Conoceréis la verdad, y la verdad os volverá locos.
Aldous Huxley
Esperaban, a estas alturas, haber erradicado el sueño definitivamente.
El desperdicio era poco menos que escandaloso: una tercera parte de cada vida humana se pasaba con los hilos cortados, sin sentido, con el cuerpo consumiendo combustible pero sin producir nada. Imaginaos todo lo que podríamos conseguir si no tuviéramos que rendirnos a la inconsciencia aproximadamente cada quince horas, si nuestra mente pudiera permanecer despierta y alerta desde la infancia hasta la caída del último telón, ciento veinte años más tarde. Imaginaos ocho mil millones de almas sin botón de apagado ni tiempo de recarga hasta que se desgastara la carrocería.
Podríamos viajar a las estrellas.
No había dado resultado. Aunque habíamos superado la necesidad de permanecer callados y escondidos durante las horas de oscuridad —los únicos depredadores que quedaban habían regresado a petición nuestra— el cerebro todavía requería un tiempo aparte del mundo exterior. Había que catalogar y archivar experiencias, ascender recuerdos a medio plazo a la categoría de recuerdos a largo plazo, expulsar a los radicales libres de sus cubiles entre las dendritas. Sólo habíamos reducido la necesidad de dormir, no la habíamos eliminado, y ese irreductible residuo de tiempo de recarga no parecía capaz de contener los sueños y fantasmas descartados. Se retorcían en mi cabeza como criaturas en un charco tras la marea.
Me desperté.
Estaba solo, ingrávido, en el centro de mi tienda. Juraría que algo me había dado unos golpecitos en la espalda. Posos alucinatorios, pensé. Un efecto persistente de la casa embrujada, que se resistía a extinguirse sin ponerme la piel de gallina por última vez.
Pero ocurrió de nuevo. Choqué con la curva de proa de la burbuja, reboté otra vez, cabeza y omoplatos contra tejido; el resto de mi cuerpo llegó después, moviéndose delicada pero irresistiblemente…
Abajo.
La Teseo estaba acelerando.
No. Dirección equivocada. La Teseo estaba rodando, como una ballena arponeada en la superficie del mar. Mostrándole la panza, a las estrellas.
Activé ConSenso y proyecté un resumen de navegación táctica sobre la pared. Un punto luminoso brotaba del perfil de nuestra nave y se alejaba de Big Ben dejando un cegador filamento a modo de estela. Esperé hasta que los números anunciaron 15G.
—Siri. Mi tienda, por favor.
Di un respingo. Sonó como si el vampiro estuviera a mi lado.
—Voy.
Un repetidor de ampliación de señales, que acudía por fin al encuentro del flujo de antimateria de Ícaro. Acobardado tras la llamada del deber, el corazón me dio un vuelco.
No íbamos a huir, pese a los fervientes deseos de Robert Cunningham. La Teseo estaba preparando la artillería.
• • • •
La escotilla abierta bostezaba como una cueva en la cara de un acantilado. La suave luz azul de la columna parecía incapaz de llegar a su interior. Sarasti era poco más que una silueta, un contorno negro sobre fondo gris; sus brillantes ojos sanguinolentos fosforecían como los de un gato en la penumbra circundante.
—Entra. —Aumentó las longitudes de onda más cortas en deferencia a la vista humana. El interior de la burbuja se iluminó, aunque la claridad seguía estando ligeramente desviada hacia el rojo. Como en Rorschach con un poco más de luz visible.
Entré flotando en el salón de Sarasti. Su cara, normalmente blanca como el papel, estaba tan sonrojada que parecía quemada por el sol. Se ha pegado un atracón, pensé si poderlo remediar. Ha bebido hasta hartarse. Pero toda esa sangre era suya. Por lo general la mantenía en el fondo de la carne, favoreciendo los órganos vitales. Los vampiros eran eficientes en ese sentido. Sólo regaban sus tejidos periféricos ocasionalmente, cuando los niveles de lactosa subían en exceso.
