La sangre hace ruido.
Suzanne Vega
Imagínate que eres Siri Keeton:
Te despiertas arropado en la agonía de la resurrección, sin aliento tras pulverizar el récord de apnea del sueño por ciento cuarenta días. Puedes sentir tu sangre, espesada de dobutamina y leuencefalina, abriéndose paso por unas arterias atrofiadas por los meses de inactividad. El cuerpo se infla en dolorosas etapas: se dilatan los vasos sanguíneos, la carne se separa de la piel; las costillas crujen en tus oídos con una brusca flexión a la que ya no están acostumbradas. Las articulaciones se te han agarrotado con el desuso. Eres un hombre de madera, congelado en una suerte de perverso rigor vitae.
Gritarías si pudieras respirar.
Los vampiros pasaban por esto a menudo, recuerdas. Para ellos era algo normal, su personal manera de afrontar la conservación de recursos. Podrían haberle enseñado a tu especie un par de cosas sobre el control, si esa absurda aversión a los ángulos rectos no hubiera supuesto su fin en los albores de la civilización. A lo mejor pueden todavía. Después de todo, han regresado; levantados de sus tumbas con el vudú de la paleogenética, parcheados a partir de genes defectuosos y tuétano fosilizado sumergidos en la sangre de sociópatas y autistas de alto rendimiento. Uno de ellos dirige esta misma misión. Un puñado de sus genes habitan en tu propio cuerpo para que también éste pueda levantarse de entre los muertos aquí, al filo del espacio interestelar. Nadie llega más allá de Júpiter sin convertirse parcialmente en vampiro.
El dolor empieza, ligerísimamente, a remitir. Activas tus incrustaciones y accedes a tus constantes vitales: habrán de pasar unos minutos interminables antes de que tu cuerpo responda plenamente a las órdenes motrices, horas antes de que deje de doler. El dolor es un efecto secundario inevitable. Eso es lo que se consigue al introducir subrutinas vampíricas en el código humano. Una vez pediste analgésicos, pero cualquier tipo de bloqueo nervioso pone en peligro la reactivación metabólica. Apechuga con ello, soldado.
Te preguntas si sería así como se sintió Chelsea, antes del final. Pero eso evoca una clase de dolor completamente distinto, de modo que lo bloqueas y te concentras en la vida que se abre camino de regreso a tus extremidades. Mientras sufres en silencio, compruebas los registros en busca de telemetría nueva.
Piensas: Eso no puede estar bien.
Porque si lo estuviera, significaría que te encuentras en la parte equivocada del universo. No estás en el Cinturón de Kuiper, donde deberías: estás muy por encima de la elíptica e inmerso en el Oort, el reino de los cometas de largo periodo que sólo se dignan visitar al Sol cada millón de años aproximadamente. Esto se merece el adjetivo de interestelar, lo que significa (consultas el reloj del sistema) que has estado no-muerto mil ochocientos días.
Se te han pegado las sábanas durante casi cinco años.
La tapa de tu ataúd se desliza a un lado. Tu cuerpo cadavérico se refleja en el mamparo de espejo frente a ti, un pez pulmonado disecado a la espera de lluvia. A sus extremidades se adhieren vejigas repletas de una solución salina isotónica como antiparásitos ahítos, como opuestos de unas sanguijuelas. Recuerdas la penetración de las agujas justo antes de bloquearte, en la prehistoria, cuando tus venas todavía eran algo más que retorcidos filamentos deshidratados de cecina.
El reflejo de Szpindel te devuelve la mirada desde su vaina, inmediatamente a tu derecha. Su rostro se muestra igual de exangüe y esquelético que el tuyo. Sus grandes ojos hundidos ruedan en sus cuencas mientras recupera el control de sus propias extremidades, interfaces sensoriales tan masivas que incluso tus disparatadas incrustaciones palidecen en comparación.
