Entonces se apoderará de ti el espíritu del Señor, profetizarás con ellos y serás transformado en otro hombre.
Samuel 10:6
—Probablemente estuvimos fracturados durante la mayor parte de nuestra evolución —me dijo una vez James, cuando todavía estábamos empezando a conocernos. Se dio un golpecito en la sien—. Aquí arriba hay espacio de sobra; un cerebro moderno puede ejecutar decenas de núcleos inteligentes sin esforzarse demasiado. Y la realización de múltiples tareas en paralelo supone indudables ventajas a la hora de sobrevivir.
Asentí con la cabeza.
—Diez cabezas mejor que una.
—Nuestra integración podría haber ocurrido bastante recientemente, de hecho. Algunos expertos opinan que aún podemos revertir a esa multiplicidad en circunstancias adecuadas.
—Bueno, está claro. Tú eres la prueba viviente.
Negó con la cabeza.
—No me refiero a la partición física. Somos el último grito, sin duda, pero en teoría ni siquiera haría falta una operación quirúrgica. El simple estrés podría conseguir algo parecido, si fuera lo bastante fuerte. Si se produjera en una fase temprana de la niñez.
—No me digas.
—Bueno, en teoría —reconoció James, y cambió a Sascha para continuar—. En teoría, los cojones. Hay casos documentados hace no más de cincuenta años.
—¿En serio? —Resistí la tentación de consultarlo en mis incrustaciones; la mirada desenfocada puede ser delatora—. No lo sabía.
—Bueno, no es que se hable mucho de ello ahora. Por aquel entonces eran unos putos bárbaros con los multinúcleo… Se consideraba un «trastorno» y se trataba como si fuera una especie de enfermedad. Y su idea de una cura pasaba por conservar uno de los núcleos y asesinar a todos los demás. No lo llamaban asesinato, naturalmente. Lo llamaban «integración» o alguna chorrada por el estilo. Eso es lo que hacía la gente por aquel entonces: creaban otras personas para que soportasen todos los abusos y las torturas, y cuando ya no las necesitaban se deshacían de ellas.
No era el tono que la mayoría de nosotros esperaba encontrarse en una fiesta supuestamente pensada para romper el hielo. James había retomado el asiento del conductor y la conversación había vuelto a la normalidad.
Pero no había oído que ningún integrante de la Banda utilizara el término «alter» para describir a los otros, ni entonces ni después. Cuando Szpindel lo dijo me pareció algo inocuo. Me pregunté por qué se habrían ofendido de esa manera… y ahora, flotando a solas en mi tienda con unos pocos minutos que matar previos a la operación, no había nadie para ver cómo se desenfocaba mi mirada.
«Alter» se remontaba a hacía más de un siglo, me dijo ConSenso. Sascha tenía razón; hubo un tiempo en que el CMN era TPM, un «trastorno» más que un «complejo», y no se había inducido nunca premeditadamente. Según los expertos de la época, las personalidades múltiples surgían espontáneamente de inimaginables calderos de abuso, imágenes fragmentarias sacrificadas a violaciones y palizas mientras el niño que estaba detrás de ellas se refugiaba en algún santuario ignoto entre los pliegues del cerebro. Se trataba tanto de una estrategia de supervivencia como de un tributo ritual: almas indefensas que se hacían pedazos y ofrendaban fragmentos de su ser con la desesperada esperanza de que los iracundos dioses llamados mamá o papá no fueran insaciables.
Nada de todo aquello había sido real, como se descubrió. O por lo menos, no se había confirmado nada. Los expertos de entonces eran poco más que chamanes enfrascados en rituales improvisados: retorcidas entrevistas subjetivas llenas de preguntas coaccionantes y pistas no verbales, búsquedas de chatarra por infancias regurgitadas. A veces una inyección de litio o haloperidol si los abalorios y los cascabeles no funcionaban. La tecnología necesaria para cartografiar la mente acababa de despegar; la tecnología necesaria para editarla estaba a años de distancia. De modo que los «terapeutas» y «psicólogos» tanteaban a sus víctimas y se inventaban nombres para las cosas que no entendían, y discutían postrados ante los altares de Freud, Klein y los antiguos astrólogos. Haciendo todo lo posible por sonar como científicos.
Inevitablemente, fue la ciencia lo que los aplastó a todos; el TPM era una moda pasajera casi olvidada antes incluso de la llegada de la remodelación sináptica. Pero «alter» era una palabra de aquella época, y sus connotaciones persistían. Entre quienes recordaban la historia, alter equivalía a traición y sacrificio humano. Alter significaba carne de cañón.
