No se puede resolver un problema en el mismo nivel de consciencia en que se creó.
Albert Einstein
Robert Paglino era el que me había liado con Chelsea. Puede que se sintiera responsable cuando la relación empezó a tambalearse. O puede que Chelsea, con lo Doña Arreglalotodo que era, hubiera solicitado su intervención. Por el motivo que fuera, en cuanto ocupamos nuestros asientos en QuBit tuve claro que su invitación no obedecía sólo a motivos sociales.
Pidió un cóctel neurótropo con hielo. Yo me mantuve fiel a mi Rickard.
—Vieja escuela todavía —dijo Pag.
—Rodeos todavía —observé.
—Tan obvio es, ¿eh? —Bebió un trago—. Así aprenderé a intentar abordar sutilmente a un jergonauta profesional.
—Ser jergonatua no tiene nada que ver. No engañarías ni a un ciego. —La verdad sea dicha, la topología de Pag en realidad nunca me indicaba nada que yo no supiera ya. Nunca había tenido tanta ventaja a la hora de interpretarlo. Quizá se debiera simplemente a que los dos nos conocíamos demasiado bien.
—Bueno —dijo—, desembucha.
—No hay nada que desembuchar. Es sólo que descubrió mi auténtico yo.
—Eso es malo.
—¿Qué te ha contado?
—¿A mí? Absolutamente nada.
Lo miré por encima de mi vaso.
Suspiró.
—Sabe que la estás engañando.
—¿Que la estoy qué?
—Engañando. Con la piel.
—¡Está basada en ella!
—Pero no es ella.
—No, no lo es. No se tira pedos, ni riñe, ni se pone a llorar cada vez que te resistes a conocer a su familia. Mira, quiero a esa mujer con locura, pero venga ya. ¿Cuándo fue la última vez que intentaste echar un polvo en primera persona?
—En el setenta y cuatro —dijo.
—Me tomas el pelo. —Hubiera apostado a que nunca.
—Entre un trabajo temporal y otro realicé labores médicas como voluntario en el tercer mundo. En Texas todavía le dan al viejo mete-saca. —Pag le dio un trago a su tropo—. De hecho, me pareció que estaba bastante bien.
—La novedad se pasa.
—Evidentemente.
—Y tampoco es que esté haciendo nada raro, Pag. La pervertida es ella. Y no sólo con el sexo. No deja de preguntar… no deja de intentar averiguar cosas.
—¿Como cuáles?
—Detalles irrelevantes. Mi infancia. Mi familia. Cosas que no son de su puta incumbencia.
—Tan sólo muestra interés. No todo el mundo considera intocables los recuerdos de su niñez, ¿sabes?
—Gracias por la información. —Como si la gente no hubiera «mostrado interés» nunca antes. Como si Helen no hubiera «mostrado interés» cuando revolvía mis cajones, me filtraba el correo y me seguía por todas las habitaciones, preguntándole a las cortinas y los muebles por qué tenía que ser yo siempre tan callado y retraído. Había mostrado tanto interés como para impedirme salir de casa si no se lo confesaba. Con doce años había sido lo bastante estúpido como para encomendarme a su comprensión: «Es personal, mamá. Preferiría no hablar de ello». A continuación me había refugiado en el cuarto de baño cuando exigió saber si tenía problemas en la red, en la escuela, si era una chica, si era un… un chico, qué era y por qué no podía confiar en mi propia madre, ¿acaso no sabía que podía confiar en ella para lo que fuera? Esperé hasta que cesaron los persistentes golpes en la puerta y la insistente voz preocupada, y por fin el consiguiente silencio resentido. Esperé hasta estar absolutamente seguro de que se había ido, esperé durante cinco putas horas antes de salir y allí estaba ella, cruzada de brazos en el pasillo, con los ojos desbordados de reproche y decepción. Aquella noche desmontó la cerradura del cuarto de baño porque «la familia no debería cerrarle nunca la puerta a la familia». Todavía mostrando interés.
—Siri —dijo Pag en voz baja.