Oyes una tos y el frufrú de brazos y piernas justo detrás del umbral del rabillo del ojo, detectas atisbos de movimiento reflejado donde los demás se agitan en la periferia de tu visión.
—¿Qué —tu voz alcanza apenas a entrar en la categoría de susurro ronco—… pas…?
Szpindel acciona el mentón. Sus huesos chasquean de manera audible.
—… Ennngañadosss —sisea.
Todavía no habéis visto a los alienígenas, y ya os llevan la delantera por mucho.
• • • •
Así fue como salimos a rastras de entre los muertos: cinco cadáveres a tiempo parcial, desnudos, demacrados, incapacitados casi para movernos aun en gravedad cero. Emergimos de nuestros ataúdes como polillas prematuras arrancadas de sus crisálidas, medio larvas todavía. Estábamos solos, desviados de nuestra ruta y absolutamente indefensos, y requirió un esfuerzo consciente recordar que jamás habrían puesto en peligro nuestra vida si no fuéramos esenciales.
—Buenos días, comisario. —Isaac Szpindel alargó una mano temblorosa e insensible hacia los guantes de feedback que había en la base de su vaina. Justo detrás de él, Susan James estaba encogida en un deshilachado ovillo fetal, murmurando para sí. Sólo Amanda Bates, ya vestida e inmersa en una secuencia de ejercicios isométricos que le arrancaba crujidos de los huesos, poseía algo cercano a la movilidad. De vez en cuando intentaba tirar una pelota de goma contra el mamparo; pero ni siquiera ella lograba capturar aún el rebote.
El viaje nos había reducido a un arquetipo común. Las redondas mejillas y caderas de James, la frente alta y el larguirucho chasis de Szpindel, incluso la caseta de carboplatino mejorado que le sirve de cuerpo a Bates, todo se había encogido a la misma colección disecada de palos y huesos. Incluso nuestro pelo parecía haberse vuelto curiosamente descolorido durante el viaje, aunque sabía que eso era imposible. Lo más probable era que sencillamente estuviera filtrando la palidez de la piel que había debajo. Aun así. La James anterior a la muerte había sido rubia tostada, el pelo de Szpindel había sido lo bastante oscuro como para poder calificarse de casi negro, pero la cosa que flotaba adherida a sus cueros cabelludos se me antojaba ahora del mismo marrón sargazo apagado. Bates seguía teniendo la cabeza afeitada, pero ni siquiera sus cejas se veían tan anaranjadas como las recordaba.
No tardaríamos en revertir a nuestro antiguo yo. Lo único que hacía falta era un poco de agua. Por ahora, sin embargo, el antiguo adagio adquiría renovada verosimilitud: era cierto que todos los no-muertos parecían iguales, si uno no sabía cómo mirar.
Si se sabía, naturalmente —si se olvidaban las apariencias y se prestaba atención a los gestos, si se ignoraba la carne y se estudiaba la topología—, era imposible confundirlos. Cada tic facial proporcionaba información puntual, cada pausa en el discurso era más elocuente para ambas partes que cualquier palabra. Vi cómo las personalidades de James se fragmentaban y recomponían en un abrir y cerrar de ojos. La desconfianza tácita que sentía Szpindel por Amanda Bates se anunciaba a gritos en las comisuras de su sonrisa. Hasta el último vestigio del fenotipo resplandecía como una bengala de señalización para quien supiera interpretar su lenguaje.
—¿Dónde está…? —graznó James, tosió, agitó un brazo enteco en dirección al ataúd de Sarasti, abierto al final de la hilera.
Un pequeño rictus agrietó los labios de Szpindel.
—De regreso a Fab, ¿eh? Pidiéndole a la nave que construya un poco de tierra donde yacer.
—En comunión con la capitana, seguramente. —Bates respiraba más alto que hablaba, un bisbiseo seco de vías respiratorias que todavía no habían asimilado la idea de retomar su función.
Otra vez James:
—Eso lo podría hacer aquí arriba.
