Los depredadores corren por su cena. Las presas corren por su vida.
Viejo proverbio ecologista
Estábamos ciegos e indefensos, encajonados en una frágil burbuja tras las líneas enemigas. Pero los susurros habían cesado por fin. Los monstruos se habían quedado al otro lado de las mantas.
Y Amanda Bates estaba allí fuera con ellos.
—Qué cojones —exhaló Szpindel.
Los ojos tras su visor se veían activos e inquietos.
—¿Puedes ver? —pregunté.
Asintió con la cabeza.
—¿Qué le ha pasado a Bates? ¿Se le rompió el traje?
—No lo creo.
—¿Entonces por qué ha dicho que estaba muerta? ¿Qué…?
—Quería decir literalmente —le expliqué—. No «puedo darme por muerta» ni «voy a morir». Quería decir muerta ahora. Como si fuera un cadáver parlante.
—¿Cómo…? —«¿…lo sabes?» Una pregunta estúpida. Su rostro sufrió tics y temblores dentro del casco—. Es una locura, ¿eh?
—Define locura.
La Banda flotaba en silencio, mejilla con mejilla detrás de Szpindel en el reducido habitáculo. Cruncher había dejado de obsesionarse con su pierna en cuanto sellamos la entrada. O puede sencillamente que lo hubieran reducido; me pareció ver facetas de Susan en la crispación de aquellos gruesos dedos enguantados.
El aliento de Szpindel resonaba de fondo en el enlace.
—Si Bates está muerta, nosotros también.
—A lo mejor no. Esperaremos a que pase el pico y saldremos de aquí. Además —añadí—, no estaba muerta. Sólo dijo que lo estaba.
—Joder. —Szpindel estiró el brazo y apretó la palma del guante contra la piel de la tienda. Tanteó la tela adelante y atrás—. Alguien colocó un transductor…
—Ocho en punto —dije—. Más o menos un metro. —Szpindel apoyó la mano en la pared opuesta a la vaina. Mi HUD se inundó de números de segunda mano, propagados como vibraciones por su brazo y transmitidos a nuestros trajes.
Seguía habiendo cinco teslas ahí fuera. Y bajando, no obstante. La tienda se expandió a nuestro alrededor como si respirara, para volver a encogerse un segundo después al pasar de largo un frente de bajas presiones transitorio.
—¿Cuándo has recuperado la vista? —pregunté.
—En cuanto entramos.
—Antes. Viste la batería.
—Se me escapó —refunfuñó—. Aunque tampoco es que sea menos manazas cuando no estoy ciego, ¿eh? ¡Bates! ¿Estás ahí?
—Alargaste el brazo a por ella. Estuviste a punto de atraparla. La ceguera te lo habría impedido.
—La ceguera normal, sí. Pero ésta era cortical. ¿Amanda? Responde, por favor.
—¿Ceguera cortical?
—A los receptores no les ocurre nada —dijo distraídamente—. El cerebro procesa la imagen, pero no puede acceder a ella. El bulbo raquídeo toma los mandos.
—¿Tu bulbo raquídeo ve pero tú no?
—Algo así. Cierra el pico y déjame… Amanda, ¿puedes oírme?
—… no…
No provenía de nadie que estuviera en la tienda, esa voz. Había bajado como un escalofrío por el brazo de Szpindel, apenas audible, con el resto de la información. Del exterior.
—¡Mayor Mandy! —exclamó Szpindel—. ¡Estás viva!
—… no… —Un susurro parecido a la estática.
—Bueno, estás hablando con nosotros, así que de muerta no tienes ni un pelo.
—No…
Szpindel y yo cruzamos las miradas.
—¿Cuál es el problema, mayor?
Silencio. La Banda chocó suavemente contra la pared detrás de nosotros, con todas sus facetas opacas.
—¿Mayor Bates? ¿Puedes oírme?
—No. —Era una voz muerta: sedada, atrapada en una pecera, transmitida por extremidades y plomo a una tasa de baudios de tres dígitos. Pero definitivamente era la voz de Bates.
—Mayor, tienes que entrar en la tienda —dijo Szpindel—. ¿Puedes llegar?
—… no…
—¿Estás herida? ¿Te lo impide algo?
—… n-no.
Puede que no fuera su voz, después de todo. Puede que sólo fueran sus cuerdas vocales.
—Mira. Amanda, es peligroso. Ahí fuera hay demasiado peligro, ¿lo entiendes? Te…
—No estoy aquí fuera —dijo la voz.
—¿Dónde estás?
—… en ninguna parte.
Miré a Szpindel. Szpindel me miró a mí. Ninguno de los dos dijo nada.
James sí. Por fin, y en voz baja:
—¿Y qué eres, Amanda?
