Los soldados miran al enemigo a los ojos.
Los soldados saben lo que se juegan.
Los soldados saben cuál es el precio a pagar por una mala estrategia.
¿Qué saben los generales?
Sólo saben de transparencias y croquis tácticos.
La cadena de mando entera está del revés.
Kenneth Lubin, Zero Sum
Las cosas empezaron a torcerse con nuestra invasión. El plan requería que se desatara un caos controlado por toda la nueva cabeza de playa, sutilmente diseñada para capturar a algunos «glóbulos blancos con waldos» mientras pretendían reparar el daño. Nuestro trabajo consistía en tender la trampa y replegarnos, confiando en Sarasti cuando nos aseguraba que no deberíamos esperar mucho tiempo.
No tuvimos que esperar nada. Algo empezó a agitarse en el polvo arremolinado en cuanto entramos, un movimiento serpentino al fondo del túnel que inmediatamente puso la reputada «iniciativa de campo» de Bates en pie de guerra. Sus soldados se adelantaron y encontraron un trepador convulsionándose en sus puntos de mira, adherido a la pared del pasadizo. Debía de haberlo conmocionado la onda expansiva de nuestra irrupción, el típico caso de momento y lugar equivocados. Bates tardó una fracción de segundo en evaluar la oportunidad y el plan se hizo plasma.
Uno de los robots disparó un dardo biópsico contra el trepador antes de que yo tuviese tiempo siquiera de parpadear. Habríamos metido el animal entero en una bolsa allí mismo si la magnetosfera de Rorschach no hubiera elegido ese momento para tirarnos arena a la cara. Así las cosas, para cuando nuestros soldados volvieron a ponerse en acción, tambaleantes, su objetivo ya se perdía de vista tras un recodo. Bates estaba amarrada a sus tropas; la arrastraron túnel abajo («¡Móntala!», le gritó a Sascha por encima del hombro) en cuanto las dejó sueltas.
Yo estaba amarrado a Bates. Casi no me había dado tiempo ni a cruzar una mirada con los ojos como platos con Sascha antes de verme arrastrado a mi vez. De repente volvía a estar dentro; el dardo biópsico saturado rebotó contra mi visor y pasó de largo como una centella, adherido aún a unos pocos metros de monofilamento descartado. Con suerte Sascha lo recogería mientras Bates y yo estábamos de safari; por lo menos así la misión no sería un completo fracaso si no regresábamos.
Los soldados nos arrastraban como cebos clavados en sus anzuelos. Bates volaba como un delfín enfrente de mí, manteniéndose sin esfuerzo en el centro de la tracción con la ayuda ocasional de sus propulsores. Yo rebotaba contra las paredes justo detrás, intentando estabilizarme, intentando aparentar que yo también mantenía el control. Era una pretensión importante. La gracia de hacer de cebo consiste en conseguir pasar por el original. Incluso me habían dado mi propia pistola; pura precaución, naturalmente, más para mi comodidad que para mi protección. Se ceñía a mi antebrazo y disparaba proyectiles de plástico inmunes a los campos de inducción.
Bates y yo solos, ahora. Una soldado pacifista y las probabilidades de una moneda lanzada al aire.
La piel de gallina me hacía cosquillas, como siempre. Los fantasmas de costumbre gateaban y se arrastraban por mi mente. Esta vez, sin embargo, el temor parecía atenuado. Distante. Quizá fuera simplemente cuestión de tiempo, quizá estuviéramos cruzando tan deprisa el paisaje magnético que ningún fantasma tenía ocasión de arraigar. O quizá fuera algo completamente distinto. Quizá no me asustaran tanto los fantasmas porque esta vez perseguíamos monstruos.
El trepador parecía haberse sacudido de encima cualquier posible telaraña tejida por nuestra entrada; ahora corría por las paredes a toda velocidad, con los brazos disparándose hacia delante como una sucesión de serpientes furiosas, impulsando el cuerpo tan deprisa que los drones apenas lograban no perderlo de vista, una silueta oscilante en la niebla. De pronto saltó a un lado, planeando a lo ancho del pasadizo para meterse por una pequeña bifurcación. Los soldados viraron en pos de él, chocando con las paredes, tambaleándose…
… deteniéndose…
… y de repente Bates estaba frenando en seco, pasando de largo junto a mí mientras yo hacía aspavientos con mi pistola. Un instante después había dejado atrás a los drones; mi correa se tensó y volé de espaldas, hasta detenerme por fin, flotando. Durante un par de segundos estuve en el frente. Durante un par de segundos yo fui el frente, Siri Keeton, apuntanotas, topo, profesional de la falta de comprensión. Me quedé sencillamente flotando allí, con el aliento rugiendo en mi casco, mientras unos pocos metros más adelante las paredes…
… se retorcían…
Peristalsis, pensé en un primer momento. Pero este movimiento no se parecía en nada a las lánguidas ondulaciones que solían recorrer los pasadizos de la Rorschach. Así que alucinación, pensé… y entonces aquellos muros contorsionados proyectaron un millar de lenguas calcáreas como látigos que atraparon a nuestro objetivo desde todas direcciones y lo descuartizaron…
Algo me agarró y me dio la vuelta. De pronto estaba inmovilizado contra el pecho de uno de los soldados, cuyas armas traseras disparaban mientras nos retirábamos túnel arriba a toda velocidad. Bates estaba en brazos del otro. El torbellino de movimiento disminuía a nuestras espaldas, pero la imagen permanecía grabada en mi retina, alucinatoria y brutal en su nitidez:
Trepadores, por doquier. Una infestación ebullescente que reptaba por las paredes, intentando alcanzar al intruso, saltando al centro del pasadizo para presionar su contraataque.
