Sólo cuando nos hemos perdido empezamos a comprendernos a nosotros mismos.
Henry David Thoreau
La vergüenza me había abrasado y dejado vacío. Me daba igual quién me viera. Me daba igual el estado en que me vieran. Me había pasado días flotando en mi tienda, hecho una pelota y respirando mi propio hedor mientras los demás realizaban los preparativos que mi torturador les hubiera encomendado. Amanda Bates fue la única en elevar siquiera una protesta simbólica por lo que me había hecho Sarasti. Los demás mantuvieron la mirada gacha y la boca cerrada, e hicieron lo que se les pedía; si por miedo o indiferencia, no sabría decirlo.
Era otra de las cosas que ya me daban igual.
En un momento dado, el molde que me ceñía el brazo se abrió como una almeja cocida. Aumenté los lúmenes el tiempo necesario para examinar su trabajo; mi mano reparada picaba y brillaba a la luz crepuscular; la línea del destino que la recorría desde la base de la palma al nacimiento de los dedos era ahora más larga y profunda. Acto seguido regresé a la oscuridad, y a la ciega y poco convincente ilusión de seguridad.
Sarasti quería que creyera. De algún modo debía de pensar que lastimándome y humillándome lo conseguiría; que vapuleado y exhausto, me convertiría en un recipiente vacío a llenar como él considerara oportuno. ¿No era ésa una técnica clásica de lavado de cerebro, hacer pedazos a tu víctima y después recomponer los trozos a tu gusto? A lo mejor esperaba provocarme algún tipo de síndrome de Estocolmo, o quizá sus acciones obedecían a unas prioridades incomprensibles para la simple carne.
Tal vez se hubiera vuelto loco, sencillamente.
Me había anulado. Había expuesto sus argumentos. Había seguido su rastro de miguitas de pan por todo ConSenso, por toda la Teseo. Y ahora, a tan sólo nueve días de la graduación, estaba seguro de una cosa: Sarasti estaba equivocado. Tenía que estarlo. No veía cómo, pero lo sabía igualmente. Estaba equivocado.
De alguna manera, por absurdo que parezca, eso era lo único que me importaba.
No había nadie en la columna. Sólo Cunningham era visible en BioMed, revisando unas disecciones digitales, fingiendo pasar el rato. Yo flotaba por encima de él, con mi mano regenerada asida a lo alto de la escalera más próxima; me arrastraba en lentos y pequeños círculos mientras giraba el tambor. Incluso desde allí arriba podía ver la tensión instalada en sus hombros: un sistema atascado en una pauta de contención, corroyéndose una interminable hora tras otra mientras el destino avanzaba con todo el tiempo del mundo por delante.
Levantó la cabeza.
—Ah. Pero si está vivo.
Resistí el impulso de retirarme. Una simple conversación, por el amor de Dios. Dos personas hablando, nada más que eso. La gente lo hace todo el rato sin tus herramientas. Puedes conseguirlo. Puedes hacerlo.
Inténtalo.
De modo que me obligué a poner un pie detrás de otro y bajar las escaleras; el peso y la aprensión aumentaban a cada peldaño. Intenté leer la topología de Cunningham a través de la neblina. Puede que viera una fachada, de meros micrones de espesor. Puede que él agradeciera cualquier distracción, aunque no lo admitiera.
O puede que estuviera imaginándomelo todo.
—¿Qué tal estás? —me preguntó cuando llegué a la cubierta.
Me encogí de hombros.
—Esa mano va mejor, por lo que veo.
—No gracias a ti.
Había intentado morderme la lengua. Lo juro.
Cunningham encendió un cigarro.
—De hecho, fui yo el que te curó.
—También te quedaste ahí sentado mirando mientras me descuartizaba.
—Ni siquiera estaba presente. —Transcurrido un momento, añadió—: Aunque puede que tengas razón. Lo mismo podría haberme quedado de brazos cruzados de todas formas. Amanda y la Banda intentaron interceder por ti, según tengo entendido. No sirvió de mucho.
—Así que tú ni siquiera lo intentaste.
—¿Lo intentarías tú, si la situación fuera a la inversa? ¿Te enfrentarías desarmado a un vampiro?
No dije nada. Cunningham se quedó mirándome largo rato, chupando su cigarro.
—Te caló bien, ¿eh? —dijo al final.
—Te equivocas.
—No me digas.
—Yo no juego con la gente.
—Mmmm. —Pareció reflexionar al respecto—. ¿Qué término usarías tú, entonces?