No hubo respuesta.
—¿Eres Rorschach?
Allí en el vientre de la bestia, era tan fácil creer.
—No…
—¿Entonces qué?
—N… nada. —La voz era monótona y mecánica—. No soy nada.
—¿Quieres decir que no existes? —preguntó Szpindel, despacio.
—Sí.
La tienda respiró a nuestro alrededor.
—¿Entonces cómo puedes hablar? —le preguntó Susan a la voz—. Si no existes, ¿con qué estamos hablando?
—Con otra… cosa. —Un suspiro. Una exhalación de estática—. Conmigo no.
—Mierda —musitó Szpindel. La determinación y una idea repentina iluminaron sus superficies. Apartó la mano de la pared; mi HUD enmudeció al instante—. Se le están friendo los sesos. Tenemos que meterla aquí. —Alargó la mano hacia la trabilla.
Estiré el brazo a mi vez.
—El pico…
—Llegó ya a su máximo, comisario. Lo peor ya ha pasado.
—¿Quieres decir que es seguro?
—Es letal. Siempre es letal, y ella está ahí fuera inmersa en ello, y se podría provocar graves daños ella sola en su pres…
Algo golpeó la tienda desde fuera. Algo agarró el pestillo exterior y tiró.
Nuestro refugio se abrió como un ojo. Amanda Bates nos miró a través de la membrana expuesta.
—Registro tres coma ocho —dijo—. Eso es tolerable, ¿verdad?
No se movió nadie.
—Vamos, chicos. Se acabó el recreo.
—Ama… —empezó Szpindel—. ¿Estás bien?
—¿Aquí? Imposible. Pero tenemos trabajo que hacer.
—¿Tú… existes? —pregunté.
—¿Qué estupidez es ésa? Szpindel, ¿cómo de fuerte es este campo? ¿Podemos trabajar en él?
—Ah… —Tragó saliva audiblemente—. Tal vez sería mejor abortar, mayor. Ese pico fue…
—Según mis instrumentos, el pico ha pasado. Y tenemos menos de dos horas para terminar de montar el equipo, tomar muestras del terreno y largarnos de aquí. ¿Podemos hacer eso sin alucinar?
—No creo que logramos sacudirnos de encima los nervios —reconoció Szpindel—. Pero no deberíamos preocuparnos por… efectos extremos… hasta que se produzca otro pico.
—Bien.
—Lo que podría suceder de un momento a otro.
—No estábamos alucinando —dijo James en voz baja.
—Podemos discutirlo más tarde —sentenció Bates—. Ahora…
—Había una pauta ahí —insistió James—. En los campos. En mi cabeza. Rorschach estaba hablando. Quizá no con nosotros, pero estaba hablando.
—Bien. —Bates retrocedió para franquearnos el paso—. A ver si ahora por fin conseguimos aprender a responderle.
—Tal vez deberíamos aprender a escuchar —dijo James.
• • • •
Huimos como niños asustados poniendo cara de valientes. Dejamos atrás un campamento base: Jack, milagrosamente operativo todavía en su vestíbulo; un túnel a la mansión embrujada; solitarios magnetómetros abandonados a su suerte con la vana esperanza de que no sucumbieran. Crudos pirómetros y termógrafos, antiguos aparatos a prueba de radiación que medían el mundo mediante la flexión y extensión de pastillas metálicas y cincelaban sus descubrimientos en rollos de plástico. Globos que brillaban en la oscuridad, campanas de inmersión y cuerdas guía amarradas unas a otras. Lo dejamos atrás todo, y prometimos regresar dentro de treinta y seis horas si sobrevivíamos hasta entonces.
Dentro de cada uno de nosotros, unas laceraciones infinitesimales nos estaban haciendo papilla las células. Las membranas de plasma sufrían innumerables filtraciones. Las enzimas de reparación, abrumadas, se aferraban desesperadamente a genes hechos jirones y apenas retrasaban lo inevitable. Ansiosos por adelantarse al tráfico en hora punta, parches de mi revestimiento intestinal comenzaron a desportillarse antes de que el resto del cuerpo tuviera ocasión de morir.
Cuando atracamos en la Teseo, Michelle y yo nos sentíamos mareados. (El resto de la Banda no, curiosamente; no lograba explicarme cómo era posible tal cosa.) Los demás presentarían los mismos síntomas en cuestión de minutos. Sin intervención nos pasaríamos los dos días siguientes vomitando las tripas. Luego el cuerpo fingiría recuperarse; durante tal vez una semana no sentiríamos dolor, pero estaríamos desahuciados. Caminaríamos, hablaríamos y nos moveríamos como cualquier otro ser vivo, y quizá nos convenceríamos incluso de que éramos inmortales después de todo.
