Mis genes han engañado a mi cerebro

con una horrible sensación gloriosa.

Así es como persiguen estos engendros

su plan de replicación espantosa.

Pero la mente no es ningún fantoche,

sin picadura sabe gozar de la ponzoña.

Esta vasectomía de aquí no es de coña.

Mis genes se pueden joder esta noche.

The R-Selectors, Trunclade

El sexo en primera persona —el sexo «real», como se empeñaba en llamarlo Chelsea— era un gusto adquirido: la respiración entrecortada, el entrechocar de carne cruda y el hedor de la piel sudorosa llena de poros e imperfecciones, una persona completamente distinta con un conjunto completamente distinto de exigencias y manías. Poseía un atractivo definitivamente animal, sin duda. Así era, después de todo, como veníamos haciéndolo durante millones de años. Pero esta, esta carnalidad tercermundista siempre comportaba cierto elemento de lucha, de pautas asincrónicas en conflicto. No había convergencia. Tan sólo el ritmo de cuerpos en colisión, el esfuerzo por dominar, por someter al otro a la sincronía.

Chelsea opinaba que era amor en estado puro. Yo llegué a considerarlo un combate cuerpo a cuerpo. Antes, mientras follaba con creaciones de mi menú o me ponía en la piel de creaciones ajenas, siempre había podido seleccionar el contraste y la resolución, la textura y la actitud. Las funciones corporales, la resistencia de los deseos enfrentados, el interminable preámbulo que te desgasta la lengua hasta la raíz y te deja la cara pegajosa y brillante… meras perversiones, hoy en día. Opciones para los masoquistas.

Pero con Chelsea no había elección. Con ella, todo era estándar.

Yo se lo consentía. Supongo que no era más paciente con sus perversiones que ella con mi ineptitud a la hora de practicarlas. Había más cosas que hacían que el esfuerzo mereciera la pena. Chelsea era capaz de discutir sobre cualquier cosa, era retorcida, ingeniosa y más curiosa que un gato. Saltaba sin avisar. Perteneciente a la mayoría sin empleo, seguía disfrutando como una niña del simple hecho de estar viva. Era impulsiva e impetuosa. Le importaban las personas. Pag. Yo. Quería conocerme. Quería llegar hasta mí.

Eso resultaba ser un problema.

—Podríamos intentarlo de nuevo —me dijo una vez en una pausa de sudor y feromonas—. Ni siquiera recordarás qué era lo que tanto te molestaba. Ni siquiera recordarás que estabas molesto, si no quieres.

Sonreí y aparté la mirada; de repente los planos de su rostro me parecían toscos y carentes de atractivo.

—¿Cuántas veces van ya? ¿Ocho? ¿Nueve?

—Sólo quiero que seas feliz, Cyg. La auténtica felicidad es un regalo inconmensurable, y yo puedo ofrecértela si me dejas.

—No quieres hacerme feliz —dije con delicadeza—. Quieres personalizarme.

Ronroneó en el hueco de mi garganta por un momento. Luego:

—¿Qué?

—Sólo quieres transformarme en algo más… más complaciente.

Chelsea levantó la cabeza.

—Mírame.

Torcí el cuello. Había desactivado los cromatóforos de su mejilla; el tatuaje, transplantado, aleteaba ahora en su hombro.

—Mírame a los ojos —dijo Chelsea.

Contemplé la piel imperfecta que los rodeaba, los vasos capilares que serpenteaban por la esclerótica. Pensé que tenía gracia que aquellos órganos defectuosos, deteriorados, aún consiguieran hipnotizarme en ocasiones.

—A ver —dijo Chelsea—. ¿A qué te refieres?

Me encogí de hombros.

—Sigues fingiendo que esto es una relación cordial. Los dos sabemos que es una competición.

—Una competición.

—Intentas manipularme para que juegue según tus reglas.

—¿Qué reglas?

—La forma en que quieres que evolucione nuestra relación. No te culpo, Chelse, en absoluto. Llevamos intentando manipularnos unos a otros desde… diablos, ni siquiera es exclusivo de la naturaleza humana. Ocurre lo mismo con todos los mamíferos.

—No me lo puedo creer. —Sacudió la cabeza. Guedejas de cabello enredado cayeron sobre su rostro—. ¿Estamos en pleno siglo XXI y me sales con esta chorrada de la guerra de los sexos?

—Reconozco que tus ajustes constituyen una iteración radical. Puedes meterte en la cabeza de tu pareja y reprogramarla para que sea el criado perfecto.

—¿En serio crees que intento obligarte a algo? ¿Crees que intento adiestrarte como si fueras un cachorro?

—Sólo haces lo que es natural.

—No puedo creerme que me vengas con este disparate.