—Observo.
—Ah, ya. «Vigilancia», lo llamarían algunos.
—Yo… leo el lenguaje corporal. —Esperaba que fuera eso lo único a lo que se estaba refiriendo.
—Es cuestión de matices y tú lo sabes. Incluso en medio de una muchedumbre cabe esperar cierto grado de intimidad. La gente no está preparada para que le lean la mente a cada pestañeo. —Apuñaló el aire con su cigarro—. Y tú. Tú eres un cambiaformas. Nos presentas una cara distinta a cada uno de nosotros, y me apuesto lo que sea a que ninguna es real. Tu verdadero yo, si es que existe siquiera, es invisible…
Sentí un nudo en la boca del estómago.
—¿Quién no lo es? ¿Quién no… intenta encajar, quién no quiere llevarse bien con todo el mundo? Eso no tiene nada de malicioso. ¡Soy sinteticista, por el amor de Dios! Nunca manipulo las variables.
—Bueno, verás, ése es el problema. No es solamente variables lo que estás manipulando.
El humo se anilló entre nosotros.
—Pero supongo que eres incapaz de entenderlo, ¿verdad? —Se levantó y agitó una mano. Las ventanas de ConSenso se cerraron a su lado—. En realidad no es culpa tuya. Uno no es responsable de la forma en que lo han hecho.
—No me jodas —gruñí.
También eso se me había escapado sin poder evitarlo, y después se desató la inundación:
—Le das demasiada importancia a eso. Tú y tu puta empatía. Quizá yo no sea más que una especie de impostor, pero mucha gente juraría que he sabido llegarle al alma. No necesito esa mierda, no hace falta sentir motivos para deducirlos, es mejor si no puedes, te mantiene…
—¿Desapasionado? —Cunningham sonrió ligeramente.
—A lo mejor tu empatía no es más que una mentira reconfortante, ¿alguna vez te has parado a pensarlo? A lo mejor crees saber cómo se siente la otra persona, pero en realidad sólo estás sintiéndote a ti mismo, a lo mejor eres incluso peor que yo. O tal vez todos nos limitamos a intentar adivinar, simplemente. Quizá la única diferencia sea que yo no me engaño al respecto.
—¿Tienen el aspecto que te imaginabas? —preguntó.
—¿Cómo? ¿De qué me hablas?
—Los trepadores. «Brazos multiarticulados con una masa central.» A mí me suena bastante parecido.
Había visto los archivos de Szpindel.
—Yo… En realidad no —dije—. Los brazos son más… flexibles, en la vida real. Más segmentados. Y lo cierto es que nunca vi el cuerpo. ¿Qué tiene que ver eso con…?
—Pero se aproxima, ¿verdad? El mismo tamaño, la misma distribución corporal general.
—¿Y qué?
—¿Por qué no informaste de ello?
—Lo hice. Isaac dijo que era simple estimulación magnética craneal. De la Rorschach.
—Los viste antes de la Rorschach. O por lo menos —continuó— viste algo que te asustó lo suficiente como para desvelar tu tapadera, cuando estabas espiando a Isaac y Michelle.
Mi rabia se desinfló como un globo con una fuga de aire.
—¿Lo… lo sabían?
—Sólo Isaac, creo. Y lo mantuvo entre él y los diarios. Sospecho que no quería interferir con tus protocolos de «no interferencia»… aunque me apuesto lo que sea a que ésa fue la última vez que los pescaste en privado, ¿sí?
No dije nada.
—¿Creías que nadie iba a observar al observador oficial? —preguntó Cunningham, al cabo.
—No —respondí con un hilo de voz—. Supongo que no.
Asintió con la cabeza.
—¿Has visto alguno desde entonces? No me refiero a las típicas alucinaciones provocadas por la EMC. Me refiero a los trepadores. ¿Has vuelto a alucinar con alguno desde que los viste en carne y hueso, desde que sabes qué aspecto tienen?
Pensé en ello.
—No.
Sacudió la cabeza, confirmada alguna nueva opinión.
—Eres un caso, Keeton, ¿lo sabías? ¿Que no te engañas a ti mismo? Pero si ni siquiera ahora sabes lo que sabes.
—¿De qué me hablas?