No contra nosotros. Habían agredido a uno de los suyos. Había visto tres de sus brazos arrancados de cuajo antes de que desapareciera bajo un alud convulso en el centro del túnel.
Huimos. Me giré hacia Bates.
—¿Has visto eso? —pero me mordí la lengua. La concentración letal reflejada en su cara resultaba inconfundible incluso a través de dos visores y tres metros de metano. Según el HUD había lobotomizado a los dos soldados, anulado por completo todos sus prodigiosos circuitos autónomos de toma de decisiones. Conducía a ambas máquinas personalmente, como si fueran marionetas.
Aparecieron granulosos ecos turbulentos en la pantalla del sónar trasero. Los trepadores habían terminado con su sacrificio. Ahora venían a por nosotros. Mi dron trastabilló y derrapó contra la pared del pasadizo. Dardos aserrados de decoración alienígena trazaron surcos paralelos en mi visor, magullaron porciones de muslo a través de la tela blindada de mi traje. Apreté los dientes para no gritar. Grité de todos modos. Una ridícula alarma integrada trinó indignada un instante antes de que una decena de huevos podridos estallaran dentro de mi casco. Tosí. El hedor hizo que me escocieran y lloraran los ojos; a duras penas conseguí ver los sieverts en el HUD, encendiéndose directamente en rojo.
Bates siguió tirando de nosotros sin decir palabra.
Mi visor se selló lo suficiente para silenciar la alarma. El aire empezó a despejarse. Los trepadores habían ganado terreno; para cuando pude ver con claridad de nuevo estaban a escasos metros a nuestras espaldas. Al frente apareció Sascha al doblar un recodo; Sascha, que no tenía apoyo, cuyos otros núcleos habían sido desactivados a petición de Sarasti. Susan había protestado al principio…
«Si existe alguna oportunidad de comunicación…»
«No la habrá», había respondido él.
… así que allí estaba Sascha, que era más resistente a la influencia de Rorschach según algún criterio que yo no entendía, hecha una pelota en posición fetal con los guantes pegados al casco, y yo sólo podía rezarle a alguna deidad polvorienta para que hubiera montado la trampa antes de sucumbir a aquel lugar. Los trepadores ya estaban allí; Bates gritó:
—¡Sascha! ¡Joder, quítate de en medio!
Y frenó de golpe, demasiado pronto, con la horda reptante acariciándonos los talones como una ola, y Bates volvió a gritar:
—¡Sascha! —Y por fin Sascha se movió, se impulsó de un salto, rebotó en la pared más próxima y se refugió en el mismo boquete por el que habíamos entrado. Bates tiró de una palanca mental y nuestros porteadores giraron, cagaron chispas y balas, y salieron disparados detrás de ella.
Sascha había montado la trampa al filo de la brecha. Bates la accionó de pasada con un manotazo enguantado. Supuestamente los sensores de movimiento se encargarían del resto… pero el enemigo estaba muy cerca, y no había espacio para maniobrar.
Se disparó justo cuando yo estaba llegando al vestíbulo. El cañón disparó su red a mi espalda en un fenomenal cono explosivo, capturó algo, regresó túnel arriba y golpeó a mi soldado por detrás. El retroceso nos lanzó contra el techo del vestíbulo con tanta fuerza que pensé que se iba a desgarrar la tela. Aguantó, y nos arrojó contra los culebreantes seres enredados en nuestro seno.
Columnas que serpenteaban por doquier. Brazos articulados que restallaban como látigos huesudos. Uno de ellos se me enroscó en la pierna y apretó como una pitón hecha de ladrillos. Las manos de Bates danzaron frenéticamente ante mí y aquel brazo se desintegró en segmentos desmembrados que rebotaron contra las paredes de nuestro confinamiento.
Todo aquello estaba mal. Se suponía que debían estar en la red, se suponía que debían estar contenidos…
—¡Sascha! ¡Despega! —ladró Bates. Otro brazo se separó de su cuerpo y fue a estrellarse contra la pared, enroscándose y desenroscándose.
El agujero se había llenado de espuma en aerosol en cuanto tiramos de la red. Un trepador se retorcía medio incrustado en aquella matriz, capturado una fracción de segundo demasiado tarde; su masa central sobresalía como un gigantesco tumor redondo infestado de monstruosos gusanos.
—¡Sascha!
Artillería. El suelo del vestíbulo se constriñó veloz como un cepo y todo chocó contra él, drones, personas, trepadores enteros y en pedazos. No podía respirar. Cada pedazo de carne pesaba cien kilos. Algo nos barrió a un lado, una mano gigante aplastando a un insecto. Una corrección de la trayectoria, tal vez. Tal vez una colisión.
