Si el cerebro humano fuera tan simple como para que pudiéramos entenderlo, seriamos tan simples que no podríamos.

Emerson M. Pugh

Sarasti, sanguijuela repugnante.

Mis rodillas presionaban contra mi frente. Me abrazaba a las piernas dobladas como quien se aferra a una rama mientras cuelga sobre el abismo.

Cabrón sin escrúpulos. Sádico, monstruo asqueroso.

Mi aliento rechinaba alto y mecánico. Ahogaba casi el rugir de la sangre en mis oídos.

Me hiciste pedazos, hiciste que me meara, me cagara y llorara como un crío destripado y dejaste desnudo, puto bicho, bestia acechante, estropeaste mis herramientas, te llevaste lo único que me permitía tocar a alguien y no hacía falta, sodomita, no era preciso, pero eso tú ya lo sabías, ¿verdad? Sólo querías jugar. He visto a los de tu especie haciéndolo antes, gatos jugando con ratones, atrapándolos para luego volverlos a soltar, un resquicio de libertad y después otro salto, otro mordisco, no tan brusco como para matar —todavía no—, antes de soltarlos de nuevo y ahora renquean, quizá tengan una pata rota o el vientre abierto, pero todavía lo intentan, todavía corren o reptan o se arrastran tan rápido como pueden hasta que volvéis a abalanzaros sobre ellos, una y otra vez, porque es divertido, porque os proporciona placer, sádico montón de mierda. Nos enviaste a los brazos de aquella cosa infernal que también jugaba con nosotros, y quizá estéis compinchados porque me dejó escapar, igual que tú, me dejó regresar corriendo a tus brazos y entonces me redujiste al estado de un aterrado animal indefenso con medio cerebro, no puedo rotar ni transformar, ni siquiera puedo hablar y tú

Ni siquiera era algo personal, ¿verdad? Ni siquiera me odias. Sencillamente estabas harto de guardártelo todo, harto de contenerte con toda esta carne a tu alrededor, y no podías prescindir del trabajo de ningún otro. Ésta era mi misión, ¿cierto? Ni sinteticista, ni conducto. Ni siquiera carne de cañón o señuelo. Sólo soy algo desechable con lo que afilar tus garras.

Era tan doloroso. Me dolía incluso respirar.

Estaba tan solo.

La red presionó suavemente contra la curvatura de mi espalda, me impulsó hacia delante con la delicadeza de un soplo de brisa y me volvió a atrapar. Estaba en mi tienda. Me picaba la mano derecha. Intenté flexionar los dedos, pero estaban encerrados en ámbar. La zurda buscó a la diestra y encontró un caparazón plástico que se extendía hasta el codo.

Abrí los ojos. Oscuridad. Números ininteligibles y un diodo rojo parpadeaban en algún punto de mi antebrazo.

No recordaba cómo había llegado hasta allí. No recordaba que nadie me hubiera arreglado.

Romperme. Ser roto. Eso sí lo recordaba. Me quería morir. Quería quedarme acurrucado sin hacer nada hasta marchitarme.

Una eternidad más tarde, me obligué a desaovillarme. Me incorporé y dejé que la minúscula inercia me empujara contra la tirante tela aislante de mi tienda. Esperé a que mi respiración se acompasara. Pareció tardar horas.

Activé ConSenso en la pared, una imagen del tambor. Voces quedas, luz cegadora centellando sobre el muro: lastimándome los ojos, arrancándome los párpados. Apagué la imagen y escuché las palabras a oscuras.

—¿… una fase? —preguntó alguien.

Susan James, restaurada ya su personalidad. Volvía a reconocerla: había dejado de ser un saco de carne, ya no era una simple cosa.

—Ya hemos hablado de esto. —Ése era Cunningham. También a él lo reconocí. Los reconocí a todos. Pese a lo que me hubiera hecho Sarasti, por lejos que me hubiera sacado de mi habitación, ya estaba dentro otra vez.

Debería haberme alegrado más.

