Cuando está lo suficientemente oscuro, se pueden ver las estrellas.

Ralph Waldo Emerson

¿Dónde estaba cuando cayeron las luces?

Estaba saliendo de las puertas del Paraíso, llorando por una madre que —en su opinión, al menos— aún seguía con vida.

Habían pasado dos meses escasos desde que Helen desapareciera bajo la cogulla. Dos meses según nuestros cálculos, al menos. Desde su punto de vista podría haber sido un día o una década; los omnipotentes virtuales prescinden de sus relojes subjetivos junto con todo lo demás.

No iba a volver. Sólo se dignaría ver a su marido bajo un cúmulo de condiciones que se resumían en una bofetada en la cara. Él no protestaba. La visitaba tan a menudo como ella se lo permitía: dos a veces a la semana, después una. Luego cada dos. Su matrimonio se deterioraba con el determinismo exponencial de un isótopo radiactivo y aun así él seguía buscándola, y aceptaba sus condiciones.

El día que cayeron las luces, me había reunido con él junto a mi madre. Era una ocasión especial, la última vez que la veríamos en carne y hueso. Durante dos meses su cuerpo había yacido expuesto junto a otros quinientos ascendientes nuevos en el pabellón, abierto a las visitas de sus familiares cercanos. La interfaz no era más real de lo que llegaría a serlo jamás, naturalmente; el cuerpo no podía hablarnos. Pero por lo menos estaba allí, cálida su piel, limpias y sin arrugas las sábanas. La parte inferior del rostro de Helen resultaba visible todavía bajo la cogulla, aunque tenía los ojos y las orejas encasquetadas. Podíamos tocarla. Mi padre lo hacía a menudo. Tal vez alguna parte lejana de ella aún lo sintiera.

Pero tarde o temprano alguien debe cerrar el féretro y deshacerse de los restos. Hay que dejar sitio a los recién llegados; por eso estábamos allí aquel último día, a la vera de mi madre. Jim le cogió la mano una última vez. Seguiría estando disponible en su propio mundo, según sus propias condiciones, pero ese mismo día el cuerpo se guardaría en las instalaciones de almacenamiento pragmáticamente abarrotadas, demasiado para permitir visitas de carne y hueso. Se nos había asegurado que el cuerpo permanecería intacto: ejercitados eléctricamente los músculos, flexionado y alimentado el cuerpo, mantenido el corpus listo para regresar al servicio activo en caso de que el Paraíso experimentara alguna catastrófica e inconcebible avería. Todo era reversible, nos habían dicho. Y sin embargo… eran tantos los que habían ascendido, y ni siquiera las catacumbas más profundas pueden extenderse hasta el infinito. Circulaban rumores sobre descuartizamientos, sobre partes corporales no esenciales que se cortaban con el devenir de los años según algún algoritmo de optimización de almacenaje. Quizá Helen no fuera más que un torso por estas fechas dentro de un año, una cabeza sin cuerpo al siguiente. Quizá se deshicieran de la carrocería hasta dejar únicamente el cerebro intacto antes incluso de que abandonáramos el edificio, a la espera tan sólo del hallazgo tecnológico definitivo que anunciara la llegada de la Gran Carga Digital.

Rumores, como decía. Yo personalmente no conocía a nadie que hubiera regresado tras la ascensión aunque, claro está, ¿por qué querría hacerlo nadie? Ni siquiera Lucifer salió del Cielo más que a empujones.

Papá quizá lo supiera a ciencia cierta —papá sabía más cosas que la mayoría de la gente, sobre cosas que no se esperaba que supiera la mayoría de la gente—, pero nunca abría la boca a destiempo. Supiera lo que supiese, era evidente que había decidido que revelarlo no haría cambiar de opinión a Helen. Con eso a él le bastaba.

Nos pusimos las capuchas que hacían las veces de pases por un día para los desconectados y nos reunimos con mi madre en la espartana sala de visitas que su imaginación recreaba a tal efecto. No había construido ninguna ventana al mundo que ocupaba ahora, nada que sugiriese el menor detalle del entorno utópico que había construido para sí. Ni siquiera había elegido uno de los entornos de visitas prefabricados diseñados para minimizar la disonancia entre los visitantes. Nos encontrábamos en una esfera beige sin distintivos de cinco metros de diámetro. No había nada más que ella.

Quizá no esté tan lejos de su idea de la utopía, después de todo, pensé.

Mi padre sonrió.

—Helen.

