguir un empujoncito extra y hubiéramos seguido por inercia casi todo el trayecto. Pero el tiempo apremia, de modo que quemamos todos los cartuchos. Debemos llegar a nuestro destino; no podemos permitirnos el lujo de pasarnos de largo, no nos podemos permitir la exuberancia kamikaze de la primera ola. Ellos se limitaron a atisbar las características del terreno. Nosotros debemos cartografiar hasta la última mota.

Tenemos que ser más responsables.

Ahora, mientras frenamos camino de la órbita, vemos todo lo que vieron ellos y más. Vemos las costras, y el imposible núcleo de hierro. Oímos los cantos. Y allí, justo debajo de la superficie congelada del cometa, vemos una estructura: una infiltración de la arquitectura en la geología. Todavía no estamos lo bastante cerca para aguzar la mirada, y el radar no sirve para afinar los detalles. Pero somos listos, y somos tres, separados ampliamente en el espacio. Las longitudes de onda de tres fuentes de radar se pueden calibrar para cruzarse en un punto de convergencia predeterminado… y esos ecos tripartitos, hologramáticamente remezclados, multiplicarán la resolución por veintisiete.

Burns-Caulfield deja de cantar en cuanto ponemos nuestro plan en marcha. Al instante siguiente me quedo ciego.

Es una aberración temporal, una amplificación refleja de los filtros para compensar la sobrecarga. Mis instrumentos vuelven a funcionar en cuestión de segundos, los diagnósticos internos y externos me dan luz verde. Busco a los otros, confirmo experiencias idénticas, idénticas recuperaciones. Todos seguimos siendo plenamente operativos, a menos que el brusco aumento en la densidad de iones ambiental sea algún tipo de artefacto sensorial. Estamos listos para continuar nuestra investigación de Burns-Caulfield.

El único problema, en realidad, es que Burns-Caulfield parece haberse esfumado…

La Teseo no transportaba una tripulación corriente: ni pilotos ni ingenieros, nadie que fregara las cubiertas, nada de carne malgastada en tareas que una maquinaria órdenes de magnitud más reducida no pudiera realizar órdenes de magnitud mejor. Que los grumetes superfluos lastraran otras naves, si las hordas no ascendentes necesitaban imprimir un remedo de utilidad a sus vidas. Que infestaran naves impulsadas únicamente por prioridades comerciales. El único motivo de que nosotros estemos aquí es porque nadie ha optimizado todavía un software específico para el primer contacto. La Teseo, con rumbo más allá del borde del sistema solar, con el destino del mundo en sus bodegas, no tenía masa que desperdiciar en autoestima.

De modo que ahí estábamos, rehidratados y limpios como patenas: Isaac Szpindel, para estudiar a los alienígenas. La Banda de los Cuatro —Susan James y sus personalidades secundarias— para hablar con ellos. La mayor Amanda Bates estaba allí para luchar, si hacía falta. Y Jukka Sarasti para gobernarnos a todos, para movernos como piezas de ajedrez sobre un tablero multidimensional visible únicamente para los ojos de los vampiros.

Nos había organizado alrededor de una mesa de conferencias que serpenteaba delicadamente a través de la sala común, manteniendo una discreta y constante distancia con la cubierta curva que había debajo. El tambor entero estaba amueblado al estilo cóncavo temprano, que inducía a las mentes desprevenidas y resacosas a creer que estaban viendo el mundo a través de objetivos de ojo de pez. Por respeto a la decrepitud de los recién no-muertos giraba a un mero quinto de ge, pero sólo estaba entrando en calor. Dentro de seis horas estaríamos a media ge, atrapados en él durante dieciocho de cada veinticuatro horas hasta que la nave decidiera que ya estábamos plenamente recuperados. Durante los próximos días, la caída libre sería un ejercicio tan grato como infrecuente.

Aparecieron esculturas de luz encima de la mesa. Sarasti podría haber transmitido la información directamente a nuestras incrustaciones —la reunión entera podría haberse llevado a cabo a través de ConSenso, sin necesidad de congregarse físicamente en un mismo sitio—, pero si querías asegurarte de que todo el mundo te prestara atención, debías reunirlos.

Szpindel se inclinó hacia mí con gesto conspirador.

—A lo mejor es que a esa sanguijuela le pone ver tanta carne apiñada, ¿eh?

Si Sarasti lo oyó no dio muestras de ello, ni siquiera para mí. Señaló un corazón oscuro que había en el centro de la imagen, perdidos sus ojos tras cristal negro.