—… porque, para empezar, si realmente fuera tan perniciosa, la selección natural se habría encargado de erradicarla —estaba diciendo James.

—Tienes una idea muy ingenua de los procesos evolutivos. La «supervivencia del más fuerte» es una patraña. Supervivencia del más adecuado, tal vez. Da igual que una solución sea óptima o no. Lo importante es que sea mejor que las alternativas.

También conocía esa voz. Pertenecía a un demonio.

—Bueno, está claro que nosotros somos mejores que las alternativas. —Una sutil armonía superpuesta a la voz de James sugería la presencia de un coro: la Banda al completo, rebelándose como un solo hombre.

No daba crédito. Me acababan de mutilar, me habían dado una paliza delante de sus narices… ¿y estaban hablando de biología?

A lo mejor le asusta hablar de cualquier otra cosa, pensé. A lo mejor le asusta ser la siguiente.

O a lo mejor es sólo que no podría importarle menos lo que me pase.

—Es verdad —le dijo Sarasti— que vuestro intelecto compensa vuestra consciencia hasta cierto punto. Pero sois aves sin capacidad de volar en una isla remota. Vuestro éxito reside en vuestro aislamiento respecto a cualquier tipo de competencia real.

Se acabaron las pautas discursivas entrecortadas. Se acabo el formular bruscamente las frases. La orca había cazado a su presa, se había liberado. Ahora le daba igual quién supiera que merodeaba por los alrededores.

—¿«Vuestro» éxito? —susurró Michelle—. ¿No «nuestro»?

—Nosotros abandonamos la competición hace mucho —dijo por fin el demonio—. No es culpa nuestra que os neguéis a dejar las cosas como están.

—Ah. —Cunningham de nuevo—. Bienvenida. ¿Has ido a ver a Ke…?

—No —dijo Bates.

—¿Satisfecha? —preguntó el demonio.

—Si te refieres a los drones, me satisface que hayas salido de ellos —dijo Bates—. Si te refieres a… Fue algo completamente injustificado, Jukka.

—No lo es.

—Agrediste a un miembro de la tripulación. Si tuviéramos una prisión militar, te pasarías el resto del viaje dentro.

—Ésta no es una nave militar, mayor. No estás al mando.

No me hacían falta imágenes para saber la opinión que eso le merecía a Bates. Pero había algo más en su silencio, algo que me hizo reactivar la cámara del tambor. Entorné los ojos frente a la luz corrosiva y reduje el brillo hasta que lo único que quedó fue un tenue susurro de pasteles.

Sí. Bates. Bajando a la cubierta de un salto desde la escalera.

—Coge una silla —dijo Cunningham desde su asiento en la sala común—. Es hora de rememorar viejos clásicos.

Había algo en ella.

—Estoy harta de la misma canción —dijo Bates—. La hemos tocado hasta desgastarla.

Incluso ahora, con mis instrumentos desportillados y vapuleados, con mi percepción reducida a poco más que una sombra de sí misma, podía ver el cambio. Esta tortura de prisioneros, este asalto a la tripulación, habían cruzado una línea en su cabeza. Los demás no lo veían. La tapa que cubría su expresividad estaba tan sellada como la de una olla a presión. Pero incluso a través de las tenues sombras de mi ventana, la topología resplandecía a su alrededor como un cartel de neón.

Amanda Bates había dejado de considerar simplemente la posibilidad de un cambio de mando. Ahora sólo era cuestión de tiempo.

• • • •

El universo era cerrado y concéntrico.

Mi diminuto refugio estaba en su centro. Fuera de ese cascarón había otro, gobernado por un monstruo, patrullado por sus esbirros. Más allá de ése había aún otro más que contenía algo todavía más monstruoso e incomprensible, algo que pronto podría devorarnos a todos.

No existía nada más. La Tierra era una hipótesis vaga, irrelevante para este cosmos en miniatura. No veía ningún lugar donde pudiera encajarla.