—Lo dedujiste. A partir de la arquitectura de la Rorschach, probablemente; la forma sigue a la función, ¿sí? De alguna manera te formaste una idea bastante aproximada del aspecto que tendría un trepador antes de que nadie le pusiera la vista encima a ninguno. O por lo menos —inspiró hondo; su cigarrillo resplandeció como un diodo—, una parte de ti lo hizo. Alguna colección de módulos subconscientes que trabaja por ti. Pero no pueden mostrar su trabajo, ¿verdad? No tienes acceso consciente a esos niveles. De modo que una parte del cerebro intenta decírselo a la otra como sea. Le pasa notas por debajo de la mesa.
—Ceguera cortical —murmuré. «Un presentimiento sobre dónde buscar…»
—Se parece más a la esquizofrenia, sólo que tú veías imágenes en vez de oír voces. Viste imágenes. Y sigues sin entenderlo.
Parpadeé.
—¿Pero cómo iba a…? Quiero decir…
—¿Qué creías, que la Teseo estaba embrujada? ¿Que los trepadores estaban comunicándose telepáticamente contigo? Lo que tú haces… importa, Keeton. Te explicaron que no eras más que su estenógrafo y te cubrieron con todas esas capas de pasividad para que no toquetearas nada y tú tuviste que asumir la iniciativa de todos modos, ¿verdad? Tenías que resolver el problema por tu cuenta. Lo único que no podías hacer era admitirlo ante ti mismo. —Cunningham meneó la cabeza—. Siri Keeton. Mira lo que han hecho contigo.
Se tocó la cara.
—Mira lo que han hecho con todos nosotros —susurró.
• • • •
Encontré a la Banda flotando en el centro de la oscura cabina de observación. Me hizo sitio cuando me reuní con ella, se echó a un lado y se sujetó con un trozo de red.
—¿Susan? —pregunté. Sinceramente, ya no los distinguía.
—Iré a buscarla —dijo Michelle.
—No, está bien. Me gustaría hablar con todos vo…
Pero Michelle ya había huido. La figura medio iluminada cambió ante mí, y dijo:
—Ella preferiría estar sola ahora mismo.
Asentí con la cabeza.
—¿Y tú?
James se encogió de hombros.
—No me importa hablar. Aunque me sorprende que sigas haciendo tus informes, después…
—No… no, exactamente. Esto no es para la Tierra.
Miré a mi alrededor. No había mucho que ver. La malla de Faraday revestía el interior de la cúpula como una película gris, atenuando y volviendo granulosa la vista al otro lado. Ben flotaba como una siniestra malevolencia, ocupando la mitad del firmamento. Distinguí una decena de tenues estelas sobre vagas bandas de nubes, en tonos de rojo tan oscuros que rayaban en el negro. El Sol pestañeaba tras el hombro de James, nuestro sol, un punto brillante que se difractaba en apagados arco iris astillados cuando movía la cabeza. Eso era todo: la luz de las estrellas no traspasaba la malla, como tampoco las partículas más grandes y tenues del cinturón de acreción. La miríada de cabezas de alfiler de las máquinas inmersoras estaban perdidas por completo.
Lo que para algunos podría suponer un consuelo, pensé.
—Vaya vista de mierda —observé. La Teseo podría haber proyectado vistas en primera persona por toda la cúpula en un instante, más reales que la realidad.
—A Michelle le gusta así —dijo James—. La sensación que produce. Y a Cruncher le gustan los efectos de difracción, le gustan… las pautas de interferencia.
Nos quedamos contemplando la nada un momento, a la media luz que se filtraba procedente de la columna. Suavizaba las aristas del perfil de James.
—Me tendisteis una trampa —dije por fin.
Me miró.
—¿A qué te refieres?
—Me disteis largas desde el principio, ¿verdad? Todos vosotros. No me metisteis en el ajo hasta después de mi —¿cómo lo había expresado?— «precondicionamiento». Todo estaba planeado para hacerme bajar la guardia. Y luego Sarasti… me ataca sin previo aviso, y…
—No sabíamos eso. No hasta que sonó la alarma.
—¿Alarma?
—Cuando cambió la mezcla gaseosa. Tuviste que oírla. ¿No era eso por lo que estabas allí?
—Me llamó a su tienda. Me pidió que observara.
Me miró desde un rostro poblado de sombras.
—¿No intentaste detenerlo?
No podía responder a la acusación que había en su voz.
—Yo sólo… observo —dije sin convicción.
—Pensé que estabas intentando impedirle… —Sacudió la cabeza—. Creía que te había atacado por eso.
—¿Quieres decir que no era una farsa? ¿No estabais confabulados? —Me costaba creerlo.