Pero diez segundos más tarde volvíamos a ser ingrávidos, y nada nos había desgarrado.
Flotábamos como ácaros en una pelota de ping-pong, rodeados por un caos de maquinaria y miembros convulsos. Había poco de lo que podría parecer sangre. La que había flotaba en limpias esférulas temblorosas. La red del cañón flotaba como un asteroide encogido en nuestro seno. Las cosas del interior habían cerrado los brazos a su alrededor, alrededor unas de otras, aovillándose en una pelota trémula y apática. La metonia comprimida siseaba a su alrededor, manteniéndolas frescas para el largo viaje a casa.
—Hostia puta —dijo Sascha sin aliento, observándolas—. La sanguijuela lo tenía todo planeado.
No tenía planeado nada. No había previsto una horda de alienígenas multiarticulados que descuartizaran a uno de los suyos delante de mis narices. Eso no lo había visto venir.
O por lo menos, se le había olvidado mencionarlo.
Ya empezaba a sentirme mareado. Bates estaba juntando las muñecas con cuidado. Por un momento pude distinguir apenas un tirante trozo oscuro de alambre, fino como el humo, entre ellas. Hacía bien en ser precavida; ese chisme podía cortar las extremidades humanas tan fácilmente como las alienígenas. Uno de los soldados se atusaba las fauces junto a ella, limpiándose restos de carne de las mandíbulas.
El alambre se perdió de vista. Vista que a su vez también estaba perdiendo ahora a mi vez. El interior de aquel gran globo de plomo se oscurecía a mi alrededor. Estábamos en vuelo inercial, puramente balísticos. Debíamos confiar en que la Estila estirara el brazo y nos interceptara cuando estuviéramos a una distancia discreta de la escena del crimen. Debíamos confiar en Sarasti.
Lo que estaba volviéndose más difícil por momentos. Aunque hasta ahora había tenido razón. Casi siempre.
«¿Cómo lo sabes?», le había preguntado Bates cuando nos expuso el plan. Sarasti no había respondido. Lo más probable era que no pudiese, no a nosotros, no más de lo que un básico podría haberle explicado la teoría de membranas a los habitantes de Planilandia. Pero la pregunta de Bates en realidad no tenía nada que ver con la táctica, no del todo. Quizá lo que quería escuchar fuera una razón, algo que justificara esta invasión de suelo extranjero en curso, la captura y matanza de sus nativos.
A cierto nivel ya conocía la respuesta, naturalmente. Como todos. No podíamos permitirnos el lujo de limitarnos a reaccionar. Los riesgos eran demasiado grandes; teníamos que prevenir. Sarasti, cuya sapiencia escapaba a nuestra comprensión, se daba cuenta de esto perfectamente. Amanda Bates sabía en su fuero interno que tenía razón… pero tal vez el instinto le dictaba lo contrario. Tal vez, pensé mientras se me nublaba la vista, lo que estaba pidiéndole a Sarasti era que la convenciera.
Pero eso no era todo.
• • • •
Imaginaos que sois Amanda Bates.
El control que ejercéis sobre vuestros soldados bastaría para provocarles sueños húmedos y pesadillas por igual a los generales de antaño. Podéis pinchar instantáneamente el sistema sensor cualquiera que esté a vuestras órdenes, experimentar el campo de batalla desde infinidad de perspectivas en primera persona. Hasta el último de vuestros soldados os es leal hasta la muerte, no hace preguntas, acata todas las órdenes con un entusiasmo y una dedicación a los que la simple carne ni siquiera podría aspirar jamás. No es sólo que respetéis la cadena de mando: es que la sois.
Os asusta un poco vuestro poder. Os asustan un poco las cosas que ya habéis hecho con él.
Obedecer órdenes os resulta tan natural como impartirlas. Vale, en ocasiones habéis cuestionado la política, o buscado una amplitud de miras que podría ser estrictamente necesaria para realizar la tarea que teníais entre manos en ese momento. Vuestra iniciativa de mando es legendaria. Pero jamás habéis desobedecido una orden directa. Cuando se os pide vuestra opinión, la dais sin rodeos ni paños calientes… hasta que se toma una decisión y se entregan las órdenes. Entonces hacéis vuestro trabajo sin rechistar. Aun cuando surgen preguntas, no os molestáis en perder el tiempo expresándolas en voz alta a menos que esperéis una respuesta aprovechable.
¿Por qué exigirle, entonces, detalles analíticos a un vampiro?
Por la información no será. Lo mismo se le podría pedir a un vidente que le explicara qué son los colores a un ciego de nacimiento. Por aclarar las cosas, tampoco; la intención de Sarasti no daba lugar a ambigüedades. Ni siquiera para el pobre bobo de Siri Keeton, quien quizá no hubiera comprendido del todo un par de detalles, pero era demasiado tímido para levantar la mano.
No, sólo hay un motivo por el que podríais exigir esa clase de detalles: por desafío. Por rebelarse, siquiera en el infinitesimal grado que está permitida la rebelión una vez emitidas las órdenes.