Me quedé mucho tiempo en el centro del universo, escondido. Tenía las luces apagadas. No comía. Sólo salía a hurtadillas de mi tienda para orinar o defecar en el angosto cubículo que había al fondo de Fab, y sólo cuando la columna estaba despejada. Un sembrado de dolorosas ampollas me cruzaba la espalda abrasada, tan apiñadas como los granos de una mazorca. El más ligero roce las abría.

Nadie llamó a mi puerta, nadie anunció mi nombre por ConSenso. No habría respondido si lo hubieran hecho. A lo mejor lo sabían, de algún modo. A lo mejor guardaban las distancias por respeto a mi intimidad y mi desgracia.

A lo mejor sencillamente no les importaba una mierda.

Me asomaba al exterior de vez en cuando para echarle un vistazo a la táctica. Vi cómo Escila y Caribdis se adentraban en el cinturón de acreción y regresaban remolcando masa de reacción capturada en una enorme red distendida entre ellas. Vi cómo nuestro satélite de ampliación llegaba a su destino en mitad de ninguna parte, vi mapas cuánticos de antimateria entrar en el procesador de la Teseo. Masa y especificaciones se combinaban en Fab, reponían nuestras reservas, forjaban las herramientas que necesitaba Jukka Sarasti para su plan maestro, fuera éste el que fuese.

Puede que perdiera. Puede que la Rorschach nos matara a todos, pero no antes de jugar con Sarasti igual que éste había jugado conmigo. Eso haría que casi mereciera la pena. O puede que se produjera antes el amotinamiento de Bates, con éxito. Puede que ella exterminara al monstruo, y comandara la nave, y nos transportara a todos a un lugar seguro.

Pero entonces lo recordé: el universo era cerrado y diminuto. Lo cierto era que no había adonde ir.

Pegué la oreja a las comunicaciones de la nave. Oí instrucciones de rutina impartidas por el depredador, conversaciones murmuradas entre las presas. Sólo aceptaba sonidos, nunca imágenes; una transmisión de vídeo habría inundado mi tienda de luz, dejándome vulnerable y expuesto. De modo que escuchaba en la oscuridad mientras los demás hablaban entre ellos. Ya no ocurría tan a menudo. Quizá se hubieran dicho ya demasiadas cosas, quizá no restara nada por hacer salvo atender a la cuenta atrás. A veces transcurrían horas sin que se oyera más que una tos o un gruñido.

Cuando hablaban, nunca mencionaban mi nombre. Sólo una vez oí que alguno de ellos sugiriese siquiera mi existencia.

Fue Cunningham, mientras hablaba de zombis con Sascha. Los oí en la cocina mientras desayunaban, desacostumbradamente locuaces. Hacía algún tiempo que Sascha no salía, y estaba recuperando las horas perdidas. Cunningham se lo consentía, por razones que sólo él conocía. Quizá sus temores se hubieran aplacado un poco, quizá Sarasti hubiera desvelado su plan maestro. O quizá Cunningham sencillamente deseaba distraerse de la proximidad del enemigo.

—¿A ti no te molesta? —estaba diciendo Sascha—. ¿Pensar que nuestra mente, lo que hace que uno sea uno, no es nada más que una especie de parásito?

—Olvídate de la mente —repuso él—. Imagínate que tienes un aparato diseñado para controlar… no sé, los rayos cósmicos, por ejemplo. ¿Qué sucede cuando giras su sensor de modo que ya no esté apuntando al cielo, sino a sus propias entrañas? —Se respondió a sí mismo antes de que ella tuviera ocasión—: Que hace aquello para lo que se construyó. Mide los rayos cósmicos, aunque haya dejado de mirarlos. Analiza sus circuitos en términos de metáforas de rayos cósmicos, porque éstas le parecen correctas, le parecen naturales, porque no sabe ver las cosas de otra manera. Pero la metáfora está equivocada. De modo que el sistema lo malinterpreta todo sobre sí mismo. Puede que no se trate de un salto evolutivo fabuloso y estupendo, después de todo. A lo mejor no es más que un simple defecto de fábrica.