Pero sabía que ella sí lo creía.
—Pensé que estabas intentando protegerlos. —Se rio de su error con un gruñido desprovisto de humor y apartó la mirada—. Supongo que debería habérmelo imaginado.
Debería. Debería haber sabido que una cosa es acatar órdenes y otra muy distinta tomar partido, lo que no hubiera conseguido más que poner en peligro mi integridad.
Y yo debería estar acostumbrado ya a estas alturas. Insistí.
—Fue una especie de lección práctica. Un… un tutorial. No se puede torturar a una criatura no sintiente o algo, y… y te oí, Susan. Para ti no era ninguna novedad, sólo lo era para mí, y…
Y tú me lo ocultaste. Todos lo hicisteis. Tú y tu Banda al completo, y también Amanda. Llevabais días planeándolo e hiciste lo imposible por encubrirlo.
¿Cómo pudo pasarme desapercibido? ¿Cómo se me pudo pasar por alto?
—Jukka nos pidió que no te dijéramos nada —admitió Susan.
—¿Por qué? ¡Si he venido hasta aquí precisamente por algo así!
—Dijo que te… resistirías. A menos que se dieran los pasos adecuados.
—Los pasos… ¡Susan, se me echó encima! Ya viste lo que…
—No sabíamos que ésa era su intención. Ninguno de nosotros.
—¿Y por qué lo hizo? ¿Para ganar una discusión?
—Eso es lo que dice.
—¿Lo crees?
—Probablemente. —Se encogió de hombros después de un momento—. ¿Quién sabe? Es un vampiro. Es… opaco.
—Pero su historial… Quiero decir, él nunca, nunca había recurrido a la violencia antes…
Sacudió la cabeza.
—¿Por qué debería hacerlo? Al resto de nosotros no tiene que convencernos de nada. Cumplimos sus órdenes pase lo que pase.
—Igual que yo —le recordé.
—No está intentando convencerte a ti, Siri.
Ah.
Yo sólo era un conducto, al fin y al cabo. Sarasti no estaba demostrándome nada; estaba demostrándolo a través de mí, y…
… y planeaba un segundo asalto. ¿Por qué llegar a tales extremos para presentarle un argumento a la Tierra, si la Tierra era irrelevante? Sarasti no esperaba que la partida terminara aquí. Esperaba que la Tierra hiciera algo en respuesta a su… punto de vista.
—¿Pero qué diferencia hay? —me pregunté en voz alta.
Susan se limitó a mirarme.
—Aunque tenga razón, ¿en qué cambia eso las cosas? Esto —levanté la mano reparada—, ¿cómo cambia nada? Los trepadores son inteligentes, con consciencia o sin ella. En ambos casos son una amenaza en potencia. Todavía no lo sabemos. ¿Así que qué más da? ¿Por qué me hizo esto? ¿De qué ha servido?
Susan levantó el rostro hacia Big Ben y no respondió.
Sascha me miró, y lo intentó.
—Sirve —dijo— porque significa que los atacamos antes de que la Teseo despegara. Antes de la Lluvia de Fuego, incluso.
—¿Que nosotros…?
—No lo pillas, ¿verdad? No. —Sascha resopló suavemente—. Si ésa no es la cosa más jodidamente desternillante que he oído en mi corta vida, no sé qué será.
Se inclinó hacia delante, con la mirada encendida.
—Imagínate que fueras un trepador y te encontraras con una señal humana por primera vez.
Sus ojos tenían un brillo depredador. Combatí el impulso de apartar la mirada.
—Para ti debería ser fácil, Keeton. Debería ser el encargo más fácil que hayas tenido. ¿No eras tú la interfaz de usuario, no eras la habitación china? ¿No eres tú el que nunca tiene que asomarse al interior, el que nunca tiene que ponerse en el lugar de nadie, porque puedes saber cómo es cualquiera desde su superficie?
Contempló fijamente el oscuro disco incandescente de Ben.
—Pues bien, ahí está la pareja de tus sueños. Una raza entera hecha sólo de superficies. No hay interior al que asomarse. Todas las cartas sobre la mesa. Así que manos a la obra, Siri Keeton. Haz que nos sintamos orgullosos de ti.
No había desprecio en la voz de Sascha, ni tampoco desdén. Ni siquiera había rabia, ni en su voz, ni en sus ojos.
Lo que había era un ruego. Lo que había eran lágrimas.