Entonces nos derrumbaríamos, corroídos por dentro. Sangraríamos por los ojos, la boca y el ano, y si había algún dios misericordioso moriríamos antes de abrirnos como fruta podrida.
Pero naturalmente la Teseo, nuestra redentora, nos salvaría de semejante destino. Desfilamos desde el trasbordador a un inmenso globo que Sarasti había erigido para recoger nuestros efectos personales; nos quitamos los trajes y la ropa contaminada y salimos desnudos a la columna. Cruzamos el tambor en fila india, muertos vivientes en formación. Jukka Sarasti —discretamente distante en el suelo rotatorio— se impulsó de un salto cuando pasamos y desapareció a popa, para echar nuestras prendas radiactivas al descompilador.
En la cripta. Nuestros ataúdes esperaban abiertos al otro lado del mamparo del fondo. Nos hundimos agradecidos y mudos en su abrazo. Bates tosió sangre mientras descendían las tapas.
Mis huesos zumbaban cuando la capitana empezó a desconectarme. Me dormí cadáver. Sólo la teoría y las palabras reconfortantes de la maquinaria amiga me aseguraban que volvería a nacer algún día.
• • • •
«Keeton, espabila.»
Desperté famélico. Unas voces apagadas llegaban hasta mí procedentes del tambor. Me quedé flotando un momento en la vaina, con los ojos cerrados, saboreando las ausencias: ni dolor, ni náusea. Ni la sobrecogedora sensación subliminal de tu cuerpo convirtiéndose poco a poco en puré. Debilidad, y hambre; por lo demás me encontraba bien.
Abrí los ojos.
Algo parecido a un brazo. Gris y húmedo, demasiado… demasiado delgado para ser humano. Sin mano en su extremo. Demasiadas articulaciones, una extremidad rota en una decena de puntos. Se extendía desde un cuerpo apenas visible por encima del borde de la vaina, un atisbo de masa oscura y más extremidades en movimiento inconexo. Se detuvo flotando ante mí, como si lo hubiera pillado haciendo algo malo.
Cuando conseguí reunir el aliento necesario para gritar, ya se había perdido de vista.
Salí de la vaina desbocado, todo ojos. Ahora no veían nada: una cripta vacía, un toma notas desnudo. El mamparo reflejaba vainas vacías a los lados. Accedí a ConSenso: todos los sistemas activos.
No se reflejaba, recordé. No aparecía en el espejo.
Me dirigí a popa, con el corazón martilleando aún en el pecho. El tambor se abrió a mi alrededor, Szpindel y la Banda conversaban en voz baja al fondo. Szpindel levantó la cabeza y una mano temblorosa a modo de saludo.
—Tienes que auscultarme —llamé. Mi voz no sonaba ni la mitad de firme que esperaba.
—Admitir que se tiene un problema es el primer paso —respondió Szpindel—. Pero no esperes milagros. —Se giró hacia la banda; con James al timón, estaban sentados en un diván de diagnóstico, mirando fijamente una pauta de análisis que se reflejaba en el mamparo de atrás.
Me agarré a la esquina de una escalera y bajé de un salto. Coriolis me empujó a un lado como una bandera al viento.
—O estoy alucinando o hay algo a bordo.
—Estás alucinando.
—Hablo en serio.
—Y yo. Coge un número. Aguarda tu turno.
Hablaba en serio. Una vez me obligué a serenarme y leer las señales, vi que ni siquiera estaba sorprendido.
—Supongo que estarás muerto de hambre después de la agotadora siesta que te has echado, ¿eh? —Szpindel indicó la cocina—. Come algo. Estaré contigo enseguida.
Me obligué a desentumecer las últimas sinapsis mientras comía, pero eso sólo requería la mitad de mi mente; la otra mitad seguía temblando de miedo residual, debatiéndose entre el instinto de huir y el de plantar cara. Intenté distraerme consultando las grabaciones de BioMed.
—Era real —estaba diciendo James—. Todos lo vimos.
No. No podía serlo.
Szpindel carraspeó.
—Prueba con esto.
La imagen me mostró lo que ella veía: un pequeño triángulo negro sobre fondo blanco. Al instante siguiente se dividió en una decena de copias idénticas, y luego en una decena de decenas. La proliferación de triangulitos rotaba alrededor de la pantalla central, geométricos y primitivos bailes de salón en formación precisa, todos ellos generando triángulos más pequeños en sus puntas, fractalizando, rotando, evolucionando en un teselado tan intrincado como infinito…
Un retrato robot, comprendí. Una reconstrucción visual interactiva, sin la verborrea. El wetware de combinación de pautas de Susan reaccionaba ante lo que veía —«no, había más; no, la orientación está mal; sí, así, pero más grande»— y la máquina de Szpindel extraía esas reacciones directamente de su cabeza y las plasmaba gráficamente en tiempo real. Era un gran paso adelante respecto a ese burdo atajo llamado lenguaje. Alguien más impresionable podría haberlo calificado incluso de telepatía.
