¿Por qué debería nadie esperar clemencia de las alturas si él no es clemente con lo que tiene debajo?
Pierre Troubetzkoy
—La cuestión es —dijo Chelsea— que todo este asunto de la primera persona requiere esfuerzo. Te tiene que importar lo bastante como para intentarlo, ¿sabes? He estado dejándome el culo en esta relación, he estado esforzándome al máximo, pero a ti sencillamente es como si te diera igual…
Creía estar dándome la primicia. Creía que yo no lo había visto venir, porque no había dicho nada. Probablemente lo había visto venir antes que ella. Si no había dicho nada era porque tenía miedo de ofrecerle una abertura.
Sentía ganas de vomitar.
—Tú me importas —le dije.
—Hasta el punto en que te puede importar algo —reconoció—. Pero tú… Quiero decir, a veces está bien, Cygnus, a veces es maravilloso estar a tu lado, pero en cuanto las cosas se ponen un poquito interesantes te das media vuelta y dejas que este… este ordenador de combate dirija tu cuerpo, y yo sencillamente ya no puedo más…
Me quedé mirando la mariposa que tenía en el dorso de la mano. Sus alas se flexionaron y replegaron, lánguidas e iridiscentes. Me pregunté cuántos tatuajes de ésos tendría; había visto cinco en distintas partes del cuerpo, si bien sólo uno cada vez. Pensé en preguntárselo, pero no me pareció el momento adecuado.
—A veces puedes ser tan… tan brutal —estaba diciendo—. Sé que no es tu intención, pero… No sé. A lo mejor soy tu válvula de escape, o algo. A lo mejor tienes que sumergirte tanto en el trabajo que todo lo demás sencillamente… sencillamente se acumula y necesitas utilizar algo a modo de saco de boxeo. A lo mejor por eso dices las cosas que dices.
Ahora esperaba que yo respondiera algo.
—He sido sincero —dije.
—Ya. Patológicamente sincero. ¿Alguna vez has tenido un pensamiento negativo que no hayas expresado en voz alta? —Le temblaba la voz, pero los ojos, para variar, seguían estando secos—. Supongo que es culpa mía tanto como tuya. Quizá más. Me di cuenta de que estabas… desconectado, desde el día que nos conocimos. Supongo que en cierto nivel siempre lo vi venir.
—¿Por qué intentarlo siquiera, entonces? ¿Si sabías que tarde o temprano terminaríamos estrellándonos de esta manera?
—Ay, Cygnus. ¿No eres tú el que dice que todo el mundo termina estrellándose antes o después? ¿No eres tú el que dice que nada dura eternamente?
Mamá y papá duraron. Más que esto, por lo menos.
Fruncí el ceño, asombrado por haber dejado que se formara siquiera esa idea en mi cabeza. Chelse interpretó el silencio como dolido.
—Supongo… Tal vez pensaba que podría ayudar, ¿sabes? Ayudar a arreglar lo que fuera que hace que estés tan… tan enfadado todo el rato.
La mariposa empezaba a desvanecerse. Era la primera vez que la veía hacer eso.
—¿Entiendes lo que te quiero decir? —preguntó.
—Claro. Es mi especialidad.
—Siri, ni siquiera quisiste recibir un ajuste cuando te lo ofrecí. Te asustaba tanto que te manipularan que ni siquiera probaste una cascada básica. Eres el único tipo que he conocido que podría ser real y eternamente irreparable. No lo sé. A lo mejor es incluso motivo para enorgullecerse.
Abrí la boca, y la volví a cerrar.
Me dedicó una sonrisa triste.
—¿Nada, Siri? ¿Nada en absoluto? Hubo un tiempo en que siempre sabías qué decir exactamente. —Volvió la vista al pasado, a una versión anterior de mí—. Ahora me pregunto si alguna vez llegaste a decir algo en serio.
—Eso no es justo.
—No. —Frunció los labios—. No, no lo es. No es eso lo que quiero decir en realidad. Supongo… No es que hagas las cosas sin sentido. Es más bien que no sabes qué sentido tiene hacerlas.
El color había desaparecido de las alas. La mariposa era ahora un cúmulo de delicado polvillo de carbón, casi inerte.