—Objeto de Oasa. Emisor de infrarrojos, clase de metano.

En la imagen… nada. Aparentemente nuestro destino era un disco negro, una redonda ausencia de estrellas. En realidad pesaba diez veces más que Júpiter y era un veinte por ciento más ancho en la cintura. Estaba justo en nuestro camino: demasiado pequeño para arder, demasiado remoto para el reflejo de la lejana luz solar, demasiado pesado para un gigante gaseoso, demasiado ligero para una enana marrón.

—¿Cuándo ha aparecido eso? —Bates apretó su pelota de goma con una mano, blanqueándose los nudillos.

—La punta de rayos X está registrada en el sondeo de microondas del 76. —Seis años antes de la Lluvia de Fuego—. Nunca confirmada, nunca readquirida. Como el fogonazo de torsión de una enana de clase L, pero deberíamos ver algo lo bastante grande como para generar esa clase de efecto y el cielo está oscuro en esa localización. La UAI lo llama artefacto estadístico.

Las cejas de Szpindel se unieron como dos orugas en celo.

—¿Qué cambió?

Sarasti sonrió ligeramente, sin separar los labios.

—La metabase se vuelve… tumultuosa, después de la Lluvia de Fuego. Todo el mundo está asustado, busca pistas. Tras la explosión de Burns-Caulfield… —Chasqueó la lengua contra el paladar—. Resulta que la punta podría surgir de un objeto sub-enano, después de todo, si la magnetosfera se torsiona lo suficiente.

Bates:

—¿Se torsiona con qué?

—No lo sé.

Capas de inferencia estadística se amontonaron encima de la mesa mientras Sarasti abocetaba el trasfondo: aun con una localización sólida y la atención de medio planeta, el objeto se había escondido de todo salvo la búsqueda más intensa. Un millar de instantáneas telescópicas se habían apiñado una detrás de otra y comprimido a través de una decena de filtros antes de que emergiera algo de la estática, justo por debajo de la banda de tres metros y el umbral de certidumbre. Durante una eternidad ni siquiera había sido real: tan sólo un fantasma probabilístico hasta que la Teseo se acercó lo suficiente para colapsar la forma de onda. Una partícula cuántica, diez veces más pesada que Júpiter.

Los cartógrafos de la Tierra la llamaban Big Ben. La Teseo acababa de dejar atrás la órbita de Saturno cuando apareció en las residuales. Ese hallazgo hubiera sido inútil para cualquier otro; ninguna nave pillada en camino habría tenido combustible suficiente para otra cosa que no fuera el largo bucle deyectado de vuelta a casa. Pero la línea de combustible de la Teseo, fina e infinitamente atenuada, se extendía hasta el Sol; podía girar, como quien dice, sobre los talones. Habíamos cambiado el rumbo mientras dormíamos y el flujo de Ícaro seguía nuestros movimientos como un gato tras su presa, alimentándonos a la velocidad de la luz.

Y allí estábamos.

—Para que luego hablen de buena suerte —refunfuñó Szpindel.

Al otro lado de la mesa, Bates giró la muñeca. Su pelota salió disparada por encima de mi cabeza; oí cómo chocaba contra la cubierta (la cubierta no, me corrigió algo dentro de mí: la barandilla).

—En tal caso, asumiremos que el cometa era un señuelo intencionado.

Sarasti asintió con la cabeza. La pelota regresó rebotada a mi línea de visión por encima de mi cabeza y desapareció brevemente tras el cableado espinal, trazando una parábola excéntrica contraintuitiva en la débil gravedad del tambor.

—Así que quieren que los dejen en paz.

Sarasti formó una pirámide con los dedos y giró el rostro en su dirección.

—¿Ésa es tu recomendación?

Ojalá lo fuera.

—No, señor. Sólo digo que la construcción de Burns-Caulfield requirió muchos recursos y esfuerzo. Quienquiera que lo construyese evidentemente valora su anonimato y posee la tecnología necesaria para protegerlo.

La pelota rebotó una última vez y regresó bamboleándose hacia la sala común. Bates dio un respingo de su asiento (flotó por un instante) y la capturó por los pelos al vuelo. Sus movimientos conservaban la torpeza propia de un animal recién nacido, mitad Coriolis, mitad rigor residual. Empero: la mejoría era inmensa para tratarse de cuatro horas. El resto de los humanos apenas habían superado la etapa de aprender a caminar.