—También podría cagar aquí arriba —carraspeó Szpindel—. Hay cosas que uno prefiere hacer a solas, ¿eh?
Y hay cosas que uno prefiere guardarse para sí. No había muchos humanos básicos que se sintieran cómodos sosteniéndole la mirada a un vampiro; Sarasti, siempre cortés, tendía a evitar el contacto visual por esa precisa razón; pero su topología poseía otras superficies, igual de mamíferas e igual de ininteligibles. Si se había refugiado de miradas indiscretas, puede que se debiera a mí. Puede que estuviera guardando algún secreto.
Eso era lo que sin duda estaba haciendo la Teseo, al fin y al cabo.
• • • •
Nos había acercado sus buenas quince UA a nuestro destino antes de que algo la ahuyentara de su ruta. A continuación había corrido hacia el norte como un gato asustado y había empezado a ascender: una brutal embestida de tres ges fuera de la elíptica, mil trescientas toneladas de inercia contra la Primera de Newton. Había vaciado sus tanques de Penn, agotado su masa de sustrato, dilapidado ciento cuarenta días de combustible en cuestión de horas. A continuación, una larga y fría travesía por el abismo, años de tacañería en acción, el impulso de cada antiprotón medido contra el coste de tener que extraerlo del vacío. El teletransporte no es magia: el flujo de Ícaro no podía enviarnos la antimateria real que generaba, tan sólo las especificaciones cuánticas. La Teseo debía cribar la materia prima del espacio, ión a ión. Durante muchos y oscuros años se las había apañado a base de pura inercia, reservando hasta el último átomo devorado, para luego encabritarse: láseres ionizantes que hendían el espacio ante ella, un embudo que se abría en toda su extensión para frenar en seco. El peso de un billón de billones de protones la aminoró, le rellenó las tripas y volvió a aplastarnos. La Teseo había ardido infatigablemente casi hasta el momento mismo de nuestra resurrección.
No era difícil seguir esos pasos; nuestra ruta estaba ahí, en ConSenso, a la vista de todos. Exactamente por qué había decidido poner ese rumbo la nave era otro cantar. Sin duda todo saldría a la luz durante la asamblea post resurrección. No seríamos el primer vehículo en viajar al amparo de «órdenes secretas», y si la necesidad de saber fuera tan imperiosa ya lo habríamos averiguado a estas alturas. Aun así, me pregunté quién habría bloqueado los diarios de comunicación. Control de la Misión, tal vez. O Sarasti. O la misma Teseo, ya puestos. Era fácil olvidarse de la IA cuántica que anidaba en el corazón de nuestra nave. Residía discretamente en segundo plano, nos nutría, nos transportaba e impregnaba nuestra existencia como un dios circunspecto; y, al igual que Dios, jamás respondía a nuestras llamadas.
Sarasti era el intermediario oficial. Cuando la nave se dignaba hablar, hablaba con él… y Sarasti la llamaba «capitana».
Igual que todos los demás.
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Nos había dado cuatro horas para volver. Tardé más de tres únicamente en salir de la cripta. Para entonces la mayoría de las sinapsis petardeaban ya en mi celebro, aunque el cuerpo —que seguía absorbiendo fluidos como una esponja sedienta— me dolía aún al menor movimiento. Cambié las bolsas de electrolitos vacías por llenas y me dirigí a popa.
Faltaban quince minutos para alcanzar la velocidad punta de rotación. Cincuenta para la asamblea post resurrección. El tiempo justo para que quienes preferían dormir bajo los efectos de la gravedad metieran sus efectos personales en el tambor y ocuparan los 4,40 metros cuadrados de suelo asignados a cada uno.