—Imagínate que fueras un trepador —susurró otra vez, mientras ante su rostro flotaban diminutas perlas perfectas.
Imaginaos que fuerais un trepador.
Imaginaos que poseéis intelecto pero no perspicacia, prioridades pero no consciencia. Vuestros circuitos zumban con estrategias de supervivencia y persistencia, flexibles, inteligentes, tecnológicas incluso… pero ningún otro circuito las controla. Podéis pensar en cualquier cosa, pero no sois conscientes de nada.
No podéis imaginaros ser algo así, ¿verdad? El término «ser» ni siquiera parece adecuado, de alguna forma básica que no lográis precisar.
Intentadlo.
Imaginaos que os encontrarais una señal. Está estructurada, y cargada de información. Satisface todos los criterios de transmisión inteligente. La evolución y la experiencia ofrecen una amplia gama de caminos a seguir, bifurcaciones en los diagramas que manejan los datos. A veces estas señales proceden de conespecíficos que tienen información útil que compartir, cuyas vidas defenderéis según las reglas de la selección de parentesco. A veces proceden de competidores, depredadores u otras entidades antagónicas que deben evitarse o destruirse; en casos así, la información podría poseer un significativo valor táctico. Algunas señales podrían provenir incluso de entidades que, sin estar emparentadas, aún pueden ejercer de aliados o simbiontes en empresas mutuamente beneficiosas. Podéis derivar respuestas adecuadas para cualquiera de estos casos, y muchos más.
Descifráis las señales, y os encontráis con:
Ha sido estupendo. He gozado de veras con él. Aunque costara el doble que cualquier otro puto de la cúpula…
A fin de apreciar debidamente el Cuarteto de Kesey…
Nos odian porque somos libres…
Ahora presta atención…
Atiende.
Estos términos carecen de una traducción relevante. Son innecesariamente recursivos. No contienen información práctica, y sin embargo su estructura es inteligente; es imposible que se formaran por casualidad.
La única explicación es que algo haya codificado la incoherencia de forma que se haga pasar por un mensaje útil; sólo después de malgastar tiempo y esfuerzo se descubre el engaño. La señal funciona para consumir los recursos de un receptor a cambio de una información nula y una adecuación reducida. La señal es un virus.
Los virus no provienen de parientes, simbiontes, u otros aliados.
La señal es un ataque.
Y procede justo de ahí.
• • • •
—Ahora lo entiendes —dijo Sascha.
Sacudí la cabeza mientras intentaba asimilar aquella conclusión, demencial e imposible.
—Ni siquiera son hostiles. —Ni siquiera conocen la hostilidad. Son tan profundamente alienígenas que no pudieron dejar de considerar que el lenguaje humano constituía en sí una forma de agresión.
¿Cómo se dice «venimos en son de paz» cuando las mismas palabras constituyen una declaración de guerra?
—Por eso no hablan con nosotros —comprendí.
—Sólo si Jukka tiene razón. Podría estar equivocado. —De nuevo James, resistiéndose discretamente todavía, negándose aún a reconocer un hecho que incluso sus otros yoes habían aceptado ya. Entendía por qué. Porque si Sarasti estaba en lo cierto, los trepadores eran la norma: la evolución en todo el universo no era nada más que la interminable proliferación de una complejidad automática organizada, una gigantesca y estéril máquina de Turing repleta de maquinaria autorreplicante eternamente ajena a su propia existencia. Y nosotros… nosotros éramos un golpe de suerte, fósiles vivientes. Éramos las aves incapaces de volar que ensalzaban su maestría en alguna isla remota mientras nuestras orillas se infestaban de serpientes y carnívoros. Susan James no podía obligarse a aceptar esa idea… porque Susan James, con sus múltiples vidas construidas sobre la fe en que la comunicación es la solución de todos los conflictos, se vería obligada entonces a admitir la mentira. Si Sarasti tenía razón, la reconciliación era imposible.
Un recuerdo brotó en mi memoria y arraigó allí: un hombre en movimiento, cabizbajo, con los labios torcidos en una mueca obstinada. Sus ojos se concentraban primero en un pie, luego en el otro. Sus piernas se movían envaradas, con cuidado. Sus brazos no se movían en absoluto. Caminaba a trancas y barrancas como un zombi atenazado por el rigor mortis.