—Pero tú eres el biólogo. Sabes que mamá tenía razón mejor que nadie. El cerebro es un gran despilfarrador de glucosa. Todo lo que hace cuesta un ojo de la cara.

—Cierto —reconoció Cunningham.

—Entonces, la sentiencia tiene que servir para algo. Porque es cara, y si consume energía sin hacer nada útil, la evolución se la cargará sin dudarlo.

—A lo mejor ya lo ha hecho. —Cunningham hizo una pausa lo bastante larga como para masticar un bocado o inhalar una bocanada de humo—. Los chimpancés son más listos que los orangutanes, ¿lo sabías? Su cociente de encefalización es más alto. Y sin embargo no siempre pueden reconocerse en el espejo. Los orangutanes sí.

—¿Qué me quieres decir con eso? ¿Que cuanto más inteligente sea el animal, menor será su autoconsciencia? ¿Que los chimpancés se están volviendo no sintientes?

—O que ya lo eran, antes de que nosotros lo frenáramos todo en seco.

—Entonces, ¿por qué no nos ocurrió lo mismo a nosotros?

—¿Qué te hace pensar que no nos haya ocurrido?

Era una pregunta tan flagrantemente estúpida que Sascha no supo qué responder. Me la imaginé boquiabierta durante el silencio.

—Recapacita —dijo Cunningham—. No estamos hablando de una especie de zombi que va dando tumbos por ahí con los brazos estirados, farfullando teoremas matemáticos. Un autómata listo se camuflaría. Observaría a quienes lo rodean, imitaría su conducta, se comportaría como todo el mundo. Sin saber en ningún momento lo que está haciendo. Ajeno incluso a su propia existencia.

—Pero, ¿por qué molestarse? ¿Qué lo motivaría?

—Siempre y cuando retires la mano de la llama, ¿qué más da que lo hagas porque duele o porque algún algoritmo de retroalimentación diga «retirar si el flujo de calor excede la T crítica»? A la selección natural le dan igual los motivos. Si imitar algo aumenta la adecuación, la naturaleza seleccionará a los buenos imitadores antes que a los malos. Transcurrido el tiempo suficiente, ningún ser consciente sabría distinguir a tu zombi entre la multitud. —Otra pausa; le oí masticar mientras duró—. Será capaz incluso de participar en una conversación como ésta. Podría escribir cartas a casa, reproducir sentimientos humanos reales, sin tener la menor idea de su propia existencia.

—No sé, Rob. Me parece…

—Claro, quizá no sea perfecto. Quizá sea un poco repetitivo, o recurra ocasionalmente al vertido de información descriptiva. Pero incluso las personas reales lo hacen, ¿verdad?

—Y al final, no quedará gente de verdad. Sólo robots que fingen interés.

—Es posible. Depende de la dinámica demográfica, entre otras cosas. Pero yo diría que por lo menos una cosa de la que carece un autómata es la empatía; si no puedes sentir, serás incapaz de comprender a alguien que sí puede, aunque te comportes como si lo fueras. Lo cual resulta interesante: ¿cuántos sociópatas aparecen en los escalafones más altos del mundo, hmm? ¿Hasta qué punto se elogian la falta de escrúpulos y el egoísmo exacerbado en la estratosfera, mientras que todo aquél que exhibe dichas características a nivel del suelo va a parar al mismo saco que los realistas? Casi como si la sociedad misma estuviera recomponiéndose de dentro afuera.

—Bah, venga ya. La sociedad siempre ha sido de la gente guapa… Espera, ¿estás diciendo que la élite corporativa del mundo no es sintiente?

—Dios, no. Ni de lejos. Quizá estén empezando a dar los primeros pasos por ese camino. Como los chimpancés.

—Vale, pero los sociópatas no se camuflan bien.

—Los diagnosticados puede que no, pero por definición son los últimos de la clase. Los demás son demasiado listos para dejarse atrapar, y un autómata real lo haría incluso mejor. Además, cuando se es lo bastante poderoso, no hace falta comportarse como los demás. Los demás empiezan a comportarse como tú.

