Si se puede ver, lo más probable es que no exista.
Kate Keogh,
Grounds for Suicide
Cinco veces lo hicimos. En cinco órbitas consecutivas nos lanzamos entre las fauces del monstruo, dejamos que nos masticara con un trillón de dientes microscópicos hasta que la Teseo recogía el sedal y nos remendaba. Nos arrastramos por el vientre de Rorschach a trancas y barrancas, concentrándonos todo lo posible en las tareas que nos ocupaban, intentando ignorar los fantasmas que cosquilleaban en nuestros mesencéfalos. A veces las paredes se flexionaban sutilmente a nuestro alrededor. A veces sólo nos lo parecía. A veces nos refugiábamos en nuestra campana de inmersión mientras pasaban en lánguidas espirales oleadas de carga y magnetismo, como bolos de ectoplasma que recorrieran el intestino de una divinidad poltergeist.
A veces nos pillaban al descubierto. La Banda reñía consigo misma, sin saber qué personalidad era cuál. Una vez me sumí en una suerte de parálisis consciente mientras unas manos alienígenas me arrastraban pasadizo abajo; por suerte otras manos me llevaron a casa, y unas voces que afirmaban ser reales me dijeron que me lo había inventado todo. En dos ocasiones Amanda Bates encontró a Dios, vio al cabrón ahí mismo enfrente de ella, supo sin la menor sombra de duda que el creador no sólo existía sino que le hablaba, a ella y a nadie más que ella. Las dos veces perdió la fe cuando la metimos en la campana, pero por un momento la situación fue crítica; sus drones de combate, ebrios de poder pero bajo control visual todavía, se alejaban de sus perímetros dando bandazos y nos apuntaban con sus armas a distancias demasiado cortas para nuestra tranquilidad.
Los soldados morían deprisa. Algunos apenas duraban más de una incursión; unos pocos sucumbían en cuestión de minutos. Los más longevos eran también los más lentos de la carnada, medio ciegos, medio lelos, atascada cada orden y respuesta por el descarnado sonido de alta frecuencia que zumbaba en sus tímpanos blindados. A veces los respaldábamos con otros que hablaban ópticamente: más rápidos pero nerviosos, y aún más vulnerables. Juntos nos defendían de una oposición que todavía no había dado la cara.
No le hacía falta. Nuestras tropas caían incluso en ausencia de fuego enemigo.
Trabajábamos a pesar de todo, entre ataques nerviosos, delirios y convulsiones ocasionales. Intentábamos guardarnos las espaldas unos a otros mientras los tentáculos magnéticos se adherían a nuestro oído interno y nos mareaban. A veces vomitábamos dentro de los cascos; en momentos así parábamos, pálidos, aspirando el aire acre entre dientes mientras las recicladoras filtraban pegotes y coágulos alrededor de nuestras cabezas. Y dábamos gracias mudas por el pequeño regalo de la antiadherencia y la antiestática de los visores.
Pronto se hizo evidente que mi presencia servía como algo más que simple carne de cañón. Daba igual que carecería de las aptitudes lingüísticas de la Banda o de los conocimientos sobre biología de Szpindel; era otro par de manos, en un lugar donde cualquiera podía quedar fuera de juego en un abrir y cerrar de ojos. Cuantas más personas mantuviera Sarasti en el terreno, mayor era la probabilidad de que por lo menos una de ellas retuviera un asomo de funcionalidad en un momento dado. Así y todo, no podía decirse que estuviéramos en condiciones de conseguir nada. Cada incursión era un ejercicio de temeridad e imprudencia.
Lo hacíamos de todos modos. Era eso o irse a casa.
El trabajo progresaba en incrementos infinitesimales, obstaculizado desde todos los frentes. La Banda no estaba encontrando ni rastro de signos o discurso que descifrar, pero la burda mecánica de esta cosa era fácil de observar. A veces Rorschach se particionaba, generaba crestas alrededor de sus pasadizos como los aros cartilaginosos que anillan una tráquea humana. En cuestión de horas algunas de ellas podían transformarse en iris contraídos, en septos completos, dúctiles como la cera derretida. Era como si estuviéramos observando el crecimiento de la estructura en discretos segmentos. Rorschach se desarrollaba principalmente desde las puntas de sus espinas; habíamos realizado nuestra incursión a cientos de metros de la más próxima, pero evidentemente el proceso se extendía por lo menos hasta allí.