Discutisteis y abogasteis con todo el empeño posible, cuando Sarasti solicitó opiniones. Pero ignoró las vuestras, renunció a cualquier posible intento de comunicación y se lanzó a una invasión preventiva de territorio extranjero. Sabía que la Rorschach podía contener seres vivos y aun así la agredió sin preocuparse por su bienestar. Podría haber matado a inocentes indefensos. Podría haber despertado a un gigante furioso. No lo sabéis.
Lo único que sabéis es que le habéis ayudado a hacerlo.
No es la primera vez que veis este tipo de arrogancia, entre los de vuestra especie. Esperabais que unas criaturas más inteligentes fueran también más sabias. Ya es malo semejante estupidez engreída infligida sobre seres indefensos, pero hacerlo cuando las apuestas están tan altas desafía a la razón. Matar a inocentes es el menor de los riesgos que corréis; estáis jugando con el destino de mundos enteros, provocando conflictos con una tecnología interestelar cuyo único delito fue sacaros una foto sin vuestro permiso.
Vuestro desacuerdo no ha cambiado nada. De modo que lo contenéis; lo único que se os escapa de vez en cuando es alguna pregunta sin sentido ni esperanzas de ser respondida, tan profundamente enterrada su insubordinación inherente que ni siquiera vosotros la veis. Si la vierais, mantendríais la boca cerrada… porque lo que menos queréis es recordarle a Sarasti que creéis que se equivoca. No queréis que reflexione al respecto. No queréis que piense que tramáis algo.
Porque lo tramáis. Aunque ni siquiera estéis listos para reconocerlo ante vosotros mismos.
Amanda Bates está empezando a considerar un cambio de mando.
La laceración de mi traje había provocado un verdadero estropicio en mis engranajes. La Teseo tardó tres días completos en devolverme a la vida. Pero la muerte no era excusa para perder comba; resucité con la cabeza llena de actualizaciones amontonadas en mis incrustaciones.
Las ojeé mientras bajaba al tambor. La Banda de los Cuatro estaba sentada en la cocina debajo de mí, con la mirada fija en las porciones de grumo nutricionalmente equilibrado que tenía en su bandeja, intactas. Cunningham, encaramado a su dominio heredado, gruñó al verme aparecer y volvió a concentrarse en el trabajo, tamborileando compulsivamente en la mesa con los dedos de una mano.
La órbita de la Teseo se había ampliado en mi ausencia, al igual que se habían corregido la mayoría de sus excentricidades. Nuestro objetivo resultaba visible a una distancia más o menos constante de tres mil kilómetros. Nuestro periodo orbital se retrasaba una hora con respecto al de la Rorschach —los alienígenas avanzaban implacablemente ante nosotros a lo largo de su trayectoria inferior—, pero un acelerón complementario cada par de semanas bastaría para no perderla de vista. Ahora teníamos especímenes, seres a examinar en las condiciones que nosotros decidiéramos; no tenía sentido arriesgarse a volver a acortar distancias hasta que hubiéramos exprimido hasta la última gota de información a nuestra disposición.
Cunningham había expandido su espacio de laboratorio durante mi convalecencia en el sepulcro. Había construido jaulas de contención, una para cada trepador, módulos divididos por un tabique común e instalados en un habitáculo completamente nuevo. El cadáver abatido con microondas estaba arrinconado como el juguete olvidado de un cumpleaños anterior, aunque según los diarios de acceso Cunningham todavía iba a visitarlo de vez en cuando.
Aunque no visitaba ninguna parte de la nueva ala en persona, naturalmente. No podía, no sin calzarse el traje y cruzar la bodega. El compartimento entero se había desensamblado de su sujeción espinal y empujado a un punto de anclaje a medio camino entre la columna y el caparazón: órdenes de Sarasti, dadas para «minimizar el peligro de contaminación». A Cunningham no le suponía ningún problema. Se daba por más que satisfecho con dejar su cuerpo en pseudogravedad, de todos modos, mientras su consciencia alternaba entre los waldos, sensores y cachivaches que rodeaban a sus nuevas mascotas.
La Teseo me vio llegar y sacó una ampolla de electrolitos azucarados del expendedor de la cocina. La Banda no levantó la cabeza a mi paso. Un dedo índice daba golpecitos distraídos en su sien, sus labios se fruncían y temblaban de esa forma tan característica que quería decir: «diálogo interior en curso». Nunca era capaz de adivinar quién mandaba cuando se ponían así.
Chupé la ampolla y me asomé a las jaulas. Dos cubos bañados de suave luz roja: en el centro de uno de ellos flotaba un trepador que agitaba los brazos segmentados como algas mecidas por la corriente. El ocupante de la otra jaula estaba encajonado contra una esquina, con cuatro brazos extendidos por las paredes convergentes y otros cuatro haciendo aspavientos en el aire. Los cuerpos de los que sobresalían aquellos brazos eran esferoides, no discos aplastados como el de nuestra primera muestra. Éstos sólo estaban ligeramente comprimidos, y sus brazos no surgían de una sola franja ecuatorial sino que se repartían por toda la superficie.
