Uno no puede prevenir la guerra y prepararse para ella al mismo tiempo.

Albert Einstein

No sé si el trepador consiguió volver con su trofeo ganado a duras penas. La distancia perdida era demasiada, aunque los nidos de cañones no lo abatieran por el camino. La pistola de Cunningham podría haberse quedado sin combustible. Y, además, ¿quién sabía cuánto tiempo podrían sobrevivir en el vacío aquellas criaturas? A lo mejor nunca había habido la menor esperanza de éxito, a lo mejor aquel trepador estaba muerto desde el momento que decidió quedarse rezagado. No llegué a descubrirlo. Se había alejado y perdido de vista mucho antes de que la Rorschach descendiera bajo las nubes y se esfumara a su vez.

Siempre había habido tres, por supuesto. Tira, Afloja, y los restos fritos y casi olvidados del trepador abatido por un robot quisquilloso: conservados en hielo junto a sus congéneres vivos, al alcance de los teleoperadores de Cunningham. Intenté extraer detalles entrevistos de mi memoria, una reconstrucción: ¿eran esféricos los dos prófugos, o estaba aplanado uno de ellos a lo largo de un eje? ¿Habían pataleado, hecho aspavientos como cabria de esperar de un ser humano aterrado sin suelo bajo sus pies? ¿O acaso uno de ellos, quizá, había flotado inerte y balístico hasta que nuestras armas destruyeron las pruebas?

Llegados a ese punto, lo cierto era que no tenía importancia. Lo fundamental era que ahora, por fin, todo el mundo estaba al tanto de lo que pasaba. Se había derramado sangre, se había declarado la guerra.

Y la Teseo estaba paralizada de cintura para abajo.

El disparo de despedida de Rorschach había perforado el caparazón en la base de la columna. Había errado por poco el embudo desplegable y la cadena de montaje de telemateria. Podría haber destruido Fab si no hubiera consumido tantos julios abrasando el caparazón, pero aparte de algunos efectos temporales de su pulso había dejado todos los sistemas fundamentales relativamente intactos. Lo único que había conseguido era debilitar la columna vertebral de la Teseo, lo bastante como para que se partiera por la mitad si intentábamos acelerar lo suficiente para escapar de la órbita. La nave conseguiría reparar los daños, pero no a tiempo.

Si hubiera podido calificarse de suerte, seria asombrosa.

Y ahora, incapacitada su presa, Rorschach se había evaporado. Tenía todo lo que quería de nosotros, al menos por el momento. Poseía información: todas las experiencias y descubrimientos codificados en las extremidades rescatadas de sus mártires espías. Si la jugada de Tira o Afloja había dado resultado, contaba ahora incluso con su propio espécimen, lo cual pensándolo bien tampoco podíamos reprocharle. Y así, ahora acechaba invisible en las profundidades, descansando tal vez. Recuperando fuerzas.

Pero volvería a la carga.

La Teseo perdió lastre para el último asalto. Detuvimos el tambor en un intento simbólico por disminuir nuestro vulnerable surtido de partes móviles. La Banda de los Cuatro —desgobernada, innecesaria, arrancada de cuajo su misma razón de ser— se retiró a algún tipo de diálogo interior al que el resto de la carne no estaba invitada. Flotaba en el observatorio, con los ojos tan firmemente cerrados como los párpados de plomo que la rodeaban. No sabría decir quién estaba al mando.

Probé suerte.

—¿Michelle?

—Siri… —Era Susan—. Márchate.

Bates flotaba cerca del suelo del tambor, dentro de un despliegue de ventanas abiertas externamente por todo el mamparo y la mesa de conferencias.

—¿Qué puedo hacer? —pregunté.

No levantó la cabeza.

—Nada.

De modo que observé. Bates contaba inmersores en una ventana: masa, inercia, cualquiera de entre una decena de variables que resultaría ser demasiado constante si alguno de aquellos misiles con cabeza de pala nos saltaba al cuello. Por fin habían empezado a hacernos caso. Su caótico baile de electrones fluctuaba ahora, cientos de miles de colosales martillos pilones en repentina ebullición, replegándose a una dinámica ominosa que todavía no se había estabilizado en nada que nosotros pudiéramos prever.

En otra ventana, la desaparición de Rorschach se repetía en un bucle infinito: una imagen de radar que se adentraba en el maelstrom, perdiéndose de vista bajo gaseosas teratoneladas de estática de radio. Podría seguir estando incluso en algún tipo de órbita. A juzgar por su última trayectoria avistada la Rorschach bien podría estar rodeando ahora el núcleo de Ben, atravesando capas trituradas de metano y monóxido que reducirían a humo a la Teseo. Quizá ni siquiera se detenía ahí; quizá Rorschach pudiera surcar ilesa incluso aquellas presiones más vastas y profundas que conseguían licuar el hierro y el hidrógeno.

No lo sabíamos. Lo único que sabíamos era que regresaría en algo menos de dos horas, suponiendo que mantuviera su trayectoria y sobreviviera al abismo. Y, naturalmente, sobreviviría. No se puede matar a la criatura de debajo de la cama. Sólo se puede mantener al otro lado de las mantas.

Y sólo temporalmente.

Una superposición minimizada me llamó la atención con un destello de color. A mi orden creció hasta formar una arremolinada pompa de jabón, incongruentemente bella, un chispeante arco iris de vidrio desviado al azul. Tardé un momento en reconocerlo: Big Ben, representado en algún tipo de aumento prismático en colores ficticios que yo no había visto nunca. Solté un gruñido.

Bates levantó la cabeza.