Sabía lo que era. Polineuropatía proprioceptiva, un caso que había encontrado en ConSenso antes de la muerte de Szpindel. Con esto me había comparado Pag una vez; con un hombre que había perdido la cabeza. Sólo le quedaba la autoconsciencia. Privado del sentido subconsciente y las subrutinas que siempre había dado por sentadas, tenía que concentrarse en todos y cada uno de sus pasos para cruzar la habitación. Su cuerpo ya no sabía dónde estaban sus extremidades ni qué estaban haciendo. Para moverse, para permanecer erguido incluso, debía estar permanentemente atento.
No había sonido cuando reproduje aquel archivo. No lo había ahora en este recuerdo. Pero juro que podía oír a Sarasti junto a mi hombro, escudriñando mis recuerdos. Juro que lo oí hablar en mi mente como una alucinación esquizofrénica:
«Esto es lo máximo a lo que puede aspirar la consciencia, abandonada a su suerte.»
—Respuesta correcta —murmuré—. Pregunta errónea.
—¿Cómo?
—Tira, ¿recuerdas? Cuando le preguntaste qué objetos había en la ventana.
—Y pasó por alto al trepador. —James asintió con la cabeza—. ¿Y?
—No lo pasó por alto. Pensabas que estabas preguntándole por las cosas que veía, las cosas que existían en el tablero. Tira pensaba que estabas preguntándole…
—Por las cosas de las que era consciente —concluyó.
—Tiene razón —susurré—. Dios santo. Creo que tiene razón.
—Hey —dijo James—. ¿Has visto es…?
Pero no llegué a ver lo que estaba señalando. La Teseo cerró los ojos de golpe y empezó a aullar.
• • • •
La graduación llegó con nueve días de adelanto.
No vimos llegar el disparo. Cualquiera que fuese el cañón abierto por la Rorschach, estaba minuciosamente eclipsado por tres frentes: el habitáculo del laboratorio lo ocultaba de la Teseo, y dos protuberancias retorcidas del artefacto mismo lo escondían de cada uno de nuestros nidos de cañones. Un bolo de plasma incendiario salió disparado de aquel punto ciego como un puñetazo; partió el hinchable en dos antes de que saltara la primera alarma.
Las alarmas nos perseguían a popa. Nos lanzamos columna abajo a través del puente, a través de la cripta, dejando atrás escotillas y reductos, rehuyendo la superficie en busca de cualquier refugio con más de un palmo de distancia entre la piel y el cielo. Adentrándonos en la madriguera. ConSenso nos pisaba los talones, sus ventanas se contoneaban y deslizaban sobre riostras, conductos y el túnel cóncavo de la propia columna. No le presté atención hasta que estuvimos de nuevo en el tambor, enterrados en el vientre de la Teseo. Donde podríamos fingir que estábamos a salvo.
Abajo, en la cubierta giratoria, Bates entró en tromba procedente de proa, con un remolino de ventanas tácticas danzando a su alrededor como bailarines de salón. Nuestra ventana se detuvo sobre el mamparo de la sala común. El habitáculo del laboratorio se extendía en la imagen como una sencilla ilusión óptica: agrandándose y encogiéndose a la vez ante nuestros ojos, aquella superficie lisa ondulaba hacia nosotros al tiempo que se desmoronaba sobre sí misma. Tardé un momento en encontrarle sentido a la contradicción: algo le había pegado una patada al habitáculo desde su cara más alejada, enviándolo rodando hacia nosotros dando lentos y majestuosos tumbos. Algo había abierto el habitáculo, derramado su atmósfera y dejado su piel elástica replegándose sobre sí misma como un globo sin aire. El punto de impacto se reveló mientras observábamos, una fláccida boca calcinada que dejaba tras de sí una estela de tenues hilachos de saliva congelada.
Nuestros cañones estaban respondiendo. Disparaban proyectiles no conductores que los trucos electromagnéticos serían incapaces de desviar, invisibles debido a la oscuridad y demasiado lejanos para los ojos humanos, pero por las retículas tácticas de los robots vi cómo bordaban arcos gemelos de líneas de puntos en el firmamento. Los regueros convergieron cuando los cañones encontraron sus objetivos, concentrados en dos estrellas arrojadizas atenuadas que surcaban el vacío con los brazos extendidos, vueltos hacia la Rorschach sus rostros como flores al sol.
La artillería las trituró antes de que recorriesen siquiera la mitad de la distancia.