—Jim. —Tenía veinte años menos que la cosa de la cama, y aun así hacía que se me pusiera la piel de gallina—. ¡Siri! ¡Has venido!

Siempre se refería a mí por el nombre. Creo que nunca me había llamado «hijo».

—¿Todavía estás contenta aquí? —preguntó mi padre.

—Es maravilloso. Ojalá pudierais uniros a nosotros.

Jim esbozó una sonrisa.

—Alguien debe mantener encendidas las luces.

—Sabes que esto no es un adiós. Puedes venir de visita siempre que quieras.

—Sólo si haces algo con el paisaje. —No era sólo una broma, sino también mentira; Jim habría respondido a su llamada aunque para ello tuviera que caminar descalzo sobre cristales rotos.

—Y también Chelsea —continuó Helen—. Me alegraría tanto conocerla por fin después de todo este tiempo.

—Chelsea se fue, Helen —le dije.

—Ah, sí, pero sé que seguís en contacto. Sé que significaba algo especial para ti. Que ya no estéis juntos no quiere decir que no pueda…

—Sabes bien que…

Una posibilidad preocupante me detuvo a media frase: quizá no se lo había contado.

—Hijo —dijo Jim en voz baja—. ¿Podrías dejarnos un momento a solas?

Podría dejarles toda una puta vida entera a solas. Me desenchufé de vuelta al pabellón, miré del cadáver de la cama a mi ciego y catatónico padre en su sillón, murmurándole dulces sinsentidos al flujo de datos. Que se entretuvieran con sus actuaciones. Que formalizaran y finalizaran su supuesta relación como mejor les pareciera. Quizá, siquiera por una vez, lograran incluso obligarse a ser francos allí en ese otro mundo donde todo lo demás era mentira. Quizá.

No me apetecía ejercer de testigo, en cualquier caso.

Pero, naturalmente, tuve que regresar para presentar mis respetos de rigor. Asumí mi papel en el escenario familiar una última vez, participé de las mentiras de costumbre. Todos convenimos que esto no iba a cambiar nada, y ninguno se apartó lo suficiente del guión como para acusar a nadie de embustero a ese respecto. Por fin —con cuidado de decir «hasta la vista» en vez de «adiós»— dejamos sola a mi madre.

Incluso reprimí las náuseas lo suficiente para darle un abrazo.

• • • •

Jim tenía su inhalador en la mano cuando salimos de la oscuridad. Esperaba, sin demasiadas esperanzas, que lo hubiera tirado a la basura cuando cruzamos el vestíbulo. Pero se lo llevó a la boca y se insufló otro soplo de vasopresina, por si las dudas.

Fidelidad en spray.

—Eso ya no te hace falta —le dije.

—Seguramente —reconoció.

—Además, no dará resultado. No te puedes imprimar de alguien que ni siquiera está ahí, da igual cuántas hormonas esnifes. Sólo…

Jim no dijo nada. Pasamos bajo los hocicos de centinelas que venteaban el aire a la caza de infiltrados realistas.

—Se ha ido —dije atropelladamente—. Le da igual que encuentres a otra persona. Se alegraría si lo hicieras. —Eso le permitiría fingir que se han saldado las cuentas.

—Es mi esposa —me dijo.

—Eso no significa lo mismo que antes. Nunca lo hizo.

Mis palabras le arrancaron una sonrisita.

—Es mi vida, hijo. Estoy en paz con ello.

—Papa…

—No la culpo —dijo—. Y tú tampoco deberías hacerlo.

Para él era fácil decirlo. Era fácil incluso aceptar el dolor que le había infligido todos esos años. La jovial fachada del final no compensaba las interminables y amargas quejas que había tenido que soportar mi padre desde donde alcanzaba la memoria. «¿Crees que es fácil cuando desapareces durante meses seguidos? ¿Crees que es fácil estar preguntándose siempre con quién estarás y qué estarás haciendo, si estarás siquiera con vida? ¿Crees que es fácil criar sola a un hijo así?»

Le había culpado de todo, pero él lo soportaba estoicamente porque sabía que todo era mentira. Sabía que él sólo era un pretexto. No lo abandonaba porque estuviera ausente sin permiso, ni porque fuera infiel. Su partida no tenía absolutamente nada que ver con él. Tenía que ver conmigo. Helen había dejado el mundo porque le resultaba intolerable contemplar la cosa que había reemplazado a su hijo.