No lo era, sin embargo. Se trataba de simple retroalimentación y correlación. No hace falta ser telépata para transformar un conjunto de pautas en otro. Por suerte.
—¡Eso es! ¡Eso es! —exclamó Susan.
Los triángulos habían iterado hasta desaparecer. Ahora la imagen estaba llena de pentagramas asimétricos interconectados, una telaraña de escamas de pez.
—No nos dirás que eso es «ruido aleatorio» —dijo Susan, triunfal.
—No —respondió Szpindel—. Es una constante de Klüver. —Una…
—Es una alucinación, Suze.
—Por supuesto. Pero algo nos la plantó en la cabeza, ¿verdad? Y…
—Estaba en tu cabeza desde siempre. Estaba en tu cabeza el día que naciste.
—No.
—Es un artefacto de estructura cerebral profunda. Incluso los ciegos congénitos las ven a veces.
—Ninguno de nosotros las había visto antes. Jamás.
—Te creo. Pero no hay información ahí, ¿eh? Eso no era Rorschach hablando, sólo… interferencias. Como todo lo demás.
—¡Pero era tan real! No como esos destellos evanescentes que veíamos de refilón por todas partes. Esto era sólido. Era más real que la realidad.
—Por eso se sabe que no lo era. Puesto que no lo ves realmente, no hay defectuosa óptica ocular que limite la resolución.
—Oh —dijo James, y luego, en voz baja—: Mierda.
—Ya. Lo siento. —A continuación—: Cuando estés listo.
Levanté la cabeza; Szpindel estaba haciéndome señas para que me acercara. James se levantó de su silla, pero fue Michelle la que le dio un rápido apretón desconsolado y Sascha la que pasó rezongando junto a mí camino de su tienda.
Cuando llegué a él, Szpindel había convertido el diván en un catre.
—Túmbate.
Me tumbé.
—Antes no me refería a que fuera en Rorschach, ¿sabes? Quería decir aquí. He visto algo ahora mismo. Al despertar.
—Levanta la mano izquierda —dijo—. Sólo la izquierda, ¿eh?
Bajé la derecha, torcí el gesto ante el pinchazo.
—Eso es un poco primitivo.
Ojeó la cubeta llena de sangre que sujetaba entre el pulgar y el índice: una trémula lágrima de rubí del tamaño de una uña.
—Las muestras físicas siguen siendo las mejores para según qué cosas.
—¿No se supone que tienen que hacerlo todo las vainas?
Szpindel asintió.
—Considéralo un test de control de calidad. Impide que la nave se confíe. —Dejó la muestra encima del mostrador más cercano. La lágrima se aplanó y estalló; la superficie se bebió mi sangre como si estuviera sedienta. Szpindel chasqueó los labios—. Inhibidores de colinesterasa elevados en el reticulocito. Ñam.
Por lo que parecía, mi análisis de sangre le sabía realmente bien. Szpindel no se limitaba a leer los resultados; los sentía, olía, veía y experimentaba cada átomo de información como gotas de cítrico en la lengua. El subtambor de BioMed entero era una simple parte de las prótesis de Szpindel: un cuerpo extendido con decenas de modos sensores distintos, obligado a hablarle a un cerebro que sólo conocía cinco.
No era de extrañar que simpatizara con Michelle. Él también era casi sinestésico.
—Estuviste allí dentro un poco más que el resto de nosotros —observó.
—¿Eso es significativo?
Un encogimiento de hombros sincopado.
—A lo mejor tus órganos se cocieron un poco más que los nuestros. A lo mejor es sólo que eres de constitución delicada. Tu vaina habría detectado cualquier cosa… inminente, así que supongo que… ah.
—¿Qué?
—Algunas células cerebrales presentan un exceso de actividad. Más en tu vejiga y riñones.
—¿Tumores?
—¿Qué esperabas? La Rorschach no es ningún balneario.
—Pero la vaina…
Szpindel hizo una mueca; su idea de una sonrisa tranquilizadora.
—Repara el noventa y nueve por ciento del daño, claro. Cuando llegas al último cero coma uno, los rendimientos decrecen. Éstos son pequeños, comisario. Lo más probable es que tu propio organismo se encargue de ellos. Si no, sabemos dónde viven.
—Los de mi cerebro. ¿Podrían ser la causa…?
—Imposible. —Se mordisqueó el labio inferior un momento—. Claro que el cáncer no es lo único que nos dejó esa cosa.