—Ah. Precioso, ¿verdad?

—¿Qué espectro es ése?

—Cosas de onda larga. Rojo visible, infra, algo atenuado. Viene bien para detectar rastros de calor.

—¿Rojo visible? —Yo no veía ninguno; principalmente fríos fractales de plasma en mil tonos de jade y zafiro.

—Paleta cuatricromática —me dijo Bates—. Como lo que podría ver un gato. O un vampiro. —Consiguió apuntar desganadamente hacia la burbuja arco iris—. Sarasti ve algo parecido cada vez que mira al exterior. Si es que alguna vez lo hace.

—Se le podría haber ocurrido comentar algo —murmuré. Era deslumbrante, un adorno holográfico. Quizá incluso la Rorschach podría parecer una obra de arte vista a través de estos ojos…

—Creo que no ven la luz igual que nosotros. —Bates abrió otra ventana. De la mesa surgieron gráficos corrientes y mapas de contornos—. Ni siquiera van al Paraíso, por lo que tengo entendido. La realidad virtual no funciona con ellos… Ven los píxeles, o algo.

—¿Y si tiene razón? —pregunté. Me dije que sólo estaba buscando una evaluación táctica, una opinión oficial para que constara en acta. Pero mis palabras sonaron vacilantes y atemorizadas.

Se detuvo. Por un momento me pregunté si también ella habría perdido la paciencia conmigo. Pero se limitó a levantar la cabeza y perder la mirada en la distancia confinada.

—Y si tiene razón —repitió, y sopesó la pregunta subyacente: «¿Qué podemos hacer nosotros?»—. Podríamos modificarnos y hacernos retroceder a la no sentiencia, quizá. Quizá eso aumentara nuestras posibilidades a la larga. —Me miró, con una especie de sonrisita maliciosa en la comisura de los labios—. Pero supongo que eso no se podría calificar de victoria, ¿verdad? ¿Qué diferencia hay entre estar muerto y sencillamente desconocer que estás vivo?

Al fin lo vi.

¿Cuánto tiempo tardaría un estratega enemigo en discernir la mente de Bates tras las acciones de sus tropas en el campo de batalla? ¿Cuánto tiempo antes de que la lógica fuera evidente? En cualquier situación de combate, esta mujer atraería de forma natural el grueso del fuego enemigo: cortada la cabeza, muerto el cuerpo. Pero Amanda Bates no era una simple cabeza: era un cuello de botella, y su cuerpo no sufriría los efectos de la decapitación. Su muerte simplemente liberaría de su correa a los soldados. ¿Cuánto más letales serian esos drones, una vez todos sus reflejos bélicos no tuvieran que pasar por una interminable montaña de papeleo a la espera de sanción oficial?

Szpindel se había equivocado de cabo a rabo. Amanda Bates no era una concesión política, su papel no negaba la obsolescencia de la supervisión humana en absoluto. Su papel dependía de ella.

Era más carne de cañón que yo. Siempre lo había sido. Y yo debía admitirlo: tras generaciones de generales que habían vivido para la gloria de la nube en forma de hongo, era una estrategia sumamente eficaz para predisponer a los belicistas en contra de la violencia gratuita. En el ejército de Amanda Bates, llegar a los puños equivalía a plantarse en el campo de batalla con una diana dibujada en el pecho.

Así se explicaba que hubiera estado tan involucrada en la búsqueda de alternativas pacíficas.

—Lo siento —musité.

Se encogió de hombros.

—Todavía no se ha terminado. Sólo el primer asalto. —Inspiró hondo y regresó a su estudio de la mecánica de la honda gravitatoria—. Rorschach no se habría tomado tantas molestias para espantarnos en primer lugar si no pudiéramos tocarla, ¿cierto?

Tragué saliva.

—Cierto.

—De modo que aún tenemos alguna posibilidad. —Asintió para sí—. Aún tenemos alguna posibilidad.

• • • •

El demonio colocó sus fichas para la partida final. No le quedaban muchas. Instaló a la soldado en el puente. Hacinó a los obsoletos lingüistas y diplomáticos en sus ataúdes, lejos de su vista y de su camino.

Llamó al jergonauta a sus aposentos; y aunque sería la primera vez que lo veía desde el ataque, su convocatoria no admitía el menor rastro de duda sobre mi obediencia. Acudí. Respondí a su orden, y vi que se había rodeado de caras.

Hasta la última de ellas estaba gritando.

No había sonido. Los hologramas incorpóreos flotaban en mudas hileras alrededor de la burbuja, cada uno de ellos contorsionado en una expresión de dolor distinta. Estaban siendo torturados, estos rostros; media docena de etnias reales y el doble de hipotéticas, con tonos de piel que iban del carbón al albino, frentes altas y caídas, narices chatas o puntiagudas, barbillas huidizas o prominentes mentones. Sarasti había dado vida al árbol homínido al completo a su alrededor, asombroso en su variedad de rasgos, aterrador en la consistencia de su expresión.

Un mar de semblantes torturados, girando en lánguidas órbitas en torno a mi comandante vampiro.

—Dios santo, ¿qué es esto?

—Estadísticas. —Sarasti parecía concentrado en un niño asiático despellejado—. La alometría del crecimiento de la Rorschach a lo largo de un periodo de dos semanas.

—Son caras…

Asintió con la cabeza, fijándose ahora en una mujer sin ojos.

