Tenéis ojos, pero estáis ciegos.

Jesús de Nazaret

No sé qué sentir, pensé. Era un buen hombre. Era decente, era amable conmigo, incluso cuando no sabía que lo estaba escuchando. No lo conocía desde hacía mucho… no era exactamente un amigo… pero aun así. Debería extrañarlo. Debería llorarlo.

Debería sentir algo más que este miedo enfermizo a ser yo el siguiente

Sarasti no había perdido el tiempo. El sustituto de Szpindel nos recibió cuando salimos, recién descongelado, perfumado de nicotina. La rehidratación de su piel estaba en proceso —de sus muslos colgaban vejigas salinas—, aunque nunca lograría eliminar por completo las aristas de sus rasgos. Le crujían los huesos al moverse.

Miró detrás de mí y reparó en el cuerpo.

—Susan… Michelle, lo…

La Banda se dio la vuelta.

Tosió, empezó a ponerle un condón de cuerpo entero al cadáver.

—Sarasti quiere a todo el mundo en el tambor.

—Estamos calientes —dijo Bates. Aun finalizada antes de tiempo, la expedición había acumulado unos sieverts letales. Una leve náusea cosquilleaba en el fondo de mi garganta.

—Os descontaminaréis luego. —Un largo tirón a una cremallera y Szpindel desapareció, engullido por una untuosa mortaja gris—. Tú. —Se giró en mi dirección e indicó las quemaduras de mi mono—. Conmigo.

Robert Cunningham. Otro prototipo. Pelo moreno, mejillas enjutas, un mentón que podría servir de regla. Más experimentado y brusco que el hombre al que reemplazaba. Si Szpindel era un amasijo de tics y gestos nerviosos, como si estuviera permanentemente cargado de estática, el rostro de Cunningham era tan expresivo como el de un maniquí de cera. El wetware que dirigía aquellos músculos tenía otras prioridades. Incluso los temblores que padecía el resto de su cuerpo eran contenidos, suavizados por la nicotina que inhalaba cada dos bocanadas de aire.

Ahora no tenía ningún cigarro en la mano. Sostenía tan sólo el cuerpo amortajado de su malhadado predecesor y una antipatía recién descongelada por el sinteticista de a bordo. Le temblaban los dedos.

Bates y la Banda subieron en silencio por la columna. Cunningham y yo partimos detrás, transportando la mortaja de Szpindel entre los dos. Volvían a escocerme la pierna y el costado, ahora que Cunningham me lo había recordado. No habría mucho que pudiera hacer al respecto, sin embargo. Los rayos debían de haber cauterizado la carne a su paso, y si hubieran dañado algún órgano vital yo ya estaría muerto.

Formamos en fila de a uno al llegar a la escotilla: Szpindel primero, con Cunningham empujándolo por los talones. Cuando emergí al tambor Bates y la Banda habían bajado ya a la cubierta y ocupado sus asientos de costumbre. Sarasti, en carne y hueso, los observaba desde el extremo de la mesa de conferencias.

Tenía los ojos al descubierto. Desde este ángulo la suave luz de espectro pleno del tambor los despojaba de su brillo. Si uno no miraba muy de cerca, durante mucho rato, casi podría creer que aquellos ojos eran humanos.

BioMed aguardaba mi llegada. Cunningham señaló un diván de diagnóstico emplazado en una sección de la cubierta anclada que nos servía de enfermería; me acerqué flotando y me coloqué las correas. A dos metros de distancia, al otro lado de una barandilla hasta la cintura que se había elevado de la cubierta, el resto del tambor giraba suavemente. Bates, la Banda y Sarasti daban vueltas a mi alrededor como plomadas sujetas de un hilo.

Accedí a ConSenso para oírlos. James estaba hablando, con voz queda y carente de expresividad.

—Distinguí una pauta nueva en las constantes de formas. Algo en el enrejado. Parecía una señal. Aumentó al adentrarme en el túnel, la seguí, me desmayé. No recuerdo nada más hasta el camino de vuelta. Michelle me puso al corriente, lo mejor que pudo. Eso es todo lo que sé. Lo siento.