Habría insistido —habría vuelto a intentar abrirle los ojos a mi padre—, pero ya habíamos cambiado las puertas del Paraíso por las calles del Purgatorio, donde por todas partes los peatones murmuraban atónitos y observaban fijamente el cielo, boquiabiertos. Seguí su mirada hasta una franja de crepúsculo entre las torres, y me quedé sin aliento…

Las estrellas se estaban cayendo.

El zodiaco se había reconfigurado en una cuadrícula exacta de puntos brillantes con colas luminosas. Era como si el planeta entero hubiera quedado atrapado en una red inmensa cuyos nudos refulgieran con fuego de San Telmo. Era precioso. Era sobrecogedor.

Desvié la mirada para recalibrar mi visión espacial, para darle a esta alucinación malcriada la oportunidad de desvanecerse con dignidad antes de ajustar mi visión empírica a la frecuencia elevada. Vi a un vampiro en ese momento, una hembra, paseándose entre nosotros como el proverbial lobo con piel de cordero. Los vampiros eran criaturas poco comunes al nivel de la calle. Nunca antes había visto a uno en persona.

Acababa de salir a la calle del edificio que se levantaba en la acera de enfrente. Era una cabeza más alta que cualquiera de nosotros, sus ojos brillaban amarillos como los de un gato en la creciente oscuridad. Comprendió, mientras la observaba, que algo pasaba. Miró a su alrededor, oteó el cielo de soslayo… y continuó su camino, totalmente indiferente al rebaño en que estaba inmersa, al celestial portento que los había transfigurado. Totalmente indiferente al hecho de que el mundo acababa de ponerse patas arriba.

Según la hora del meridiano de Greenwich, eran las 10:35 del 13 de febrero de 2082.

• • • •

Se cerraron sobre el mundo como un puño, negros como el interior de un horizonte de sucesos hasta esos últimos instantes fulgurantes en que se incendiaron todos a la vez. Gritaban al morir. Todas las radios hasta la geoestacionaria gimieron al unísono, hasta el último telescopio de infrarrojos quedó momentáneamente cegado por la nieve. Las cenizas empañaron el cielo durante semanas después de aquello; las nubes mesosféricas, muy por encima de las corrientes de aire, adquirían un fulgor oxidado con cada amanecer. Al parecer los objetos se componían principalmente de hierro. Nadie supo nunca cómo interpretar ese dato.

Quizá por primera vez en la historia, el mundo lo supo antes de que se lo dijeran: si uno había visto el cielo, conocía la noticia. Los habituales árbitros de las noticias de actualidad, despojados de su acostumbrado papel de filtros de la realidad, hubieron de conformarse sencillamente con etiquetarla. Tardaron noventa minutos en ponerse de acuerdo en el nombre: Luciérnagas. Media hora después de eso aparecieron las primeras transformadas de Fourier en la noosfera; a nadie le sorprendió que las Luciérnagas no hubieran malgastado su último aliento con estática. Había una pauta impregnada en aquel coro terminal, algún tipo de inteligencia críptica que desafiaba cualquier análisis. Los expertos, rigurosamente empíricos, se negaban a especular: tan sólo admitían que las Luciérnagas habían dicho algo. No sabían qué.

Todos los demás lo sabían. ¿Cómo si no se explicaban las 65.536 sondas distribuidas equitativamente a lo largo de una cuadrícula latitud/longitud que apenas dejaba un solo metro cuadrado de superficie planetaria sin exponer? Era evidente que las Luciérnagas nos habían sacado una foto. El mundo entero había sido pillado con los pantalones bajados en una instantánea panorámica compuesta. Alguien nos había investigado… como preludio a una presentación oficial o a una invasión directa, cada cual era libre de imaginarse lo que prefiriera.

Mi padre podría haber conocido a alguien que quizá pudiera haber sabido algo. Pero para entonces ya hacía tiempo que se había esfumado, como hacía siempre en tiempos de crisis hemisférica. Supiera algo o no, me había dejado solo para que encontrase mis propias respuestas como todos los demás.

No escaseaban los puntos de vista. La noosfera era un hervidero de posibles escenarios que iban de lo utópico a lo apocalíptico. Las Luciérnagas habían propagado gérmenes letales por todas las corrientes. Las Luciérnagas estaban de safari fotográfico. La Formación de Ícaro estaba remodelándose para alimentar un arma del juicio final contra los alienígenas. La Formación de Ícaro ya había sido destruida. Teníamos décadas para reaccionar; cualquier cosa proveniente de otro sistema solar debería acatar el límite de la velocidad de la luz como todo el mundo. Nos quedaban días de vida; unos acorazados espaciales orgánicos acababan de cruzar el cinturón de asteroides y fumigarían el planeta en el plazo de una semana.