—Diámetro craneal a escala de la masa total. Longitud de la mandíbula a escala de un angstrom de transparencia electromagnética. Ciento trece dimensiones faciales, cada una de ellas representante de una variable distinta. Combinaciones de principio-componente plasmadas como medias de múltiples rasgos. —Se giró para encararse conmigo, ligeramente entornados sus desnudos ojos brillantes—. Te sorprendería saber cuánta materia gris se dedica exclusivamente al análisis de la imagen facial. Es una lástima desperdiciarla en algo tan… contraintuitivo como gráficos residuales o tablas de contingencia.

Sentí cómo me rechinaban los dientes.

—¿Y las expresiones? ¿Qué representan?

—El software personaliza la información saliente para el usuario.

Una galería agónica suplicaba clemencia todo a nuestro alrededor.

—Estoy programado para cazar —me recordó con voz amable.

—¿Te crees que no lo sé? —dije, al cabo.

Se encogió de hombros, desconcertantemente humano.

—Tu pregunta.

—¿Qué hago aquí, Jukka? ¿Quieres darme otra lección práctica?

—Discutir nuestro siguiente paso.

—¿Qué paso? Ni siquiera podemos huir.

—No. —Sacudió la cabeza, descubriendo sus dientes afilados en algo parecido al pesar.

—¿Por qué hemos esperado tanto tiempo? —Mi taciturna hostilidad se había evaporado de repente. Sonaba como un chiquillo, asustado e implorante—. ¿Por qué no la destruimos nada más llegar, cuando era más débil…?

—Necesitamos aprender cosas. Para la próxima vez.

—¿La próxima? Creía que Rorschach era como un diente de león. Pensaba que sencillamente… había venido a parar aquí…

—Por casualidad. Pero cada diente de león es un clon. Sus semillas son legión. —Otra sonrisa, ni remotamente convincente—. Y quizá haga falta más de un intento para que los mamíferos vivíparos conquisten Australia.

—Nos aniquilará. Ni siquiera necesita esos escupitajos, podría pulverizarnos con uno de esos buceadores. En un instante.

—No quiere hacerlo.

—¿Y tú cómo lo sabes?

—Ellos también necesitan aprender cosas. Nos quieren intactos. Eso aumenta nuestras posibilidades.

—No lo suficiente. No podemos ganar.

Éste era su pie de entrada. Éste era el momento en que don Depredador sonreiría ante mi ingenuidad y me confesaría la verdad. «Estamos armados hasta los dientes, por supuesto», diría. «¿Crees que llegaríamos hasta aquí, que nos enfrentaríamos a semejante vastedad desconocida, sin medios para defendernos? Ahora, por fin, puedo desvelar que el blindaje y el armamento suponen más de la mitad de la masa de la nave…»

Era su pie de entrada.

—No —dijo—. No podemos ganar.

—Así que vamos a quedarnos aquí sentados. Aguardaremos la muerte durante los próximos… los próximos sesenta y ocho minutos…

Sarasti negó con la cabeza.

—No.

—Pero… —empecé.

»Oh —concluí.

Porque, naturalmente, acabábamos de reponer nuestras reservas de antimateria. La Teseo no estaba equipada con armas. La Teseo era el arma. Y nosotros realmente íbamos a quedarnos allí sentados los próximos sesenta y ocho minutos, esperando a morir.

Pero cuando lo hiciéramos nos llevaríamos a la Rorschach con nosotros.

Sarasti no dijo nada. Me pregunté qué vería, al mirarme. Me pregunté si habría realmente un Jukka Sarasti detrás de aquellos ojos para ver algo, si sus percepciones —siempre diez pasos por delante de las nuestras— derivarían no de una capacidad de análisis superior, sino de la añeja verdad de que hace falta ser uno para reconocer a uno.

¿Por qué opción, me pregunté, se decantaría un autómata?

—Tienes otras cosas de las que preocuparte —dijo.

Avanzó hacia mí; juro que todas aquellas caras agonizantes lo siguieron con los ojos. Me estudió un momento, con la piel arrugada en torno a sus ojos. O puede que algún algoritmo instintivo procesara simplemente la información visual, correlacionara medias de rasgos y tics faciales, y lo volcara todo en algún tipo de subrutina de salida sin más consciencia que un programa de estadísticas. Puede que no hubiera más chispa en el rostro de esta criatura que en todos aquéllos que gritaban mudos a su paso.

—¿Tiene miedo de ti Susan? —preguntó la cosa que tenía delante.

—¿Su…? ¿Por qué debería tenerlo?

—Hay cuatro entidades conscientes dentro de su cabeza. Es cuatro veces más sintiente que tú. ¿No te convierte eso en una amenaza?

—No, por supuesto que no.

—Entonces, ¿por qué te sientes amenazado por mí?

De repente dejó de importarme todo. Me eché a reír con ganas, con minutos de vida por delante y nada que perder.

—¿Por qué? A lo mejor es porque eres mi enemigo natural, hijo de puta. A lo mejor es porque te conozco, y sé que ni siquiera puedes mirar a cualquiera de nosotros sin flexionar las garras. A lo mejor es porque estuviste a punto de arrancarme la puta mano de cuajo y me violaste sin ningún motivo…

—Puedo imaginarme cómo es —dijo plácidamente—. Por favor, no me obligues a hacerlo otra vez.

Enmudecí de inmediato.