—Lo que vi. En la cripta. Tenía brazos multiarticulados que salían de una masa central. Tan grande como una persona, quizá.
Szpindel asintió con la cabeza.
—Acostúmbrate a ello.
—¿Los demás también ven estas cosas?
—Lo dudo. Todo el mundo reacciona a su manera, como —el tic de su rostro parecía querer expresar: «¿Me atreveré a decirlo?»— a las manchas de Rorschach.
—Me esperaba alucinaciones sobre el terreno —admití—, ¿pero aquí arriba?
—Los efectos de la estimulación magnética craneal —Szpindel chasqueó los dedos— son persistentes, ¿eh? Cuando se obliga a las neuronas a adoptar un estado, tardan lo suyo en abandonarlo. ¿No recibiste nunca un AAT? ¿Un chico tan bien ajustado como tú?
—Una o dos veces —dije—. Puede.
—El principio es el mismo.
—De modo que voy a seguir viendo esta cosa.
—La versión oficial es que desaparecen con el tiempo. Dentro de un par de semanas habrás vuelto a la normalidad. Pero ahí fuera, con esa cosa… —Se encogió de hombros—. Demasiadas variables. Una de las cuales es, supongo, que seguiremos regresando mientras Sarasti no diga lo contrario.
—Pero básicamente son efectos magnéticos.
—Probablemente. Aunque no pienso apostar contra nada que tenga que ver con ese hijoputa.
—¿Podría estar provocándolas otra cosa? —pregunté—. ¿Algo a bordo de esta nave?
—¿Como qué?
—No lo sé. Una fuga en el escudo magnético de la Teseo, tal vez.
—Normalmente no. Claro que todos tenemos redes implantadas en la cabeza, ¿eh? Y tú tienes un hemisferio entero de prótesis ahí arriba, quién sabe qué clase de efectos secundarios podrían provocarte. ¿Por qué? ¿Rorschach no te parece razón suficiente?
«Los he visto antes», podría haber dicho.
A lo que Szpindel respondería: «Oh, ¿cuándo? ¿Dónde?».
Y yo contestaría tal vez: «Cuando estaba fisgando en tu intimidad», y cualquier posibilidad de «observación no invasiva» se haría añicos del tamaño de átomos.
—Seguramente no es nada. Es sólo que últimamente estoy… nervioso. Me pareció ver algo raro en el núcleo espinal, antes de que aterrizáramos en Rorschach. Sólo por un segundo, sabes, y desapareció en cuanto me fijé en ello.
—¿Brazos multiarticulados con una masa central?
—Dios, no. Un destello nada más, en realidad. Si era algo, probablemente sería la pelota de goma de Amanda flotando por ahí.
—Probablemente. —Szpindel casi parecía divertido—. No nos hará ningún daño comprobar si hay fugas en el escudo, no obstante. Por si acaso. No nos hace falta nada más que nos haga ver cosas, ¿eh?
Sacudí la cabeza al recordar mis pesadillas.
—¿Cómo están los otros?
—La Banda está bien, aunque algo decepcionada. No he visto a la mayor. —Se encogió de hombros—. A lo mejor está evitándome.
—Le pegó fuerte.
—No más que al resto de nosotros, en realidad. Puede que ni siquiera se acuerde.
—¿Cómo… cómo pudo llegar a creer que ni siquiera existía?
Szpindel sacudió la cabeza.
—No lo creía. Lo sabía. Era un hecho.
—¿Pero cómo…?
—El medidor de la batería del coche, ¿vale? A veces el contacto se corroe. El indicador se queda congelado en vacío, así que piensas que está vacío. ¿Qué vas a pensar si no? No puedes meter la cabeza y contar los electrones.
—¿Intentas decirme que el cerebro tiene una especie de medidor de la existencia?
—El cerebro tiene toda clase de medidores. Puedes «saber» que estás ciego aunque no lo estés; puedes «saber» que ves, aunque te hayas quedado ciego. Y, sí, puedes «saber» que no existes aunque no sea verdad. La lista es larga, comisario. El mal de Cotard, el de Antón, el de Damasco. Eso para empezar.
No había mencionado la ceguera cortical.
—¿Cómo era? —pregunté.
—¿Qué? —Aunque sabía exactamente a lo que me refería.
—Tu brazo… ¿se movió solo? ¿Cuando intentaste atrapar aquella batería?
—Oh. Nah. Todavía tienes el mando, es sólo… es una impresión, eso es todo. Un presentimiento sobre dónde buscar. Una parte del cerebro jugando a las adivinanzas con la otra, ¿eh? —Señaló el diván—. Levanta. Ya te he visto las feas entrañas bastante por hoy. Y dile a Bates que venga si averiguas dónde se esconde. Probablemente en Fab, construyendo un ejército más numeroso.