—Lo haré ahora —dije—. Recibiré los ajustes. Si es tan importante para ti. Lo haré.
—Es demasiado tarde, Siri. Estoy agotada.
A lo mejor quería que volviera a llamarla. Todas aquellas palabras terminadas en signos de interrogación, todos aquellos silencios significativos. A lo mejor estaba dándome la oportunidad de defender mi caso, de suplicar otra oportunidad. A lo mejor esperaba un motivo para cambiar de opinión.
Podría haberlo intentado. «Por favor, no lo hagas», podría haber dicho. «Te lo ruego. Nunca quise alejarte de mí por completo, sólo un poco, sólo a una distancia segura. Por favor. En treinta largos años la única vez que no me he sentido completamente inútil fue cuando estábamos juntos.»
Pero al volver a mirar la mariposa se había ido y ella también, llevándose consigo todo su equipaje. Su maleta estaba llena de dudas, y de culpa por haberme dado esperanzas. Se fue creyendo que nuestra incompatibilidad no era culpa de nadie, que lo había intentado todo, incluso que yo lo había intentado todo, bajo el trágico peso de todos mis problemas. Se fue, y puede que ni siquiera me culpara de nada; nunca llegué a saber siquiera quién había tomado la decisión definitiva.
Era bueno en lo que hacía. Era tan condenadamente bueno, que lo hacía incluso sin proponérmelo.
• • • •
—¡Dios santo! ¿Habéis oído eso?
Susan James rebotaba en gravedad media alrededor del tambor como un ñu desbocado. Podía verle el blanco de los ojos a noventa grados de distancia.
—¡Mirad las pantallas! ¡Mirad las pantallas! ¡Las jaulas!
Miré. Uno de los trepadores flotaba; el otro seguía encajonado en su esquina.
James aterrizó a mi lado plantando los dos pies a la vez, tambaleándose casi sin equilibrio.
—¡Sube el sonido!
El siseo del aire acondicionado. El traqueteo de la maquinaria lejana resonando a lo largo de la columna; los habituales gorgoteos intestinales de la Teseo. Nada más.
—Vale, ahora no están haciéndolo. —James activó una pantalla dividida y la proyectó marcha atrás—. Ahí —pronunció, reproduciendo la grabación con el audio al máximo y filtrado.
En la parte derecha de la ventana, el trepador flotante se había movido de forma que la punta de un brazo extendido rozaba la pared adyacente a la otra jaula. En la parte izquierda, el trepador aovillado permanecía inmóvil.
Me pareció oír algo. Sólo un instante: el zumbido fugaz de un insecto, tal vez, si el insecto más cercano no hubiera estado a cinco billones de kilómetros de distancia.
—Repite eso. Más despacio.
Un zumbido, sin duda. Una vibración.
—Más despacio.
Una sucesión rápida de chasquidos, emitidos por la frente de un delfín. Una pedorreta con los labios.
—No, déjame a mí. —James se introdujo en el espacio virtual de Cunningham y movió el nodo guía a la izquierda.
Tic tic… tic… tic tic tic… tic… tic tic tic…
Frenado casi al cero absoluto, se prolongaba durante aproximadamente un minuto. La reproducción en tiempo real duraba más o menos medio segundo.
Cunningham amplió la imagen de la pantalla dividida. El trepador aovillado había permanecido encogido, salvo por el ondular de su cutícula y la oscilación de sus brazos libres. Pero antes yo sólo había visto ocho brazos… y ahora podía distinguir el huesudo espolón de un noveno asomando por detrás de la masa central. Un noveno brazo, enroscado y oculto a la vista, haciendo tic tic tic mientras otra criatura casualmente se apoyaba en el otro lado del tabique…
Ahora, no había nada. La interferencia flotante había regresado a la deriva al centro de su compartimento.
A James le brillaban los ojos.
—Tenemos que comprobar el resto de…
Pero la Teseo había estado atenta, y nos sacaba mucha ventaja. Ya había rastreado los archivos y ofrecido los resultados: tres intercambios similares en el transcurso de dos días, de duración variable entre una décima de segundo y casi dos.
—Se comunican —dijo James.