—Sé que tu raza y la mía nunca están demasiado bien avenidas. —Había una sonrisa helada en su voz, ya que no en su cara—. Pero sólo hago lo que me obligas a hacer. Tú racionalizas, Keeton. Defiendes. Rechazas las verdades difíciles de aceptar, y si no puedes rechazarlas directamente las trivializas. La evidencia incremental nunca es suficiente para ti. Escuchas rumores sobre el holocausto; haces oídos sordos. Ves pruebas del genocidio; insistes en que no puede ser tan grave. Suben las temperaturas, se derriten los glaciares… se extinguen las especies… y tú culpas a las manchas solares y los volcanes. Todo el mundo es igual, pero tú especialmente. Tú y tu habitación china. Conviertes la incomprensión en matemáticas, rechazas la verdad sin ni siquiera oírla.

—Siempre me fue bien así. —Me extrañó la facilidad con que hablaba de mi vida en pasado.

—Sí, si tu propósito sólo es trasmitir. Ahora tienes que convencer. Tienes que creer.

Eso implicaba esperanzas con las que no me atrevía a soñar.

—¿Estás diciendo…?

—No puedo permitirme que la verdad se filtre poro a poco. No puedo darte la oportunidad de erigir tu empalizada de racionalidad. Tus defensas deben sucumbir por completo. Debes inundarte. Hacerte pedazos. Es imposible negar el genocidio cuando estás enterrado hasta el cuello entre cuerpos mutilados.

—Has estado jugando conmigo —susurré—. Todo este tiempo. —Precondicionándome, poniendo mi topología patas arriba.

Sabía que estaba tramando algo. Sencillamente, no había sabido entender qué.

—Lo habría visto venir enseguida —dije—, si no me hubieras obligado a involucrarme.

—Quizá lo interpretes directamente en mí.

—Por eso tú… —Sacudí la cabeza—. Creía que eso era porque somos carne.

—Eso también —confesó Sarasti, y me miró directamente.

Por primera vez, le sostuve la mirada. Y sentí una sacudida de reconocimiento.

Todavía me pregunto por qué no me di cuenta antes. Durante todos aquellos años había recordado los pensamientos y sentimientos de una persona distinta, más joven, un resto del muchacho que mis padres habían extirpado de mi cabeza para hacerme sitio. Había estado vivo. Su mundo había sido vibrante. Y aunque podía conjurar los recuerdos de aquella otra consciencia, apenas podía sentir nada dentro de los límites de la mía.

Quizá «sueño» no fuera un término tan malo para describirlo…

—¿Quieres oír un cuento popular vampiro? —preguntó Sarasti.

—¿Los vampiros tenéis cuentos populares?

Se lo tomó como un sí.

—Se le asigna a un láser encontrar la oscuridad. Puesto que vive en una habitación sin puertas, ni ventanas, ni ninguna otra fuente de luz, cree que será fácil. Pero adondequiera que mire sólo ve claridad. Todas las paredes, todos los muebles a los que apunta están brillantemente iluminados. Al final concluye que no existe la oscuridad, que la luz está en todas partes.

—¿De qué diablos me hablas?

—Amanda no planea ningún motín.

—¿Qué? ¿Sabes…?

—Ni siquiera quiere que lo haya. Pregúntaselo.

—No… yo…

—Valoras la objetividad.

Era tan evidente que no me molesté en responder.

Asintió como si lo hubiera hecho.

—Los sinteticistas no pueden tener opiniones propias. Por eso, cuando sientes una, debe de pertenecer a otra persona. «La tripulación» te desprecia. «Amanda» quiere arrebatarme el mando. La mitad de nosotros somos tú. Creo que el término es «proyección». Aunque —ladeó ligeramente la cabeza— últimamente mejoras. Acompáñame.

—¿Adónde?

—A la lanzadera. Hora de hacer tu trabajo.

—Mi…

—Sobrevivir y ser testigo.

—Un dron…

—Puede presentar la información… suponiendo que nada le fría la memoria antes de escapar. No puede convencer a nadie. No puede contrarrestar la racionalización y el rechazo. No puede importar. Y los vampiros —hizo una pausa— tienen problemas para comunicarse.

Eso debería haberme producido alguna satisfacción, por mezquina y egoísta que fuera.

—Todo se reduce a mí. Eso es lo que estás diciendo. Soy un puto estenógrafo, y todo depende de mí.

—Sí. Perdóname por eso.

—¿Que te perdone?

Sarasti agitó una mano. Todas las caras excepto dos desaparecieron.

—No sé lo que hago.

• • • •

La noticia se difundió por ConSenso escasos segundos antes de que Bates lo anunciara de viva voz: trece inmersores no habían salido de detrás de Big Ben según lo previsto. Dieciséis. Veintiocho.

Y subiendo.

Sarasti chasqueaba la lengua para sí mientras Bates y él jugaban a recuperar el tiempo perdido. El monitor táctico estaba repleto de hilos luminosos multicolores, una maraña de proyecciones revisadas tan intrincada como para pasar por arte. Los hilos envolvían a Ben como un capullo filamentoso; la Teseo era una mota desnuda a media distancia.

Esperaba que cualquiera de aquellas líneas nos ensartara como haría un alfiler con un insecto. Sorprendentemente, ninguna lo hizo; pero las proyecciones sólo se extendían veinticinco horas en el futuro, y su fiabilidad se reducía a la mitad de ese tiempo. Ni siquiera Sarasti y la capitana podían ver tan lejos con tantas pelotas en el aire. Ya era algo, no obstante, un mínimo consuelo: que todos aquellos titanes de alta velocidad no pudieran sencillamente estirar el brazo y aplastarnos sin previo aviso. Estaba claro que todavía debían introducirse en la curva.

Tras la zambullida de Rorschach, había empezado a pensar que las leyes físicas ya no se aplicaban.

Las trayectorias eran cercanas, sin embargo. Por lo menos tres inmersores pasarían a menos de cien kilómetros en sus siguientes órbitas.