A cien grados de distancia, en la zona sin gravedad, Cunningham maniobró a su predecesor para meterlo en un ataúd con opciones distintas de los de proa. Me pregunté si pensaba enfrascarse en una autopsia durante la reunión. Me pregunté si oiríamos los ruidos que haría.

—Sascha —dijo Sarasti.

—Sí. —El característico acento de Sascha infectó la voz—. Mamá tenía el control. Me quedé completamente sorda y ciega cuando perdió el conocimiento. Intenté hacerme con el mando, pero algo me bloqueaba. Michelle, supongo. No sabía que tuviera tantas agallas. Ni siquiera podía ver nada.

—Pero tú no perdiste el sentido.

—Estuve consciente todo el tiempo, que yo sepa. Sólo que completamente a oscuras.

—¿Olor? ¿Tacto?

—Lo sentí cuando Michelle se meó en el traje. Pero no reparé en nada más.

Cunningham había vuelto a mi lado. El inevitable cigarro había aparecido entre sus labios.

—Nada te toca —dedujo el vampiro—. Nada te coge la pierna.

—No —dijo Sascha. No creía en las historias sobre monstruos invisibles de Michelle. Ninguno de nosotros las creía; ¿para qué molestarse, cuando la demencia podía explicar tan fácilmente todas las cosas que experimentábamos?

—Cruncher.

—Yo no sé nada. —Seguía sin acostumbrarme a la virilidad de la voz que emanaba ahora de la garganta de James. Cruncher era adicto al trabajo. Rara vez salía a la superficie en presencia de otros.

—Estás ahí —le recordó Sarasti—. Debes recordar alguna…

—Mamá me había enviado unas pautas para su análisis. Estaba trabajando en ellas. Todavía estoy trabajando en ellas —añadió intencionadamente—. No me di cuenta de nada. ¿Eso es todo?

Todavía no había sido capaz de obtener una buena lectura de él. A veces Cruncher parecía tener más en común con las decenas de módulos inconscientes que operaban en la cabeza de James que con los centros inteligentes que comprendían el resto de la Banda.

—¿No sientes nada? —presionó Sarasti.

—Sólo las pautas.

—¿Algo significativo?

—Espirales y cuadrículas fenomatemáticas estándar. Pero no he terminado. ¿Puedo irme ya?

—Sí. Llama a Michelle, por favor.

Cunningham me picoteó las heridas con anabolizantes, musitando para sí. Entre nosotros se rizaban unas tenues volutas de humo azul.

—Isaac encontró algunos tumores —observó.

Asentí y tosí. Tenía la garganta irritada. La náusea se había vuelto lo bastante pesada como para hundirse por debajo de mi diafragma.

—Michelle —repitió Sarasti.

—Aquí veo algunos más —prosiguió Cunningham—. A lo largo de la base de tu cráneo. Sólo unas pocas decenas de células por ahora, todavía no vale la pena quemarlos.

—Aquí. —La voz de Michelle era apenas audible, aun a través de ConSenso, pero por lo menos era la voz de un adulto—. Estoy aquí.

—¿Qué recuerdas, por favor?

—S-sentí… Mamá tenía el control, y de pronto desapareció y no había nadie más, así que tuve que… tomar el mando…

—¿Ves cerrarse el septo?

—En realidad no. Sentí cómo se oscurecía, pero cuando me di la vuelta ya estábamos atrapados. Y entonces sentí algo a mi espalda, no fue fuerte ni brusco, sencillamente fue como un golpe, y me agarró, y… y…

»Lo siento —dijo después de un momento—. Estoy un poco… mareada…

Sarasti esperó.

—Isaac —susurró Michelle—. Él…

—Sí. —Pausa—. Lo sentimos mucho.

—¿A lo mejor… se puede arreglar?

—No. Hay daños cerebrales. —La voz del vampiro transmitía algo parecido a la lástima, la afectación ensayada de un imitador excepcional. También había algo más, un ansia casi imperceptible, un poso sutil de tentación. No creo que nadie más lo oyera.

Estábamos enfermos, cada vez más. Los depredadores se sienten atraídos por los débiles y los heridos.

Michelle había vuelto a quedarse callada. Cuando continuó, la voz sólo le temblaba un poco:

—No puedo decirte gran cosa. Me agarró. Me soltó. Me vine abajo, y no puedo explicar por qué, es sólo que ese puto lugar te hace cosas, y fui… débil. Lo siento. No puedo decirte mucho más.