Como todos los demás, fui testigo de especulaciones morbosas y bustos parlantes. Visité mentideros, me impregné de opiniones ajenas. Así las cosas, eso no tenía nada de extraordinario; me había pasado toda mi vida como una especie de etólogo alienígena por derecho propio, observando la conducta del mundo, dilucidando pautas y protocolos, aprendiendo las reglas que me permitían infiltrarme en la sociedad humana. Siempre había funcionado. Sin embargo, de alguna manera, la presencia de verdaderos alienígenas había alterado la dinámica de la ecuación. La mera observación ya no me satisfacía. Era como si la presencia de este nuevo grupo de parias me hubiera obligado a regresar al ciado, tanto si me gustaba como si no; la distancia que había interpuesto entre el mundo y yo se me antojaba de repente forzada y ligeramente ridícula.

Y sin embargo, aunque me fuera la vida en ello, habría sido incapaz de encontrar la manera de dejarlo estar.

Chelsea siempre había dicho que la telepresencia despojaba a la humanidad de interacción humana. «Dicen que es indistinguible», me contó una vez, «como tener a tu familia ahí mismo, apretadita de modo que puedes verlos, sentirlos y olerlos justo a tu lado. Pero no lo es. Sólo son sombras en la pared de la caverna. Quiero decir, vale, las sombras se presentan en color 3-D con interactividad táctil retroalimentada. Son lo bastante sofisticadas como para engañar al cerebro civilizado. Pero las entrañas nos dicen que eso de ahí no son personas, aunque no sepan explicar exactamente cómo lo saben. Sencillamente se intuye su irrealidad. ¿Sabes lo que quiero decir?» No lo sabía. Por aquel entonces no tenía la menor idea de lo que estaba hablando. Pero ahora todos volvíamos a ser cavernícolas, encogidos bajo algún saliente mientras el relámpago desgarraba los cielos y vastos monstruos sin forma, atisbados apenas en cegadores instantes estroboscópicos congelados, rugían y se embestían en la oscuridad por todas partes. La soledad no ofrecía ningún consuelo. Las sombras interactivas tampoco. Lo que necesitaba uno era a alguien real a su lado, alguien a quien abrazarse, alguien con quien compartir el espacio vital además del temor, la esperanza y la incertidumbre.

Me imaginé la presencia de compañeros que no se desvanecieran en cuanto me desenchufara. Pero Chelsea se había ido, y Pag detrás de ella. Los pocos otros a quienes podría haber llamado —colegas y antiguos clientes con los que mis interpretaciones de contacto habían resultado especialmente convincentes— no parecían dignos del esfuerzo. La carne y el hueso mantenían su propia relación con la realidad: necesaria, pero insuficiente.

Mientras observaba el mundo a distancia, se me ocurrió al fin: supe exactamente lo que había querido decir Chelsea, con sus desvaríos luditas sobre humanidades desaturadas y las incoloras interacciones del espacio virtual. Lo había sabido desde el principio.

Sencillamente, nunca había logrado entender en qué se diferenciaba de la vida real.

• • • •

Imagínate que eres una máquina.

Sí, ya lo sé. Pero imagínate que eres otra clase de máquina, construida de metal y plástico y diseñada no por una ciega y azarosa selección natural, sino por ingenieros y astrofísicos con la mirada firmemente puesta en objetivos específicos. Imagínate que tu propósito no es replicar, ni siquiera sobrevivir, sino recabar información.

A mí no me cuesta imaginármelo. De hecho, se trata de una interpretación mucho más sencilla que las que generalmente se requiere que realice.

Surco el abismo en la cara fría de la órbita de Neptuno. La mayor parte del tiempo existo sólo como una ausencia, para cualquier observador del espectro visible: una silueta móvil y asimétrica que eclipsa las estrellas. Pero en ocasiones, durante mi lento e interminable girar, centelleo con tenues destellos de luz estelar reflejada. Si me pillas en esos momentos podrías inferir quizá parte de mi auténtica naturaleza: una criatura segmentada de piel plateada, erizada de articulaciones, platos y largas antenas. Aquí y allá un susurro de escarcha acumulada se adhiere a una junta o remache, algún hilacho de gas congelado encontrado en el espacio de Júpiter, quizá. En otra parte transporto los cadáveres microscópicos de bacterias terrestres que medraron con despreocupado abandono sobre las pieles de estaciones espaciales o la benigna superficie lunar… pero que habían quedado reducidas a cristal a tan sólo la mitad de mi distancia actual del Sol. Ahora, a un suspiro del cero absoluto, podrían romperse en mil pedazos al contacto con un fotón.