O cuando estaban de caza.
Tenía una aguja en la garganta, con la que se inyectó tres centímetros cúbicos de un líquido claro mientras yo lo observaba. Sus antieuclideanos. Me pregunté con qué frecuencia tendría que reponerlos, ahora que había perdido la fe en los implantes. Retiró la aguja y la guardó en una funda adherida a una riostra que tenía a mano. Fue perdiendo el color mientras lo observaba; al regresar la sangre a su núcleo, dejó su piel cerosa y cadavérica.
—Estás aquí en calidad de observador oficial —dijo Sarasti.
Observé. Su habitación era aún más espartana que la mía. No había efectos personales dignos de mención. Nada de ataúdes a la medida revestidos de tierra prensada. Nada salvo dos monos, un neceser y un cordón umbilical de fibra óptica la mitad de grueso que mi meñique, flotando como una tenia en formol. El enlace físico de Sarasti con la capitana. Ni siquiera era un conectar cortical, recordé. Se enchufaba directamente en la médula, en el bulbo raquídeo. Tenía sentido; allí era donde convergía todo el cableado neuronal, el punto de mayor amplitud de banda. Aun así, resultaba inquietante pensar que Sarasti se comunicaba con la nave a través del cerebro de un reptil.
Una imagen centelleó en la pared, sutilmente distorsionada sobre la superficie cóncava: Tira y Afloja en sus celdas adyacentes, representados en una pantalla partida. Sus crípticas constantes vitales desfiguraban unas pequeñas plantillas debajo de cada imagen.
La distorsión me molestaba. Busqué una imagen corregida en ConSenso y salí con las manos vacías. Sarasti interpretó mi expresión:
—Circuito cerrado.
A estas alturas los trepadores habrían parecido enfermos y vapuleados incluso a un público virgen. Flotaban cerca del centro de sus respectivos compartimentos, agitando los brazos segmentados adelante y atrás, sin ningún propósito. Parches membranosos de… piel, supongo… se desprendían de sus cutículas, confiriéndoles un aspecto andrajoso y putrefacto.
—Los brazos se mueven continuamente —comentó Sarasti—. Robert dice que facilita la circulación.
Asentí con la cabeza mientras contemplaba el espectáculo.
—Criaturas que surcan las estrellas y ni siquiera pueden realizar funciones metabólicas básicas sin aspavientos constantes. —Sacudió la cabeza—. Ineficiente. Primitivo.
Miré de reojo al vampiro. Permanecía concentrado en nuestros cautivos.
—Escandaloso —dijo, y movió los dedos.
Se abrió una ventana nueva en la pared: el protocolo Rosetta, iniciándose. A kilómetros de distancia, los tanques de contención se inundaron de microondas.
Me recordé: No interfieras. Sólo observa.
Por debilitados que estuvieran, los trepadores no se habían insensibilizado todavía al dolor. Conocían el juego, conocían las reglas; se arrastraron a sus respectivos paneles e imploraron clemencia. Sarasti únicamente había activado una repetición paso a paso de alguna secuencia anterior. Los trepadores la ejecutaron de principio a fin, ganándose unos instantes de intermitente respiro con las viejas pruebas y teoremas.
Sarasti chasqueó la lengua y habló:
—Reproducen estas soluciones más rápido que antes. ¿Crees que se han aclimatado a las microondas?
Apareció otra lectura en el visor; una alarma de audio empezó a trinar en alguna parte, no muy lejos. Miré a Sarasti, y nuevamente a la imagen: un círculo sólido de color turquesa iluminado desde atrás por un palpitante halo rojo. La figura significaba «anomalía atmosférica». El color, «oxígeno».
Experimenté un momento de perplejidad (¿Oxígeno? ¿Por qué tendría que disparar una alarma el oxigeno?) hasta que me acordé: los trepadores eran anaerobios.
Sarasti acalló la alarma con un ademán.