—Gracias —dijo Sarasti, al cabo.

—¿Puedo…? Me gustaría irme, si no te importa.

—Sí —dijo Sarasti. Michelle se hundió bajo la superficie mientras la sala común giraba a mi alrededor. No vi quién ocupó su lugar.

—Los soldados no vieron nada —observó Bates—. Cuando nos abrimos paso hasta el septo, el túnel estaba vacío al otro lado.

—Cualquier bicho habría tenido tiempo de sobra de darse el piro —dijo Cunningham. Afianzó los pies en la cubierta y se agarró a un asidero; el subtambor empezó a moverse. Presioné oblicuamente contra mis correas.

—No disiento —dijo Bates—. Pero si algo hemos aprendido sobre ese sitio es que no podemos fiarnos de nuestros sentidos.

—Fiaos de los de Michelle —dijo Sarasti. Abrió una ventana mientras yo me volvía más pesado: la imagen desde el punto de vista de uno de los robots de un pegote brillante zigzagueando tras las traslúcidas fibras de papel encerado del septo desollado. La linterna de James, al otro lado de la barrera. La imagen se bamboleó un poco mientras el dron atravesaba una bolsa de magnetismo, antes de reanudarse. Se bamboleó, se reanudó. Un bucle de seis segundos.

—Veo algo junto a la Banda.

Los que no éramos vampiros no veíamos nada. Sarasti se percató y congeló la imagen.

—Las pautas de defracción no son consistentes con una sola fuente de luz en el espacio abierto. Veo elementos más tenues, elementos reflectivos. Dos objetos oscuros próximos entre sí, de tamaño similar, reflejando la luz aquí —apareció un cursor en dos puntos completamente anodinos de la imagen— y aquí. Uno es la Banda. El otro es desconocido.

—Un momento —dijo Cunningham—. Si tú puedes ver a través de todo eso, ¿por qué Su… por qué Michelle no vio nada?

—Sinestésica —le recordó Sarasti—. Tú ves. Ella siente.

BioMed tembló ligeramente, sincronizando su ciclo con el del tambor; la barandilla volvió a hundirse en la cubierta. En una esquina lejana, algo sin ojos me espiaba mientras yo lo miraba.

—Mierda —susurró Bates—. Hay alguien en casa.

• • • •

En realidad nunca hablaban así, por cierto. Oiríais ruidos sin sentido —media decena de idiomas, toda una babel de lenguajes personales— si hablara con sus voces reales.

Algunos de los tics más simples son fieles al original: la beligerancia bienintencionada de Sascha, la aversión al pretérito de Sarasti. Cunningham perdió la mayoría de sus pronombres de género en un accidente imprevisto durante la manipulación de su lóbulo temporal. Pero iba más allá de eso. Todos ellos echaban mano del inglés, el hindi y el hadza cada dos frases; ningún científico real permitiría que las limitaciones conceptuales de un idioma único obstaculizaran sus ideas. En ocasiones actuaban casi como sinteticistas por derecho propio, conversando con gruñidos y gestos que a cualquier básico le parecerían incomprensibles. No es que los mejorados carezcan de aptitudes sociales; es sólo que una vez superado cierto punto, el discurso formal resulta condenadamente lento.

Salvo para Susan James. La contradicción ambulante, la mujer tan devota de idea de la comunicación como aglutinante que se había dividido el cerebro en porciones desunificadas para dejar clara su postura. Ella era la única a la que parecía importarle con quién estaba hablando. Los demás sólo hablaban para sí mismos, aunque estuvieran conversando entre ellos. Incluso los otros núcleos de James expresaban su opinión a su manera, y que cada cual lo tradujera como mejor pudiese. No suponía ningún problema. A bordo de la Teseo todo el mundo podía leer a los demás.

Pero a Susan James eso le daba igual. Ajustaba cada una de sus palabras al receptor, se amoldaba.

Yo soy un conducto. Existo para tender puentes, y no cumpliría con mi función si me limitara a contaros lo que decían estas personas. Por eso os relato lo que querían decir, y significará tanto para vosotros como podáis entender.

A excepción hecha de Susan James, lingüista y cabecilla, en quien puedo confiar para hablar por sí misma.