Extendido por completo, el trepador flotante medía más de dos metros de diámetro. El otro parecía ser aproximadamente del mismo tamaño. Ninguno de las dos se movía, a excepción hecha de aquellos brazos a la deriva. Mosaicos azul marino, casi negros en onda larga, oscilaban sobre sus superficies como los dibujos que hace el viento en la hierba. Gráficos superpuestos mostraban índices de metano e hidrógeno dentro de los límites normales detectados en la Rorschach. Temperatura y luminosidad, lo mismo. El icono asignado al electromagnetismo ambiental permanecía apagado.
Me zambullí en los archivos y observé la llegada de los alienígenas hacía dos días; ambos entraron rodando sin miramientos en su jaula y se apelotonaron, abrazándose a sí mismos mientras rebotaban delicadamente alrededor de sus confinamientos. Posición fetal, pensé… pero después de unos instantes los brazos se desenroscaron, como flores calcáreas que se abrieran.
—Robert dice que Rorschach los cultiva —habló Susan James a mi espalda.
Me giré. Definitivamente era James la que estaba allí, pero… apagada, de alguna manera. Su comida permanecía intacta. Tenía las superficies atenuadas.
A excepción de los ojos. Éstos se veían profundos, y un poco vacíos.
—¿Los cultiva? —repetí.
—Apilados. Cada uno de ellos tiene dos ombligos. —Consiguió esbozar una débil sonrisa, se tocó la barriga con una mano y la espalda a la altura de los riñones con la otra—. Uno delante y otro detrás. Opina que crecen en una especie de columna, amontonados. Cuando el que está arriba alcanza cierto grado de desarrollo, se separa del montón y se convierte en autónomo.
Los trepadores archivados estaban explorando su nuevo entorno ahora, trepando tímidamente por las paredes, desenroscando los brazos contra las esquinas donde se unían los paneles. Aquellos hinchados cuerpos centrales volvieron a llamarme la atención.
—Entonces el primero, aplastado…
—Joven —convino—. Recién salido de la pila. Éstos son más viejos. Se… se inflan al madurar. Según Robert —añadió después de un momento.
Sorbí los posos de mi ampolla.
—La nave cultiva a su propia tripulación.
—Si eso es una nave. —James se encogió de hombros—. Y si esto es una tripulación.
Los vi moverse. No tenían mucho que explorar; las paredes estaban casi desnudas, libres de todo salvo unas pocas cabezas sensoras y espitas de gas. Las jaulas poseían sus propios tentáculos y manipuladores para cubrir necesidades investigadoras más invasivas, pero se habían enfundado prudentemente durante la introducción. Aun así, las criaturas cubrían el territorio en incrementos calculados, yendo de un lado para otro por invisibles caminos paralelos. Casi como si estuvieran dibujando transversales.
James también se había percatado.
—Parece tremendamente sistemático, ¿verdad?
—¿Qué dice Robert al respecto?
—Dice que el comportamiento de las abejas y las avispas es igual de complejo, sin dejar de tratarse de rutinas preprogramadas. Sin inteligencia.
—Pero aun así las abejas se comunican, ¿no? Hacen esa danza, para indicarle a la colmena dónde están las flores.
Se encogió de hombros, dándome la razón.
—De modo que aún se podría hablar con estas cosas.
—A lo mejor. Cualquiera pensaría lo mismo. —Se masajeó la frente con el pulgar y el índice—. Pero no hemos llegado a ninguna parte. Les reprodujimos algunas de sus secuencias de pigmentación, con variaciones. No parece que emitan sonidos. Robert sintetizó un puñado de ruidos que podrían exprimirse de sus cloacas si quisieran, pero tampoco con eso llegamos muy lejos. Pedos armónicos y poco más, la verdad.
—Así que nos atenemos al modelo «glóbulos blancos con waldos».
—Más o menos. Pero, ¿sabes qué?, no han entrado en ningún bucle. Los animales preprogramados se repiten. Incluso los inteligentes deambulan de un lado para otro, o se mastican el pelo. Conductas estereotipadas. Pero estos dos le pegaron un buen repaso a las cosas una sola vez y luego sencillamente se… desactivaron.
Seguían manos a la obra en ConSenso, reptando por una pared, después otra, después otra, un lento recorrido en espiral que no dejaría ningún centímetro cuadrado sin cubrir.
—¿Han hecho algo desde entonces? —pregunté.
Se encogió de hombros.
—Nada espectacular. Se retuercen si les pinchas. Agitan los brazos de acá para allá… eso lo hacen casi constantemente, pero sus gestos no contienen ninguna información aparente. No se han vuelto invisibles ni nada. Transparentamos la pared intermedia un momento para que se vieran, incluso abrimos canales de audio y ventilación… Robert pensaba que podría darse algún tipo de comunicación por feromonas… pero nada. Ni siquiera reaccionaron a la presencia de su congénere.
—¿Habéis intentado, no sé, motivarlos?
—¿Con qué, Siri? Ni siquiera parece que les importe su propia compañía. No podemos sobornarles con comida si no sabemos de qué se alimentan, lo que sigue siendo una incógnita. En cualquier caso, Robert dice que no corren peligro inminente de morir de inanición. A lo mejor cuando les entre el hambre se vuelven más cooperativos.
Apagué las imágenes de archivo y regresé al tiempo real.