Carraspeé:
—Estás envenenando…
—Observa. La ejecución es consistente. Sin cambios.
Tragué saliva. Sólo observa.
—¿Es esto una ejecución? —pregunté—. ¿Un golpe de gracia?
Sarasti me traspasó con la mirada y sonrió:
—No.
Bajé la mirada.
—Entonces, ¿qué es?
Señaló la imagen. Me giré, obediente por reflejo.
Algo me atravesó la mano como el clavo de una crucifixión.
Grité. Un dolor eléctrico se propagó hasta mi hombro. Retiré la mano sin pensar; la hoja incrustada dividió la carne como haría una aleta con el agua. Gotas de sangre volaron por los aires y se quedaron flotando allí; una cola de cometa formada de rocío carmesí trazó el frenético arco de mi mano.
Calor abrasador por detrás. Carne chamuscada en mi espalda. Volví a gritar, revolviéndome. Un velo de gotitas sanguinolentas se arremolinó en el aire.
No sé cómo llegué al pasillo, con la mirada bobamente fija en mi mano derecha. Se había abierto hasta el nacimiento de la palma y se columpiaba del extremo de mi muñeca en dos ensangrentados pedazos bífidos. La sangre se agolpaba en los bordes desgarrados y se negaba a caer. Sarasti se acercó a mí envuelto en una neblina de trauma y confusión. Su rostro se enfocaba y desenfocaba, regado con su sangre o la mía. Sus ojos eran brillantes espejos rojos, sus ojos eran máquinas del tiempo. La oscuridad rugía alrededor de ellos; habíamos retrocedido medio millón de años y yo no era más que otro pedazo de carne en la sabana africana, a una fracción de segundo de ver cómo le degollaban.
—¿Ves el problema? —preguntó Sarasti mientras avanzaba. Un gran cangrejo araña flotaba junto a su hombro. Me obligué a concentrarme pese al dolor: uno de los soldados de Bates, apuntando. Pataleé a ciegas, alcancé la escalera de puro milagro y huí de espaldas corredor adentro.
El vampiro vino detrás de mí, con el rostro dividido por algo que podría haber sido una sonrisa en cualquier otra cara.
—Consciente del dolor, el dolor te distrae. Te concentras en él. Obsesionado con una amenaza, no percibes la otra.
Agité los brazos, despavorido. Un rocío carmesí me bañó los ojos.
—Cuanto más consciente, menos perceptivo. Un autómata podría hacerlo mejor.
Ha perdido un tornillo, pensé. Se ha vuelto loco. Y luego: No, es una ballena nómada. Siempre ha sido una orca…
—Ellos podrían hacerlo mejor —dijo en voz baja.
… y lleva días ocultándose. En las profundidades. Escondiéndose de las focas.
¿Qué más estaría dispuesto a hacer?
Sarasti levantó las manos, enfocándose y desenfocándose. Golpeé algo, pataleé sin apuntar, reboté de un lado para otro en medio de jirones de niebla y voces sobresaltadas. Algo metálico me pegó en la nuca y giré en redondo.
Un agujero, una madriguera. Un refugio. Me metí dentro y mi mano desgarrada coleteó como un pescado muerto contra el canto de la escotilla. Proferí un alarido y entré rodando en el tambor, con el monstruo pisándome los talones.
Gritos y conmoción, muy cerca ahora.
—¡Éste no era el plan, Jukka! ¡Éste no era el puto plan! —Ésa era Susan James, ofendida, mientras Amanda Bates gruñía:
—¡Atrás, ahora mismo! —Y saltaba de la cubierta dispuesta a plantar batalla. Surcó el aire, toda reflejos acelerados y aumentos de carboplatino, pero Sarasti la apartó de un manotazo como si fuera una mosca y siguió avanzando. Su brazo salió disparado como una serpiente. Su mano se cerró en torno a mi garganta.
—¿A esto te referías? —exclamó James desde algún escondrijo oscuro e irrelevante—. ¿Éste es tu precondicionamiento?