Si aquello formaba parte del proceso de crecimiento normal, no obstante, era un débil eco de lo que debía de estar ocurriendo en el corazón de la colmena. Ésas no podíamos observarlas directamente, no desde dentro; a cien metros escasos de la espina el tubo se volvía demasiado letal aun para la carne suicida. Pero en el transcurso de aquellas cinco órbitas la Rorschach creció otro ocho por ciento, tan inconsciente y mecánicamente como la formación de un cristal.
En medio de todo aquello intentaba hacer mi trabajo. Recababa y colegía, manipulaba datos que ni siquiera entendía. Observaba los sistemas que me rodeaban como mejor podía, integraba cada tic y cada rasgo en la mezcla. Una parte de mi mente producía sinopsis y síntesis mientras otra observaba, incrédula y sin enterarse de nada. Ninguna de las dos partes era capaz de discernir de dónde habían salido aquellos descubrimientos.
Era complicado, eso sí. Sarasti no me dejaba volver a salir del sistema. Cualquier observación estaba contaminada por mi propia presencia perturbadora en la ecuación. Hacía lo que podía. No sugería nada que pudiera influir en ninguna decisión crítica. En el terreno hacía lo que se me ordenaba, y nada más. Procuraba ser como uno de los drones de Bates, una simple herramienta sin iniciativa ni impacto sobre la dinámica del grupo. Creo que lo conseguí, más o menos.
Mis informes se acumulaban puntualmente en la bandeja de salida de la Teseo, sin enviar. Las interferencias locales nos impedían establecer una señal para hablar con la Tierra.
• • • •
Szpindel tenía razón: los fantasmas nos seguían a nuestro regreso. Empezamos a oír otras voces aparte de la de Sarasti, susurrando a lo largo de la columna. A veces incluso el mundo envolvente brillantemente iluminado del tambor oscilaba y se estremecía por el rabillo del ojo, y más de una vez advertí huesudos fantasmas sin cabeza con brazos de más, anidados en el andamiaje. Parecían perfectamente sólidos vistos de refilón, pero si me concentraba en un punto se fundían en la sombra, en una oscura mancha traslúcida contra el fondo. Qué frágiles eran, estos fantasmas. El mero hecho de observarlos taladraba agujeros en ellos.
Szpindel había citado demencias una tras otra. Acudí a ConSenso en busca de definiciones y descubrí otro yo completo enterrado debajo del sistema límbico, debajo del rombencéfalo, debajo incluso del cerebelo. Habitaba en el bulbo raquídeo y era más antiguo que los propios vertebrados. Era una entidad autocontenida: oía, veía y sentía, con independencia de todas aquellas otras partes estratificadas encima como tardías ocurrencias evolutivas. No le preocupaba nada más que su propia supervivencia. No tenía tiempo para planes ni análisis abstractos, concentraba todos sus esfuerzos en el procesamiento sensorial más rudimentario. Pero era rápido, y obstinado, y podía reaccionar ante cualquier amenaza en una fracción del tiempo que tardarían sus avispados compañeros de habitación en percatarse siquiera de ellas.
Y aunque no pudiera —aunque el testarudo e inflexible neocórtex se negara a soltarle la correa— seguía intentando transmitir lo que veía, y así Isaac Szpindel experimentaba un inefable presentimiento de «dónde buscar». En cierto modo, poseía una versión rudimentaria de la Banda en su cabeza. Todos la poseíamos.