—A lo mejor tampoco les costó tanto, ¿eh? —musitó Szpindel—. A lo mejor para ellos fue coser y cantar.

—En cuyo caso lo mismo podrían ser igual de xenófobos, pero estarían aún más avanzados. No debemos precipitarnos.

Sarasti volvió a concentrar su atención en los gráficos oscilantes.

—¿Y bien?

Bates amasó la pelota recuperada con las yemas de los dedos.

—El segundo ratón se lleva el queso. Puede que hayamos pifiado nuestra misión de reconocimiento secreta en el Kuiper, pero eso no significa que debamos andar a ciegas. Enviemos nuestros propios drones por vectores distintos. Aguardemos en una ruta de acercamiento hasta averiguar al menos si nos enfrentamos a amigos o enemigos.

James sacudió la cabeza.

—Si fueran hostiles, podrían haber cargado las Luciérnagas de antimateria. O enviar un solo objeto gigante en vez de sesenta mil pequeños, para que nos exterminara el impacto.

—Las Luciérnagas sólo implican una curiosidad inicial —dijo Bates—. ¿Quién sabe si les gustó lo que vieron?

—¿Y si toda esta teoría de táctica de diversión no es más que un motilón de mierda?

Me giré, sobresaltado por un momento. Los labios de James habían formado las palabras; las había pronunciado Sascha.

—Si uno quiere ocultarse, no va por ahí iluminando el cielo con putos fuegos artificiales —continuó—. No hace falta ninguna táctica de diversión si nadie te busca, y nadie va a buscarte si eres discreto. Si tanto les picaba la curiosidad, podrían haber instalado una cámara espía.

—Que podría ser detectada —dijo con voz suave el vampiro.

—Detesto echar por tierra tu teoría, Jukka, pero las Luciérnagas no es que volaran exactamente bajo el rad…

Sarasti abrió la boca, la volvió a cerrar. Unos dientes afilados, visibles fugazmente, chasquearon audiblemente tras su cara. Los gráficos de la superficie de la mesa se reflejaban en su visor, una banda de titilantes distorsiones policromas donde deberían estar sus ojos.

Sascha cerró el pico.

Sarasti continuó.

—Sacrifican sigilo por velocidad. Para cuando reaccionáis, tienen ya lo que quieren. —Se expresaba en voz baja, pacientemente, un depredador bien alimentado explicándole las reglas del juego a una presa que, la verdad, debería ser más lista: «cuanto más tarde en rastrearte, más esperanzas tendrás de escapar».

Pero Sascha ya había puesto pies en polvorosa. Sus superficies se habían desbandado como un grupo de estorninos aterrados, y cuando Susan James volvió a abrir la boca, fue Susan James la que habló por ella.

—Sascha está al corriente del paradigma actual, Jukka. Sencillamente, le preocupa que pueda estar equivocado.

—¿Tienes otro que ofrecer a cambio? —preguntó Szpindel—. ¿Más opciones? ¿Mayores garantías?

—No lo sé —suspiró James—. Supongo que no. Sencillamente es… extraño, que pretendieran despistarnos activamente. Esperaba que tan sólo quisieran… En fin. —Extendió las manos—. Probablemente no sea nada. Estoy segura de que estarán dispuestos a hablar, si realizamos las presentaciones adecuadamente. Solamente habrá que ser más cautos, quizá…

Sarasti se desplegó de su silla y se cernió sobre nosotros.

—Avanzaremos. Lo que sabemos desaconseja que sigamos retrasándolo.

Bates frunció el ceño y puso su pelota en órbita.

—Señor, lo único que sabemos en realidad es que tenemos un emisor de Oasa en nuestro camino. Ni siquiera sabemos si hay alguien ahí.

—Lo hay —dijo Sarasti—. Están esperándonos.

Transcurrieron varios segundos sin que nadie hablara. Las articulaciones de alguien crujieron en medio del silencio.

—Er… —empezó Szpindel.

Sin mirar, Sarasti alargó el brazo y atajó la trayectoria de regreso de la pelota de Bates.

—Un radar láser sitúa la posición de la Teseo hace cuatro horas, cuarenta y ocho minutos. Respondemos con una señal idéntica. Nada. Se lanza una sonda media hora antes de que despertemos. No entraremos a ciegas, pero tampoco vamos a esperar. Ya nos han visto. Cuanto más tiempo esperemos, mayor será el riesgo de contramedidas.