Los recelos destellaban en él como la luz del sol.
—Tienes un problema con ella —dije.
Empezó a negarlo, antes de recordar con quién estaba hablando.
—Nada personal. Es sólo que… un nodo humano al mando de infantería mecánica. Reflejos electrónicos sometidos a los de la carne. Dime tú dónde está el punto débil.
—Abajo en Rorschach, yo diría que todos los eslabones de la cadena son débiles.
—No me refería a Rorschach —dijo Szpindel—. Nosotros hemos ido allí. ¿Qué les impide a ellos venir aquí?
—Ellos.
—A lo mejor todavía no han llegado —admitió—. Pero cuando lleguen, estoy seguro de que nos enfrentaremos a algo más grande que unos microbios anaeróbicos. —Cuando no respondí continuó, bajando la voz—. Y además, Control de la Misión no tenía ni zorra de la Rorschach. Pensaban que estaban enviándonos a algún lugar donde los drones podrían hacer todas las tareas pesadas. Pero qué poco les gusta no estar al mando, ¿eh? Les cuesta admitir que los soldados no son más listos que los generales. De modo que nuestras defensas se ven comprometidas por intereses políticos… como si eso fuera una novedad… y yo no seré militar, pero se me antoja que esa estrategia es deplorable.
Me acordé de Amanda Bates, comadrona durante el parto de sus tropas. «Soy más bien una precaución de seguridad…»
—Amanda… —empecé.
—Mandy me cae bien. Es un mamífero mono. Pero si nos dirigimos a una situación de combate no quiero que me cubra la espalda una red sostenida por su eslabón más débil.
—Si vamos a estar rodeados por un enjambre de robots asesinos, quizá…
—Ya, la gente siempre dice lo mismo. No podemos confiar en las máquinas. A los luditas les encanta pontificar sobre los cruces de cables informáticos, y sobre cuántas guerras accidentales pudieron evitarse porque fue una mano humana la que tuvo la última palabra. Pero lo gracioso del asunto, comisario, es que nadie habla de todas las guerras intencionadas que se declararon por ese mismo motivo. ¿Sigues escribiendo esas postales para la posteridad?
Asentí con la cabeza y no respingué interiormente. Sólo era Szpindel.
—Bueno, pues tienes mi permiso para incluir esta conversación en la próxima. Como si fuera a servir de algo.
• • • •
Imagínate que eres una prisionera de guerra.
Tienes que reconocer que lo veías venir. Llevabas averiando tecnología y sembrando biosoles dieciocho meses seguidos; es una buena racha, se mire como se mire. Los saboteadores realistas, por lo general, no disfrutan de largas carreras. Tarde o temprano los apresan a todos.
No siempre fue así. Hubo una época cuando la esperanza de una jubilación pacífica ni siquiera era descabellada. Pero entonces trajeron a los vampiros de vuelta del Pleistoceno y, madre de Dios, no veas si eso puso el equilibrio de poder patas arriba. Esos cabrones siempre van diez pasos por delante. Tiene sentido; después de todo, cazar personas es para lo que evolucionaron las sanguijuelas.
Hay una frase sacada de un libro de texto de comienzos de la dinámica de poblaciones, muy viejo, quizá incluso SigVein. Es algo así como un mantra —tal vez «plegaria» fuera el término más adecuado— para los de tu profesión. «Los depredadores corren por sus presas», dice. «Las presas corren por sus vidas.» La moraleja supuestamente es que, de media, los cazados escapan de los cazadores porque están más motivados.
Tal vez sea cierto si lo reducimos todo a ver quién corre más deprisa. No parece sostenerse cuando la estrategia implica previsión táctica y juegos mentales doblemente inversos, sin embargo. Los vampiros ganan todas las veces.
Así que ahora estás atrapada, y si bien pueden haber sido vampiros quienes tendieron la trampa, fueron traidores humanos básicos los que apretaron el gatillo. Ya llevas seis horas encadenada a la pared de una instalación de detención subterránea, tan anónima como clasificada, viendo cómo algunos de esos mismos humanos juegan con tu novio y cómplice conspirador. Estos juegos no son algo a lo que estés acostumbrada. Implican tenazas, y alambres al rojo, y partes del cuerpo que no estaban diseñadas para desencajarse. Deseas, a estas alturas, que tu amante estuviera muerto, como los otros dos miembros de la célula cuyas partes están esparcidas por toda la sala. Pero no dejan que ocurra. Se están divirtiendo demasiado.