Sascha soltó un silbido.

—Guau. El actor perfecto.

—O no tan perfecto. ¿Te suena a alguien conocido?

Quizá estuvieran hablando de alguien completamente distinto, supongo. Pero aquello era lo más parecido a una referencia directa a Siri Keeton que había oído en todas las horas que llevaba poniendo la oreja. Nadie más me mentó, ni siquiera de pasada. Eso era estadísticamente improbable, dado lo que acababa de sufrir delante de todos ellos; alguien tendría que haber dicho algo. Quizá Sarasti les había ordenado no hablar de ello. Yo no sabía por qué. Pero a estas alturas era evidente que el vampiro llevaba ya algún tiempo orquestando las interacciones de ellos conmigo. Ahora yo estaba escondido, pero él sabía que escucharía en algún momento. Tal vez, por el motivo que fuera, no quería que mi observación se… contaminara…

Podría haberme aislado de ConSenso. No lo había hecho. Lo que significaba que aún me quería al corriente.

Zombis. Autómatas. La puta sentiencia.

«Por una vez en tu desgraciada vida, comprende una cosa.» Eso me había dicho. O algo me lo había dicho. Durante la agresión.

«Comprende que tu vida depende de ello.» Casi como si me estuviera haciendo un favor.

Luego me había dejado en paz. Y era evidente que les había pedido a los demás que hicieran lo mismo. «¿Estás escuchando, Keeton?» Y no me había dejado fuera de ConSenso.

• • • •

Siglos de mirarse el ombligo. Milenios de masturbación. De Platón a Descartes, Dawkins y Rhanda. Almas, agentes zombis y qualia. Complejidad de Kolmogorov. La consciencia como chispa divina. La consciencia como campo electromagnético. La consciencia como conjunto de partículas.

Lo exploré todo.

Wegner pensaba que era un resumen sinóptico. Penrose la oía en el canto de los electrones enjaulados. Norretranders decía que era una farsa; Kazim la llamaba «filtración de un universo paralelo». Metzinger se negaba incluso a reconocer su existencia. Las inteligencias artificiales afirmaban haber encontrado su secreto, para luego anunciar que no podían explicárnoslo. Godel tenía razón, después de todo: ningún sistema se puede entender plenamente a sí mismo.

Ni siquiera los sinteticistas habían conseguido rotarla hasta descifrarla. Los puntales que sostenían el peso sencillamente no podían soportar la tensión.

Todos ellos, empecé a darme cuenta, habían pasado por alto lo principal. Todas aquellas teorías, todos aquellos sueños inducidos con alucinógenos, experimentos y modelos intentaban demostrar lo que era la consciencia: no para qué servía. No hacía falta ninguna explicación: evidentemente, la consciencia nos hace lo que somos. Nos permite ver la belleza y la fealdad. Nos eleva al reino sublime de los espiritual. Claro, un puñado de bárbaros —Dawkins, Keogh, algún que otro escritor de literatura barata— se habían preguntado brevemente por qué: ¿por qué no ordenadores blandos, y nada más? ¿Por que deberían ser inferiores por definición los sistemas no sintientes? Pero en realidad nunca llegaron a levantar la voz por encima de la multitud. El valor de lo que somos era demasiado evidente como para ponerlo seriamente en tela de juicio.

Sin embargo los interrogantes persistían, en la mente de los laureados, en la angustia existencial de todo quinceañero cachondo sobre la faz de la Tierra. ¿No soy nada más que química en acción? ¿Seré un imán en el éter? Yo soy algo más que mis ojos, mis oídos, mi lengua; soy la cosita que hay detrás de esas cosas, la cosita que observa desde dentro. ¿Pero quién mira por sus ojos? ¿A qué se reduce? ¿Quién soy? ¿Quién soy? ¿Quién soy?

Joder, qué pregunta más estúpida. Podría haberla respondido en un segundo, si Sarasti no me hubiera obligado a comprenderla antes.