Si me imaginaba la topología de las almas coexistentes de la Banda podía entender por qué Sascha abrazaba la mitología. Podía entender por qué Susan se lo permitía. Después de todo, el concepto no tenía nada de implausible; la mera existencia de la Banda daba fe de ello. Y cuando uno ha sido arrancado de una entidad preexistente, esculpido de la inexistencia directamente en la edad adulta —un mero fragmento de personalidad, sin tan siquiera un cuerpo que considerar propio a tiempo completo—, se puede permitir el lujo de sentir cierta cantidad de rabia. Claro que sois todos iguales, estáis todos en el mismo barco. Claro que no hay ninguna personalidad mejor que otra. La de Susan sigue siendo la única que tiene apellido.
Mejor dirigir ese resentimiento contra antiguas afrentas, reales o imaginarias; menos problemático, al menos, que descargarlo sobre alguien con quien compartes carne y hueso.
Comprendí otra cosa, además. Rodeado de gráficos que documentaban el imparable crecimiento del leviatán que teníamos debajo, no sólo podía ver por qué Sascha se había opuesto a aquel término; veía también por qué Isaac Szpindel, sin duda inconscientemente, lo había empleado para empezar.
Por lo que a la Tierra respectaba, todos los tripulantes de la Teseo éramos alter.
• • • •
Sarasti se quedó atrás. No tenía un sustituto.
Allí estábamos los demás, no obstante, apiñados en el trasbordador, encajonados en unos trajes espaciales tan acolchados con protecciones que parecíamos buzos sacados de otro siglo. Era un equilibrio aceptable; el exceso de blindaje habría sido peor que su ausencia, dividiría las partículas primarias en secundarias, igual de letales y dos veces más numerosas. A veces había que vivir con una exposición moderada; la única alternativa pasaba por arroparse en plomo como un insecto en su pupa.
Despegamos seis horas antes del perigeo. Escila corría delante como una niña entusiasmada, dejando atrás a su progenitora. No había ningún entusiasmo en los sistemas que me rodeaban, sin embargo. Excepto en uno: la Banda de los Cuatro se mostraba exultante tras su coraza facial.
—¿Nerviosa? —le pregunté.
Respondió Sascha:
—«Nerviosa», joder. Trabajo de campo, Keeton. Primer contacto.
—¿Y si no hay nadie?
—¿Y si hay alguien, y no le caemos bien?
—Mejor aún. Así podremos estudiar sus señales de tráfico y sus cajas de cereales sin sus polis vigilándonos constantemente por encima del hombro.
Me pregunté si estaría hablando por los demás. Estaba casi seguro de que no hablaba por Michelle.
Todas las escotillas de Escila se habían sellado. No había vista del exterior, nada que ver dentro salvo robots, cuerpos y la silueta enmarañada que no dejaba de crecer en el HUD de mi casco. Pero podía sentir la radiación traspasando nuestra armadura como si estuviera hecha de pañuelos de papel. Podía sentir las enrevesadas crestas y trochas del campo magnético de la Rorschach. Podía sentir a la Rorschach misma, cada vez más próxima: el dosel calcinado de un bosque alienígena arrasado por el fuego, mas paisaje que artefacto. Me imaginé titánicos arcos de electricidad saltando entre sus ramas. Me imaginé en su camino.
¿Qué clase de criaturas elegirían vivir en semejante sitio?
—En serio crees que haremos buenas migas —dije.
El encogimiento de hombros de James pasó casi desapercibido bajo su armadura.
—Puede que no al principio. Quizá hayamos empezado con mal pie, tal vez haya que aclarar toda clase de malentendidos. Pero tarde o temprano llegaremos a entendernos.
Evidentemente creía que eso respondía a mi pregunta.
El trasbordador se escoró; chocamos como bolos unos con otros. Treinta segundos de micromaniobras nos condujeron a una parada sólida. Una animación jovial se desplegaba en el HUD en verdes y azules: el sello de amarre del trasbordador, traspasando la membrana que hacía las veces de entrada al vestíbulo hinchable de la Rorschach. Aun como dibujo animado parecía vagamente pornográfico.
Bates se había instalado previamente junto a la escotilla. Corrió a un lado la puerta interior.
—Agachaos todos.