A eso se reduce todo. Esto no es un interrogatorio; hay formas menos invasivas de obtener respuestas más fiables. Éstos de aquí sólo son unos matones sádicos más investidos de autoridad, matando el aburrimiento y otras cosas, y tú sólo puedes llorar, cerrar los ojos con fuerza y gimotear como un animal aunque todavía no te hayan puesto la mano encima. Sólo puedes desear que no te hubieran dejado para el final, porque sabes lo que eso significa.
Pero de repente tus atormentadores se detienen en medio del juego y ladean las cabezas como si estuvieran escuchando alguna voz interior colectiva. Presumiblemente les dice que te liberen de la pared, te lleven a la estancia contigua y te sienten en una de las dos sillas con acolchado de gel que flanquean un elegante escritorio, porque eso es lo que hacen —con mucha más delicadeza de lo que esperabas— antes de retirarse. También puedes asumir que quienquiera que haya dado estas instrucciones es alguien poderoso y contrariado, porque toda la fanfarronería arrogante y sádica se ha borrado de sus rostros en un abrir y cerrar de ojos.
Te sientas y esperas. La mesa refulge con suaves símbolos crípticos que no te interesarían lo más mínimo ni aunque pudieras entenderlos, ni aunque contuvieran el secreto mismo de los propios vampiros. Una pequeña parte de ti se pregunta si esta reciente novedad no podría ser motivo de esperanza; el resto de tu ser no se atreve a creerlo. Te odias a ti misma por preocuparte de tu propia supervivencia cuando los pedazos de tus amigos y aliados yacen calientes todavía al otro lado de la pared.
Una robusta mujer amerindia aparece en la habitación contigo, ceñida de tela militar sin distintivos. Lleva el pelo rapado, la garganta veteada con la malla ligera de una antena sub-q. Tu bulbo raquídeo ve que mide diez metros de alto, aunque una impertinente incrustación gelatinosa insiste en que su altura está dentro de la media.
La etiqueta de identificación que luce sobre el pecho izquierdo reza Bates. No ves nada que indique su rango.
Bates extrae un arma de la funda que le adorna un muslo. Das un respingo, pero no la apunta hacia ti. La deja encima de la mesa, fácilmente a tu alcance, y se sienta enfrente de ti.
Una pistola de microondas. Plenamente cargada, con el seguro quitado. A mínima potencia causa quemaduras y náusea. A máxima, cuece el cerebro dentro de su cráneo. A cualquier potencia intermedia, inflige dolor y daño en incrementos tan refinados como tu imaginación.
Tu imaginación ha sido modificada para apreciar semejantes escalas con suma sensibilidad. Miras fijamente la pistola, intentando descubrir la trampa.
—Dos de tus amigos han muerto —dice Bates, como si tú no acabaras de verlos morir—. Irrecuperablemente.
Irrecuperablemente muertos. Ésa es buena.
—Podrías reconstruir los cuerpos, pero el daño cerebral… —Bates carraspea como si se sintiera incómoda, azorada. Es un gesto humano sorprendente viniendo de un monstruo—. Estamos intentando salvar al otro. No prometemos nada.
—Necesitamos información —dice, yendo al grano.
Por supuesto. Lo de antes era pura psicología, para ablandarla. Bates es el poli bueno.
—No tengo nada que deciros —consigues articular. Diez por ciento desafío, noventa por ciento deducción: no habrían podido capturarte, para empezar, a menos que ya lo supieran todo.
—En ese caso necesitamos un acuerdo —dice Bates—. Necesitamos llegar a alguna clase de solución intermedia.
Tiene que estar de broma.
Tu incredulidad debe de reflejarse en tu rostro. Bates responde a ella:
—No creas que no os comprendo, en parte. En el fondo no me agrada mucho la idea de cambiar la realidad por una simulación, como tampoco me trago ese eslogan de «qué es la verdad» que enarbola la economía corporal para intentar vendérnoslo. Tal vez haya motivos para estar asustados. No es mi problema, no es mi trabajo, sólo es mi opinión y podría estar equivocada. Pero si nos matamos mutuamente mientras tanto, no lo averiguaremos de ninguna manera. Es contraproducente.
Ves los cuerpos descuartizados de tus amigos. Ves trozos en el suelo, todavía un poco vivos, ¿y esta zorra tiene la desfachatez de venir a hablarte de lo que es «contraproducente»?
—No empezamos nosotros —dices.
—No lo sé y me da igual. Como decía, no es mi trabajo. —Bates esgrime un pulgar por encima del hombro en dirección a una puerta que hay en la pared detrás de ella, la puerta por la que debe de haber entrado—. Ahí —dice— están los que han matado a tus amigos. Han sido desarmados. Cuando cruces esa puerta la habitación se desconectará de la red y permanecerá sin vigilancia durante sesenta segundos. Nadie aparte de ti misma te considerará responsable de lo que suceda ahí dentro en ese tiempo.