—Pensaba que valorabas la franqueza en una relación.

—¿Qué relación? Según tú no existe tal cosa. Esto no es más que una… violación mutua, o algo.

—Eso es lo que son las relaciones.

—No me jodas. —Se sentó y descolgó los pies por el borde de la cama. De espaldas a mí—. Sé cómo me siento. Si hay algo que sé, es eso. Y sólo quería hacerte feliz.

—Sé que eso es lo que crees —dije, ecuánime—. Sé que no parece una estrategia. Lógico, al estar tan arraigada. Parece correcto, natural. Es un ardid de la naturaleza.

—Es el ardid de una puta persona.

Me senté a su lado, dejé que mi hombro le rozara el suyo. Se apartó.

—Lo sé —dije, al cabo—. Sé cómo funciona la gente. Es mi trabajo.

Y el suyo, ya puestos. Nadie que se ganara la vida puenteando cerebros podía ser ajeno al cableado básico instalado en su sótano. Chelsea sencillamente había decidido ignorarlo; admitirlo hubiera hecho peligrar su justa ira.

Podría haberle señalado eso también, supongo, pero sabía cuánta tensión era capaz de resistir el sistema y no me apetecía forzar el motor. No quería perderla. No quería perder aquella sensación de seguridad, aquella sensación de que importaba si estaba vivo o muerto. Sólo quería que me dejara un poco de espacio. Sólo quería que me diera un respiro.

—A veces eres una sabandija asquerosa —dijo.

Misión cumplida.

• • • •

Nuestra primera aproximación había sido toda cautela y márgenes de seguridad. Esta vez irrumpimos como un equipo de asalto.

La Escila volaba hacia Rorschach a más de dos ges; su trayectoria era un arco tan abierto como predecible que desembocaba en el campamento base reventado. Incluso podría haber aterrizado allí, que yo supiera; quizá Sarasti quisiera matar dos pájaros de un tiro y hubiera programado el trasbordador para tomar muestras por su cuenta. En tal caso, no aterrizaría con nosotros a bordo. La Escila nos escupió al espacio a casi cincuenta kilómetros de la nueva cabeza de playa, nos dejó desnudos y cayendo en picado dentro de una improvisada cápsula de papel que apenas contaba con la masa de reacción necesaria para un aterrizaje suave y una rápida retirada. Ni siquiera teníamos control sobre eso: el éxito dependía de la imprevisibilidad, ¿y qué mejor manera de garantizarla que no saber ni siquiera nosotros lo que estábamos haciendo?

La lógica de Sarasti. La lógica de los vampiros. Podíamos seguirla a medias: la colosal deformación que había sellado la brecha de Rorschach era mucho más lenta, mucho más costosa que la guillotina que había atrapado a la Banda. El hecho de que no se hubieran empleado guillotinas sugería que tardaban tiempo en instalarse; en redistribuir la masa necesaria, tal vez, o en cargar sus reflejos. Eso nos daba una oportunidad. Todavía podíamos aventurarnos en el cubil de los leones, siempre y cuando éstos no pudieran predecir nuestro destino y colocar trampas con antelación. Siempre y cuando saliéramos antes de que pudieran colocarlas tras nuestra entrada.

—Treinta y siete minutos —había dicho Sarasti, sin que ninguno de nosotros alcanzara a imaginarse de dónde sacaba esa cifra. Sólo Bates se había atrevido a preguntarlo en voz alta, y él apenas se había dignado mirarla—: No podéis entenderlo.

La lógica de los vampiros. De premisa evidente a conclusión inescrutable. Nuestras vidas dependían de ella.

Los retros seguían un algoritmo preprogramado que equiparaba a Newton con una tirada de dados. Nuestro vector no era completamente aleatorio; una vez eliminados los ensanches y las zonas de crecimiento, las áreas sin ruta de escape visible, los callejones sin salida y los segmentos no ramificados («Aburrido», dijo Sarasti, descartándolo todo), apenas un diez por ciento del artefacto seguía siendo viable. Ahora nos abalanzábamos hacia un laberinto de zarzas a ocho kilómetros de nuestro punto de aterrizaje original. Allí, en mitad de nuestro acercamiento final, ni siquiera nosotros podíamos predecir el lugar de impacto preciso.

Si Rorschach podía, se merecía ganar.

Caíamos. Agujas acanaladas y extremidades retorcidas seccionaban el firmamento dondequiera que miraba, cortaban el distante paisaje estelar y el superjoviano inminente en un aserrado mosaico veteado de negro. A tres kilómetros, o treinta, la punta de una extremidad hinchada reventó en una silenciosa explosión de partículas cargadas, una niebla distante de atmósfera liberada en congelación. Mientras se disipaba pude distinguir hilachos y estelas arremolinadas en espirales complejas: el campo magnético de la Rorschach, esculpiendo el aliento mismo del artefacto en aguanieve radiactiva.