Cunningham se encogió de hombros, con un cigarro olvidado consumiéndose entre sus dedos.
—Igual que tantas otras cosas. Y a esa velocidad de intercambio no creo que estén resolviendo precisamente problemas de cálculo. Podría obtenerse la misma información del baile de una abeja.
—Eso son chorradas y tú lo sabes, Robert.
—Lo único que sé es que…
—Las abejas no ocultan intencionadamente lo que están diciendo. Las abejas no desarrollan formas de comunicación completamente nuevas configuradas especialmente para despistar a los observadores. Eso denota adaptabilidad, Robert. Denota inteligencia.
—¿Y qué más da, hmm? Olvida por un momento el inconveniente hecho de que estos seres ni siquiera tengan cerebro. La verdad, no creo que lo hayas meditado bien.
—Por supuesto que sí.
—¿Sí? ¿Entonces por qué te alegras tanto? ¿Es que no sabes lo que significa esto?
De repente, un cosquilleo en la nuca. Miré a mi espalda; miré arriba. Jukka Sarasti había aparecido en el centro del tambor, con la mirada encendida, los dientes desnudos, observándonos.
Cunningham siguió la dirección de mi mirada y asintió con la cabeza.
—Seguro que sí lo sabe…
• • • •
No había manera de saber qué habían susurrado a través de aquella pared. Podíamos recuperar el audio sin ningún problema, analizar hasta el último tic y tac que habían cruzado, pero no se puede descifrar un código sin tener alguna idea de cuál es su contenido. Contábamos con pautas de sonido que podrían significar cualquier cosa. Contábamos con unas criaturas cuya gramática y sintaxis —si es que su forma de comunicación contenía siquiera esos atributos— eran desconocidas y tal vez imposibles de conocer. Contábamos con unas criaturas lo bastante inteligentes para hablar, y lo bastante inteligentes como para ocultarlo. Daba igual cuánto quisiéramos aprender, era evidente que no estaban dispuestas a enseñarnos.
No sin… ¿cómo lo había expresado…? «Refuerzo negativo.» Fue Jukka Sarasti el que tomó la decisión. Lo hicimos cumpliendo órdenes suyas, como hacíamos todo lo demás. Pero después de que se trasmitiera la noticia —después de que Sarasti desapareciera en la noche, Bates se retirara al final de la columna y Robert Cunningham regresara a sus estudios al fondo del tambor— fui yo el que se quedó a solas con Susan James. El primero en proponer en voz alta aquella idea vil, testigo oficial para la posteridad. Fui yo el blanco de su mirada, mirada que a continuación me rehuyó, duras y reflectantes sus superficies. Y entonces empezó.
• • • •
Así es como se derriba el muro:
Empieza con dos seres. Pueden ser humanos si quieres, pero no es ningún requisito. Lo único que importa es que sepan comunicarse entre ellos.
Sepáralos. Deja que se vean, deja que hablen. Una ventana entre sus jaulas, quizá. Quizá un sistema de audio. Deja que practiquen el arte de la conversación a su manera.
Hazles daño.
Puede que tardes en averiguar cómo. Algunos temen el fuego, otros los gases o líquidos tóxicos. Algunas criaturas quizá sean invulnerables a los sopletes y las granadas, pero chillan aterrorizadas ante la amenaza del ultrasonido. Tienes que experimentar; y cuando descubras el estímulo adecuado, el equilibrio perfecto entre el dolor y el daño, debes infligirlo sin piedad.
Les dejas una vía de escape, naturalmente. Ése es el quid del ejercicio: proporciónale a un sujeto el medio de poner fin al dolor, y al otro la información necesaria para ponerlo en práctica. A uno podrías mostrarle sólo una forma, y al otro toda una selección. El dolor cesará cuando el ser con el menú elija el objeto que ha visto su pareja. Así comienza el juego. Observa cómo se retuercen tus sujetos. Si… cuando accionen el interruptor de apagado, sabrás por lo menos en parte qué información se han trasmitido; y si grabas todo lo que se hayan dicho, empezarás a hacerte una idea de cómo lo han hecho.