En mi corazón hace calor, al menos. Un diminuto fuego nuclear arde en mi tórax, me vuelve indiferente al frío exterior. Tardará mil años en agotarse, a menos que se produzca alguna catástrofe; durante mil años, escucharé las débiles voces de Control de la Misión y haré todo cuanto me pidan. Por ahora sólo me han dicho que estudie cometas. Hasta la última instrucción que haya recibido jamás es una elaboración precisa y carente de ambigüedad de la razón primordial de mi existencia.

Motivo por el cual estas últimas instrucciones resultan tan desconcertantes, pues no tienen ningún sentido. La frecuencia está mal. La potencia de la señal está mal. Ni siquiera soy capaz de entender los protocolos de saludo. Solicito una explicación.

La respuesta llega casi mil minutos más tarde, y consiste en una mezcolanza sin precedentes de órdenes y peticiones de información. Respondo lo mejor que sé: sí, ésta es la orientación donde la potencia de la señal era mayor. No, no es la posición habitual de Control de la Misión. Sí, puedo retransmitir: ahí está, desde el principio. Sí, me mantendré a la espera.

Aguardo más instrucciones. Llegan 839 minutos más tarde, y me dicen que deje de estudiar cometas inmediatamente.

Debo comenzar un giro precesivo controlado que barra mis antenas en incrementos de arco consecutivos de 5o en los tres ejes, con un periodo de 94 segundos. Cuando encuentre cualquier tipo de transmisión parecida a la que me desconcertó, debo fijar la orientación de potencia máxima de la señal y derivar una serie de valores de parámetro. Se me instruye asimismo retransmitir la señal a Control de la Misión.

Hago lo que me piden. Durante mucho tiempo no oigo nada, pero mi paciencia es infinita y no sé lo que es el aburrimiento. Al final una fugaz señal familiar se roza contra mi despliegue aferente. La capturo y la sigo hasta su origen, que estoy bien equipada para describir: un cometa transneptúnico en el Cinturón de Kuiper, de aproximadamente doscientos kilómetros de diámetro. Está proyectando un haz de radio comprimido de 21 centímetros a los cielos con una cadencia de 4,57 segundos. Este haz no se cruza en ningún punto con las coordenadas de Control de la Misión. Parece dirigirse a un objetivo completamente distinto.

Control de la Misión tarda mucho más de lo normal en responder a esta información. Cuando lo hace, me pide que altere el rumbo. Control de la Misión me informa de que a partir de ahora nos referiremos a mi nuevo destino como Burns-Caulfield. Dado el combustible actual y las restricciones inerciales no tardaré menos de treinta y nueve años en llegar a él.

Mientras tanto no debo observar ninguna otra cosa.

• • • •

Había estado haciendo de enlace para un equipo del Instituto Kurzweil, un abigarrado grupo de sabios de última generación convencidos de encontrarse a punto de resolver la paradoja cuántica-glial. Ese atolladero particular llevaba décadas impidiendo el avance de las IA; una vez resuelto, los expertos prometían que estaríamos a dieciocho meses del primer volcado de personalidad y a tan sólo dos años de la emulación fiable de la consciencia humana en un entorno de software. Significaría el fin de la historia corpórea, le abriría la puerta a una singularidad que llevaba casi cincuenta años aguardando pacientemente entre bastidores.

Dos meses después de la Lluvia de Fuego, el instituto rescindió mi contrato.

Lo cierto es que me sorprendió que hubieran tardado tanto tiempo. Nos había costado tanto, esta inversión de prioridades globales de la mañana a la noche, estas medidas desesperadas que pretendían suplir la iniciativa perdida. Ni siquiera nuestra flamante nueva economía postcarestía podía resistir un cambio tan sísmico sin tambalearse hacia la quiebra. Las instalaciones del espacio profundo, imaginadas desde siempre como seguras en virtud de su lejanía, de repente eran vulnerables por ese preciso motivo. Los hábitats de Lagrange debían reacondicionarse para defenderse de un enemigo desconocido. Las naves comerciales del bucle marciano fueron requisadas, armadas y reasignadas; algunas aseguraron el terreno elevado sobre Marte mientras las demás se dejaron caer hacia el Sol para proteger la Formación de Ícaro.