Indagué más y descubrí a Dios mismo en la carne del cerebro, encontré la estática que había dejado en trance a Bates y presa de convulsiones a Michelle. Rastreé el síndrome de Grey hasta su cuartel general en el lóbulo temporal. Oí voces que despotricaban en los cerebros de esquizofrénicos. Hallé infartos corticales que inspiraban a la gente a repudiar sus propias extremidades, me imaginé los campos magnéticos que debían de haber actuado en su lugar cuando Cruncher intentó mutilarse. Y en un reducto medio olvidado de los estudios de casos del siglo XX —archivado bajo «Mal de Cotard»— encontré a Amanda Bates y otros como ella, con el cerebro manipulado para negar su propio ser. «Yo antes tenía un corazón», me confesó uno de ellos desde los archivos. «Ahora tengo otra cosa que late en su lugar.» Otro exigía que lo enterraran, porque su cadáver ya empezaba a apestar.
Había más, todo un catálogo de perturbaciones afinadas que Rorschach todavía no nos había infligido. Sonambulismo. Agnosias. Negligencia espacial unilateral. ConSenso era un circo de rarezas lleno de monstruosidades que conseguían que la mente se asustara de su fragilidad: una mujer que había muerto de sed pese a tener agua a su alcance, no porque no pudiera ver el grifo sino porque era incapaz de reconocerlo. Un hombre para el que el lado izquierdo del universo no existía, que no podía percibir ni concebir siquiera la parte izquierda de su cuerpo, de una habitación, de una línea de texto. Un hombre para el que el concepto mismo de «izquierda» se había vuelto literalmente impensable.
A veces podíamos concebir cosas y aun así ser incapaces de verlas, aunque las tuviéramos delante de las narices. Rascacielos que surgían de la nada, interlocutores que se transformaban en otra persona aprovechando una distracción momentánea… y no nos dábamos cuenta. No era magia. No cabía calificarlo siquiera de ilusionismo. Lo llamaban ceguera de inatención, y estaba bien documentada desde hacía un siglo o más: una tendencia del ojo a pasar por alto cosas que la experiencia evolutiva clasificaba de improbables.
Descubrí lo opuesto a la ceguera cortical de Szpindel, un mal según el cual no es que el vidente crea estar ciego, sino que el invidente asegura ser capaz de ver. La idea misma era absurda hasta decir basta, y sin embargo allí estaban, retinas desprendidas, nervios ópticos destruidos, cualquier posibilidad de visión negada por las leyes físicas: chocando con las paredes, tropezando con los muebles, inventándose interminables ridiculeces para explicar su torpeza. Las luces, que alguien había apagado de repente. Un pájaro de vivos colores avistado por la ventana, distrayendo la atención del obstáculo interpuesto en su camino. Veo perfectamente, gracias. A mis ojos no les pasa nada.
Medidores en la cabeza, los había llamado Szpindel. Pero había más cosas allí dentro. Había un modelo del mundo, y no mirábamos en absoluto al exterior; nuestros yoes conscientes sólo veían la simulación de nuestras cabezas, una interpretación de la realidad, renovada constantemente por la información de los sentidos. ¿Qué ocurre cuando esos sentidos se apagan, pero el modelo —dañado tal vez por algún trauma o tumor— no se renueva? ¿Hasta cuándo seguiremos mirando sin ver en esa definición obsoleta, reciclando y manipulando la misma información caduca en un desesperado y subconsciente ejercicio de negación completamente sincero? ¿Cuándo caeremos en la cuenta de que el mundo que vemos no refleja el mundo donde vivimos, que nos hemos quedado ciegos?
A veces pasan meses, según los informes de casos. Para una pobre mujer, fue año y medio.
Apelar a la lógica no sirve de nada. ¿Cómo pudiste ver el pájaro si no hay ninguna ventana? ¿Cómo decide uno dónde termina la mitad visible de su mundo si no puede ver la otra mitad para compararlas? Si estás muerto, ¿cómo es que puedes oler tu propia descomposición? Si no existes, Amanda, ¿qué cosa es lo que está hablando con nosotros?
Inútil. Cuando uno es presa del síndrome de Cotard o de la negligencia espacial unilateral no hay argumento que valga. Cuando uno es esclavo de un artefacto alienígena sabe que el yo se ha ido, que la realidad acaba en el medio. Lo sabe con la misma certidumbre inamovible de quien está seguro de la posición de sus propias extremidades, con esa consciencia intrínseca que no requiere otra confirmación. Frente a semejante convicción, ¿qué es la razón? ¿Qué es la lógica?