Miré la oscura imagen sin rasgos distintivos que había encima de la mesa: más grande que Júpiter y ni siquiera podíamos verlo aún. Había algo en la sombra de aquella masa que acababa de alargar la mano con indiferencia, con una precisión inimaginable, y nos había pegado en los morros con un rayo láser.

No iba a ser un partido igualado.

Szpindel habló por todos nosotros:

—¿Sabías eso desde el principio? ¿Y nos lo cuentas ahora?

Esta vez la sonrisa de Sarasti fue amplia y llena de dientes. Era como si se hubiera abierto un corte en la mitad inferior de su rostro.

Puede que fuera un vicio de los depredadores. Sencillamente, no pueden resistirse a jugar con la comida.

• • • •

No era tanto su aspecto. Las extremidades estilizadas, la piel pálida, los caninos y la mandíbula extendida… detalles llamativos, sí, incluso alienígenas, pero no perturbadores, no aterradores. Ni siquiera los ojos, la verdad. Los ojos de los perros y los gatos brillan en la oscuridad; verlos no nos produce ningún escalofrío.

No era su aspecto. Era la forma en que se movían.

Tenía algo que ver con los reflejos, quizá. La forma en que movían los brazos: como mantis, largos palos articulados que uno sencillamente sabía capaces de extenderse y atraparlo desde la otra punta de la habitación, cuando les viniera en gana. Cuando Sarasti me miraba —cuando me miraba de verdad, a los ojos, libres de la barrera de su visor— medio millón de años sencillamente se evaporaban. El hecho de que estuviera extinguido no significaba nada. El hecho de que hubiéramos llegado tan lejos, de que nos hubiéramos vuelto lo bastante fuertes como para resucitar nuestras propias pesadillas para ponerlas a nuestro servicio… no significaba nada. Los genes no se dejan engañar. Ellos saben lo que hay que temer.

Había que experimentarlo en persona, naturalmente. Robert Paglino conocía la teoría de los vampiros hasta sus detalles moleculares, pero ni siquiera con toda esa información técnica en su cabeza era capaz de entenderlo realmente.

Me llamó, antes de que partiéramos. Estaba esperándolo; desde el anuncio de los alistamientos nuestros relojes habían bloqueado las llamadas de todo el que no estuviera explícitamente en la lista de contactos. Se me había olvidado que Pag lo estaba. No habíamos vuelto a hablar desde Chelsea. Me había resignado a no volver a tener noticias suyas.

Pero allí estaba.

—Ultracuerpo. —Sonrió, un tentativo gesto de acercamiento.

—Me alegro de verte —dije, porque eso era lo que decía la gente en situaciones parecidas.

—Ya, bueno, vi tu nombre en las noticias. Has llegado lejos, para ser un básico.

—No tanto.

—Chorradas. Eres la vanguardia de la especie humana. Eres nuestra primera, última y única esperanza frente a lo desconocido. Tío, les has demostrado cómo se hace. —Levantó un puño y lo enarboló, compartiendo mi triunfo.

«Demostrar cómo se hacía» se había convertido en la piedra angular de la vida de Robert Paglino. Había conseguido que funcionara para él, además, había superado la desventaja de un parto natural con retroajustes, mejoras y pura cabezonería. En un mundo en el que la humanidad se había vuelto obsoleta en cantidades sin precedente, los dos habíamos conservado nuestro estatus de otra era: «profesional cualificado».

—Así que ahora estás a las órdenes de un vampiro —me dijo—. Para que luego hablen de combatir el fuego con el fuego.

—Supongo que estamos practicando. Hasta que nos topemos con lo de verdad.

Se rio. No podía imaginarme por qué. Pero de todos modos respondí con una sonrisa.

Lo cierto era que me alegraba de verlo.

—Bueno, ¿y cómo son? —preguntó Pag.

—¿Los vampiros? No sé. Ayer conocí al primero.

—¿Y?

—Difícil de interpretar. A veces parecía que ni siquiera fuera consciente de su entorno, era como si estuviera… perdido en su mundo particular.

—Es consciente, descuida. Esos bichos son tan rápidos que da miedo. ¿Sabías que pueden retener los dos aspectos de un cubo de Necker en la cabeza al mismo tiempo?

Aquel término me sonaba de algo. Accioné los subtítulos y vi el icono de una caja de alambres que me resultaba conocida:

Ahora lo recordaba: se trataba del clásico ejemplo de ilusión ambigua. A veces el panel en sombra parecía estar delante, a veces detrás. La perspectiva saltaba hacia el frente y el fondo mientras se observaba.