—A lo mejor comen… no sé, radiación. O energía magnética. La jaula puede generar campos magnéticos, ¿verdad?
—Lo intentamos. —Cogió aliento y enderezó los hombros—. Pero supongo que estas cosas llevan su tiempo. Sólo ha tenido un par de días, y yo no salí de la cripta hasta ayer. Seguiremos probando.
—¿Qué hay del refuerzo negativo? —pregunté.
Parpadeó.
—¿Te refieres a hacerles daño?
—Nada necesariamente extremo. Y además, si no son inteligentes…
De golpe y porrazo, Susan desapareció.
—Caray, Keeton, pero si acabas de sugerir algo. ¿Has renunciado ya a toda esa milonga de «no interferir»?
—Hola, Sascha. No, por supuesto que no. Tan sólo… elaboro una lista de lo que se ha intentado.
—Bien. —Había retintín en su voz—. No me gustaría pensar que te estás descuidando. Ahora nos vamos a echar un rato, así que puedes aprovechar y charlar un poco con Cunningham. Sí, ve a hacerlo.
»Y no dejes de contarle tu teoría sobre alienígenas devoradores de radiación. Seguro que le viene bien echarse unas risas.
• • • •
Estaba de pie en su puesto en BioMed, aunque su silla vacía se encontraba a un metro escaso de distancia. El sempiterno cigarro colgaba entre los dedos de una mano, consumido y apagado. Su otra mano jugaba sola, toqueteándose el pulgar en sucesión, del meñique al índice, del índice al meñique. Las ventanas rebosaban de información ante él; no estaba mirando.
Me acerqué por la espalda. Contemplé sus superficies en movimiento. Oí las suaves sílabas que escapaban de su garganta:
—Yit-barah v’yish-tabah v’yit-pa-ar v’yit-romam…
No era su letanía de costumbre. Ni siquiera su idioma de costumbre; hebreo, me informó ConSenso.
Sonaba casi como una plegaria…
Debió de oírme. Su topología se alisó y endureció, volviéndose casi imposible de descifrar. Últimamente me resultaba cada vez más difícil obtener una imagen clara de nadie, pero aun a través de aquellas cataratas topológicas Cunningham —como siempre— era más complicado de leer que la mayoría.
—Keeton —dijo sin darse la vuelta.
—Tú no eres judío —observé.
—Lo era. —Szpindel, comprendí después de un momento. Cunningham evitaba los pronombres personales exactos.
Pero Isaac Szpindel había sido ateo. Todos nosotros lo éramos. Todos habíamos empezado siéndolo, al menos.
—No sabía que lo conocieras —dije. Sin duda no era lo previsto.
Cunningham se hundió en su silla sin mirarme. En su cabeza, y en la mía, se abrió una ventana nueva dentro de un marco titulado Electroforesis.
Volví a intentarlo.
—Perdón. No pretendía entro…
—¿En qué puedo ayudarte, Siri?
—Esperaba que pudieras ponerme al corriente sobre tus hallazgos.
Una tabla periódica de elementos alienígenas circuló como un tren por la proyección. Cunningham la anotó y empezó otra muestra.
—Lo he documentado todo. Está todo en ConSenso.
Apelé a su ego:
—Sin embargo, me seria de gran ayuda saber cómo lo catalogarías tú. Lo que a ti te parezca importante podría ser tan de vital importancia como la información misma.
Se me quedó mirando un momento. Musitó algo, repetitivo e irrelevante.
—Lo importante es lo que falta —dijo al final—. Ahora cuento con muestras decentes y sigo sin poder encontrar los genes. La síntesis proteínica es casi priónica… cadenas de reconformación en lugar de las normales de trascripción… pero no acierto a entender cómo encajan en la pared estos ladrillos una vez hechos.
—¿Algún progreso con la energía? —pregunté.
—¿Energía?
—Metabolismo aeróbico con presupuesto de anaerobio, ¿recuerdas? Dijiste que tenían demasiado ATP.
—Eso ya lo he resuelto. —Exhaló una bocanada de humo; a lo lejos, a popa, una mota de tejido alienígena se licuó y estratificó en capas químicas—. Van al sprint.
Dale la vuelta a eso si puedes.
No pude.
—¿Qué quieres decir?
Suspiró.
—La bioquímica es un compromiso. Cuanto más deprisa se sintetiza el ATP, más cara se vuelve cada molécula. Resulta que los trepadores lo producen mucho más barato que nosotros. Es sólo que lo hacen sumamente despacio, lo cual tal vez no suponga un inconveniente tan grande para algo que está inactivo la mayor parte del tiempo. Rorschach… o lo que fuera que empezase siendo Rorschach… podría haber pasado milenios a la deriva antes de recalar aquí. Eso es mucho tiempo para acumular reservas de energía que gastar en arranques de actividad elevada, y una vez sentadas las bases la glucólisis es explosiva. Dos mil veces más rentable, y sin demanda de oxígeno.
—Los trepadores van al sprint. Toda su vida.
—Es posible que se carguen previamente de ATP y lo consuman a lo largo de su vida.
—¿De cuánto tiempo estaríamos hablando?