Sarasti cogió su inyector; la sangre afloró a su rostro.

—Hora de irse. Reacondicionamos la Caribdis mientras tú te enfurruñas.

Apoyó la hipodérmica contra su garganta y se inyectó. Yo tenía la mirada fija en ConSenso, tan cautivado por aquella brillante red fluctuante como una polilla por una farola.

—Ahora, Siri.

Me sacó a empujones de su tienda. Salí flotando al pasillo, me agarré a un escalón oportuno… y me detuve.

La columna era un hervidero de robots que patrullaban el aire, montando guardia sobre las plantas de Fabricación y las escotillas de las lanzaderas, aferrándose como insectos gigantes a los peldaños de las escaleras vertebrales desplazadas. Despacio, en silencio, la columna misma se estaba estirando.

Podía hacerlo, recordé. Flexionando y relajando sus pliegues como si fueran músculos, podía crecer hasta doscientos metros para satisfacer la repentina necesidad de un hangar más grande o un mayor espacio de laboratorio.

O más infantería. La Teseo estaba ampliando el tamaño del campo de batalla.

—Ven. —El vampiro giró a popa.

Bates irrumpió procedente de proa.

—Está ocurriendo algo.

Una pantalla táctil de emergencia, adherida al mamparo en expansión, se deslizó a un lado. Sarasti la cogió y tecleó órdenes. La imagen de Bates apareció sobre el mamparo: un diminuto pedazo de Big Ben, un cuadrante ecuatorial electromagnéticamente aumentado de unos pocos clics cuadrados. Las nubes bullían allí abajo, un nudo ciclónico de turbulencia que se arremolinaba casi demasiado deprisa para ser en tiempo real. La superposición describía partículas cargadas, atrapadas en una apretada espiral de Parker. Hablaba de una masa inmensa que se estaba alzando.

Sarasti chasqueó la lengua.

—¿Análisis de la imagen por difusión de la tensión? —preguntó Bates.

—Sólo óptico. —Sarasti me cogió del brazo y me arrastró hacia popa sin esfuerzo. La pantalla nos siguió a lo largo del mamparo: siete inmersores salieron disparados de las nubes mientras yo miraba, un círculo irregular de jets que surcaban el rojo vacío. ConSenso trazó sus rutas en un instante; alrededor de nuestra nave surgieron arcos luminosos como los barrotes de una celda.

La Teseo se estremeció.

Nos han dado, pensé. La parsimoniosa expansión de la columna se aceleró de repente; la pared trenzada se encabritó y aceleró, pasando a gran velocidad junto a mis dedos extendidos mientras la escotilla cerrada se retiraba hacia delante…

… se retiraba hacia arriba.

Las paredes no estaban moviéndose en absoluto. Estábamos cayendo, en medio de los estridentes vagidos de una alarma súbita.

Algo casi me desencajó el brazo del hombro: Sarasti había alargado una mano para asir un peldaño y la otra para atraparme antes de que los dos nos aplastáramos contra la planta de Fab. Nos columpiamos. Debía de pesar doscientos kilos; el suelo temblaba a diez metros de mis pies. La nave gemía a nuestro alrededor. La columna se inundó de chirridos de metal retorcido. Los soldados de Bates se aferraban a las paredes con las garras de sus patas.

Estiré el brazo hacia la escalera. La escalera se alejó: la nave estaba doblándose por la mitad y «abajo» había empezado a trepar por las paredes. Sarasti y yo oscilábamos hacia el centro de la columna como una ristra de salchichas hecha péndulo.

—¡Bates! ¡James! —rugió el vampiro. Su presa sobre mi muñeca tembló, resbaladiza. Intenté alcanzar la escalera, me balanceé, la agarré.

—Susan James se ha atrincherado en el puente y anulado los controles automáticos. —Una voz desconocida, sin inflexiones ni emoción—. Ha iniciado una combustión no autorizada. He comenzado una desconexión controlada del reactor; el motor principal estará desconectado al menos veintisiete minutos.

La nave, comprendí, elevando tranquilamente la voz por encima de la alarma. La capitana en persona. Hablando por megafonía.

Eso sí que era raro.

—¡Puente! —ladró Sarasti—. ¡Abre el canal!

Alguien estaba gritando allí arriba. Oía palabras, pero no lograba distinguirlas.

Sin previo aviso, Sarasti se soltó.

Cayó diagonalmente como una centella. Enfrente, a popa, el mamparo esperaba dispuesto a aplastarlo como un insecto. Dentro de medio segundo sus piernas se harían astillas, si es que el impacto no lo mataba directamente…

Pero de improviso volvíamos a ser ingrávidos, y Jukka Sarasti —con el rostro amoratado, envaradas las extremidades— echaba espuma por la boca.

—Reactor apagado —informó la capitana. Sarasti rebotó contra la pared.

Le está dando un ataque, comprendí.

Solté la escalerilla y me impulsé a popa. La Teseo se balanceaba inclinada a mi alrededor. Sarasti se convulsionó en el aire; en su boca borbotaban chasquidos, siseos y sonidos atragantados. Tenía los ojos tan abiertos que parecía carecer de párpados. Sus pupilas eran rojas cabezas de alfiler gemelas. La carne ondulaba por toda su cara como si intentara alejarse reptando.

Al frente y detrás, los robots de combate mantenían sus posiciones sin hacernos caso.

—¡Bates! —chillé columna arriba—. ¡Necesitamos ayuda!