—Tú o yo sólo podemos verlo de una forma o de la otra —estaba diciendo Pag—. Los vampiros lo ven de las dos formas a la vez. ¿Te imaginas la ventaja que supone eso?

—Insuficiente.

Touché. Pero, hey, no es culpa suya que los rasgos neutrales se hagan endémicos en poblaciones pequeñas.

—No sé yo si la pifia del crucifijo podría considerarse «neutral».

—Al principio lo era. ¿Cuántos ángulos rectos intersecantes se ven en la naturaleza? —Descartó la idea con una mano—. En cualquier caso, ésa no es la cuestión. La cuestión es que son capaces de hacer algo que a los humanos nos resulta neurológicamente imposible. Pueden sostener múltiples puntos de vista simultáneos, mi amigo ultracuerpo. Sencillamente, ven cosas que nosotros debemos descifrar paso a paso, ni siquiera tienen que pensar en ello. Sabes, no hay un solo humano básico capaz de decirte, de buenas a primeras, todos los números primos entre uno y mil millones. En el pasado, esa clase de proezas sólo estaban al alcance de un puñado de autistas.

—No usa nunca el pretérito —murmuré.

—¿Huh? Ah, eso. —Pag asintió con la cabeza—. No experimentan nunca el pasado. Para ellos sólo es otro hilo. No recuerdan las cosas, las reviven.

—¿Qué, como una regresión post-traumática?

—No tan traumática. —Hizo una mueca—. No para ellos, al menos.

—¿Así que esto es lo que te obsesiona ahora? ¿Los vampiros?

—Ultracuerpo, los vampiros son la obsesión con mayúsculas para cualquiera que tenga un «neuro» en su currículo. Sólo estoy escribiendo un par de ensayos sobre histología. Receptores de pautas relacionadas, formaciones en forma de sombrero mexicano, filtros de gratificación/irrelevancia. Los ojos, básicamente.

—Ya. —Vacilé—. Ésos le ponen nervioso a uno.

—Y tanto que sí. —Pag asintió con gesto juicioso—. Ese lúcido suyo, tan profundo, ese brillo. Escalofriante. —Sacudió la cabeza, impresionado nuevamente por el recuerdo.

—Nunca has conocido a ninguno —deduje.

—¿Cómo, en persona? Daría el cojón izquierdo por eso. ¿Por qué?

—No es el brillo. Es la… —busqué una palabra que encajara—… la actitud, quizá.

—Ya —dijo, después de un momento—. Supongo que a veces uno sencillamente tiene que estar ahí, ¿eh? Por eso te envidio, ultracuerpo.

—No deberías.

—Debo. Aunque no veáis nunca a quienquiera que enviase a las Luciérnagas, tienes una oportunidad única de investigar a ese tal… Sarasti, ¿verdad?

—Oportunidad desperdiciada conmigo. El único «neuro» en mi haber está en mi historial médico.

Se rio.

—En cualquier caso, como decía, vi tu nombre en los titulares y pensé, hoy, este tío se larga dentro de un par de meses, lo mejor será que deje de esperar su llamada sentado.

Habían pasado más de dos años.

—No pensaba que fueras a descolgar. Creía que estaba en tu lista negra.

—Nah. Eso nunca. —Agachó la cabeza, sin embargo, y se quedó callado.

—Pero deberías haberla llamado —dijo al final.

—Lo sé.

—Estaba muriéndose. Deberías…

—No tuve tiempo.

Dejó reposar la mentira un momento.

—En cualquier caso —continuó, al cabo—, sólo quería desearte buena suerte. —Lo que tampoco era exactamente verdad.

—Gracias. Te lo agradezco.

—Patéales sus culos alienígenas. Si es que los alienígenas tienen culo.

—Vamos cinco, Pag. Nueve si se cuentan los sustitutos. No somos precisamente un ejército.

—Sólo era una forma de hablar, mi mamífero camarada. Entierra el hacha de guerra. Al diablo con los torpedos. Hipnotiza a la serpiente.

Iza la bandera blanca, pensé.

—Supongo que estarás ocupado —dijo—. Me…

—Mira, ¿quieres que quedemos? ¿En el espacio real? Hace tiempo que no me paso por QuBit.

—Me encantaría, ultracuerpo. Por desgracia estoy en Mankoya. Taller de duplicación y troceado.

—¿Cómo, quieres decir presencialmente?