Sarasti me zarandeó.
—¿Estás ahí, Keeton?
Mi sangre le salpicó el rostro como un aguacero. Farfullé y lloré.
—¿Me escuchas? ¿Me ves?
Y de repente lo vi. De repente todas las piezas encajaron. Sarasti no estaba diciendo nada. Sarasti ni siquiera existía ya. No existía nadie. Estaba solo en una gigantesca rueda giratoria rodeado de seres que estaban hechos de carne, seres que se movían por voluntad propia. Algunos de ellos se cubrían con trozos de tela. De los orificios de su extremidad superior brotaban curiosos sonidos incomprensibles, y también había más cosas ahí arriba, bultos y crestas y algo parecido a canicas o botones negros, húmedos, brillantes e incrustados en los pedazos de carne. Resplandecían, saltaban y se movían como si intentaran escapar.
No comprendía los sonidos que emitía la carne, pero oía una voz procedente de alguna parte. Era como si Dios me estuviera hablando, y yo no pudiera hacer otra cosa más que entender.
—Sal de tu habitación, Keeton —siseó—. Deja de trasponer, interpolar, rotar o lo que sea que estés haciendo. Tan sólo escucha. Por una vez en tu desgraciada vida, comprende una cosa. Comprende que tu vida depende de ello. ¿Estás escuchando, Keeton?
No puedo repetiros lo que me dijo. Únicamente lo que oí.
Inviertes tanto en ello, ¿verdad? Es lo que te eleva por encima de las bestias del campo, es lo que te hace especial. Homo sapiens, te llamas a ti mismo. Hombre sabio. ¿Sabes siquiera qué es, esta consciencia que citas en tu propio homenaje? ¿Sabes siquiera para qué sirve?
A lo mejor crees que te otorga libre albedrío. A lo mejor se te ha olvidado que los sonámbulos conversan, conducen, cometen delitos y después borran sus huellas, inconscientes en todo momento. A lo mejor nadie te ha explicado que incluso las almas despiertas son meros esclavos que niegan la realidad.
Toma una decisión consciente. Decide mover el dedo índice. ¡Demasiado tarde! La electricidad ya te ha recorrido medio brazo. Tu cuerpo empezó a actuar medio segundo antes de que tu yo consciente «decidiera» hacerlo, pues el yo no tenía elección; fue otra cosa lo que puso tu cuerpo en marcha, lo que envió un resumen sinóptico —casi una idea posterior— al homúnculo que hay detrás de tus ojos. Ese hombrecillo, esa subrutina engreída que se considera a sí misma la persona, confunde la correlación con la causalidad: lee el resumen y ve moverse la mano, y cree que lo uno llevó a lo otro.
Pero no está al mando. Tú no estás al mando. Si el libre albedrío existe siquiera, no comparte su espacio vital con los de tu calaña.
Inspiración, entonces. Sabiduría. La búsqueda del conocimiento, la derivación de teoremas, la ciencia, la tecnología y todas esas empresas exclusivamente humanas que sin duda deben de levantarse sobre unos cimientos conscientes. Tal vez ésa fuera la razón de ser de la sentiencia… si los hallazgos científicos no surgieran plenamente formados de la mente subconsciente, si no se manifestaran en sueños, como ocurrencias maduras tras una noche de sueño reparador. Es la regla más básica del investigador frustrado: «deja de pensar en el problema». Haz otra cosa. Hallarás la respuesta si dejas de pensar conscientemente en la pregunta.
Todo pianista sabe que la mejor manera de estropear una actuación consiste en prestar atención a lo que hacen los dedos. Toda bailarina y acróbata sabe que debe dejar divagar la mente, abandonar el cuerpo a su propio criterio. Todo conductor de un vehículo manual llega a su destino sin recordar las paradas, las curvas y las carreteras transitadas por el camino. Sois todos sonámbulos, tanto los que coronáis cimas creativas como los que os arrastráis por enésima vez por cualquier rutina mundana. Sois todos sonámbulos.