Daba igual que las Luciérnagas no hubieran disparado ni un tiro contra ninguno de estos objetivos. Sencillamente, no podíamos correr el riesgo.

Todos colaborábamos, naturalmente, desesperados por recuperar una hipotética voz cantante a cualquier precio. Los reyes y las corporaciones garabateaban pagarés en el dorso de sus servilletas y prometían arreglarlo todo cuando pasara la tormenta. En el ínterin, la idea de una utopía a dos años vista fue a sentarse a la sombra del armagedón que amenazaba con desatarse para el próximo martes. El Instituto Kurzweil, como todos los demás, de repente tenía otras preocupaciones.

De modo que regresé a mi apartamento, partí una ampolla de Glenfiddich y abrí ventanas virtuales como pétalos de margarita en mi cabeza. Los iconos de todo el mundo debatían por todas partes, sirviendo sobras cuya fecha de caducidad había expirado hacía dos semanas:

Vergonzosa violación

de la seguridad global.

No ha sido nada.

Satélites de comunicación aniquilados.

Miles de muertos

Colisiones fortuitas.

Muertes accidentales.

(¿Quién los envía?)

Deberíamos haberles visto venir.

¿Por qué no…?

Espacio profundo.

Inverso del cuadrado.

Echa las cuentas.

¡Tenían sistemas antidetección!

(¿Qué quieren?)

¡Nos han violado!

Dios santo.

Sólo nos han sacado una foto.

¿Por qué este silencio?

La Luna está bien.

Marte está bien.

(¿Dónde se han metido?)

¿Por qué no han establecido contacto?

Nada ha tocado las O’Neill.

¡La tecnología implica beligerancia!

(¿Van a volver?)

Nada nos ha atacado.

Nada nos ha invadido.

Todavía.

Por ahora.

(¿Pero dónde están?)

(¿Van a volver?)

(¿Alguien lo puede decir?)

Jim Moore sólo voz encriptada

¿Aceptar?

La ventana de texto se materializó directamente en mi línea de visión, eclipsando el debate. La leí dos veces. Intenté recordar la última vez que había llamado desde una misión, y no pude.

Apagué el sonido de las otras ventanas.

—¿Papá?

—Hijo —respondió después de un momento—. ¿Estás bien?

—Como todo el mundo. Sigo preguntándome si deberíamos estar celebrándolo o cagándonos en los pantalones.

No contestó de inmediato.

—Es una buena pregunta, la verdad —dijo al final.

—Supongo que no podrás darme ningún consejo. Al nivel de la calle no nos quieren contar nada.

Era una petición retórica. Su silencio no hizo sino confirmar lo obvio.

—Ya lo sé —añadí después de un momento—. Perdona. Es sólo que dicen que la Formación de Ícaro ha caído, y…

—Ya sabes que no puedo… Oh. —Mi padre hizo una pausa—. Eso es ridículo. Ícaro está bien.

—¿Sí?

Pareció meditar sus palabras.

—Las Luciérnagas seguramente ni se fijaron en ella. No emite ningún rastro de partículas siempre y cuando permanezca alejado del flujo, y el resplandor solar lo ocultaría a menos que alguien supiera dónde buscar.

Era mi turno de guardar silencio. Esta conversación de repente me daba mala espina.

Porque cuando mi padre entraba en acción, desaparecía del radar. Nunca llamaba a su familia.

Porque incluso cuando mi padre regresaba de la acción, nunca hablaba de ello. Daba igual que la Formación de Ícaro siguiera estando operativa o hubiera volado en pedazos arrojados al Sol como mil kilómetros de origami hecho confeti; no revelaría ni una ni otra versión a menos que se produjera un anuncio oficial. Lo cual —actualicé una ventana informativa para cerciorarme— no había ocurrido.

Porque si bien mi padre era un hombre de pocas palabras, no lo era de frecuentes pausas de vacilación… y durante esta conversación había vacilado antes de todas y cada una de las frases que había pronunciado.

Tiré suavemente del sedal:

—Pero han enviado naves… —Y empecé a contar.

Mil uno, mil dos

—Simple precaución. Ya iba siendo hora de hacerle una visita a Ícaro de todos modos. Uno no cambia toda la transmisión sin al menos dejarse caer y comprobar primero los neumáticos nuevos.

Casi tres segundos en responder.

—Estás en la Luna —dije.