—Investigación de vanguardia. Vicios de la vieja escuela.

—Lástima.

—En cualquier caso, ya te dejo en paz. Sólo quería, ya sabes…

—Gracias —repetí.

—Bueno, ya sabes. Adiós —me dijo Robert Paglino. Lo que era, en el fondo, el verdadero motivo de su llamada.

No esperaba tener otra oportunidad.

• • • •

Pag me culpaba por la forma en que había terminado con Chelsea. Es justo. Yo le culpaba por la forma en que había empezado.

Había elegido la neuroeconomía por lo menos en parte porque su amigo de la infancia se había convertido en un ultracuerpo delante de sus narices. Yo había recalado en la síntesis básicamente por la misma razón. Nuestros caminos habían divergido, y ya no nos veíamos cara a cara tan a menudo; pero dos décadas después de que vapuleara a un puñado de críos por él, Robert Paglino seguía siendo mi mejor y único amigo.

—Necesitas descongelarte, en serio —me dijo—. Y conozco a la señorita con los guantes para el horno adecuados.

—Ése debe de ser el intento de metáfora más patético de toda la historia del lenguaje humano —repuse.

—En serio, ultracuerpo. Te vendrá bien. Será como un, un contrapeso… que te escorará un poquito hacia la media cómoda, ¿me entiendes?

—No, Pag, no te entiendo. ¿Qué es, otra neuroeconomista?

—Neuroesteticista —dijo.

—¿Sigue habiendo mercado para ellos? —No acertaba a imaginarme cómo; ¿por qué pagar para afinar tu compatibilidad con alguien querido, cuando tener a alguien querido estaba tan pasado de moda?

—No mucho —admitió—. La cuestión es que prácticamente está jubilada. Pero conserva el instrumental, tío. Es muy tigmotáctica. Le gustan las relaciones cara a cara y en carne y hueso.

—No sé, Pag. Suena a trabajo.

—No como tu trabajo. Tiene que ser más fácil que los condenados compuestos a los que sirves de fachada. Es inteligente, es sexy, y se encuentra dentro del estándar de desviación salvo por eso del contacto personal. Lo cual más que una perversión flagrante es un fetichismo adorable. En tu caso podría resultar incluso terapéutico.

—Si quisiera terapia, iría a ver a un terapeuta.

—También hace un poco de eso, además.

—¿Sí? —Sin proponérmelo, añadí—. ¿Es buena?

Me miró de arriba abajo.

—Nadie es tan bueno. No se trata de eso. Sencillamente me pareció que los dos podríais conectar. Chelse es una de las pocas personas que quizá no se deje acobardar completamente por tus problemas de intimidad.

—Todo el mundo tiene problemas de intimidad hoy en día, por si no te habías dado cuenta. —Era imposible no darse cuenta; el índice de natalidad llevaba décadas cayendo en picado.

—Era un eufemismo. Me refería a tu aversión al contacto humano en general.

—¿Y ese eufemismo no te descalifica como humano?

Sonrió con malicia.

—Eso es distinto. Tenemos un pasado juntos.

—No, gracias.

—Demasiado tarde. Se dirige ya al lugar indicado.

—El lug… Pag, eres un capullo.

—El más grande.

Ése era el motivo de que me encontrara irritadamente cara a cara en un salón-bar del espacio real al sur de Beth y Bear. La iluminación era tenue e indirecta, salía arrastrándose de debajo de los asientos y los cantos de las mesas; el cromatismo, esa tarde al menos, giraba desafiantemente en torno a la onda larga. Era un lugar donde los básicos podían fingir ver en infrarrojo.

De modo que fingí por un momento, mientras examinaba a la mujer del compartimento de la esquina: larguirucha y gloriosa, media docena de etnias en pacífica coexistencia sin que se alzara ni una sola voz dominante. Algo refulgía en su mejilla, un tenue staccato esmeralda contra el rojo ambiental. Su cabello flotaba formando una difusa nube de ébano alrededor de su cabeza; al acercarme percibí ocasionales destellos metálicos en el interior de ese nimbo, los hilos de un generador de estática que producía la ilusión de ingravidez. A la luz normal su piel roja como la sangre adoptaría sin duda el tono acaramelado de los mestizos impenitentes que estaba tan en boga.

Era atractiva, pero todo el mundo lo era bajo aquella luz; cuanto mayor fuera la longitud de onda, más se suavizaba el enfoque. Con motivo los antros de folleteo no usan fluorescentes.

No piques, me dije.