—Buena pregunta —admitió—. Vive deprisa, muere joven. Si lo racionan y están latentes la mayor parte del tiempo… ¿quién sabe?
—Ah. —El trepador flotante se había alejado del centro de su jaula. Un brazo extendido mantenía una pared a raya; los otros continuaban su balanceo hipnótico.
Recordé otros brazos, de movimientos menos cariñosos.
—Amanda y yo perseguimos a uno hasta una multitud. Se…
Cunningham había vuelto a concentrarse en sus muestras.
—He visto la grabación.
—Lo hicieron pedazos.
—Ajá.
—¿Sabes por qué?
Se encogió de hombros.
—Bates piensa que pudo deberse a algún tipo de guerra civil en curso ahí abajo.
—¿A ti qué te parece?
—No lo sé. A lo mejor tiene razón, o puede que los trepadores sean caníbales rituales, o… Son alienígenas, Keeton. ¿Qué quieres de mí?
—Pero es que no son alienígenas de verdad. No inteligentes, al menos. La guerra implica inteligencia.
—Las hormigas se pelean todo el rato. Eso no demuestra nada aparte de que están vivas.
—¿Los trepadores están vivos?
—¿Qué clase de pregunta es ésa?
—Crees que Rorschach los cultiva en una especie de cadena de montaje. No puedes encontrar ningún gen. A lo mejor sólo son ingenios biomecánicos.
—Eso es la vida, Keeton. Eso eres tú. —Otra calada de nicotina, otra tormenta de cifras, otra muestra—. En la vida no todo es blanco o negro. Es cuestión de matices.
—Mi pregunta es si son naturales. ¿Podrían ser fabricaciones?
—¿Un termitero es una fabricación? ¿El dique de un castor? ¿Una nave espacial? Por supuesto. ¿Los construyen organismos evolucionados de forma natural, que se comportan de forma natural? Sí. Así que dime, ¿cómo podría existir en todo el multiverso algo que no fuera, de un modo u otro, «natural»?
Intenté disimular mi irritación al responder:
—Ya sabes a qué me refiero.
—Es una pregunta sin sentido. Saca la cabeza del siglo XX.
Me di por vencido. Transcurridos unos segundos, Cunningham pareció percibir el silencio. Retiró su consciencia de la maquinaria y miró a su alrededor con ojos avarientos, como si buscara a un mosquito que misteriosamente hubiese dejado de zumbar.
—¿Tienes algún problema conmigo? —Era una pregunta estúpida, por lo evidente. Ser tan… tan directo era impropio de cualquier sinteticista que se preciara.
Sus ojos rutilaron en aquel rostro muerto.
—Procesar sin comprender. A eso te dedicas, ¿verdad?
—Eso es simplificar colosalmente las cosas.
—Mmm. —Cunningham asintió con la cabeza—. ¿Por qué no puedes comprender entonces que no tiene sentido seguir espiando por encima de nuestros hombros y enviando informes a nuestros amos en casa?
—Alguien debe poner al día a la Tierra.
—Siete meses en ambas direcciones. Menuda puesta al día.
—Aun así.
—Aquí fuera estamos abandonados a nuestra suerte, Keeton. Tú estás abandonado a tu suerte. La partida habrá terminado mucho antes de que nuestros amos sepan incluso que empezó. —Inhaló humo—. O a lo mejor no. A lo mejor te comunicas con alguien más próximo, ¿hmm? ¿Se trata de eso? ¿Te dice la cuarta ola lo que tienes que hacer?
—No hay ninguna cuarta ola. No que yo sepa, al menos.
—Probablemente no. Ellos nunca se jugarían el pellejo aquí fuera, ¿verdad? Incluso observar desde lejos entraña demasiados riesgos. Para eso nos construyeron a nosotros.
—Nos hicimos a nosotros mismos. Nadie te obligó a operarte.
—No, nadie me obligó a operarme. Podría haber dejado que me extirparan el cerebro y lo enviaran al Paraíso, ¿a que sí? Ésa es la elección que tenemos. Podemos ser completamente inútiles, o podemos intentar competir con vampiros, constructos e inteligencias artificiales. Y ya me dirás tú cómo se consigue eso sin convertirse en una… una completa rareza.
Cuántas cosas había en su voz. Absolutamente ninguna en su rostro. No dije nada.
—¿Ves a qué me refiero? No lo comprendes. —Consiguió esbozar una sonrisa tirante—. De modo que contestaré a tus preguntas. Retrasaré mi trabajo y te llevaré de la manita porque Sarasti nos lo ha pedido. Supongo que la excelsa mente vampírica ve alguna razón legítima para tolerar tus constantes intromisiones, y está al mando, así que le seguiré la corriente. Pero no soy tan listo como él, así que espero que sepas perdonarme si todo esto me parece un poco inútil.
—Yo sólo…
—Sólo haces tu trabajo. Ya lo sé. Pero no me gusta que jueguen conmigo, Keeton. Y tu trabajo consiste precisamente en eso.
• • • •
Ya en la Tierra, Robert Cunningham no se había molestado en disimular la opinión que le merecía el «comisario político» de la nave. Saltaba a la vista incluso para los topológicamente ciegos.