No era una maniobra sencilla, envueltos en soportes vitales y ferrocerámicas. Los cascos se ladearon y entrechocaron. Los soldados, aplastados sobre nuestras cabezas como mortíferas cucarachas gigantes, cobraron vida con un zumbido y se despegaron del techo. Se abrieron paso entre chirridos hasta la estrecha estancia frontal, saludaron a su ama con crípticos bamboleos, y abandonaron el escenario por la izquierda.
Bates cerró la escotilla interior. La cerradura rotó y volvió a abrirse a una cámara vacía.
Todo en orden, según el tablero. Los drones esperaban pacientemente en el vestíbulo. Nada se había abalanzado sobre ellos.
Bates los siguió.
Tuvimos que esperar una eternidad a que llegara la imagen. La tasa de baudio podría medirse con cuentagotas. Las palabras viajaban en ambos sentidos sin problemas —«Sin sorpresas por el momento», informó Bates con un vibrato de birimbao distorsionado—, pero cualquier imagen valía más que un millón de ellas, y…
Ahí: a través de los ojos del soldado de detrás veíamos al soldado de delante en inmóvil monocromo granuloso. Era una postal del pasado: la vista dio paso al sonido, torpes y densas vibraciones de metano que chocaban con el casco. Cada imagen plagada de estática tardaba unos segundos interminables en concretarse en el HUD: los soldados descendiendo al foso; los soldados emergiendo al duodeno de Rorschach; un críptico y hostil paisaje cavernoso en incrementos sistemáticos. En la esquina inferior izquierda de cada imagen se sucedían las mediciones cronológicas y los teslas.
Se pierde mucho cuando uno deja de confiar en el espectro electromagnético.
—Tiene buena pinta —informó Bates—. Voy a mirar.
En un universo más benévolo las máquinas habrían planeado por el bulevar, trasmitiendo imágenes perfectas de resolución cristalina. Szpindel y la Banda estarían tomando café en el tambor, encargándoles a los soldados que tomaran una muestra de esto o un primer plano de aquello. En un universo más benévolo, yo ni siquiera estaría aquí.
Bates apareció en la siguiente postal, emergiendo de la fístula. En la siguiente estaba dando la espalda a la cámara, aparentemente oteando el perímetro.
En la siguiente nos estaba mirando de frente.
—Oh… OK —dijo—. Venga… bajad…
—No tan deprisa —repuso Szpindel—. ¿Cómo te encuentras?
—Bien. Un poco… rara, pero…
—¿Rara cómo? —El envenenamiento por radiación se anunciaba con náuseas, pero a menos que hubiéramos errado seriamente nuestros cálculos eso no ocurriría hasta dentro de una o dos horas. No hasta mucho después de que todos estuviéramos letalmente cocidos.
—Ligera desorientación —informó Bates—. Esto es un poco espeluznante, pero… debe de ser el síndrome de Grey. Es tolerable.
Miré a la Banda. La Banda miró a Szpindel. Szpindel se encogió de hombros.
—Las cosas no se van a poner mejor —dijo Bates a lo lejos—. El tiempo… el tiempo es oro, muchachos. Bajad aquí.
Bajamos.
• • • •
Aquel lugar no estaba vivo, ni por asomo.
Embrujado, más bien.
Aunque las paredes no se movieran, se movían: siempre por el rabillo del ojo, esa sensación de movimiento reptante. Siempre en segundo plano en la mente esa sensación de estar siendo observado, la sobrecogedora certeza de que unos alienígenas malévolos nos espiaban sin que pudiéramos verlos. Más de una vez giré sobre los talones, esperando pillar a uno de esos fantasmas al descubierto. Lo único que llegué a ver fue un soldado medio ciego flotando por el pasillo, o un tembloroso compañero de tripulación devolviéndome la mirada con los ojos como platos. Y las paredes de algún tipo de resplandeciente lava negra con cien ojos incrustados, todos ellos cerrados de golpe un momento antes. Nuestras luces repelían la oscuridad puede que unos veinte metros en todas direcciones; más allá, un hervidero de sombras y niebla. Y los sonidos… Rorschach rechinaba a nuestro alrededor como un antiguo barco de madera atrapado en el hielo. La electricidad siseaba como serpientes de cascabel.