Ángulos, por doquier. Costuras en las placas blindadas. Sombras pronunciadas y protuberancias en la superficie de cada uno de los drones. Una matriz de dos por tres superposiciones, bordeada de negro, flotaba sobre la pantalla principal de ConSenso: dos grandes cruces intersecadas justo enfrente del lugar donde había estado colgando Sarasti.

Esto no puede estar sucediendo. Acababa de tomar sus antieuclidianos. Yo lo vi. A no ser

Que alguien hubiera adulterado los fármacos de Sarasti.

—¡Bates! —Debería estar conectada a los robots, que a su vez deberían haber saltado al menor indicio de problemas. Deberían estar llevándose a mi comandante a la enfermería en estos momentos. Pero esperaban, estólidos e inmóviles. Miré fijamente al más próximo—: Bates, ¿estás ahí? —Luego, por si acaso no estaba, me dirigí directamente al soldado—. ¿Eres autónomo? ¿Aceptas órdenes verbales?

Los robots observaban a mi alrededor; la capitana se rio de mí, con su voz en forma de alarma.

La enfermería.

Empujé. Los brazos de Sarasti me golpearon fláccidos la cabeza y los hombros. Rodó hacia delante y de costado, chocó de lleno con la pantalla móvil de ConSenso y rebotó columna arriba. Pateé detrás de él…

… y atisbé algo por el rabillo del ojo…

… y me giré…

… y en el centro de ConSenso, la Rorschach salió de la incandescente cara de Ben como una ballena rompiendo las olas. No era sólo el aumento electromagnético: aquella cosa brillaba con un furioso rojo oscuro. Enfurecida, se impulsó al espacio, tan grande como una cordillera montañosa.

Joder, joder, joder.

La Teseo se estremeció. Las luces parpadearon, se apagaron y volvieron a encenderse. El mamparo me pegó de refilón por la espalda en su giro.

—Sistemas de emergencia activados —dijo plácidamente la capitana.

—¡Capitana! ¡Sarasti ha caído! —Me impulsé contra la escalerilla más cercana, choqué con uno de los soldados y planeé en pos del vampiro—. Bates no está… ¿Qué hago?

—Sistemas de navegación desactivados. Aferentes de estribor desactivados.

Comprendí que ni siquiera estaba hablando conmigo. A lo mejor ésta ni siquiera era la capitana. Quizá fuera un simple reflejo: un árbol de diálogo, farfullando anuncios por megafonía. A lo mejor la Teseo estaba lobotomizada. Quizá fuera sólo su bulbo raquídeo lo que hablaba.

Oscuridad de nuevo. Parpadeo de luces.

Si habíamos perdido a la capitana, estábamos jodidos.

Le di otro empujón a Sarasti. La alarma seguía berreando. El tambor estaba a veinte metros de distancia; BioMed estaba justo al otro lado de aquella escotilla cerrada. Recordé que antes estaba abierta. Alguien la había cerrado en los últimos minutos. Por suerte la Teseo carecería de cerraduras en sus puertas.

A menos que la Banda la haya atrancado antes de ocupar el puente

—¡Agarraos, gente! ¡Nos vamos de aquí!

¿Quién diablos…?

El canal abierto del puente. Susan James, desgañitándose allí arriba. O alguien; no lograba ubicar la voz…

Diez metros hasta el tambor. La Teseo sufrió otra sacudida y aminoró sus revoluciones. Se estabilizó.

—¡Que alguien encienda el condenado reactor! ¡Aquí arriba sólo tengo correctores de posición!

—¿Susan? ¿Sascha? —Había llegado a la escotilla—. ¿Quién está hablando? —Me impulsé para adelantar a Sarasti y estiré el brazo para abrirla.

No hubo respuesta.

No de ConSenso, al menos. Oí un zumbido apagado procedente de detrás, vi el ominoso fluctuar de sombras sobre el mamparo un segundo demasiado tarde. Me di la vuelta a tiempo de ver cómo uno de los soldados levantaba un apéndice puntiagudo —curvado como una cimitarra, afilado como una aguja— sobre la cabeza de Sarasti.

Me di la vuelta a tiempo de ver cómo lo hundía en su cráneo.

Me quedé helado. La probóscide metálica se retiró, oscura y mojada. Unos maxilípedos laterales empezaron a mordisquear la base del cráneo de Sarasti. Su cadáver blanquecino había dejado de hacer aspavientos; ahora sólo temblaba, un saco de músculos y nervios motores cargados de estática.

Bates.

Su motín estaba en marcha. El motín de Bates y la Banda. Lo sabía. Me lo imaginaba. Lo había visto venir.

Sarasti no me había creído.

Volvieron a apagarse las luces. La alarma enmudeció. ConSenso se redujo a un garabato parpadeante en el mamparo y desapareció; vi algo allí en aquel último instante, y me negué a procesarlo. Oí cómo se me formaba un nudo en la garganta, sentí el avance en la oscuridad de monstruosidades angulares. Algo centelleó directamente sobre mi cabeza, un fugaz taconeo de luz en el vacío. Columbré curvas y ángulos silueteados, bamboleantes. Crepitar de cortocircuitos. En las proximidades colisionaban objetos de metal, invisibles.

A mi espalda, el rechinar de la escotilla del tambor, abriéndose. Un repentino haz de cegadora luz química me golpeó al girarme, iluminando las filas mecánicas detrás de mí; se soltaron de sus anclajes simultáneamente y flotaron libres. Sus articulaciones chasquearon al unísono como el entrechocar de tacones de un ejército en posición de firmes.

—¡Keeton! —exclamó Bates mientras cruzaba planeando la escotilla—. ¿Estás bien?