Pausa.

—Casi.

—¿Qué haces…? Papá, ¿por qué me estás contando esto? ¿No es una infracción de seguridad?

—Vas a recibir una llamada —me dijo.

—¿De quién? ¿Por qué?

—Están formando un equipo. La clase de… gente con la que tú te relacionas. —Mi padre era demasiado racional para poner en duda las contribuciones de los rehechos y los híbridos que habitaban entre nosotros, pero nunca había aprendido a disimular la desconfianza que le inspiraban—. Necesitan un sinteticista —dijo.

—Qué suerte que tengas uno en la familia.

Las ondas de radio rebotaron de un lado para otro.

—No se trata de nepotismo, Siri. Lo que más deseaba era que eligieran a otro.

—Gracias por el voto de conf…

Pero lo vio venir, y me interrumpió antes de que mis palabras pudieran salvar la distancia.

—No estoy criticando tus aptitudes y tú lo sabes. Sencillamente, eres el más cualificado, y el trabajo es vital.

—¿Entonces por qué…? —empecé, y me detuve. No se trataba de mantenerme lejos de algún seminario teórico en un laboratorio del hemisferio oeste—. ¿Qué sucede, papá?

—Las Luciérnagas. Han descubierto algo.

—¿Qué?

—Una señal de radio. Del Kuiper. Hemos rastreado la orientación.

—¿Están hablando?

—No con nosotros. —Carraspeó—. Fue más suerte que otra cosa lo que nos llevó a interceptar la transmisión.

—¿Con quién están hablando?

—No lo sabemos.

—¿Son pacíficos? ¿Hostiles?

—Hijo, no lo sabemos. La encriptación parece conocida, pero ni siquiera podemos estar seguros de eso. Lo único que tenemos es la localización.

—Así que vais a mandar a un equipo. —Me vais a mandar a mí. Nunca habíamos ido al Kuiper. Hacía décadas que ni siquiera enviábamos robots. No es que nos faltaran los medios. Sencillamente, no nos habíamos tomado la molestia; todo lo que necesitábamos estaba mucho más cerca de casa. La era interplanetaria se había quedado en los asteroides.

Pero ahora algo acechaba en la linde más lejana de nuestro jardín, llamando al vacío. Quizá estuviera comunicándose con otro sistema solar. Quizá estuviera comunicándose con algo más próximo, algo que estaba en camino.

—No es la clase de situación que se pueda ignorar sin peligro —dijo mi padre.

—¿Y las sondas?

—Claro. Pero no podemos esperar a que informen. La misión saldrá antes; se pueden enviar actualizaciones en ruta.

Me dio unos pocos segundos extra para digerir eso. Cuando persistí en mi mutismo, continuó:

—Tienes que entenderlo. Nuestra única ventaja es que, por lo que sabemos, Burns-Caulfield ignora que estamos al corriente. Tenemos que conseguir todo cuanto podamos en el margen de oportunidad que se nos conceda.

Pero Burns-Caulfield se había escondido. A Burns-Caulfield quizá no le hiciera gracia recibir una visita imprevista.

—¿Y si me niego?

El intervalo de tiempo parecía indicar Marte.

—Te conozco, hijo. No lo harás.

—Pero si lo hiciera. Si soy el más cualificado, si el trabajo es tan vital…

No le hacía falta responder. No me hacía falta preguntar. Cuando las apuestas eran tan altas, los elementos cruciales para la misión no gozaban del lujo de poder elegir. Ni siquiera obtendría la infantil satisfacción de aguantar la respiración y negarme a jugar; la voluntad de resistir no es menos mecánica que la necesidad de respirar. Ambas pueden subvertirse pulsando las teclas neuroquímicas adecuadas.

—Anulasteis mi contrato con Kurzweil —caí en la cuenta.

—Eso es lo mínimo que hemos hecho.

Dejamos que el vacío que nos separaba hablara por nosotros por unos instantes.

—Si pudiera viajar al pasado y deshacer lo… lo que te convirtió en lo que eres —dijo papá después de un momento—, lo haría. En un segundo.

—Ya.

—Me tengo que ir. Sólo quería ponerte sobre aviso.

—Ya. Gracias.

—Te quiero, hijo.

¿Dónde estás? ¿Vas a volver?

—Gracias —repetí—. Es bueno saberlo.

• • • •

Esto es lo que mi padre no podía deshacer. Esto es lo que soy:

Soy el puente entre la tecnología punta y el punto muerto. Estoy entre el mago de Oz y el hombre detrás del telón. Soy el telón.