Te dices que son simples imaginaciones. Te recuerdas que está todo bien documentado, que es una consecuencia inevitable de arrimar demasiado la carne al magnetismo. Los campos de alta energía liberan los fantasmas y los grises de tu lóbulo temporal, extraen un temor paralizante del mesencéfalo para saturar la mente consciente. Te joden los nervios motrices y consiguen que incluso las incrustaciones latentes tañan como frágil cristal.
Artefactos de energía. Eso es lo que son, nada más. No dejas de repetírtelo, te lo repites tantas veces que pierde cualquier pretensión de racionalidad y evoluciona en un ensalmo recitado de memoria, un hechizo para mantener a raya a los espíritus malignos. No son reales, estas voces que susurran justo contra tu casco, esas criaturas entrevistas que oscilan al límite de la visión. Son efectos mentales, los mismos pases de manos neurológicos que convencieron a la gente durante eras de que estaban siendo acosados por fantasmas, abducidos por alienígenas, cazados por…
… vampiros…
… y te preguntas si Sarasti se habrá quedado atrás realmente o si ha estado allí desde el principio, esperándote…
—Otro pico —advirtió Bates mientras los teslas y los sieverts repuntaban en mi HUD—. Esperad.
Estaba instalando la jaula de Faraday. O intentándolo. Debería ser fácil; ya había extendido la línea de anclaje principal desde el vestíbulo a la fláccida bolsa que flotaba en medio del pasadizo. Era… eso, algo acerca de una línea de muelle. Para, para mantener la campana centrada. La pared brillaba como arcilla mojada a la luz de la lámpara de mi cabeza. Runas satánicas resplandecían en mi imaginación.
Aseguré la zapata de la línea de muelle contra la pared. Podría haber jurado que el sustrato se encogió. Disparé mi pistola de propulsión y me retiré al centro del pasadizo.
—Aquí están —susurró James.
Había algo. Podía sentirlo detrás de mí en todo momento, daba igual adónde me girara. Podía sentir una inmensa oscuridad rugiente arremolinándose justo fuera de mi vista, una boca voraz tan grande como el mismo túnel. De un momento a otro se abalanzaría a una velocidad imposible y nos engulliría a todos.
—Son preciosos… —dijo James. No había ni rastro de temor en su voz. Fascinación, si acaso.
—¿Qué? ¿Dónde? —Bates no dejaba de dar vueltas, intentando contemplar los trescientos sesenta grados a la vez. Los drones a su mando se bamboleaban sin cesar a los lados, paréntesis blindados que apuntaban al pasadizo en direcciones opuestas—. ¿Qué ves?
—Ahí fuera no. Aquí dentro. Por todas partes. ¿No podéis verlo?
—Yo no veo nada —dijo Szpindel, con voz temblorosa.
—Está en los campos electromagnéticos —dijo James—. Así se comunican. La estructura entera está llena de lenguaje, es…
—No veo nada —repitió Szpindel. Su aliento despertó ecos acelerados y estridentes por todo el enlace—. Estoy ciego.
—Mierda. —Bates se volvió hacia él—. ¿Cómo es posible… la radiación…?
—N-no creo que se trate de eso.
Nueve teslas, y los fantasmas estaban por todas partes. Olía a asfalto y melaza.
—¡Keeton! —me llamó Bates—. ¿Estás con nosotros?
—S-sí. —A duras penas. Había regresado a la campana, mi mano estaba en la línea de sujeción. Intentaba ignorar lo que fuera que estaba dándome golpecitos en el hombro.
—¡Deja eso! ¡Llévatelo!
—¡No! —Szpindel flotaba a la deriva en el pasadizo, con su pistola rebotando contra la correa de su muñeca—. No, tiradme algo.
—¿Cómo?
Todo está en tu cabeza. Todo está en tu…
—¡Que me tiréis algo! ¡Lo que sea!
Bates vaciló.
—Pero no decías que te habías quedado cie…
—¡Hacedlo!
Bates se sacó del cinturón una batería de repuesto del traje y la lanzó. Szpindel estiró el brazo, hizo aspavientos. La batería se le escurrió de los dedos y rebotó contra la pared.
—Estoy bien —jadeó—. Llevadme a la tienda.
Tiré del cordón. La campana se infló como un gigantesco merengue acerado.
—¡Todo el mundo adentro! —Bates disparó su pistola con una mano y agarró a Szpindel con la otra. Me lo pasó y plantó una vaina sensora en la piel de la tienda. Levanté la lona blindada de la entrada como si estuviera arrancando una costra de su herida. La singular molécula de debajo, infinitamente alargada, infinitamente plegada sobre sí misma, se arremolinaba y brillaba como una pompa de jabón.