No lo había visto nunca con los ojos desnudos. Me sentí como un insecto en una noche estrellada en pleno invierno, cayendo a través de las consecuencias de un incendio forestal.

El trineo accionó los frenos. Me aplasté contra la malla de mi arnés y reboté contra el cuerpo blindado que tenía a mi lado. Sascha. Sólo Sascha, recordé. Cunningham había sedado al resto, dejando sólo este núcleo en el cuerpo de la Banda. Ni siquiera sabía que se pudiera hacer eso con las personalidades múltiples. Me miró desde detrás del visor. El traje no dejaba traslucir ninguna de sus superficies. No podía ver nada en sus ojos.

De un tiempo a esta parte ocurría cada vez más a menudo.

Cunningham no estaba con nosotros. Nadie había preguntado por qué, cuando Sarasti asignó las plazas. El biólogo era ahora primero entre iguales, un sustituto restaurado sin nadie detrás de él. El segundo miembro menos reemplazable de nuestra irremplazable tripulación.

Eso hacía aún más conveniente mi presencia. Las apuestas a mi favor habían aumentado a uno entre tres.

Un choque silencioso sacudió la estructura. Los soldados abandonaron el trineo segundos antes de hacer contacto, expulsando diminutos penachos de gas con sus hocicos, formando a nuestro alrededor en un rosetón defensivo. Bates fue la siguiente en salir, liberándose de sus correas y flotando directamente hacia el habitáculo hinchable. Sascha y yo descargamos el cable de fibra óptica —una bobina cerrada de medio metro de grosor y el triple de ancho— acarreándola entre los dos mientras uno de los soldados se colaba por la escotilla membranosa del vestíbulo.

—En marcha, gente. —Bates colgaba de uno de los asideros—. Treinta minutos para…

Enmudeció. No me hizo falta preguntarle por qué: el soldado de vanguardia se había colocado sobre la entrada recién practicada y nos enviaba la primera postal.

Había luz allí abajo.

• • • •

Cualquiera diría que aquello tendría que haberlo hecho más fácil. Nuestra especie siempre ha tenido miedo de la oscuridad; durante millones de años nos quedamos acurrucados en cuevas y madrigueras mientras seres invisibles husmeaban y gruñían —o sencillamente esperaban, silenciosos e indetectables— en la oscuridad. Cualquiera diría que la luz, por escasa que fuera, disiparía en parte las sombras, dejando así menos huecos a rellenar con imaginaciones por parte de la mente.

Cualquiera lo diría.

Seguimos al robot hasta un tenue fulgor grumoso como leche mezclada con sangre. Al principio parecía como si la atmósfera misma estuviera encendida, una niebla luminosa que lo oscurecía todo a más de diez metros de distancia. Una ilusión, como descubrimos; el túnel al que salimos medía tres metros de diámetro y estaba alumbrado por hileras de protuberancias brillantes —del tamaño y forma aproximada de dedos humanos mutilados— que formaban una triple hélice irregular alrededor de los muros. Habíamos registrado crestas similares en el primer escenario, aunque las fisuras no eran tan pronunciadas y las crestas habían sido cualquier cosa menos luminosas.

—Es más fuerte cerca del infrarrojo —informó Bates, trasmitiendo el espectro a nuestros HUD. El aire hubiera sido transparente para un crótalo. Era transparente al sónar: el soldado de cabeza roció la niebla con cadenas de clics y descubrió que el túnel se ensanchaba en algo parecido a una cámara diecisiete metros más adelante. Al escudriñar en esa dirección sólo pude distinguir perfiles subterráneos entre la bruma. Sólo pude distinguir cosas con fauces que se escabullían poniéndose a cubierto.

—En marcha —dijo Bates.

Enchufamos a los robots y dejamos a uno vigilando la salida. Cada uno de nosotros eligió otro como protector de vanguardia. Las máquinas se comunicaban con nuestros HUD mediante enlaces láser; entre ellas hablaban a través de metros de fibra óptica blindada y endurecida que se desenrollaba de la bobina que viajaba detrás de nosotros. Era la mejor solución disponible en un entorno sin óptimos. Nuestros guardaespaldas con correa nos mantendrían a todos en contacto durante las excursiones solitarias alrededor de esquinas o a lo largo de callejones sin salida.