La luz química provenía de su frente. Convertía el interior de la columna en un mosaico de fuertes contrastes, todo superficies pálidas y negras sombras en movimiento. Cayó sobre el soldado que había matado a Sarasti; el robot se alejó rodando columna abajo, repentina y misteriosamente inerte. La luz bañó el cuerpo del vampiro. El cadáver rotaba lentamente sobre su eje. De su cabeza escapaban esféricas cuentas carmesíes como gotas de agua de un grifo mal cerrado. Se extendían formando una hélice cada vez más amplia, resaltadas por la linterna de Bates: un brazo en espiral de oscuros soles color rubí.

Retrocedí.

—Tú…

Me empujó a un lado.

—No te acerques a la escotilla si no es para cruzarla. —No perdía de vista a los drones alineados—. Visual óptica.

Hileras de ojos vidriosos se reflejaban pasillo abajo, entrando y saliendo de las sombras.

—¡Has matado a Sarasti!

—No.

—Pero…

—¿Quién crees que lo desconectó, Keeton? La puta máquina se volvió loca. A duras penas conseguí que se autodestruyera. —Sus ojos se desenfocaron por un momento; a lo largo y ancho de la columna, los drones supervivientes se lanzaron a un intricado ballet marcial, entrevistos en el fluctuante cono de luz de su linterna—. Así está mejor —dijo Bates—. Ahora deberían ser más obedientes. Siempre y cuando no nos pegue nada mucho más fuerte.

—¿Qué no está golpeando?

—Relámpagos. Pulsos electromagnéticos. —Los drones volaron en dirección a Fab y las lanzaderas, asumiendo posiciones estratégicas a lo largo del tubo—. La Rorschach contiene una carga de mil demonios y cada vez que uno de esos inmersores pasa entre nosotros provoca un arco.

—¿Qué, a esta distancia? Pensaba que estábamos… El impulso…

—Nos envió en la dirección equivocada. Estamos cayendo.

Tres soldados flotaban al alcance de la mano. Apuntaban hacia la escotilla abierta del tambor.

—Dijo que estaba intentando escapar… —recordé.

—La cagó.

—No por tanto margen. Imposible. —Todos estábamos cualificados para pilotar manualmente. Por si acaso.

—La Banda no —dijo Bates.

—Pero…

—Creo que ahora hay alguien nuevo ahí dentro. Un puñado de módulos secundarios ensamblados y activados de alguna manera, no lo sé. Pero quienquiera que esté al mando, me parece que está sencillamente histérico.

Claridad parpadeante por todas partes. Las franjas de luz de la columna titilaron y se estabilizaron por fin, a la mitad de su intensidad acostumbrada.

La Teseo tosió estática y anunció:

—ConSenso está desactivado. Reac…

La voz se cortó.

ConSenso, recordé mientras Bates se giraba para regresar corriente arriba.

—Vi algo —dije—. Antes de que ConSenso se apagara.

—Ya.

—¿Era…?

Se detuvo en la escotilla.

—Sí.

Había visto trepadores. Cientos de ellos, surcando el vacío desnudos, con los brazos abiertos.

Algunos de sus brazos, en cualquier caso.

—Transportaban…

Bates asintió con la cabeza.

—Armas. —Sus ojos se concentraron en una distancia invisible por un momento—. La primera oleada se dirigió al extremo delantero. Cápsula y escotilla de proa, creo. La segunda oleada está a popa. —Sacudió la cabeza—. Ja. Yo lo habría hecho al revés.

—¿A qué distancia?

—¿Distancia? —Bates sonrió débilmente—. Ya están en el casco, Siri. Hemos entablado contacto.

—¿Qué hago? ¿Qué hago?

Sus ojos apuntaron detrás de mí y se agrandaron. Abrió la boca.

Una mano se cerró sobre mi hombro desde atrás y me hizo girar en redondo.

Sarasti. Sus ojos murrios me miraban desde una cabeza partida como un melón ensartado. Glóbulos de sangre coagulada se adherían a su pelo y su piel como garrapatas tras darse un banquete.

—Ve con él —dijo Bates.

Sarasti gruñó y chasqueó la lengua. Sin palabras.

—¿Qué…? —empecé.

—Ahora mismo. Es una orden. —Bates se volvió hacia la escotilla—. Te cubriremos.

La lanzadera.

—Tú también.

—No.

—¿Por qué no? ¡Combaten mejor sin ti, tú misma lo dijiste! ¿Qué sentido tiene?

—No puedes permitirte tener una vía de escape, Keeton. Va en contra de todo el plan. —Se permitió esbozar una sonrisita triste—. Han entrado. Vete.

Desapareció, dejando a su paso una estela de alarmas nuevas. A lo lejos, a proa, oí el rechinar de mamparos de emergencia cerrándose de golpe.

El cadáver no-muerto de Sarasti gorgoteó y me empujó columna abajo. Cuatro soldados más se cruzaron con nosotros deslizándose ágilmente y asumieron posiciones detrás de nosotros. Miré por encima del hombro a tiempo de ver cómo el vampiro extraía la pantalla táctil de la pared. Sólo que no era en absoluto Sarasti, naturalmente. Era la capitana —lo que quedara de ella, a estas alturas de la batalla— que había requisado una interfaz periférica para su uso personal. El puerto óptico sobresalía visiblemente de la nuca de Sarasti, donde solía entrar el cable; recordé los maxilípedos del dron, masticando.

El sonido de disparos y balas perdidas arreciaba a nuestras espaldas.