La gravedad —ni ningún sucedáneo centrípeto de la misma— no me atraía especialmente. Planté mi tienda en gravedad cero y tan lejos a popa como me fue posible, abrazando la pared más adelantada del túnel de trasbordo de estribor. La tienda se infló como un absceso en la columna vertebral de la Teseo, una pequeña burbuja con atmósfera de clima controlado en el lóbrego y cavernoso vacío bajo el caparazón de la nave. Mis efectos se reducían al mínimo imprescindible; tardé treinta segundos a lo sumo en pegarlos a la pared, y otros treinta en programar el entorno de la tienda.
Después de eso salí a dar un paseo. Después de cinco años, me vendría bien algo de ejercicio.
La popa era lo que tenía más cerca, así que empecé por ahí: en el blindaje que separaba la carga útil de la propulsión. Una solitaria escotilla sellada ampollaba el centro exacto del mamparo de popa. Detrás, un túnel de servicio serpenteaba entre máquinas que era mejor no tocar con manos humanas. La gruesa protuberancia superconductora del anillo del embudo de absorción; el abanico de la antena tras él, desplegado ahora en una indestructible pompa de jabón lo bastante grande como para contener una ciudad, con la cara apuntada hacia el Sol para capturar el tenue chisporroteo cuántico del flujo de antimateria de Ícaro. Detrás de eso, más blindaje; luego el reactor de telemateria, donde el hidrógeno puro y la información refinada conjuraban un fuego trescientas veces más caliente que el del Sol. Yo conocía los ensalmos, naturalmente —la fragmentación y deconstrucción de la antimateria, el teletransporte de números de serie cuánticos—, pero seguía pareciéndome magia, lo rápido que habíamos llegado tan lejos. A cualquiera le parecería magia.
Excepto a Sarasti, tal vez.
A mi alrededor, la misma magia funcionaba a temperaturas más llevaderas con fines menos volátiles: un racimo de toboganes y dispensadores rodeaban por completo el mamparo. Unas pocas de esas aperturas se atragantarían con mí puño; una o dos podrían engullirme entero. La planta de fabricación de la Teseo era capaz de construir cualquier cosa, desde cubiertos a cabinas de pilotaje. Con el surtido de materia necesario podría haber construido incluso otra Teseo, si bien en muchas piezas pequeñas y a lo largo de mucho tiempo. Había quienes se preguntaban si podría fabricar también a otra tripulación, aunque a todos nos habían asegurado que eso era imposible. Ni siquiera estas máquinas tenían los dedos lo bastante finos como para reconstruir unos pocos billones de sinapsis en el espacio de un cráneo humano. Todavía no, al menos.
Yo me lo creía. No hubieran embarcado nunca a una dotación ya ensamblada de existir una alternativa más barata.
Miré al frente. Si apoyaba la cabeza en aquella escotilla sellada podía ver casi hasta la proa de la Teseo, una perspectiva ininterrumpida que se extendía hasta una diminuta diana oscura treinta metros por delante de mí. Era como mirar fijamente un gran blanco de tiro en tonos de blanco y gris: círculos concéntricos, escotillas centradas en mamparos que se sucedían uno detrás de otro, perfectamente alineados. Todas estaban abiertas, en altivo desafío a los códigos de seguridad de una generación anterior. Podíamos dejarlas cerradas si queríamos, si así nos sentíamos más seguros. Eso era lo único que conseguiríamos, no obstante; nuestras probabilidades empíricas no aumentarían ni un ápice. En caso de que hubiera algún problema esas escotillas se cerrarían de golpe muchos milisegundos antes de que los sentidos humanos percibiesen siquiera la menor señal de alarma. Ni siquiera estaban controladas por ordenador. Algunas partes del cuerpo de la Teseo tenían reflejos.