Sí. Excursiones solitarias. Obligados a dividir el grupo o cubrir menos terreno, íbamos a optar por la primera opción. Éramos cartógrafos de alta velocidad en busca de oro. Todo lo que hacíamos allí era un acto de fe: fe en que los principios unificadores de la arquitectura interna de Rorschach pudieran derivarse de las toscas dimensiones que habíamos calculado sobre la marcha. Fe en que la arquitectura interna de Rorschach tuviera algún principio unificador. Las generaciones anteriores habían adorado a espíritus malignos y caprichosos. Las nuestras depositaban su fe en un universo ordenado. En el Baklava del Diablo era fácil preguntarse si nuestros antepasados no habrían estado mejor encaminados.

Avanzamos por el túnel. Nuestro destino se hizo visible al ojo humano desnudo: no se trataba tanto de una cámara como de un nexo, una encrucijada formada por la convergencia de una docena de túneles procedentes de distintas direcciones. Unas mallas irregulares de puntitos mercúricos rutilaban a lo largo de varias superficies brillantes; unas resplandecientes protuberancias surgían del sustrato como un tiro de perdigones incrustado en el barro mojado.

Miré a Bates y Sascha.

—¿Panel de control?

Bates se encogió de hombros. Sus drones sondearon las gargantas que nos rodeaban, bañándolas de sónar. Mi HUD abocetó un sencillo modelo en 3D a partir de los ecos: pintura arrojada contra paredes invisibles. Éramos puntos cerca del centro de un ganglio, un diminuto enjambre de parásitos que infestaban un gigantesco huésped hueco. Todos los túneles se alejaban curvándose en una espiral gradual, cada uno de ellos orientado de forma distinta. El sónar podía espiar tras aquellos recodos unos pocos metros más lejos que nosotros. Ni a simple vista ni mediante ultrasonidos se apreciaba nada que distinguiera una opción de otra.

Bates señaló a uno de los pasadizos —«Keeton»— y otro —«Sascha»— antes de dar media vuelta y adentrarse flotando en otro camino sin hollar.

Contemplé el mío, nervioso.

—¿Algo en particular…?

—Veinticinco minutos —fue su respuesta.

Giré y me impulsé lentamente adentrándome en el pasillo que se me había asignado. El pasadizo, una larga espiral sin nada de especial, se curvaba en el sentido de las agujas del reloj; veinte metros después aquella curvatura habría bloqueado la vista de su entrada aunque su neblinosa atmósfera no se le hubiera adelantado. Mi dron seguía en cabeza a lo largo del túnel, con su sónar chasqueando como el castañetear de mil dientes diminutos, desenrollando su trailla desde la bobina emplazada a lo lejos, en el nexo.

Era un consuelo, esa correa. Era corta. Los soldados podían alejarse noventa metros y ni uno más, y teníamos órdenes estrictas de permanecer bajo sus faldas en todo momento. Quizá este lóbrego cubil infestado desembocara en el infierno, pero no se esperaba que lo recorriera hasta el final. Mi cobardía contaba con aprobación oficial.

Cincuenta metros más. Cincuenta metros y podría dar media vuelta y correr con el rabo entre las piernas. Mientras tanto lo único que debía hacer era apretar los dientes, concentrarme y grabar: «Todo lo que veáis», había dicho Sarasti. «De lo que no veáis, todo lo posible.» Y esperar que este nuevo límite temporal reducido expirara antes de que los picos de la Rorschach nos dejaran balbuciendo incoherencias.

Los muros que me rodeaban se estremecían y temblaban como los músculos de una criatura que acabara de morir. Algo apareció y se perdió de vista con una ligera risita cacareante.

Concéntrate. Graba. Si el soldado no lo ve, es que no es real.

Recorridos sesenta y cinco metros, uno de los fantasmas se coló dentro de mi casco.

Intenté no hacerle caso. Intenté mirar para otro lado. Pero este fantasma no estaba oscilando en la periferia de mi visión; flotaba casi en el centro de mi visor como una mancha mareante entre el HUD y yo. Rechiné los dientes e intenté traspasarlo con la mirada, fijé la vista en la tenue neblina sanguinolenta de la distancia media, contemplé los cuadernos de viaje que se proyectaban sincopadamente en las ventanitas etiquetadas como Bates y James. Ahí fuera no había nada. Pero allí dentro, flotando delante de mis propios ojos, la última quimera de Rorschach imprimía una huella borrosa justo delante de la lectura del sónar.

—Nuevo síntoma —anuncié—. Alucinación no periférica, estable, aunque informe. Ningún pico que yo detect…

La proyección marcada como Bates se dio la vuelta bruscamente.

—Keet…

La ventana y la voz se apagaron al unísono.

Y no sólo la ventana de Bates. La proyección de Sascha y la imagen enviada por el dron oscilaron y desaparecieron al mismo tiempo, dejando mi HUD vacío salvo por las lecturas internas del traje y un mensajito que anunciaba en caracteres rojos: Sin conexión. Giré sobre los talones, pero el soldado estaba allí aún, a tres metros de mi hombro derecho. Su puerto óptico resultaba claramente visible, una pestaña rubí insertada en el plastrón.