Pero aquellos jirones continuaron cayendo, y de repente el suelo cobró vida con movimiento. Aumenté la imagen: los trepadores ocultaban el casco de la Rorschach como una orgía de serpientes, desnudos en el espacio. Algunos encadenaban los brazos, uno con otro y con otro, construyendo convulsas guirnaldas de flores vertebrales ancladas en un extremo. Se elevaron del casco, ondularon en el vacío radiactivo como frondas de algas articuladas, buscando… aferrándose…
Ni Bates ni sus máquinas eran estúpidas. Se concentraron en los trepadores concatenados tan despiadadamente como habían ido tras los prófugos, y con un marcador total mucho más abultado. Pero había sencillamente demasiadas dianas, demasiados fragmentos cazados al vuelo. En dos ocasiones vi pedazos desmembrados de Tira y Afloja atrapados por sus hermanos.
El habitáculo desgarrado se cernía en ConSenso como un gigantesco leucocito roto. Otra alarma se disparó cerca en alguna parte: alerta de proximidad. Cunningham llegó disparado al tambor desde algún lugar de popa, rebotó contra un amasijo de tuberías y conductos, y se agarró en busca de equilibrio.
—Me cago en la puta… Nos vamos, ¿no? ¿Amanda?
—No —respondió Sarasti desde todas partes.
—¿Qué…? —¿…cojones tiene que pasar?, me contuve antes de decir—. Amanda, ¿y si dispara contra la nave?
—No lo hará. —No apartaba la vista de sus ventanas.
—¿Cómo lo…?
—No puede. Si hubiera generado más potencia de fuego, habríamos detectado cambios térmicos y de microalometría. —Un panorama en colores falsos rotó entre nosotros; sus latitudes se medían en unidades de tiempo; sus longitudes, en masa delta. Los kilotones se elevaban de aquel terreno como una cadena de montañas rojas—. Ja. Llegó justo por debajo del umbral de ruido…
Sarasti la interrumpió.
—Robert. Susan. EVA.
James palideció.
—¿Qué? —chilló Cunningham.
—El módulo del laboratorio está a punto de impactar —dijo el vampiro—. Salvad las muestras. Ahora mismo. —Cerró el canal antes de que nadie pudiera rechistar.
Pero Cunningham no pensaba pararse a discutir. Acababa de ver conmutada nuestra sentencia de muerte: ¿qué le importaría a Sarasti recuperar unas muestras de biopsias si no creyera que teníamos alguna oportunidad de escapar con ellas? El biólogo cogió impulso y se propulsó hacia la escotilla de proa.
—Voy —dijo mientras volaba.
Debía reconocerlo. La psicología de Sarasti estaba mejorando.
Con James no dio resultado, sin embargo, o con Michelle, o… No sabía muy bien quién llevaba el volante.
—No puedo salir ahí, Siri, es… No puedo salir ahí…
Observa. No interfieras.
El hinchable roto colisionó impotentemente a estribor y se aplastó contra el caparazón. No sentimos nada. A lo lejos, demasiado cerca, las legiones menguaron a lo largo de la superficie de la Rorschach. Desaparecieron por unas bocas que se fruncieron, se dilataron y, por arte de magia, volvieron a cerrarse en el casco del artefacto. Los nidos de cañones disparaban impasiblemente contra los rezagados.
Observa.
La Banda de los Cuatro temblaba a mi lado, muerta de miedo.
No interfieras.
—Está bien —dije—. Iré yo.
• • • •
La escotilla abierta era como un hoyuelo en la cara de un acantilado infinito. Me asomé desde aquella muesca al abismo.
Este lado de la Teseo le daba la espalda a Big Ben, al enemigo. La vista seguía siendo sobrecogedora, no obstante: un interminable panorama de estrellas distantes, duras y frías, que no parpadeaban. Una de ellas, solitaria, ligeramente más brillante, amarilla, seguía estando demasiado lejos. Cualquier posible consuelo que hubiera podido extraer de aquella escena se marchitó al apagarse el Sol por un instante: un pedazo de roca errante, tal vez. O un miembro del séquito de inmersores de la Rorschach.
Un paso más y no dejaría de caer jamás.
Pero no di ningún paso, y tampoco me caí. Empuñé mi pistola con fuerza, me impulsé suavemente por la abertura y me giré. El caparazón de la Teseo se alejaba de mí curvándose en todas direcciones. A proa, la cabina sellada de observación se erguía sobre el horizonte como un amanecer de cobalto. Más a popa, una ventisca de jirones asomaba por detrás del casco: el filo del habitáculo roto.