—Mételo aquí. ¡James! ¡Ven aquí abajo!
Empujé a Szpindel a través de la membrana. Ésta se abrió a su alrededor con intimidad presurizada, abrazándose a cada resquicio y contorno mientras pasaba.
—¡James! ¿Estás…?
—¡Quitádmela de encima! —La voz desgarrada, ronca y asustada, tan masculina como podía sonar una mujer. Cruncher al mando—. ¡Quitádmela de encima!
Miré atrás. El cuerpo de Susan James flotaba lentamente sin rumbo en el túnel, agarrándose la pierna derecha con las dos manos.
—¡James! —Bates planeó hasta la otra mujer—. ¡Keeton! ¡Ayuda! —Cogió a la Banda por el brazo—. ¿Cruncher? ¿Cuál es el problema?
—¡Eso! ¿Estás ciega? —No sólo estaba agarrando su pierna, comprendí al unirme a ellos. Estaba tirando de ella. Estaba intentando arrancársela.
Algo soltó una risa histérica, justo dentro de mi casco.
—Cógela del brazo —me dijo Bates, sujetándole el derecho, intentando aflojar el cepo mortal de sus dedos sobre la pierna de la Banda—. Cruncher, suelta. Ahora mismo.
—¡Quitádmela de encima!
—Es tu pierna, Cruncher. —Nos dirigimos como pudimos a la campana de inmersión.
—¡No es mi pierna! Mírala, cómo podría… Está muerta. Está pegada a mí…
Ya casi habíamos llegado.
—Cruncher, escucha —le espetó Bates—. ¿Estás conm…?
—¡Quitádmela!
Metimos a la Banda en la tienda. Bates se hizo a un lado cuando me zambullí detrás de ellas. Era asombroso cómo mantenía la calma. De alguna manera conseguía silenciar sus propios demonios y nos conducía a lugar seguro como un collie a sus ovejas ante la proximidad de una tormenta. Era…
No nos había seguido. Ni siquiera estaba allí. Me giré para ver su cuerpo flotando fuera de la tienda, con una mano enguantada asida al borde de la lona; pero incluso bajo todas aquellas capas de kapton, chromel y policarbonato, incluso tras los reflejos distorsionados de su visor, podía ver que allí faltaba algo. Todas sus superficies habían desaparecido.
Ésta no podía ser Amanda Bates. La cosa que tenía ante mí poseía la misma topología que un maniquí.
—¿Amanda? —gimoteó la Banda a mi espalda, discretamente histérica.
Szpindel:
—¿Qué sucede?
—Voy a quedarme aquí fuera —anunció Bates. Sin la menor inflexión—. De todas formas ya estoy muerta.
—¿Qué…? —Szpindel tenía inflexiones de sobra—. Lo estarás, si no…
—Dejadme aquí —dijo Bates—. Es una orden.
Selló la entrada con nosotros dentro.
• • • •
No era la primera vez, no para mí. Había sentido dedos hurgándome en el cerebro antes, revolviendo el cieno, arrancando las costras. Fue mucho más intenso cuando me lo hizo Rorschach, pero Chelsea era más…
… precisa, se podría decir.
Macramé, lo llamaba: puentes gliales, efectos en cascada, el trocear y picar de ganglios fundamentales. Mientras yo traficaba con la lectura de la arquitectura humana, Chelsea la cambiaba: encontrando los nodos críticos y dándoles un ligerísimo empujoncito, tirando una piedra a algún arroyo en los remansos de la memoria y viendo cómo las ondas se transformaban en una gigantesca catarata en lo más hondo de la psique, corriente abajo. Era capaz de puentear la felicidad en lo que se tardaba en preparar un bocadillo, reconciliarte con toda tu niñez en el transcurso de un par de pausas para almorzar.
Como tantos otros dominios inventados por el hombre, éste había aprendido a andar sin su ayuda. La naturaleza humana estaba convirtiéndose en una edición de cadena de montaje, y la humanidad misma estaba quedando relegada cada vez más de producción a producto. Aun así. Para mí, el conjunto de habilidades de Chelsea arrojó nueva luz sobre un extraño viejo mundo: el cortar y pegar de mentes, no por el bien de una sociedad abstracta, sino por las simples necesidades egoístas del individuo.
—Déjame darte el don de la felicidad —dijo.
—Ya soy muy feliz.