Cuando resuelvan un rompecabezas, proporciónales otro. Mezcla las cosas. Invierte sus papeles. Mira cómo se las apañan para diferenciar entre círculos y cuadrados. Proponles factoriales y fibonnacis. Continúa hasta obtener tu Piedra de Rosetta.
Así es como te comunicas con otro ser inteligente: le haces daño, y sigues haciéndoselo, hasta que logras separar el discurso de los gritos.
Susan James, optimista por naturaleza, suma sacerdotisa de la Iglesia de la Palabra de Curación, era la que estaba más cualificada para diseñar y ejecutar los protocolos. Ahora, a una orden suya, los trepadores se retorcían. Se lanzaban alrededor de sus jaulas en bucles elípticos, buscando desesperadamente algún resquicio libre de estímulos. James había introducido la grabación en ConSenso, aunque no había ningún motivo crucial para la misión por el que la tripulación al completo de la Teseo debiera ser testigo del interrogatorio.
—Que lo apaguen a su lado de la línea —dijo en voz baja—. Si quieren.
Pese a toda su reticencia a aceptar que estos seres eran inteligentes y conscientes, Cunningham había puesto nombres a los prisioneros. «Tira» tendía a flotar con los brazos extendidos; «Afloja» era el ovillo enamorado de su rincón. Susan, que representaba su propio papel en esta perversa inversión de roles, se había limitado a numerarlos: Uno y Dos. No era que las opciones de Cunningham le resultaran cursis hasta decir basta, ni que se opusiera por principio a poner nombre a los esclavos. Sencillamente recurría al truco más viejo del Manual del Torturador, el que te permite volver a casa con tu familia después del trabajo, y jugar con tus hijos, y dormir por las noches: no humanices nunca a tus víctimas.
Tampoco tendría que ser muy difícil frente a unas medusas respiradoras de metano. Supongo que toda ayuda era poca.
La biotelemetría cruzaba el espacio virtual junto a cada uno de los alienígenas, anotaciones luminosas que aparecían y desaparecían de la nada. No tenía ni idea de qué podría constituir unas lecturas normales para estas criaturas, pero no lograba imaginarme que aquellos picos aserrados significaran nada más que malas noticias. Las propias criaturas efervescían sutilmente con delicados mosaicos de azul y gris, pautas fluidas que ondulaban sobre sus cutículas. Quizá se tratara de una reacción refleja a las microondas; que nosotros supiéramos, lo mismo podría ser un baile de apareamiento.
Lo más probable era que estuvieran desgañitándose.
James apagó las microondas. En el compartimento de la izquierda perdió intensidad un recuadro gris; a la derecha, un icono idéntico alojado entre otros no había llegado a encenderse.
El pigmento fluyó más deprisa después del asalto; los brazos se ralentizaron pero sin detenerse. Serpenteaban de un lado para otro como esqueléticas anguilas.
—Exposición básica. Cinco segundos, doscientos cincuenta vatios. —Habló para el registro. Otra afectación; la Teseo tomaba nota de cada aliento a bordo, cada flujo de corriente hasta cinco decimales.
—Repetición.
El icono se iluminó. Más teselas estroboscópicas sobre piel alienígena. Pero esta vez, ninguna de las criaturas se movió de su sitio. Sus brazos continuaban oscilando ligeramente, una trémula variación acelerada de la ondulación que realizaban cuando descansaban. La telemetría, sin embargo, era más intensa que nunca.
Qué pronto han aprendido lo que es la impotencia, reflexioné.
Miré a Susan de reojo.
—¿Vas a hacer todo esto tú sola?
Sus ojos se veían brillantes y húmedos cuando cortó la corriente. El icono de Afloja se atenuó. El de Tira permanecía latente.
Carraspeé.
—Quiero decir…
—¿Quién va a hacerlo si no, Siri? ¿Jukka? ¿Tú?
—El resto de la Banda. Sascha podría…
—¿Sascha? —Me miró fijamente—. Siri, las creé yo. ¿Piensas que lo hice para poder esconderme detrás de ellas cuando… para poder obligarles a hacer cosas así? —Sacudió la cabeza—. No quiero sacarlas. No para esto. No se lo desearía ni a mi peor enemigo.