Aquieté mi respiración y volví a intentarlo:
—No es sólo que hable de la familia. Quiere conocerla. No deja de intentar arrastrarme a conocer a la suya. Pensaba que estaba liado sólo con Chelsea, ¿sabes?, nadie me advirtió que tendría que compartir el espacio real con…
—¿Los has visto?
—Una vez. —Entes invasores, acaparadores, que fingían aceptación y amistad—. Fue estupendo, si te gusta que te manosee ritualmente una panda de desconocidos metidos a actores que no pueden ni verte y no tienen valor para reconocerlo.
Pag se encogió de hombros, sin compadecerse de mí.
—Parece la típica familia a la antigua usanza. Eres sinteticista, tío. Te las ves con dinámicas mucho más chungas que ésa.
—Me las veo con la información de otras personas. No me dedico a vomitar mi vida privada a la esfera pública. Los híbridos y constructos con los que trabajo no…
—… tocan…
—Interrogan —concluí.
—Sabías desde el principio que Chelse era una chica chapada a la antigua.
—Ya, cuando le conviene. —Trasegué mi cerveza—. Pero con un cortador en la mano es el último grito. Lo cual no significa que sus estrategias no puedan mejorarse.
—Estrategias.
«¡No es ninguna estrategia, por el amor de Dios! ¿Es que no ves que sufro? Estoy en el puto suelo, Siri, estoy tirada y hecha un ovillo por todo lo que sufro, ¿y a ti sólo se te ocurre criticar mi táctica? ¿Qué tengo que hacer, rajarme las putas muñecas?»
Me había encogido de hombros y dado media vuelta. Ardides de la naturaleza.
—Llora —dije—. Para ella es fácil, con sus elevados niveles de lactosa en la sangre. Es simple química, pero lo esgrime como si fuera el argumento definitivo.
Pag frunció los labios.
—Eso no significa que sea mentira.
—Todo es mentira. Todo es una estrategia. Tú lo sabes. —Resoplé—. ¿Y se ofende porque me haga una piel basándome en ella?
—No creo que se deba tanto a la piel en sí como al hecho de que no le dijeras nada. Ya sabes lo que opina sobre la sinceridad en las relaciones.
—Claro. No le gusta.
Me miró.
—Concédeme algo de crédito, Pag. ¿Crees que debería contarle que a veces me estremezco con sólo mirarla?
El sistema llamado Robert Paglino se quedó sentado en silencio, sorbió sus drogas y ordenó las palabras que iba a decirme a continuación. Cogió aliento.
—Joder, no me puedo creer que seas tan imbécil —dijo.
—¿Sí? Ilumíname.
—Por supuesto que quiere que le digas que sólo tienes ojos para ella, que adoras hasta el último de sus poros y su aliento por la mañana, ¿y por qué parar en un ajuste, por qué no diez? Pero eso no significa que quiera que mientas, idiota. Quiere que todas esas cosas sean verdad. Y… en fin, ¿por qué no pueden serlo?
—Porque no lo son.
—Dios, Siri. La gente no es racional. Tú no eres racional. No somos máquinas pensantes, somos… somos máquinas sintientes que casualmente piensan. —Tomó aliento y pegó otro trago—. Y eso tú ya lo sabes, o no podrías hacer tu trabajo. O por lo menos —hizo una mueca— el sistema lo sabe.
—El sistema.
Mis protocolos y yo, quería decir. Mi habitación china.
Inspiré hondo.
—No funciona con todo el mundo, ¿sabes?
—Ya lo he notado. No puedes leer aquellos sistemas en los que estás demasiado implicado, ¿verdad? Efecto observador.
Me encogí de hombros.
—Lo mismo da —dijo—. No creo que me gustaras en esa habitación tuya.
Se me escapó antes de poder morderme la lengua:
—Chelse dice que preferiría una de verdad.
Enarcó las cejas.
—¿Una qué real?
—Una habitación china. Dice que tendría más comprensión.
El Qube murmuró y cacharreó a nuestro alrededor unos instantes.
—Entiendo por qué podría decir algo así —respondió Pag, al cabo—. Pero tú… a ti te fue bien, ultracuerpo.
—No sé.
Asintió con la cabeza, enfático.