Me impulsé contra la chapa metálica de popa —con un rictus de dolor al sentir el tirón y el zarandeo de los tendones faltos de uso— y floté hacia delante, dejando Fabricación atrás. Las escotillas de acceso a Escila y Cambáis yugulaban brevemente el camino a ambos lados. Más allá de ellas la columna vertebral se ensanchaba en un cilindro extensible corrugado de dos metros de diámetro y —en esos momentos— aproximadamente quince de largo. Un par de escaleras discurrían enfrentadas a lo largo del mismo; unas portillas elevadas del tamaño de tapas de alcantarilla tachonaban el mamparo a los lados. La mayoría de éstas sólo daban a la bodega. Un par de ellas hacían las veces de compartimentos estancos multiusos, por si a alguien le apetecía dar un paseo por debajo del caparazón. Una se abría a mi tienda. La otra, cuatro metros más adelante, a la de Bates.
De una tercera, próxima ya al mamparo de delante, salió Jukka Sarasti gateando como una estirada araña blanca.
Si hubiera sido humano habría sabido instantáneamente qué era lo que veían mis ojos, habría percibido el olor a asesino que emanaba de toda su topología. Y no habría podido ni siquiera intuir el número de sus víctimas, debido a la absoluta falta de remordimientos que exudaba su lenguaje corporal. La masacre de un centenar dejaría la misma marca en las superficies de Sarasti que el despanzurramiento de un insecto; la culpa se condensaba y resbalaba por esta criatura como el agua sobre la cera.
Pero Sarasti no era humano. Sarasti era un animal completamente distinto, y procedentes de él todas estas refracciones homicidas significaban tan sólo «depredador». Poseía la inclinación, había nacido con ella; si alguna vez se había rendido al impulso o no era algo que quedaba entre Control de la Misión y él.
A lo mejor hicieron la vista gorda contigo, no le dije. A lo mejor es sencillamente el precio a pagar por hacer negocios. Después de todo, eres esencial para la misión. Seguro que hiciste algún trato. Con lo listísimo que eres, sabes que no te hubiéramos traído nunca de vuelta si no te necesitáramos. Desde el mismo día que saliste del tanque sabes que juegas con ventaja.
¿Es así como funciona, Jukka? ¿Tú salvas al mundo, y los tipos que empuñan tu correa acceden a mirar para otro lado?
De niño había leído historias de depredadores de la selva que hipnotizaban a sus presas con la mirada. Sólo después de conocer a Jukka Sarasti supe lo que se sentía. Pero ahora no me estaba mirando. Estaba concentrado en instalar su tienda, y aunque me hubiera mirado a los ojos no habría nada que ver salvo el oscuro visor envolvente que se ponía por respeto a la susceptibilidad humana. Me ignoró cuando así un peldaño cercano y pasé junto a él, encogido.
Hubiera jurado que el aliento le olía a carne cruda.
Entré en el tambor (tambores, técnicamente; el de BioMed sito en la parte de atrás giraba sobre sus propios cojinetes). Atravesé volando el centro de un cilindro de dieciséis metros de diámetro. Los nervios espinales de la Teseo discurrían a lo largo de su eje, arracimados los filamentos y vasos contra las escaleras a ambos lados. Más allá de ellos, las tiendas recién erigidas de Szpindel y James se erguían en sus nichos en caras opuestas del mundo. Szpindel pasó flotando junto a mi hombro, desnudo aún a excepción de sus guantes, y la forma en que movía los dedos me indicó que su color favorito era el verde. Se ancló en una de las tres escaleras a ninguna parte dispuestas alrededor del tambor: escarpados y estrechos peldaños que se elevaban cinco metros en vertical desde la cubierta al aire vacío.
La siguiente escotilla se abría en el centro exacto de la pared frontal del tambor; tuberías y conductos concluían en el mamparo a los lados. Me agarré a un peldaño oportuno para frenar —mordiéndome la lengua otra vez para no gritar de dolor— y la atravesé flotando.
Un cruce con forma de te. El corredor espinal seguía adelante, mientras que un divertículo se desviaba hacia un cubículo EVA y el compartimento estanco de proa. Mantuve el rumbo y me encontré nuevamente en la cripta, brillante como un espejo y de menos de dos metros de profundidad. Las vainas vacías yacían boquiabiertas a mi izquierda; las selladas se arracimaban a la derecha. Éramos tan irremplazables que habíamos venido acompañados de reemplazos. Seguían durmiendo, ajenos a todo. Había conocido a tres de ellos durante el adiestramiento. Con un poco de suerte ninguno de nosotros volveríamos a vernos las caras hasta dentro de mucho.