—Te haré más feliz. Un AAT, yo invito.
—¿Aate?
—Ajuste de Actitud Transitorio. Sigo gozando de privilegios en Sax.
—Ya tengo ajustes de sobra. Como me cambies otra sinapsis acabaré siendo otra persona.
—Eso es ridículo y tú lo sabes. Si fuera así, cada experiencia que tuvieras te convertiría en otra persona.
Pensé en eso.
—A lo mejor lo hace.
Pero se negaba a dejarlo correr, y aun el alegato antifelicidad más convincente estaba predestinado a ser una propuesta insostenible; de modo que una tarde Chelsea revolvió sus armarios y sacó una redecilla para el pelo tachonada de grasientas arandelas grises. La red era una telaraña superconductora, fina como la niebla, que cartografiaba los campos del pensamiento hasta el mínimo detalle. Las arandelas eran imanes de cerámica que bañaban el cerebro con sus propios campos. Las incrustaciones de Chelsea enlazaban con una estación base que jugaba con las pautas de interferencia entre ambas.
—Antes necesitaban una máquina del tamaño de un cuarto de baño sólo para los imanes. —Hizo que me tendiera en el diván y me calara la malla en la cabeza—. Ése es el único milagro digno de calificarse como tal que se obtiene con un equipo portátil como éste. Podemos encontrar zonas calientes, e incluso podemos borrarlas si hace falta, pero los efectos de la estimulación magnética craneal desaparecen con el tiempo. Tendremos que ir a una clínica para conseguir algo permanente.
—¿Y qué es lo que queremos pescar, exactamente? ¿Recuerdos reprimidos?
—Eso no existe. —Sonrió con todos los dientes para tranquilizarme—. Sólo hay recuerdos que preferimos ignorar, o que evitamos dando un rodeo, si sabes a qué me refiero.
—Pensaba que éste era el don de la felicidad. ¿Por qué…?
Me puso un dedo en los labios.
—Aunque te cueste creerlo, Cyggers, la gente a veces decide ignorar incluso recuerdos agradables. Como, por ejemplo, si alguna vez disfrutaron con algo que en su opinión no deberían. O —me dio un beso en la frente— si piensan que no merecen ser felices.
—De modo que vamos a…
—Probar suerte. Nunca se sabe hasta que pican. Cierra los ojos.
Un suave ronroneo empezó a sonar en algún lugar entre mis orejas. La voz de Chelsea me guió por la oscuridad.
—Ahora bien, ten en cuenta que los recuerdos no son archivos históricos. Son… improvisaciones, más bien. Muchas de las cosas que se asocian con un suceso en particular podrían estar equivocadas en la práctica, da igual lo claramente que se recuerden. El cerebro tiene la manía de construir compuestos. De insertar detalles tras los hechos. Pero eso no quiere decir que tus recuerdos sean falsos, ¿vale? Son un reflejo sincero de cómo percibiste el mundo en su día, y hasta el último de ellos pasa a moldear cómo lo percibes ahora. Pero no son fotografías. Cuadros impresionistas, más bien. ¿Vale?
—Vale.
—Ah —dijo—. Ahí hay algo.
—¿Qué?
—Un núcleo dinámico. Muy activo en uso de bajo nivel, pero no lo suficiente como para invadir la consciencia. Veamos qué ocurre cuando…
Tenía diez años, había vuelto a casa temprano y acababa de entrar en la cocina, donde flotaba en el aire el aroma de la mantequilla fundida y el ajo. Papá y Helen estaban peleándose en la habitación contigua. La tapa del cubo de la basura se había quedado levantada, lo que ya por sí solo bastaba a veces para sacar a Helen de sus casillas. Pero estaban discutiendo por otra cosa; Helen «sólo quería lo mejor para todos», pero papá decía que «había límites» y «ésa no era forma de solucionar nada». A lo que Helen respondió que «tú no sabes lo que es, apenas vienes a verlo», y así supe que reñían por mí. Lo que de por sí no tenía nada de extraordinario.
Lo que me asustaba realmente era que, por primera vez en su vida, papá estaba respondiendo a los ataques.
—Algo así no se le impone a nadie. Sobre todo sin su consentimiento. —Mi padre no gritaba nunca y su voz sonaba tan baja y templada como siempre, pero jamás la había oído tan fría, dura como el hierro.