Siempre me había costado imaginarme a ese hombre. No era sólo su semblante inexpresivo. A veces, ni siquiera las mayores sutilezas que había tras él se plasmaban en su topología. Quizá las reprimía intencionadamente, rechazando así la presencia de este topo entre la tripulación.
No sería la primera vez que me topaba con una reacción parecida. Todo el mundo me rechazaba en mayor o menor grado. Cierto, les caía bien, o eso pensaban. Toleraban mis intromisiones, y colaboraban, y expresaban mucho más de lo que creían.
Pero bajo la huraña camaradería de Szpindel, bajo las pacientes explicaciones de James… no había genuino respeto. ¿Cómo podría haberlo? Estas personas eran la flor y nata, el ápice incandescente de los logros homínidos. Se les había confiado la suerte del mundo. Yo sólo era un soplón para las limitadas mentes que se habían quedado en casa. Ni siquiera eso, cuando «casa» sólo era un puntito a lo lejos. Masa superflua. No se podía remediar. No valía la pena molestarse por ello.
Así y todo, Szpindel sólo había acuñado el término «comisario» medio en broma. Cunningham creía en él, y no se reía. Y si bien en el transcurso de los años había conocido a muchos como él, ellos sólo habían intentado ocultarse de mi vista. Cunningham era el primero que al parecer lo había conseguido.
Intenté forjar una relación desde el principio, a lo largo del periodo de formación, procuré encontrar las piezas que faltaban. Un día le vi manipulando los teleoperadores del simulador, ejercitando las relucientes interfaces nuevas que lo propagaban por paredes y cables. Estaba practicando su talento quirúrgico sobre un hipotético alienígena conjurado por el ordenador para evaluar su técnica. Sensores y teleoperadores articulados brotaban como las patas de un enorme cangrejo de un armazón que colgaba del techo. Como posesos, picoteaban y zigzagueaban en torno a una criatura holográfica semiplausible. El cuerpo de Cunningham sólo temblaba ligeramente; un cigarro se columpiaba en la comisura de sus labios.
Esperé a que se tomara un descanso. Al cabo, la tensión abandonó sus hombros. Las extensiones de sus extremidades se relajaron.
—Bueno. —Me di un golpecito en la sien—. ¿Y tú por qué lo hiciste?
No se dio la vuelta. Sobre la disección giraron y me miraron fijamente unos sensores como nervios ópticos cercenados. Ése era el centro de la consciencia de Cunningham en aquellos momentos, no el cuerpo contaminado de nicotina que tenía ante mí. Aquéllos eran sus ojos, o su lengua, o cualquier otro inimaginable sentido bastardo que empleara para analizar lo que le enviaban las máquinas. Aquellos racimos me apuntaron, nos apuntaron… y si Robert Cunningham aún poseía algo que cupiera calificar de visión, estaba observándose a sí mismo desde unos ojos emplazados a dos metros de su cráneo.
—¿Por qué hice qué, exactamente? —dijo por fin—. ¿Las mejoras?
«Mejoras.» Como si lo que hubiera hecho fuese renovar su vestuario en vez de arrancarse los sentidos e incrustar unos nuevos en las heridas.
Asentí con la cabeza.
—Es fundamental para estar al día —dijo—. Si no te reconfiguras, no puedes reeducarte. Y si no te reeducas, te quedas obsoleto en el plazo de un mes, tras lo que no te quedan muchas más opciones aparte de ir al Paraíso o tomar dictados.
Pasé por alto la pulla.
—Es una transformación muy radical, sin embargo.
—Hoy en día no.
—¿No te ha cambiado?
Su cuerpo caló el cigarrillo. El sistema de ventilación dirigida aspiró el humo antes de que llegara hasta mí.
—De eso se trata.
—Sin embargo, te habrá afectado personalmente. Te habrá…
—Ah. —Asintió con la cabeza; al otro lado de unos nervios motrices compartidos, los teleoperadores asintieron en sincronía—. ¿Si cambian los ojos con que se mira el mundo, cambia el observador que lo percibe?
—Algo por el estilo.
Ahora estaba observándome con ojos de carne. Al otro lado de la membrana, las serpientes y nervios ópticos volvieron a ponerse manos a la obra sobre el cadáver virtual, como si hubieran decidido que ya habían perdido bastante tiempo con distracciones innecesarias. Me pregunté qué cuerpo habitaría ahora.
—Me sorprende que tengas que preguntarlo —dijo el de carne y hueso—. ¿No te lo revela todo mi lenguaje corporal? ¿No se supone que los jergonautas pueden leer la mente?
Tenía razón, por supuesto. Las palabras de Cunningham no me interesaban; sólo eran el vehículo. Él no podía oír la verdadera conversación que estábamos teniendo. Todos sus ángulos y volúmenes hablaban por sí solos, y aunque sus voces sonaban extrañamente entrecortadas por culpa del eco y la distorsión, sabía que entenderlas sólo era cuestión de tiempo. Únicamente tenía que conseguir que siguiera hablando.
Pero Jukka Sarasti eligió ese momento para pasar por allí y volar por los aires mis planes, tan bien trazados.
—Siri es el mejor en su campo —observó—. Pero no cuando le toca de cerca.