Sus nidos de armamento también resultaban visibles. Y me apuntaban.

Me quedé helado. El dron temblaba presa de una tenaza electromagnética como si estuviera aterrado. De mí, o…

… o de algo a mi espalda…

Empecé a girarme. Mi casco se llenó repentinamente de estática, y de lo que sonaba —ligeramente— como una voz:

—… der, no te muevas, Kee… no…

—¿Bates? ¿Bates? —Otro icono había surgido en lugar del de SIN CONEXIÓN. El robot estaba usando la radio por algún motivo… y aunque la tenía casi al alcance de la mano, a duras penas podía reconocer la señal.

Retazos de Bates:

—… a tu… derecha enfrente de… —Y también Sascha, un poco más claro:

—¿… qué no lo ve…?

—¿Ver qué? ¡Sascha! Que alguien me lo explique… ¿Ver qué?

—¿… cibes? Keeton, ¿me recibes?

De alguna manera Bates había conseguido potenciar la señal; el rugido de la estática era ensordecedor, pero podía distinguir las palabras que había tras ella.

—¡Sí!' ¿Qué…?

—No muevas ni un músculo, ¿lo entiendes? Ni un músculo. Confirmación.

—Confirmado. —El dron me tenía en sus temblorosas miras, oscuros iris bifocales que se ensanchaban a trompicones para luego reducirse a ojos de aguja—. ¿Qué…?

—Hay algo delante de ti, Keeton. Justo entre el robot y tú. ¿No lo ves?

—N-no. Mi HUD se ha caído…

Intervino Sascha:

—¿Cómo no va a poder verlo, si lo tiene d…?

Bates impuso su voz:

—Tiene el tamaño de una persona, simetría radial, ocho, nueve brazos. Como tentáculos, pero… segmentados. Con espinas.

—Yo no veo nada —dije. Pero sí que veía: veía algo que alargaba los brazos hacia mí, en mi vaina, a bordo de la Teseo. Veía algo aovillado e inmóvil en la columna de la nave, espiándonos mientras trazábamos nuestros planes.

Veía a Michelle, la sinestésica, encogida en posición fetal: «No podéis verlo… es in… visible…».

—¿Qué hace? —llamé. ¿Por qué no puedo verlo? ¿Por qué no puedo verlo?

—Nada… Sólo flota. Es como si se meciera. Oh, mier… Keet…

El soldado se desplazó a un lado como si acabara de recibir el sopapo de una mano gigante. Rebotó contra la pared y de pronto la conexión láser regresó, llenando el HUD de información: perspectivas en primera persona de Bates y Sascha corriendo por túneles alienígenas, la imagen desde el punto de vista de uno de los robots de un traje espacial con la palabra Keeton serigrafiada en el pecho y allí, justo a su lado, algo parecido a una estrella de mar epiléptica con más brazos de la cuenta…

La Banda dobló la esquina como una locomotora sin frenos y ahora casi pude ver algo con mis propios ojos, oscilando como el aire caliente a un costado. Era grande, y se movía, pero de alguna manera mi vista sencillamente patinaba cada vez que intentaba enfocarlo. No es real, pensé, mareado de histérico alivio, sólo es otra alucinación, pero entonces Bates apareció flotando y estaba allí mismo, sin oscilar, sin lugar a dudas, todo onda de probabilidad colapsada y sólida masa irrefutable. Expuesta, la cosa se encaramó al muro más cercano y corrió sobre nuestras cabezas, enarbolando los brazos segmentados como látigos. Un repentino zumbido crepitante en mi nuca y flotaba libre otra vez, chamuscada y humeante.

Un clic tabaleante. El chirrido de maquinaria al frenar. Tres robots flotaban en formación en el centro del pasadizo. Uno de ellos se encaró con el alienígena. Atisbé la punta de una probóscide letal regresando a su funda. Bates desactivó al soldado antes de que éste terminara de cerrar la boca.

Los enlaces ópticos y tres pares de pulmones inundaron mi casco con un rugido de respiración pesada.

El soldado apagado flotaba en el aire turbio. El cadáver alienígena rebotó delicadamente contra la pared, convulsionándose: una hidra de columnas vertebrales humanas, abrasada y sin carne. No se parecía tanto a las visiones que había sufrido a bordo de la Teseo, después de todo.

Por algún motivo que no acertaba a precisar, ese detalle me pareció casi tranquilizador.

Los dos robots activos sondearon la niebla hasta que Bates les dio nuevas órdenes; uno de ellos maniobró para asegurar el cadáver, el otro para estabilizar a su compañero caído. Bates agarró al robot muerto y desenchufó su correa.