—Chelsea —se anunció. Su meñique descansaba en uno de los cargadores implantados en la mesa—. Antigua neuroesteticista, actual parásito de nuestra espléndida economía gracias a genes y máquinas de última generación.

El fulgor de su mejilla batió unas lánguidas alas brillantes: un tatuaje, una mariposa bioluminiscente.

—Siri —dije—. Sinteticista autónomo, esclavo de los genes y máquinas que te han convertido en parásito.

Señaló el asiento vacío. Lo ocupé mientras examinaba el sistema que tenía delante, evaluando la mejor manera de realizar una desconexión rápida pero diplomática. La postura de sus hombros me indicó que le gustaban los paisajes lumínicos, afición que le daba vergüenza admitir. Monahan era su artista favorito. Se consideraba una chica natural por llevar usando libidinales químicos todos estos años, aunque una edición sináptica habría sido lo más fácil. Se regodeaba en su inconsistencia: una mujer cuya maquinaria profesional editaba pensamientos en sí, y que al mismo tiempo desconfiaba del impacto deshumanizador de los teléfonos. Afectuosa innata, e innatamente temerosa del afecto no correspondido; indómitamente resuelta a no permitir que nada de eso la detuviera.

Le gustaba lo que veía cuando me miraba. Eso también la asustaba un poco.

Chelsea indicó mi lado de la mesa. Las alfombrillas táctiles brillaban suavemente allí, un zafiro disonante a la luz sanguinolenta, como un juego de huellas dactilares extendidas.

—Tienen buena mierda aquí. Hidroxil extra en el anular, o algo.

La neurofarmacología de línea de montaje no me llama demasiado; está optimizada para gente con más carne en la cabeza. Toqueteé una de las alfombrillas para salvar las apariencias, y apenas sentí un cosquilleo.

—Bueno. Un sinteticista. Explicándole lo incomprensible a los indiferentes.

Sonreí como se esperaba de mí.

—Se parece más bien a tender un puente entre las personas que rompen moldes y las que se llevan el mérito.

Le tocó sonreír a ella.

—¿Y cómo lo haces? Todos esos lóbulos optimizados y remodelaciones… quiero decir, si son incomprensibles, ¿cómo los comprendes?

—Ayuda pensar que casi todo el mundo es incomprensible también. Proporciona experiencia. —Ea. Eso debería ampliar las distancias.

No lo hizo. Pensó que estaba bromeando. Podía ver cómo reunía fuerzas para presionar solicitando más detalles, para hacer preguntas sobre mi trabajo, lo que conduciría a preguntas sobre mí, lo que conduciría…

—Cuéntame qué se siente —dije con voz suave— al ganarse la vida puenteando cabezas ajenas.

Chelsea hizo una mueca; la mariposa de su mejilla aleteó nerviosamente con el gesto, brillando con más intensidad.

—Dios, por cómo lo dices parece que los convierta en zombis o algo. Son simples retoques, principalmente. Un cambio en los gustos musicales o culinarios, ya sabes, la optimización de la compatibilidad de pareja. Todo es completamente reversible.

—¿No hay drogas para eso?

—Nah. La variación en el desarrollo entre un cerebro y otro es demasiado pronunciada; nosotros apuntamos a una escala realmente diminuta. Pero no se trata tan sólo de microcirugía y sinapsis churruscadas, sabes. Te sorprendería descubrir hasta qué punto pueden ser no invasivas las modificaciones. Se pueden desencadenar toda clase de cascadas tocando sencillamente ciertos sonidos en un orden determinado, o mostrando imágenes con el equilibrio adecuado de geometría y emoción.

—Supongo que esas técnicas son nuevas.

—En realidad no. El ritmo y la música tienen sus raíces en el mismo principio básico. Lo único que hemos hecho nosotros es transformar el arte en ciencia.

—Ya, ¿pero cuándo? —En el pasado reciente, sin duda. En algún momento de los últimos veinte años o así…

Bajó la voz de repente.

—Robert me contó lo de tu operación. Algún tipo de epilepsia viral, ¿cierto? Cuando no eras más que un chiquillo.

Nunca le había pedido explícitamente que lo guardara en secreto. En cualquier caso, ¿qué diferencia había? Mi recuperación había sido completa.

Además, Pag todavía pensaba que era algo que le había ocurrido a otra persona.

—No estoy al corriente de los detalles —continuó con delicadeza Chelsea—. Pero a juzgar por cómo suena, las técnicas no invasivas no habrían ayudado. Estoy segura de que sólo hicieron lo que debían.