Es una trampa. Tiene que serlo.
—¿Qué tienes que perder? —pregunta Bates—. Ya podemos hacer contigo lo que queramos. No necesitamos que nos des una excusa.
Vacilante, coges la pistola. Bates no te detiene.
Comprendes que tiene razón. No tienes absolutamente nada que perder. Te pones de pie y, olvidándote del miedo de repente, apuntas el arma a su cara.
—¿Para qué entrar ahí? Puedo acabar contigo aquí mismo.
Se encoge de hombros.
—Podrías intentarlo. Lástima de oportunidad desperdiciada, si me preguntas.
—O sea que entro ahí, salgo dentro de sesenta segundos, ¿y después qué?
—Después hablamos.
—Sólo…
—Considéralo un gesto de buena voluntad —dice—. Restitución, incluso.
La puerta se abre cuando te acercas, se cierra a tu paso. Y allí están, los cuatro, repartidos por la pared como un coro de Cristos en la cruz. No hay brillo en esos ojos ahora. Sólo un terror animal y el reflejo de tornas vueltas. Dos de los Cristos se mojan los pantalones cuando les miras a los ojos.
¿Qué quedan? ¿Cincuenta segundos, tal vez?
No es mucho. Podrías haber hecho mucho más con un poco más de tiempo extra. Pero es suficiente, y no quieres abusar de la buena voluntad de esa tal Bates.
Porque quizá ella sea alguien con quien poder negociar al fin.
En otras circunstancias, la teniente Amanda Bates habría sido llevada ante un consejo de guerra y ejecutada en el plazo de un mes. Daba igual que los cuatro finados fueran culpables de múltiples casos de violación, tortura y homicidio; sencillamente, eso era lo que hacía la gente en tiempos de guerra. Es lo que se había hecho siempre. La guerra no tenía nada de educada, no existía ningún código de honor más allá de la cadena de mando y la protección mutua. Castiga las indiscreciones si tienes que hacerlo; castiga a los culpables si hace falta, aunque sea sólo por salvar las apariencias. Pero por el amor de Dios, acuérdate de cerrar primero la puerta. No le des nunca a tu enemigo la satisfacción de ver disensión en tus filas, no le muestres otra cosa que una unidad y decisión inquebrantables. Quizá haya asesinos y violadores en nuestro seno pero, por todos los santos, para algo son nuestros asesinos y violadores.
Y bajo ningún concepto le concedas el derecho de la venganza a una puta terrorista con más de un centenar de bajas causadas por su mano, muescas en su culata.
A pesar de todo, los resultados eran indiscutibles: un alto el fuego negociado con la tercera franquicia realista más numerosa del hemisferio. Un descenso inmediato del 46% en las actividades terroristas en todos los territorios afectados. La cancelación incondicional de varias campañas en gestación que podrían haber comprometido seriamente tres de las catacumbas principales y eliminado por completo la maquinaria de Duluth. Todo ello gracias a que la teniente Amanda Bates, mientras daba sus primeros pasos en su primer destino, había apostado por la empatía como estrategia militar.
Era colaboración con el enemigo, era traición, era una afrenta al escalafón. Esas cosas supuestamente estaban reservadas para los diplomáticos y los políticos, no para los soldados.
Aun así. Resultados.
Estaba todo ahí, en el informe: iniciativa, creatividad, voluntad de triunfar por cualquier medio y a cualquier precio. Quizá esas inclinaciones tuvieran que castigarse, quizá sólo hubiera que templarlas. El debate podría haberse prolongado indefinidamente si la historia no se hubiera filtrado; pero se filtró, y de repente los generales se encontraron con una heroína en las manos.
En algún momento durante el transcurso de su consejo de guerra, la sentencia de muerte de Bates se convirtió en rehabilitación; sólo quedaba pendiente decidir si ésta tendría lugar en el cuartel o en la academia militar. Al final resultó que Leavenworth aunaba ambas cosas; la acogió en su seno y la abrazó tan fuerte como para garantizar prácticamente su ascenso, si antes no la mataba. Tres años después la mayor Bates iba camino de las estrellas, donde se le oyó decir:
«Vamos a allanar una morada, Siri…» Szpindel no era el primero en albergar dudas. Otros se habían preguntado ya si su asignación no se debería tanto a unas aptitudes superiores como a la resolución de un caso difícil de relaciones públicas. Yo, naturalmente, no me inclinaba ni por una opinión ni por otra; pero me daba cuenta de cómo algunas personas podrían ver en ella un arma de doble filo.
Cuando el destino del mundo pende de un hilo, hay que vigilar estrechamente a todo aquél cuya carrera alcanzó su momento culminante al aliarse con el enemigo.