Y detrás de todo aquello, al alcance de la mano, el interminable panorama de nubarrones de Big Ben: un colosal muro ondulado que se extendía hasta un horizonte lejano cuya teoría yo apenas alcanzaba a entender. Si me concentraba era todo oscuridad e inagotables tonos grises… pero una rojez tenue, apagada, se dejaba atisbar de reojo si miraba a otro lado.
—¿Robert? —Activé la cámara del traje de Cunningham en mi HUD: un abrupto e inerte campo de hielo al que la luz de su casco confería un contraste elevado. La interferencia de la atmósfera de Rorschach bañaba la imagen en oleadas—. ¿Estás ahí?
Chasquidos y crujidos. Sonido de respiración y murmullos contra un zumbido eléctrico.
—Cuatro coma tres. Cuatro coma cero. Tres coma ocho…
—¿Robert?
—Tres coma… Mierda. ¿Qué… qué haces tú ahí, Keeton? ¿Dónde está la Banda?
—He venido yo en su lugar. —Otro golpe de gatillo y me deslicé hacia el paisaje nevado. El casco convexo de la Teseo pasaba a mi lado, al alcance de la mano—. Para echarte un cable.
—Pues démonos prisa, ¿de acuerdo? —Estaba cruzando una grieta, un desgarrón abrasado de bordes irregulares en el tejido que se dobló hacia atrás cuando lo tocó. Riostras, paneles rotos, brazos robóticos muertos esparcidos por el interior de la cueva de hielo como escombros glaciales; sus perfiles ondulaban con la estática, sus sombras saltaban y se estiraban como dotadas de vida con cada barrido de la linterna de su cabeza—. Ya casi estoy…
Algo que no era estática se movió ante el haz de la lámpara. Algo se desenroscó, justo al filo de la imagen de la cámara.
Se cortó la conexión.
Bates y Sarasti empezaron a desgañitarse dentro de mi casco. Intenté frenar. Mis estúpidas e inútiles piernas patearon el vacío, obedeciendo algún antiguo código del bulbo raquídeo que databa de una era en que todos los monstruos caminaban sobre la tierra, pero para cuando me acordé de usar el dedo del gatillo, el habitáculo del laboratorio se cernía ya sobre mí. La Rorschach se alzaba tras él a lo lejos, tan cerca, colosal y malévola. Sobre su superficie ondulaban tenues auroras de color verde como relámpagos difusos. Sus bocas se abrían y cerraban por centenares, viscosas como fango volcánico; cualquiera de ellas era lo bastante grande como para tragarse la Teseo entera. Reparé apenas en el parpadeo de movimiento que se produjo justo delante de mí, la silenciosa erupción de masa oscura procedente del hinchable desinflado. Cuando me percaté de la presencia de Cunningham éste ya estaba en camino, silueteado contra la espectral luz que centellaba sobre la piel de Rorschach.
Me pareció verle agitar una mano, pero me equivocaba. Sólo era el trepador que envolvía su cuerpo como un amante desesperado, moviendo su brazo adelante y atrás mientras dirigía la pistola de propulsión sujeta a su muñeca. «Adiós», parecía decir aquel brazo, «y que te den, Keeton».
Me quedé mirando durante lo que me pareció una eternidad, pero ninguna otra parte de él se movía en absoluto.
Voces, gritos, ordenándome regresar adentro. Casi no los oía. Estaba demasiado perplejo por las matemáticas básicas, intentando encontrarle sentido a la más elemental de las restas.
Dos trepadores. Tira y Afloja. Los dos eliminados, tiroteados ante mis propios ojos.
—Keeton, ¿me recibes? ¡Vuelve aquí! ¡Responde!
—Yo… No puede ser —me oí decir—. Sólo había dos…
—Regresa a la nave de inmediato. Responde.
—Yo… —respondí.
Las bocas de la Rorschach volvieron a cerrarse de golpe, como si contuvieran el aliento. El artefacto comenzó a girar, pesadamente, un continente cambiando de rumbo. Se alejó, despacio al principio, luego acelerando, dándose la vuelta y echando a correr. Qué raro, pensé. A lo mejor tiene más miedo que nosotros…
Pero entonces la Rorschach nos lanzó un beso. Lo vi explotar procedente del corazón del bosque, etéreo e incandescente. Surcó los cielos y se estrelló contra el lomo de la Teseo, dejando a Amanda Bates en el más espantoso de los ridículos. La piel de nuestra nave fluyó, y se abrió como una boca, y se quedó congelada en un inaudible grito paralizado.