El cadáver tecleó con una mano mientras avanzábamos. Me pregunté fugazmente por qué sencillamente no hablaba antes de que mi mirada se posara en la pica que le traspasaba el cerebro: los centros del habla de Sarasti debían de estar hechos puré.

—¿Por qué lo mataste? —pregunté. Sonó una alarma completamente distinta, atrás en el tambor. Una brisa repentina tiró de mí hacia atrás por un momento, antes de disiparse un segundo después con un tañido lejano.

El cadáver levantó la pantalla y mostró un mensaje de texto: ATAQ. NO PDIA CNTRLARLO.

Habíamos llegado a las escotillas de las lanzaderas. Los soldados robot nos franquearon el paso, concentrados en otra parte.

VE, dijo la capitana.

Alguien gritó a lo lejos. En lo alto de la columna, la escotilla del tambor se cerró de golpe; me giré y vi un par de robots en la distancia, soldando la junta. Parecían moverse más deprisa ahora que nunca. Quizá fueran sólo imaginaciones mías.

La escotilla de la lanzadera de estribor se retrajo. Las luces interiores de la Caribdis parpadearon, vertiendo claridad en el pasadizo; la iluminación de emergencia de la columna parecía más tenue incluso en comparación. Me asomé a la abertura. No quedaba casi espacio en la cabina, reducida a un simple ataúd abierto entre tanques de refrigeración y combustible e inmensos colchones antiaceleración mejorados. La Caribdis se había acondicionado para resistir gravedades altas y distancias largas.

Y a mí.

El cadáver de Sarasti me metía prisa desde atrás. Di media vuelta y me encaré con él.

—¿Alguna vez fue él? —pregunté.

—Dímelo. ¿Hablaba en su nombre? ¿Alguna vez llegó a decidir algo por sí mismo? ¿Estábamos siguiendo sus órdenes, o eras tú todo este tiempo?

Los ojos no-muertos de Sarasti me miraban fijamente, vidriosos e incomprensivos. Sus dedos se crisparon sobre la pantalla táctil.

NO OS GSTA RCBIR ORDNS D LS MQINAS. ASI MJOR.

Dejé que me colocara las correas y cerrara la tapa. Me quedé tendido en la oscuridad, sintiendo cómo mi cuerpo se bamboleaba y mecía mientras la cápsula se deslizaba en su rampa de lanzamiento. Soporté el brusco silencio cuando las tenazas de atraque se soltaron, el tirón de aceleración que me escupió con fuerza al vacío, la creciente aceleración que me aplastaba el pecho como una montaña blanda. A mi alrededor, la lanzadera temblaba con los estertores de una combustión que sobrepasaba con creces su funcionamiento habitual.

Mis incrustaciones se reactivaron. De pronto podía asomarme afuera si quería. Podía ver lo que estaba ocurriendo a mi espalda.

Decidí no hacerlo, intencionada y fervientemente, y miré de todos modos.

La Teseo estaba perdiéndose de vista a esas alturas, incluso en el monitor táctico. Se escoró pozo abajo, tambaleándose hacia un encuentro con el enemigo que debía de ser premeditado, una maniobra de último segundo para arrimar todo lo posible su carga útil al objetivo. Rorschach acudió a su encuentro, desenroscando sus nudosas extremidades espinadas, abriéndose como si anticipara un abrazo. Pero era el telón de fondo, no los actores, lo que protagonizaba aquella obra: el rostro de Big Ben hirviendo en mi retrovisor, un ciclón efervescente que ocupaba toda la ventana. En la transparencia se agolpaban contornos magnéticos en apretada espiral, como muelles; la Rorschach estaba embozándose en la magnetosfera de Ben como si fuera una cegadora capa arremolinada, retorciéndola en un nudo concentrado cada vez más grande, más brillante, abultado…

«Como el fogonazo de torsión de una enana de clase L», había dicho mi comandante una vez, «pero deberíamos ver algo lo bastante grande como para generar esa clase de efecto y el cielo está oscuro en esa localización. La UAI lo llama artefacto estadístico.»

Como había ocurrido, de hecho. Las salpicaduras de algún impacto, tal vez, o el cegador y efímero estallido de alguna colosal fuente de energía reiniciándose tras un millón de años de letargo. Muy parecido a esto: una llamarada solar, sin sol debajo. Un cañón magnético diez mil veces más potente de lo que le correspondía por naturaleza.

Los dos bandos desenfundaron sus armas. No sé cuál disparó primero, ni siquiera si tenía alguna importancia: ¿cuántas toneladas de antimateria harían falta para equipararse con algo que era capaz de exprimir el poder de un sol de una bola de gas poco más grande que Júpiter? ¿También Rorschach se habría resignado a la derrota, habrían optado ambos contendientes por un asalto kamikaze sobre su rival?

No lo sé. Big Ben se cruzó en medio minutos antes de la explosión. Probablemente ésa sea la razón de que yo siga con vida. Ben se interpuso entre aquella luz abrasadora y yo como una moneda que intentara tapar el sol.

La Teseo lanzó todo lo que tenía, hasta el último microsegundo. Cada momento grabado de combate mano a mano, cada última cuenta atrás, cada última alma. Todos los movimientos y todos los vectores. Esa telemetría está en mi poder. Puedo descomponerla en un sinfín de formas, continuas o discretas. Puedo transformar la topología, rotarla, comprimirla y servirla en dialectos utilizables por parte de cualquier aliado. Quizá Sarasti estuviera en lo cierto, quizá hubiera algo crucial allí.

No entiendo lo que significa nada de eso.