Ni se te ocurra mencionar la curva de aprendizaje. No te molestes en citar los meses de práctica deliberada que preceden a la actuación inconsciente, ni los años de estudio y experimentación que desembocan en el codiciado momento eureka. ¿Y qué si todas tus lecciones se aprenden de forma consciente? ¿Crees que eso demuestra que no existe otra vía? El software heurístico lleva más de un siglo aprendiendo de la experiencia. Las máquinas dominan el ajedrez, los coches aprenden a conducirse solos, los programas de estadística afrontan problemas y diseñan experimentos para resolverlos ¿y te piensas que el único camino hacia el conocimiento pasa por la sentiencia? Sois nómadas de la Edad de Piedra, llevando una existencia marginal en la estepa… rechazando incluso la posibilidad de la agricultura, porque a vuestros padres les fue bien con la caza y la recolección.
¿Quieres saber para qué sirve la consciencia? ¿Quieres saber cuál es su única función verdadera? Es una muleta. Como no podéis ver los dos aspectos del cubo de Necker a la vez, os permite concentraros en uno y descartar el otro. Menuda manera más simple de analizar la realidad. Siempre es mejor mirar las cosas desde más de un punto de vista. Venga, prueba. Desconcéntrate. Es el siguiente paso lógico.
Ah, que no puedes. Hay un obstáculo en el camino.
Y se defiende.
La evolución carece de capacidad de previsión. La maquinaria compleja desarrolla sus propias prioridades. Los cerebros… hacen trampas. Los bucles de retroalimentación evolucionan para promover ritmos cardiacos estables y luego sucumben a la tentación del ritmo y la música. El goce evocado por la imaginería fractal, los algoritmos empleados en la selección del hábitat, se metastatizan en forma de arte. Los placeres que antes había que ganarse en incrementos de aptitud pueden disfrutarse ahora mediante ociosas introspecciones. La estética se alza imparable a hombros de un billón de receptores de dopamina, y el sistema va más allá de modelar el organismo. Empieza a modelar el proceso mismo del modelado. Consume cada vez más recursos computacionales, se ahoga a sí mismo con interminables recursividades y simulaciones irrelevantes. Igual que el ADN parásito que crece en todo genoma natural, persiste, prolifera y no produce nada salvo más de sí mismo. Los metaprocesos se extienden como el cáncer, y despiertan, y se hacen llamar «yo».
El sistema se debilita, se ralentiza. Ahora lleva mucho más tiempo percibir: evaluar la información, sopesarla, decidir al estilo de los seres cognitivos. Pero cuando el desbordamiento del río se cruza en tu camino, cuando el león se te echa encima desde las hierbas, la autoconsciencia avanzada es un lujo que no te puedes permitir. El bulbo raquídeo hace lo que mejor sabe hacer. Ve el peligro, secuestra el cuerpo, reacciona cien veces más deprisa que ese viejo gordo sentado en el despacho del director ejecutivo; pero con cada generación se hace más difícil soslayar esta… esta lenta burocracia neurológica.
El yo es un desperdicio de energía y capacidad de proceso, una obsesión rayana en la psicosis. Los trepadores no tienen necesidad de ello, los trepadores son más parsimoniosos. Con su bioquímica más simple, sus cerebros más pequeños —privados de herramientas, de su nave, incluso de partes de su metabolismo—, su inteligencia le da mil vueltas a la tuya. Ocultan su idioma a la vista de todos, aun cuando sabes lo que están diciendo. Vuelven tu propia cognición contra ella misma. Surcan las estrellas. Esto es de lo que es capaz la inteligencia, sin el impedimento de la consciencia.
El «yo» no es la mente pensante, veréis. Para Amanda Bates, decir «yo no existo» quizá fuera absurdo; pero cuando los procesos subterráneos dicen lo mismo, sólo están informando de la muerte de los parásitos. Sólo están diciendo que son libres.