Me dio la espalda. Había medicamentos que podría haber tomado, neuroinhibidores para eliminar la culpa, cortocircuitarla a nivel molecular. Sarasti se lo había ofrecido como quien tienta a un mesías solitario en el desierto. James se había negado, y no quería explicar por qué.
—Repetición —dijo.
La corriente se encendió, se apagó.
—Repetición —dijo de nuevo.
Ni un espasmo.
Apunté con un dedo.
—Ya lo veo —dijo.
Afloja había apretado la punta de un brazo contra el panel táctil. Allí, el icono refulgía como la llama de una vela.
• • • •
Seis minutos y medio más tarde se habían graduado de cuadrados amarillos a poliedros tetradimensionales espaciados en el tiempo. Tardaron lo mismo en aprender a distinguir entre dos sólidos fluctuantes de veintiséis facetas —con sólo una faceta distinta por aparición— que a diferenciar un cuadrado amarillo de un triángulo rojo. En todo momento se sucedían sobre sus superficies pautas intrincadas, mosaicos dinámicos compuestos de cabezas de alfiler que parpadeaban casi demasiado rápido para la vista.
—Joder —susurró James.
—Podría tratarse de habilidades escindidas. —Cunningham se había reunido con nosotros en ConSenso, aunque su cuerpo seguía estando al otro lado de BioMed.
—Habilidades escindidas —repitió con voz monótona James.
—Savantismo. La excelencia en la ejecución de un tipo de cálculo no tiene por qué implicar una inteligencia elevada.
—Sé lo que son las habilidades escindidas, Robert. Sencillamente, creo que te equivocas.
—Demuéstralo.
De modo que James abandonó la geometría y les explicó a los trepadores que uno más uno equivalía a dos. Evidentemente eso ya lo sabían: diez minutos más tarde estaban prediciendo números primos de diez dígitos a petición.
Les mostró una secuencia de formas bidimensionales; seleccionaron la siguiente de la serie entre un menú de alternativas sutilmente distintas. Les negó la múltiple elección, les enseñó el comienzo de una secuencia completamente diferente y cómo acceder a la interfaz táctil con las puntas de los brazos. Completaron esa serie dibujando y compusieron una cadena de descendientes lógicos que culminaba con una figura que conducía inexorablemente de nuevo al punto de partida.
—No son drones —anunció James con voz estrangulada.
—Es lógica pura —dijo Cunningham—. Millones de programas informáticos lo hacen sin despeinarse.
—Son inteligentes, Robert. Son más listos que nosotros. Más que Jukka, tal vez. Y estamos… ¿Por qué te cuesta tanto admitirlo?
Podía verlo escrito por todo su ser: Isaac lo hubiera admitido.
—Porque carecen de los circuitos necesarios —insistió Cunningham—. ¿Cómo podrían…?
—¡No sé cómo! —exclamó James—. ¡Ése es tu trabajo! Lo único que sé es que estoy torturando a unos seres que nos dan mil vueltas…
—Por lo menos no será por mucho más tiempo. En cuanto descifres su idioma…
James meneó la cabeza.
—Robert, no tengo ninguna pista sobre su idioma. Llevamos intentándolo… ¿horas, no es así? La Banda al completo está aquí, bases de datos lingüísticas de cuatro mil años de espesor, el último grito en algoritmos lingüísticos. Y sabemos exactamente lo que están diciendo, estamos vigilando todas y cada una de las formas posibles en que podrían estar diciéndolo. Hasta el último angstrom.
—Precisamente. Por eso…
—No tengo nada. Sé que se comunican mediante mosaicos de pigmentación. Podría tener algo que ver incluso la manera en que mueven esas cerdas. Pero no consigo descubrir la pauta, ni siquiera entiendo cómo echan cuentas, por no hablar de decirles que… lo siento…
Nadie dijo nada por un momento. Bates nos observaba desde la cocina en lo que para nosotros era el techo, pero no hizo el menor ademán de sumarse a la discusión. En ConSenso, los trepadores indultados flotaban en sus jaulas como mártires con exceso de brazos.
—En fin —dijo Cunningham, al cabo—, ya que éste parece ser el día de las malas noticias, contribuiré con la mía. Se están muriendo.