Dentro de Rorschach no había sitio para ellas.
• • • •
Reaccionó a la sexta órbita.
—Nos está hablando —anunció James. Tenía los ojos abiertos como platos detrás del visor, pero no brillantes, no maniacos. A nuestro alrededor las entrañas de Rorschach rezumaban y reptaban por el rabillo de mi ojo; seguía requiriendo un esfuerzo ignorar aquella ilusión. Unas palabras extranjeras correteaban como animalillos bajo mi bulbo raquídeo cuando intenté concentrarme en un aro de protuberancias del tamaño de un dedo que cercaban un segmento de pared.
—No está hablando —dijo Szpindel desde el otro lado de la arteria—. Alucinas otra vez.
Bates no dijo nada. Dos soldados flotaban en medio del espacio, cubriendo tres ejes.
—Esta vez es distinto —insistió James—. La geometría… no es tan simétrica. Se parece casi al disco de Festo. —Giró despacio, señalando al pasadizo—: Creo que es más fuerte aquí abajo…
—Saca a Michelle —sugirió Szpindel—. A ver si ella consigue hacerte entrar en razón.
James se rio débilmente.
—Nunca te rindes, ¿verdad? —Accionó su pistola y planeó hacia la penumbra creciente—. Sí, definitivamente aquí es más fuerte. Hay contenido, superpuesto a…
Veloz como el pensamiento, Rorschach la incomunicó.
No había visto nunca nada tan rápido. No había ni rastro de la languidez a la que nos habían acostumbrado los septos de Rorschach, ni rastro de parsimoniosa contracción; el iris se cerró en un instante. De pronto la arteria sencillamente terminaba tres metros delante de nosotros, con una membrana negra mate punteada de finas espirales. Y la Banda de los Cuatro estaba al otro lado.
Los soldados se abalanzaron sobre ella sin perder tiempo, sus láseres restallaron en el aire. Bates estaba gritando: «¡Detrás de mí! ¡Pegaos a las paredes!», impulsándose a patadas por el espacio como un acróbata a cámara rápida, ocupando una posición elevada que debía de ser obvia para ella, al menos. Me dirigí sigilosamente al perímetro. Los hilos de plasma sobrecalentado cortaban el aire, tremolando. Szpindel, por el rabillo de mi ojo, se pegaba al lado opuesto del túnel. Las paredes se estremecían. Podía ver que los láseres estaban pasando factura; el septo se contraía a su contacto como papel quemado, una untuosa humareda negra se elevaba de sus bordes chamuscados y…
Un brillo inesperado, en todas partes. Un caos de luz fracturada inundó la arteria, mil ángulos fluctuantes de incidencia y reflejo. Era como estar atrapado en el vientre de un calidoscopio, apuntado al sol. La luz…
… y un pinchazo agudo en el costado, en el brazo izquierdo. Olor a carne quemada. Un grito, truncado.
¿Susan? ¿Estás ahí, Susan?
Primero iremos a por ti.
A mi alrededor, murió la luz; en mi interior, un enjambre de fosfenos la mezcló con las pseudovisiones crónicas que Rorschach me había implantado ya en la cabeza. Las alarmas trinaban irritantemente dentro de mi casco —«ruptura, ruptura, ruptura»— hasta que la tela inteligente del traje se suavizó y coaguló donde estaban los agujeros. Algo escocía demencialmente en mi costado izquierdo. Era como si me hubieran marcado a fuego.
—¡Keeton! ¡Comprueba el estado de Szpindel! —Bates había desactivado los láseres. Los soldados acortaron distancias para el mano a mano, extendiendo cañones candentes y garras de diamante para pelear con algún tipo de material prismático que brillaba suavemente tras aquella piel quemada.
Receptor fibroso, comprendí. Había fragmentado la luz láser, la había convertido en metralla luminosa y nos la había tirado a la cara. Muy listo.