—Replegaos. Despacio. Estoy justo detrás de vosotros.

Accioné los propulsores. Sascha vaciló. A nuestro alrededor flotaban rollos de cable blindado como cordones umbilicales.

—En marcha —dijo Bates, acoplando una toma de su propio traje directamente al soldado desactivado.

Sascha me siguió. Bates tomó la retaguardia. Consulté mi HUD; un enjambre de monstruos multiarticulados aparecería allí de un momento a otro.

No lo hicieron. Pero el ser carbonizado pegado al vientre de la máquina de Bates era completamente real. Nada de alucinaciones. Ni siquiera una comprensible mala pasada, mezcla de temor y sinestesia. La Rorschach estaba habitada. Sus ocupantes eran invisibles.

A veces. Más o menos.

Y, ah sí. Acabábamos de cargarnos a uno.

• • • •

Bates lanzó al soldado desactivado al vacío en cuanto llegamos al exterior. Sus camaradas lo usaron para practicar el tiro al blanco mientras nosotros nos colocábamos las correas, disparando una y otra vez hasta no dejar de él más que vapor congelado. Rorschach convirtió incluso ese tenue plasma en filigranas antes de que se disipara.

A medio camino de regreso a la Teseo, Sascha se volvió hacia la mayor:

—Tú…

—No.

—Pero… Saben ir a cagar solos, ¿no? Son autónomos.

—No si están esclavizados.

—¿Avería? ¿Pico?

Bates no respondió.

Llamó a la nave. Para cuando llegamos Cunningham había desarrollado otro pequeño tumor en la columna de la Teseo, un quirófano automatizado repleto de sensores y teleoperadores. Uno de los robots supervivientes agarró el cadáver y saltó a la nave en cuanto pasamos por debajo del caparazón, completando la entrega mientras atracábamos.

Renacimos para contemplar los frutos de una necropsia preliminar. ConSenso nos mostraba el fantasma holográfico del alienígena diseccionado como si de un macabro banquete despellejado se tratara. Sus brazos extendidos recordaban a columnas vertebrales humanas. Nos sentamos alrededor de la mesa y esperamos a que fuera otro el que probara el primer bocado.

—¿Tenías que dispararle con microondas? —saltó Cunningham, tamborileando con los dedos encima de la mesa—. La bestia está completamente cocida. Todas las células estallaron desde dentro.

Bates sacudió la cabeza.

—Se produjo una avería.

Cunningham le lanzó una mirada de contrariedad.

—Una avería que casualmente implica apuntar con exactitud contra un objeto en movimiento. No creo que fuera por casualidad.

Bates le sostuvo la mirada sin vacilación.

—Algo cambió la localización autónoma del blanco, de apagada a encendida. Casualidad. Azar.

—El azar es…

—Déjalo estar, Cunningham. Ahora mismo no me apetece escuchar tus chorradas.

El hombre puso los ojos en blanco, y su terso rostro cadavérico se volvió de repente hacia algo que había encima de nosotros. Seguí la dirección de su mirada: Sarasti nos observaba desde las alturas como un búho en busca de ratones de campo, derivando ligeramente con la brisa de Coriolis.

Tampoco esta vez llevaba puesto el visor. Yo sabía que no lo había perdido.

Traspasó a Cunningham con la mirada.

—Lo que has descubierto.

Cunningham tragó saliva. La anatomía alienígena se iluminó como un mosaico de teselas codificadas cuando pulsó algunas teclas.

—Está bien. Me temo que no puedo decir gran cosa a nivel celular. Dentro de las membranas no queda casi nada. Tampoco quedan muchas membranas, ya puestos. En términos de morfología general, el espécimen está comprimido dorsoventralmente y es radialmente simétrico, como se puede ver. Exoesqueleto calcáreo, cutícula plástica queratinizada. Nada especial.

Bates expresó su escepticismo.

—¿La piel de plástico no es nada especial?

—Dado el entorno medio me esperaba un plasma de Sanduloviciu. El plástico no es más que petróleo refinado. Carbono orgánico. Este ser tiene una base de carbono. Tiene incluso una base proteínica, aunque sus proteínas son mucho más resistentes que las nuestras. Numerosas cadenas de azufre para su sostén lateral, según he podido deducir de lo que no desnaturalizaron tus robots. —Los ojos de Cunningham miraban más allá de todos nosotros; su consciencia se hallaba visiblemente lejos a popa, pendiente de sensores remotos—. Los tejidos del ser están saturados de magnetita. En la Tierra se encuentra ese material en el cerebro de los delfines, las aves migratorias e incluso algunas bacterias… todo lo que utilice los campos magnéticos para orientarse. Si pasamos a las macroestructuras, encontramos un esqueleto interno neumático que, en principio, hace las veces de musculatura. El tejido contráctil proyecta gas a través de un sistema de vejigas que tensan o relajan cada uno de los segmentos de los brazos.