—Eso es una majadería —dijo Helen—. Los padres siempre toman decisiones por sus hijos, por su bien, sobre todo si se trata de problemas méd…
—Esto no es ningún problema médico. —Esta vez mi padre llegó a elevar el tono—. Es…
—¡Que no es ningún problema médico! ¡Eso es el colmo de la obstinación, hasta para ti! ¡Le extirparon la mitad del cerebro, por si se te había olvidado! ¿Crees que puede recuperarse de algo así sin ayuda? ¿Qué es esto, la sombra del «cariño estricto» de tu padre? ¡Por qué no le negamos la comida y el agua, ya que estamos!
—Si necesitara mu-ops ya se los habrían prescrito.
Sentí cómo se arrugaba mi gesto ante aquel término desconocido. Algo pequeño y blanco me hizo señas desde el cubo de la basura abierto.
—Jim, sé razonable. Es tan distante, apenas me dirige la palabra.
—Dijeron que llevaría tiempo.
—¡Pero dos años! No tiene nada de malo echarle una mano a la naturaleza, ni siquiera estamos hablando del mercado negro. ¡Ni siquiera hace falta receta, por el amor de Dios!
—Ésa no es la cuestión.
Un bote de pastillas vacío. Eso era lo que había tirado uno de ellos, antes de olvidarse de bajar la tapa. Lo rescaté de entre los desperdicios de la cocina y le di vueltas a la etiqueta en mi cabeza.
—A lo mejor la cuestión debería ser que alguien que casi no pasa ni tres meses al año en casa tenga la desfachatez de juzgar mis aptitudes maternas. Si quieres tener voz y voto en su educación, será mejor que zanjes algunas cuentas pendientes primero. Hasta entonces, te puedes ir a tomar por el culo.
—Nunca más vuelvas a meterle esa mierda en el cuerpo a mi hijo —dijo mi padre.
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—¿Sí? ¿Y cómo me lo vas a impedir, genio? Ni siquiera eres capaz de encontrar tiempo para averiguar qué ocurre en tu propia familia; ¿crees que vas a poder controlarme desde la puta órbita? ¿Crees…?
De repente, lo único que llegaba de la sala de estar era un suave sonido gimoteante. Me asomé a la esquina.
Mi padre había agarrado a Helen por el pescuezo.
—Lo que creo —gruñó— es que soy capaz de impedir que vuelvas a hacerle algo a Siri, si hace falta. Y también creo que tú lo sabes. Entonces ella me vio. Y él. Mi padre soltó el cuello de mi madre, y su expresión se volvió impenetrable de repente.
Pero el triunfo en la de ella era inconfundible.
• • • •
Me había levantado del diván, con la redecilla apretada en una mano. Chelsea estaba de pie a mi lado, con los ojos muy abiertos, la mariposa en su mejilla inmóvil como si estuviera muerta.
Me cogió la mano.
—Oh, Dios. Cuánto lo siento.
—¿Lo… lo has visto?
—No, claro que no. No puedo leer la mente. Pero eso evidentemente… eso no era un recuerdo agradable.
—Tampoco era tan malo.
Sentí un dolor agudo, incorpóreo, en alguna parte no muy lejos, como una mancha de tinta derramada en un mantel blanco. Tardé un momento en localizarlo: dientes clavados en mi labio.
Me acarició el brazo.
—Te ha puesto muy nervioso. Tus constantes vitales estaban… ¿Te encuentras bien?
—Sí, claro. No es nada. —Sabor a sal—. Aunque siento curiosidad por una cosa.
—Pregunta.
—¿Por qué quieres hacerme esto?
—Porque podemos hacer que desaparezca, Cygnus. Ésa es la cuestión. Fuera lo que fuese lo que no te gustaba, ahora sabemos dónde se encuentra. Podemos entrar ahí y contenerlo así de fácil. Y después disponemos de días para eliminarlo permanentemente, si es eso lo que quieres. Vuelve a ponerte la malla y…
Me abrazó y me atrajo hacia ella. Olía a arena y sudor. Adoraba su olor. Por un momento, pude sentirme un poco a salvo. Por un momento pude sentirme como si el suelo no fuera a desaparecer bajo mis pies en cualquier momento. De alguna manera, cuando estaba con Chelsea, yo era importante.
Quería que me abrazara eternamente.
—Creo que no —dije.
—¿No? —Pestañeó, mirándome—. ¿Por qué no?
Me encogí de hombros.
—Ya sabes lo que dicen de la gente que no recuerda el pasado.