—¿Sabes lo que dicen acerca del camino menos transitado? Bueno, pues tú te abriste tu propio camino. No sé por qué. Es como aprender caligrafía con los dedos de los pies, ¿sabes? O polineuropatía proprioceptiva. Es asombroso que puedas hacerlo; que encima se te dé bien es sencillamente acojonante.
Entorné los ojos.
—Proprio…
—Antes había personas sin el menor sentido de… en fin, de sí mismas, físicamente. No podían percibir sus cuerpos en el espacio, no tenían ni idea de cómo estaban ordenadas sus extremidades o incluso si las tenían. Algunas de ellas decían sentirse deshuesadas. Incorpóreas. Enviaban una señal motriz a la mano y sólo podían suponer que llegaba. De modo que usaban la vista para compensar; como no podían sentir dónde estaba la mano, la miraban mientras se movía, utilizando la vista como sustituto de la realimentación informativa que tú y yo damos por sentada. Podían caminar, siempre que mantuvieran los ojos fijos en sus piernas y se concentraran a cada paso. Al final le cogían el tranquillo. Pero incluso tras años de práctica, si se distraían con un pie en el aire se caían como una peonza al terminar de bailar.
—¿Me estás diciendo que yo soy así?
—Utilizas tu habitación china igual que ellos la vista. Has reinventado la empatía, casi desde cero, y en cierto modo… no por completo, evidentemente, o no haría falta que estuviera diciéndote esto de viva voz… pero en cierto modo la tuya es mejor que la original. Por eso se te da tan bien la síntesis.
Sacudí la cabeza.
—Me limito a observar, eso es todo. Me fijo en lo que hace la gente, e intento imaginarme qué la impulsa a hacerlo.
—A mí me suena a empatía.
—No lo es. La empatía no es imaginarse cómo se siente la otra persona. Es más bien imaginarse cómo te sentirías tú en su lugar, ¿vale?
Pag frunció el ceño.
—¿Y?
—¿Y entonces qué pasa si no sabes cómo te sentirías?
Me miró; sus superficies eran serias y completamente transparentes.
—Tú vales más que eso, amigo. Quizá no siempre actúes como si lo valieras, pero… te conozco. Ya te conocía antes.
—Conocías a otra persona. Soy un ultracuerpo, ¿recuerdas?
—Sí, ésa era otra persona. Y puede que yo la recuerde mejor que tú. Pero deja que te diga una cosa. —Se inclinó hacia delante—. Cualquiera de los dos me hubiera ayudado aquel día. Y a lo mejor él hubiera llegado hasta allí a golpe de simple empatía mientras que tú tuviste que montar una especie de diagrama de flujo improvisado a partir de piezas sobrantes, pero eso sólo hace que tu logro tenga más mérito. Motivo por el cual sigo juntándome contigo, viejo amigo. Aunque tengas un palo metido en el culo del tamaño del Cristo de Río.
Levantó su vaso. Obediente, brindé con él. Bebimos.
—No me acuerdo de él —dije después de un momento.
—¿Qué, del otro Siri? ¿Del Siri pre vaina?
Asentí.
—¿No recuerdas nada?
Hice memoria.
—Bueno, sufría convulsiones todo el rato, ¿verdad? El dolor debía de ser constante. No recuerdo ningún dolor.
Tenía el vaso casi vacío; di un sorbito pequeño para que durara.
—A veces… a veces sueño con él, eso sí. Con… ser él.
—¿Cómo es?
—Tenía… color. Todo estaba más saturado, ¿sabes? Sonidos, olores. Más real que la vida misma.
—¿Y ahora?
Lo miré.
—Dices que tenía color. ¿Qué ha cambiado?
—No lo sé. A lo mejor nada. Es sólo que… ya no me acuerdo muy bien de mis sueños al despertar.
—¿Entonces cómo sabes que los tienes? —preguntó Pag.
A la mierda, pensé, y apuré el resto de la pinta de un solo trago.
—Lo sé.
—¿Cómo?
Fruncí el ceño, desconcertado. Tuve que pensar por unos momentos antes de recordarlo.
—Me despierto sonriendo —dije.