La luz regresó a los ojos de Cunningham el tiempo suficiente para concentrarse en su cigarro. Se lo llevó a los labios, aspiró hondamente y volvió a soltarlo.

—Fijaos en los pliegues que rodean la base de cada uno de los brazos. —Unos globos fláccidos se tiñeron de naranja en el cadáver virtual—. Cloacas, podría decirse. Todo se abre a ellas: comen, respiran y defecan por el mismo compartimento. No presenta otros orificios relevantes.

La Banda puso cara de asco. Sascha:

—¿No se… amontonan las tareas? Parece ineficiente.

—Si una está en uso, hay otras ocho puertas al mismo sistema. Desearás ser igual de «ineficiente» la próxima vez que te atragantes con un hueso de pollo.

—¿Qué come? —quiso saber Bates.

—No sabría decirlo. He encontrado una especie de mollejas contráctiles alrededor de las cloacas, lo que implica que mastican las cosas, o al menos que lo hicieron alguna vez. Aparte de eso… —Extendió las manos; el cigarrillo dejó tenues volutas a modo de estela—. Si esos contráctiles se inflan lo suficiente pueden crear un aislamiento estanco, por cierto. Lo que unido a la cutícula le permitiría a este organismo sobrevivir brevemente en el vacío. Y ya sabemos que tolera la radiación ambiental, aunque no me preguntéis cómo lo hace. Lo que tenga por genes debe de ser mucho más duro que lo nuestro.

—Así que puede sobrevivir en el espacio —reflexionó Bates.

—En el mismo sentido que un delfín sobrevive debajo del agua. Sólo por tiempo limitado.

—¿Cuánto?

—No estoy seguro.

—Sistema nervioso central —dijo Sarasti.

Bates y la Banda se quedaron repentina y sutilmente callados. La influencia de James se extendió por su cuerpo, suplantando la de Sascha.

Hilos de humo se elevaban de la boca y la nariz de Cunningham.

—No tiene nada de central, al parecer. Ni cefalización, ni órganos sensores agrupados siquiera. El cuerpo está cubierto de algo parecido a manchas oculares, o cromatóforos, o las dos cosas. Hay cerdas por todas partes. Y que yo sepa, si esos filamentos cocidos que he podido reconstruir después de tu «avería» son realmente nervios y no algo completamente distinto, cada una de esas estructuras se controla de forma independiente.

Bates se sentó con la espalda recta.

—¿En serio?

Cunningham asintió con la cabeza.

—Sería algo parecido a controlar individualmente el movimiento de cada cabello individual de la cabeza, aunque esta criatura está cubierta de cerdas diminutas, de arriba abajo. Lo mismo se aplica a sus ojos. Cientos de miles de ellos, todos sobre la cutícula. Cada uno es poco más que una mirilla, pero todos son capaces de enfocar independientemente de los demás y supongo que las distintas imágenes se integrarán en algún momento. El cuerpo entero actúa como una sola retina difusa. En teoría eso le proporciona una precisión visual enorme.

—Un conjunto de telescopios distribuidos —murmuró Bates.

—Hay un cromatóforo debajo de cada ojo; el pigmento es una especie de criptocromo, por lo que probablemente está relacionado con la vista, pero también puede ampliarse o contraerse por el tejido local. Eso sugiere pautas de pigmentación dinámicas, como las de un pulpo o un camaleón.

—¿Imitación de pautas de fondo? —preguntó Bates—. ¿Explicaría eso por qué no podía verlo Siri?

Cunningham abrió una ventana nueva y reprodujo un granuloso bucle visual de Siri Keeton y su invisible pareja de baile. La criatura que me había pasado desapercibida era siniestramente sólida para las cámaras: un discoide flotante dos veces tan ancho como mi torso, con brazos que se extendían de sus bordes como gruesas cuerdas nudosas. Sobre su superficie oscilaban pautas en oleadas; luces y sombras reflejadas en un remanso poco profundo.

—Como se puede ver, la pauta no imita al fondo —dijo Cunningham—. Ni siquiera se aproxima.

—¿Puedes explicar la ceguera de Siri? —dijo Sarasti.

—No —reconoció Cunningham—. Va más allá de la cripsis corriente. Pero Rorschach te hace ver toda clase de cosas que no están ahí. No ver algo que está ahí realmente podría reducirse básicamente a lo mismo.

—¿Otra alucinación? —pregunté.

Otro encogimiento de hombros mientras Cunningham aspiraba su humo.