Intenté reprimir el pensamiento, sin lograrlo: Esta mujer me gusta.

Noté algo entonces, una sensación extraña y desconocida que de alguna manera alivió la tensión en mis vértebras. Sentí la silla sutil, indefinidamente más cómoda a mi espalda.

—En cualquier caso. —Mi silencio le había hecho perder el impulso—. Desde que se desplomó el mercado no he vuelto a practicar mucho. Pero me dejó con una afinidad por los encuentros cara a cara, si sabes a qué me refiero.

—Sí. Pag me dijo que preferías el sexo en primera persona.

Asintió con la cabeza.

—Soy muy tradicional. ¿Algún problema con eso?

No estaba seguro. En el mundo real era virgen, una de las pocas cosas que aún tenía en común con el resto de la sociedad civilizada.

—En principio no, supongo. Es sólo que parece… mucho esfuerzo para tan poca recompensa, ¿sabes?

—¿No lo voy a saber? —Sonrió—. Los compañeros de cama reales no están retocados con aerógrafo. Tienen todas esas necesidades y exigencias que una no puede editar. ¿Cómo culpar a nadie por decirle «no, gracias» a todo eso, ahora que se puede elegir? A veces uno se pregunta cómo conseguían estar juntos nuestros padres.

A veces uno no se pregunta cómo, sino por qué. Sentí cómo me hundía cada vez más en la silla y me volvió a extrañar esa curiosa sensación nueva. Chelsea había dicho que la dopamina estaba trucada. Probablemente fuera eso.

Se inclinó hacia delante, sin timidez, sin coquetear, sin interrumpir el contacto visual ni por un instante en la penumbra de onda larga. Olí el perfume cítrico de las feromonas y los productos sintéticos que se mezclaban en su piel.

—Pero también tiene sus ventajas, una vez se aprenden los movimientos —dijo—. El cuerpo tiene buena memoria. Y, Siri, ¿verdad que sabes que debajo de tu dedo derecho no hay ningún cargador?

Miré. Tenía el brazo izquierdo ligeramente extendido, mi índice tocaba una de las almohadillas de carga; y mi mano derecha se había puesto a imitar el movimiento aprovechando que yo no miraba, tamborileando inútilmente con el dedo encima de la mesa vacía.

La aparté.

—Es algo así como una manía bilateral —reconocí—. El cuerpo adopta posturas simétricas cuando estoy despistado.

Me esperaba algún chiste, o por lo menos una ceja enarcada. Chelsea se limitó a asentir con la cabeza y retomó el hilo.

—De modo que si tú estás dispuesto, yo también. No me he liado nunca con un sinteticista.

—Jergonauta está bien. No me siento orgulloso.

—Mira que siempre sabes decir las palabras correctas en el momento adecuado. —Ladeó la cabeza—. A ver, tu nombre. ¿Qué significa?

Relajado. Eso era. Me sentía relajado.

—No lo sé. Sólo es un nombre.

—Bueno, con eso no basta. Si vamos a intercambiar saliva durante una temporada, te hará falta un nombre que signifique algo.

Y eso era precisamente lo que íbamos a hacer, comprendí. Chelsea lo había decidido cuando yo no miraba. Podría haberle parado los pies en ese momento, haberle dicho que aquello era mala idea, disculparme por cualquier posible malentendido. Pero entonces vendrían las expresiones dolidas, los sentimientos heridos y la culpa porque, después de todo, si yo no sentía ningún interés, ¿para qué diablos me había presentado allí?

Parecía agradable. No quería hacerle daño.

Sólo un ratito, me dije. Será una experiencia.

—Creo que te llamaré Cygnus —dijo Chelsea.

—¿El cisne? Un tanto cursi, pero podría haber sido peor.

Sacudió la cabeza.

—El agujero negro. Cygnus X-1.

Ah: un objeto denso y oscuro que absorbe la luz y lo destruye todo a su paso.

—Joder, pues gracias. ¿Por qué?

—No estoy segura. Hay algo siniestro en ti. —Se encogió de hombros y me regaló todos los dientes de su sonrisa—. Pero no está exento de atractivo. Y si me dejas hacerte un par de arreglos, apuesto cualquier cosa a que con el tiempo se te pasa.

Pag admitiría más tarde, un tanto avergonzado, que tal vez debería haber visto una señal de alarma en aquellas palabras. A golpes se aprende.