No pertenezco a una especie completamente nueva. Mis raíces se remontan a los albores de la civilización, pero esos precursores desempeñaban una función distinta, menos honorable. Se limitaban a engrasar los engranajes de la estabilidad social; endulzaban verdades incómodas, o exageraban la perfidia de imaginarios hombres del saco en aras del oportunismo político. También eran fundamentales, a su manera. Ni siquiera el estado policial más fuertemente armado puede ejercer la fuerza bruta sobre todos sus ciudadanos a la vez. El gobierno mediante memes es mucho más sutil; la refracción tintada de rosa de la realidad percibida, el temor contagioso a alternativas amenazadoras. Siempre ha habido alguien encargado de la rotación de las topologías de la información, pero a lo largo de la mayor parte de la historia han tenido poco que ver con el aumento de su claridad.

El nuevo milenio cambió todo eso. Ahora nos hemos superado, exploramos terrenos que están más allá de los límites de la mera comprensión humana. A veces sus contornos, aun en el espacio convencional, son sencillamente demasiado intrincados para nuestros cerebros; a veces sus mismos ejes se extienden a dimensiones inconcebibles para unas mentes diseñadas para follar y luchar en alguna pradera prehistórica. Nos constriñen tantas cosas, desde tantas direcciones distintas. Las filosofías más altruistas y sostenibles fracasan ante el bestial imperativo instintivo del interés propio. Existen ecuaciones tan sutiles como elegantes capaces de predecir el comportamiento del mundo cuántico, pero ninguna puede explicarlo. Después de cuatro mil años ni siquiera podemos demostrar que la realidad exista más allá de la mente del soñador en primera persona. La necesidad de intelectos superiores a los nuestros es acuciante.

Pero no se nos da muy bien construirlos. Las cópulas forzadas de mentes y electrones resultaron en éxitos y fracasos igualmente espectaculares. Nuestros híbridos se volvieron tan brillantes como sabios idiotas, e igual de autistas. Injertamos personas a prótesis, obligamos a sus sobrecargadas cintas motrices a hacer malabarismos con carne y maquinaria, y sacudimos la cabeza cuando sus dedos se crispan sin control y tartamudean sus lenguas. Los ordenadores mejoran su propia progenie, se vuelven tan sabios e incomprensibles que sus comunicados exhiben trazas de demencia: faltos de concentración e irrelevantes para las apenas inteligentes criaturas condenadas a quedarse rezagadas.

Y cuando tus excelentes creaciones encuentran las respuestas que les habías pedido, eres incapaz de comprender su análisis y no puedes verificar sus dictámenes. Debes fiarte de su palabra…

… o te vales de la teoría de la información para allanarte el camino, para aplanar el teseracto en dos dimensiones y la botella de Klein en tres, para simplificar la realidad y rogarles a los dioses que hayan sobrevivido al milenio para que tu honorable deformación de la realidad no socave ninguno de sus pilares fundamentales. Contratas a personas como yo; la prole cruzada de analistas, correctores de pruebas y teóricos de la información.

En entornos formales se me llamaría sinteticista. En la calle me llamarías «jergonauta» o «amapola». Si eres uno de esos sabios idiotas cuyas verdades obtenidas con el sudor de su frente se corrompen y lobotomizan para mayor provecho de poderosos ignorantes a los que sólo les interesa su cuota de mercado, quizá me llames «topo» o «carabina».

Si fueras Isaac Szpindel me llamarías «comisario político», y aunque la pulla sería bienintencionada, también tendría otro sentido.

Nunca he conseguido convencerme de que tomamos la decisión adecuada. Puedo citar las justificaciones habituales incluso estando dormido, perorar interminablemente acerca de la topología rotacional de la información y la irrelevancia de la comprensión semántica. Pero más allá de las palabras, sigo sin estar seguro. Tampoco sé si lo estará alguien. Quizá se trate de una colosal estafa consensuada, compinchados por igual timadores y timados. Nos negamos a reconocer que nuestras creaciones estén por encima de nosotros; quizá hablen en lenguas, pero nuestros sacerdotes saben interpretar esos signos. Los dioses dejan sus algoritmos cincelados en la ladera de la montaña, pero es el bueno de Siri quien lleva las tablas a las masas, y no amenazo a nadie.

Tal vez la singularidad ocurriera ya hace años. Sencillamente, nos resistimos a admitir que pudiéramos habernos quedado atrás.