• • • •

Quince minutos para el apogeo: la máxima distancia segura, por si a Rorschach se le ocurría contraatacar. Abajo, a lo lejos, el campo magnético del artefacto presionaba contra la atmósfera de Ben como el meñique de Dios. Grandes nubarrones de tormenta convergían tras él; turbulentas filigranas del tamaño de lunas colisionaban a su paso.

Quince minutos para el apogeo, y Bates todavía esperaba que Sarasti cambiara de opinión.

En cierto modo, esto era culpa suya. Si se hubiera tomado esta misión como otro mal trago a pasar, quizá las cosas habrían seguido más o menos como hasta entonces. Habría existido un asomo de esperanza de que Sarasti nos permitiera rechinar los dientes y seguir adelante, hostigados ahora por trampas de resorte además del acostumbrado arsenal de sieverts, magnetismo y monstruos del id. Pero Bates había tenido que darle importancia.

Para ella no era otro simple pedazo de mierda más en la cloaca: era el que atascaba el desagüe.

«Ya nos encontramos al límite, intentando sobrevivir al entorno básico de esta cosa. Si ha empezado a tomar contramedidas deliberadas… no sé cómo podemos correr el riesgo.» Catorce minutos para el apogeo, y Amanda Bates todavía estaba arrepintiéndose de sus palabras.

En expediciones anteriores habíamos localizado veintiséis septos en diversas fases de desarrollo. Los habíamos bombardeado con rayos X. Con ultrasonidos. Habíamos visto cómo se extendían rezumando por los pasillos o se replegaban lentamente en las paredes. El iris que se había cerrado de golpe tras la Banda de los Cuatro era un animal completamente distinto.

«¿Y qué probabilidad hay de que el primero en activarse resultara venir equipado con prismas antiláser? No era un movimiento mecánico. Esa cosa estaba esperándonos.» Esperándonos por orden de…

Ésa era la cuestión. Trece minutos para el apogeo, y a Bates le preocupaban los inquilinos.

Siempre había sido una operación de allanamiento de morada, naturalmente. Eso no había cambiado. Pero cuando forzamos la cerradura pensábamos que íbamos a desvalijar una casa de vacaciones vacía, en fase de construcción todavía. Pensábamos que no tendríamos que preocuparnos por los dueños durante una temporada. No esperábamos que uno de ellos tuviera problemas de insomnio y nos pillara con las manos en la masa. Y ahora que lo había hecho y se había perdido de vista en el laberinto, era natural preguntarse qué armas podría tener guardadas debajo de la almohada…

«Esos septos pueden cerrarse en cualquier momento. ¿Cuántos hay? ¿Son fijos, o móviles? No podemos continuar sin conocer la respuesta a estas preguntas.» Al principio, Bates se había sorprendido y alegrado de que Sarasti estuviera de acuerdo con ella.

Doce minutos para el apogeo. Desde esta atalaya, muy por encima de la estática, la Teseo veía a través de la turbulenta y retorcida anatomía de Rorschach y no apartaba la mirada de la diminuta herida que le habíamos infligido en el costado. Nuestra tienda lapa la cubría como una ampolla; dentro, Jack nos proporcionaba una segunda vista en primera persona del experimento en curso.

«Señor. Sabemos que la Rorschach está habitada. ¿Queremos arriesgarnos a provocar aún más a sus ocupantes? ¿Queremos arriesgarnos a matarlos?» Sarasti no le había dirigido la mirada, no había dicho nada. De lo contrario, sus palabras podrían haber sido: «No entiendo cómo un pedazo de carne como tú consiguió llegar a la edad adulta».

Once minutos para el apogeo, y Amanda Bates lamentaba el hecho —no por vez primera— de que esta misión no estuviera bajo jurisdicción militar.

Íbamos a esperar hasta alcanzar la distancia máxima antes de realizar el experimento. «Rorschach podría interpretarlo como un gesto hostil», había admitido Sarasti, con una voz que no hacía la menor concesión a la ironía. Ahora lo teníamos delante, viendo las imágenes que proyectaba ConSenso encima de la mesa. Sobre sus ojos expuestos serpenteaban reflejos, sin lograr enmascarar por completo los destellos más profundos que había tras ellos.