James apoyó la cara en una mano.
—No es por culpa de tu interrogatorio, por si sirve de algo —continuó el biólogo—. Hasta donde he podido determinar, algunas de sus funciones metabólicas sencillamente les faltan.
—Evidentemente es sólo que todavía no las has encontrado. —Ésa era Bates, hablando desde la otra punta del tambor.
—No —respondió Cunningham, despacio y marcando las palabras—, evidentemente es que esas partes no están disponibles para el organismo.
Porque están deteriorándose más o menos igual que cabría esperar de cualquiera de nosotros si… si todas las puntas mitóticas de nuestras células sencillamente desaparecieran del citoplasma, por ejemplo. Que yo sepa empezaron a descomponerse en cuanto los sacamos de Rorschach.
Susan levantó la cabeza.
—¿Nos estás diciendo que se dejaron atrás una parte de su bioquímica?
—¿Algún nutriente esencial? —sugirió Bates—. No están comiendo…
—Sí para la lingüista. No para la mayor. —Cunningham se quedó callado; miré de soslayo al otro lado del tambor, donde estaba dándole una calada a su cigarro—. Creo que gran parte de los procesos celulares de estos seres se resuelven de forma externa. Creo que el motivo de que no pueda encontrar ningún gen con mis biopsias es porque no tienen ninguno.
—¿Entonces qué tienen? —preguntó Bates.
—Morfógenos de Turing.
Expresiones impávidas, consultas a los subtítulos. Cunningham nos lo explicó de todos modos:
—Hay mucha biología que no utiliza genes. Los girasoles miran adonde miran debido a un estrés de torsión puramente físico. Hay secuencias de Fibonacci y proporciones áureas por toda la naturaleza, sin ningún gen que las codifique; se trata de meras interacciones mecánicas. Un embrión en fase de desarrollo, por ejemplo; los genes dicen «empieza a crecer» o «deja de crecer», pero el número de dígitos y vértebras deriva de la mecánica del choque de unas células con otras. ¿Esas puntas mitóticas que mencioné antes? Absolutamente esenciales para la replicación en cualquier célula eucariótica, y se desarrollan como cristales sin la menor intervención genética. Os sorprendería saber cuántas cosas de la vida funcionan así.
—Pero los genes siguen siendo necesarios —protestó Bates, dando un rodeo para reunirse con nosotros.
—Los genes solamente sientan las bases para posibilitar el proceso. La estructura que prolifera después no necesita instrucciones específicas. Es un caso clásico de complejidad emergente. Hace un siglo que se conoce. —Otra chupada al pitillo—. O más. Darwin citó las colmenas allá por el siglo XIX.
—Colmenas —repitió Bates.
—Tubos perfectamente hexagonales en forma compacta. Las abejas están programadas para construirlas, ¿pero cómo conoce un insecto la geometría necesaria para dibujar un hexágono exacto? No la conoce. Está diseñada para masticar cera y escupirla mientras gira sobre su eje, y eso genera un círculo. Si se coloca a un puñado de abejas en la misma superficie, masticando hombro con hombro, y los círculos lindantes unos con otros… se deformarán mutuamente en hexágonos, estructura que casualmente es la idónea para sostener formas compactas.
—Pero las abejas están programadas —saltó Bates—. Genéticamente.
—No lo has entendido. Los trepadores son la colmena.
—Rorschach es las abejas —murmuró James.
Cunningham asintió con la cabeza.
—Rorschach es las abejas. Y no creo que sus campos magnéticos sean ningún mecanismo contra invasiones. Creo que forman parte de su sistema de soporte vital. Creo que median y regulan una buena porción del metabolismo de los trepadores. Lo que tenemos en la bodega es un par de criaturas sacadas de su elemento y aguantando la respiración. Cosa que no podrán hacer eternamente.
—¿Cuánto tiempo? —preguntó James.
—¿Cómo quieres que lo sepa? Si estoy en lo cierto, ni siquiera tenemos que vérnoslas con organismos completos.
—Conjetura —dijo Bates.
Cunningham se encogió de hombros.
—Unos pocos días. A lo mejor.