A estribor sólo había cuatro vainas, no obstante. Sarasti no tenía sustituto.
Otra escotilla. Más pequeña esta vez. Me apreté para entrar en el puente. La iluminación allí era débil, un silencioso mosaico fluctuante de iconos y alfanuméricos que iteraban sobre oscuras superficies vidriosas. Más que puente era una cabina, y abarrotada como tal. Había emergido entre dos sillones de aceleración, rodeado cada uno de ellos por una herradura de controles y lecturas. Nadie esperaba tener que utilizar jamás este compartimento. La Teseo era perfectamente capaz de pilotarse sola, y si no lo era podíamos dirigirla desde nuestras incrustaciones, y si no podíamos lo más probable era que todos estuviéramos muertos. Empero, frente a esa astronómicamente disparatada posibilidad, aquí era donde uno o dos intrépidos supervivientes podrían conducir la nave de regreso a casa cuando todo lo demás fallara.
Entre los espacios para los pies los ingenieros habían encajonado una última escotilla y un último pasadizo: al punto de observación a proa de la Teseo. Encorvé los hombros (los tendones crujieron y protestaron) y me adentré…
… en la oscuridad. El blindaje abovedado cubría el exterior de la cúpula como un par de párpados apretados. Un icono solitario refulgía suavemente en un panel táctil a mi izquierda; la débil luz extraviada me siguió procedente de la columna vertebral, acariciando el cóncavo recinto con dedos mortecinos. La cúpula se concretó en tenues sombras de azul y gris a medida que se fueron acostumbrando mis ojos. Una corriente de aire rancio agitó las redes que flotaban sujetas al mamparo de atrás, aceite y maquinaria mezcladas en el fondo de mi garganta. Las hebillas chasqueaban ligeramente con la brisa como campanillas baratas.
Estiré un brazo y toqué el cristal: la capa interior de las dos que había, con aire caliente inyectado en la separación para repeler el frío. No por completo, sin embargo. Las yemas de los dedos se me enfriaron al instante.
Ahí fuera estaba el espacio.
Quizá, camino de nuestro destino original, la Teseo había visto algo que le hizo poner pies en polvorosa fuera del sistema solar. Lo más probable era que no hubiese estado huyendo de nada sino corriendo al encuentro de algo, algo que no se había descubierto hasta que morimos y fuimos al cielo. En cuyo caso…
Alargué la mano y accioné el panel táctil. Medio esperaba que no ocurriera nada; las ventanas de la Teseo se podían cerrar con la misma facilidad que sus diarios de comunicación. Pero la cúpula se abrió de inmediato ante mí, primero una rendija y después una media luna que dio paso a un enorme ojo sin párpado cuando el blindaje se retrajo suavemente dentro del casco. Mis dedos se crisparon instintivamente en un puñado de red. El repentino vacío se extendía limpio e implacable en todas direcciones, y no había nada a lo que aferrarse salvo un disco metálico de aproximadamente cuatro metros de diámetro.
Estrellas, por doquier. Tantas estrellas que jamás alcanzaría a entender, aunque me fuera la vida en ello, cómo era posible que el cielo las contuviera todas y al mismo tiempo fuera tan negro. Estrellas, y…
… nada más.
¿Qué esperabas?, me recriminé. ¿Una nave nodriza alienígena flotando a estribor?
Bueno, ¿por qué no? Habíamos salido hasta aquí para algo.
Los otros, al menos. Resultarían cruciales dondequiera que recaláramos. Pero mi situación era un poco distinta, pensé. Mi utilidad se degradaba con la distancia.
Y estábamos a más de medio año luz de casa.