Diez minutos para el apogeo. Susan James deseaba que Cunningham apagara ese condenado cigarro. El humo apestaba camino de los ventiladores, y además, no era necesario. Sólo era una afectación anacrónica, un instrumento para llamar la atención; si necesitaba la nicotina, un parche podría haber calmado sus temblores con la misma facilidad, sin humo ni olores.

No era eso lo único en que estaba pensando, sin embargo. Estaba preguntándose para qué habría llamado Sarasti a Cunningham a su tienda antes durante el turno, y por qué este último la había mirado de forma tan extraña después. Yo también me lo preguntaba. Una rápida consulta a los archivos de ConSenso me indicó que alguien había accedido a su historial médico en ese periodo. Leí sus resultados y dejé que las formas rebotaran de un hemisferio a otro en mi cabeza: una parte de mi cerebro se quedó con «oxitocina elevada» como razón más probable de aquella reunión. Había una posibilidad del ochenta y dos por ciento de que James se hubiera vuelto demasiado confiada para el gusto de Sarasti.

No tenía ni idea de cómo sabía yo eso. Nunca la tenía.

Nueve minutos para el apogeo.

Según nuestros cálculos no se había perdido casi ni una molécula de la atmósfera de Rorschach. Eso estaba a punto de cambiar por completo. Nuestra imagen del campamento base se partió como una bacteria escindida: una ventana se concentraba ahora en la tienda lapa; la otra, en un aumento táctico de gran angular del espacio que la rodeaba.

Ocho minutos para el apogeo. Sarasti tiró del enchufe.

Abajo, en la Rorschach, nuestra tienda reventó como un insecto bajo una bota. Un géiser brotó de la herida; una tormenta de nieve se arremolinaba a los lados, intrincados como encajes sus rizos cargados. La atmósfera salió en tromba al vacío, se diluyó, cristalizó. Por unos instantes, el espacio alrededor del campamento base rutiló como las estrellas. Era casi hermoso.

A Bates no le parecía hermoso en absoluto. Contemplaba aquella herida sangrante con un rostro tan inexpresivo como el de Cunningham, pero tenía las mandíbulas apretadas como una víctima del tétanos. Sus ojos saltaban de una imagen a otra: atenta a cosas jadeando en las sombras.

Rorschach se convulsionó.

Los gigantescos troncos y arterias se estremecieron, un temblor sísmico que se propagaba por toda la estructura. El epicentro comenzó a retorcerse, un vasto segmento rotando sobre su eje, la brecha en el centro de su longitud. Aparecieron líneas de tensión donde el trozo que rotaba chocaba con los trozos a ambos lados que no lo hacían; la estructura parecía suavizarse y estirarse allí, constriñéndose como un gran globo alargado que estuviera retorciéndose para lograr la forma de una ristra de salchichas.

Sarasti chasqueó la lengua. Los gatos emitían un sonido parecido cuando descubrían a un pájaro al otro lado de la ventana.

ConSenso gimió con el sonido de mundos que se rozaban: telemetría de los sensores de campo, con las orejas pegadas al suelo. Los controles de la cámara de Jack habían vuelto a paralizarse. La imagen que enviaba estaba ladeada y era granulosa. La máquina miraba sin parpadear al borde del agujero que habíamos excavado en el inframundo.

Los gemidos cesaron. Una última nube de delicado polvo cristalino se disipó en el espacio, apenas distinguible aun con el máximo aumento.

Ningún cuerpo. Ninguno visible, al menos.

De repente, movimiento en el campamento base. Al principio pensé que sería la estática de la imagen de Jack, rodeando líneas de contraste elevado… pero no, era innegable que algo se movía al filo del boquete que habíamos practicado. Algo culebreaba casi allí abajo, un millar de micelios grises que sobresalían de la superficie cortada y se adentraban despacio en la oscuridad.

—Es… ah —dijo Bates—. Producto de la caída de presión, supongo. Es una forma de sellar la brecha.

Dos semanas después de que la hiriéramos, Rorschach había empezado a curarse.

El apogeo quedaba ya a nuestra espalda. A partir de aquí era todo cuesta abajo. La Teseo inició el largo descenso de regreso a territorio enemigo.

—No usa septos —dijo Sarasti.