Pero su superficie seguía estando encendida, aun con los láseres apagados; un fulgor difuso, intermitente y parpadeante, filtrado desde el extremo más alejado de la barrera mientras los drones roían infatigablemente el más próximo. Después de un momento caí en la cuenta: la lámpara del casco de James.
—¡Keeton!
Ya. Szpindel.
Su visor estaba intacto. El láser había derretido la malla de Faraday laminada en el cristal, pero el traje se encargaba de cerrar ya ese diminuto agujero. El agujero de detrás, taladrado limpiamente en su frente, persistía. Debajo, los ojos contemplaban el infinito sin pestañear.
—¿Y bien? —preguntó Bates. Podía leer sus vitales tan fácilmente como yo, pero la Teseo era capaz de realizar reconstrucciones postmortem.
Daños cerebrales al margen.
—No.
El chirrido de los taladros y las trituradoras cesó; se incrementó la luz ambiental. Aparté la mirada de los restos de Szpindel. Los soldados habían practicado un boquete en la subcapa fibrosa del septo. Uno de ellos continuo horadando hasta el otro lado.
Un sonido nuevo se unió a la mezcla, un suave gañido animal, desolado y disonante. Por un momento pensé que Rorschach estaba susurrándonos otra vez; sus paredes parecieron contraerse ligeramente a mi alrededor.
—¿James? —espetó Bates—. ¡James!
No era James. Era una niña en un cuerpo de mujer en un traje espacial blindado, loca de miedo.
El soldado trajo su cuerpo hecho un ovillo hasta nosotros. Bates lo cogió con delicadeza.
—¿Susan? Vuelve, Suze. Estás a salvo.
Los soldados flotaban intranquilos, alerta en todas direcciones, fingiendo que todo estaba controlado. Bates me miró de reojo.
—Llévate a Isaac.
Y se giró nuevamente hacia James.
—¿Susan?
—N… n-no —hipó una vocecita, la voz de una niña pequeña.
—¿Michelle? ¿Eres tú?
—Había una cosa —dijo la chiquilla—. Me cogió. Me cogió la pierna.
—Nos largamos de aquí. —Bates se llevó a la Banda de regreso por el pasillo. Uno de los soldados se quedó atrás, vigilando el agujero; el otro encabezó la comitiva—. Se ha ido —dijo con suavidad Bates—. Ahí ya no hay nada. ¿Ves la imagen?
—No se puede v-ver —susurró Michelle—. Es in… es in… visible…
El septo iba quedándose atrás en la curva mientras nos retirábamos. El boquete practicado en su centro nos observaba como la pupila aserrada de un inmenso ojo sin párpado. Se mantuvo vacío mientras estuvo a la vista. No salió nada para perseguirnos. Nada que nosotros pudiéramos ver. Un pensamiento empezó a repetirse cíclicamente en mi cabeza, una oración fúnebre poco inspirada sacada de una confesión escuchada a hurtadillas, imposible de acallar por mucho que lo intentara.
Isaac Szpindel no había llegado a las semifinales después de todo.
• • • •
Susan James volvió a nosotros durante el ascenso. Isaac Szpindel no.
Nos desvestimos sin decir nada en la burbuja de descontaminación. Bates, la primera en quitarse el traje, hizo ademán de acercarse a Szpindel, pero la Banda la detuvo con una mano y una sacudida de cabeza. Sus personalidades se sucedían a velocidad de vértigo mientras desnudaban el cadáver. Susan se desembarazó del casco, la mochila y el peto. Cruncher mudó la plateada piel de plomo que lo cubría del cuello a los pies. Sascha se libró del mono y expuso su pálida desnudez. Salvo por los guantes. Dejaron los guantes de retroalimentación en su sitio; eternamente táctiles las yemas de sus dedos, eternamente insensible su piel. A lo largo de todo el proceso, los ojos de Szpindel permanecieron abiertos sin pestañear bajo el agujero de su frente, concentrada su mirada vidriosa en cuásares lejanos.
Esperaba que Michelle apareciera a su vez para cerrárselos, pero no llegó a hacerlo.