—Hay muchas maneras de engañar al sistema visual humano. Es interesante que la ilusión fracasara en presencia de múltiples testigos, pero si queréis un mecanismo definitivo tendréis que proporcionarme más material de trabajo que eso. —Apuntó con el cigarro a los restos churruscados.

—Pero… —James cogió aliento, armándose de valor—. Estamos hablando de algo… sofisticado, al menos. Algo muy complejo. Una capacidad de proceso inmensa.

Cunningham asintió de nuevo con la cabeza.

—Calculo que el tejido nervioso constituye aproximadamente un treinta por ciento de la masa corporal.

—De modo que es inteligente. —La voz de James era apenas un susurro.

—Ni por asomo.

—Pero… El treinta por ciento…

—Treinta por ciento de cableado motriz y sensor. —Otra calada—. Es muy parecido a un pulpo; posee un número de neuronas enorme, pero la mitad de ellas le hacen falta para controlar las ventosas.

—Tenía entendido que los octópodos son muy inteligentes —dijo James.

—Para tratarse de simples moluscos, sin duda. ¿Tienes idea del cableado extra que necesitarías si los fotorreceptores de tus ojos estuvieran extendidos por todo tu cuerpo? Te harían falta aproximadamente trescientos millones de alargadores, para empezar, de entre medio milímetro y dos metros de largo. Lo que significa que todas tus señales están entrecortadas y desincronizadas, lo que significa miles de millones de puertas lógicas adicionales para cohesionar la información. Y eso te proporciona una sola imagen estática, sin filtros, sin interpretación, sin la menor integración en una serie temporal. —Escalofrío. Calada—. Ahora multiplica eso por todo el cableado extra necesario para concentrar todos esos visores sobre un objeto, o para reenviar toda esa información a los cromatóforos individuales, y luego súmale la capacidad de proceso requerida para dirigir esos cromatóforos de uno en uno. Un treinta por ciento igual consigue todo eso, pero dudo mucho que te quedara algo libre para la filosofía y la ciencia. —Agitó la mano en dirección a la bodega—. Ese… ese…

—Trepador —sugirió James.

Cunningham paladeó la palabra.

—Muy bien. Ese «trepador» es un absoluto milagro de la ingeniería evolutiva. Y más bruto que un arado.

Un momento de silencio.

—¿Entonces qué es? —preguntó al final James—. ¿La mascota de alguien?

—Un canario en la mina —sugirió Bates.

—Quizá ni siquiera eso —dijo Cunningham—. Quizá no sea más que un glóbulo blanco con waldos. Un bot de mantenimiento, a lo mejor. Dirigido a distancia, o actuando por instinto. Pero gente, aquí estamos pasando por algo cuestiones más importantes. ¿Cómo podría un anaerobio desarrollar una anatomía multicelular compleja, por no hablar de moverse tan deprisa como lo hacía esta cosa? Ese nivel de actividad consume grandes cantidades de ATP.

—Puede que no utilicen ATP —dijo Bates mientras yo consultaba los subtítulos: «adenosín trifosfato». La fuente de energía celular.

—Estaba repleto de ATP —le informó Cunningham—. Eso se puede deducir incluso de estos restos. La cuestión es cómo es capaz de sintetizar la sustancia lo bastante deprisa como para satisfacer la demanda. Los procedimientos puramente anaeróbicos no bastarían.

Nadie sugirió nada.

—En cualquier caso —dijo—, se acabó la clase. Si queréis detalles escabrosos, preguntadle a ConSenso. —Agitó los dedos de la mano libre: la disección espectral se desvaneció—. Seguiré trabajando, pero si queréis respuestas de verdad me tendréis que traer a uno vivo. —Aplastó su colilla contra el mamparo y paseó la mirada desafiante alrededor del tambor.

Los demás apenas reaccionaron; sus topologías seguían brillando con las declaraciones de hacía unos minutos. Puede que la especialidad de Cunningham fuera más relevante para el conjunto; puede que, en un universo reduccionista, los rudimentos bioquímicos siempre debieran tener preferencia sobre las sutilezas de la inteligencia extraterrestre y la etiqueta entre especies. Pero el caso era que Bates y la Banda se habían quedado rezagados, procesando revelaciones pretéritas. Y no sólo procesándolas, sino digiriéndolas. Se agarraban a los hallazgos de Cunningham como criminales convictos que acabaran de descubrir que un tecnicismo podía ponerlos en la calle.

Porque el trepador había muerto a nuestras manos, de eso no cabía la menor duda. Pero no era un alienígena, en realidad no. No era inteligente. Sólo era una célula con waldos. Más bruto que un arado.

Y cometer daños contra la propiedad quita menos el sueño que un asesinato.